Las «tierras ignotas» no aparecen sólo en los mapas antiguos: también en épocas como la nuestra, en la que, como señala Mauricio Wiesenthal, crece «la levadura del caudillismo y de la barbarie». Frente a ella se alza el argumento de la cultura
Los mapas antiguos llevaban rótulos que situaban a las «Terrae Incognitae»: parajes donde se suponía que vivían personajes míticos y se ocultaban reinos legendarios o islas encantadas. Pero si alguien levantase una carta moral de nuestro tiempo aparecerían otras Tierras Ignotas, formadas por inmensos desiertos de ideas y valores.
Donde se destruye un espacio nombrado y consagrado anida enseguida una serpiente, donde no hay cultivo responsable avanza el desierto, y allí donde no hay misericordia ni caridad impera el terror. Nada tan diabólico como un vacío. Los paraísos burgueses del «sereno agnosticismo» no tienen porvenir. En su propio interior generan lo que yo llamaría un «proletariado de indignación» que –hastiado de la tibieza y rebelándose contra el reparto de los beneficios injustos– acaba devastándolos.
Siempre me ha parecido pedante la idea de que los pueblos más cultos se imponen a los más primitivos. No hay nada más imperialista que la brutalidad. Los pueblos que no defienden su cultura desaparecen devorados por el caos y por los bárbaros que se adaptan mejor a sobrevivir en la brutalidad, en el desorden y en las formas sociales más primitivas. Sin contar con que la levadura del caudillismo y de la barbarie crece en ese «proletariado de indignación», y va destruyendo el equilibrio de las sociedades que se creen poderosas y a salvo de la regresión. No caigamos en la torpeza de nuestros abuelos, que pensaban que la Terra Incognita era sinónimo de lo que llamaban «pueblos salvajes», pues la recesión al desorden y a la «infrahistoria» también amenaza a las más soberbias culturas. Nunca se habló tanto de la necesidad de «descargar la adrenalina» como se hace en nuestro mundo ocioso, donde cualquier rapaz aburrido se inventa un modo nuevo –a menudo una maña zopenca– de poner en peligro su vida y la de los demás. Habría que recordar a nuestros principitos que esa epinefrina que espesa la sangre y facilita la cicatrización de las heridas no es precisamente la droga de la irresponsabilidad, sino la hormona de la lucha y de la resistencia.
Tanto vacío
¡Años jóvenes y felices en los que existían las «Terrae Incognitae», y un navegante audaz podía gastar la adrenalina en un descubrimiento! Nuestro pobre mundo se ha llenado de gente que se mueve por la Terra Incognita con una bandera y una república, antes incluso de haber reunido a un pueblo educado y civilizado para trabajar en algo, hacer unas leyes, construir caminos, estudiar una ciencia, apañar una técnica, pastorear rebaños o cultivar huertos. Con tanto vacío no es extraño que existan tantos «okupas»...
Vivir al margen de la responsabilidad moral y social es muy fácil en el Estado moderno, que mantiene a tantos parásitos: un paraíso naif que no tiene salvación si desaparecen los principios civilizados que nos permiten defender nuestra cultura. No es necesario aprender muchas teorías, pero es importante saber bien («par coeur», de corazón, se dice sabiamente en francés) las pocas cosas que podemos saber. Tampoco sé qué ventaja tiene enseñarle a un niño que la Navidad es un solsticio cuando no sabe todavía lo que es el valor sufrido de una vida. Cada cultura ha tenido que elaborar sus tradiciones para convertirse en una experiencia transmisible, más allá de los complicados argumentos que maneja la ciencia histórica. Son las tradiciones –hermoseadas por la memoria y ennoblecidas por las artes– las que forman las culturas, igual que los idiomas traen el canto de sus palabras de lejanas fuentes etimológicas. Un diccionario es, para los que amamos el sonido y el bálsamo de la palabra, un relicario.
Nuestra vieja Europa se fundamentó, ya en Aquisgrán, en un relicario de figuras sagradas, de oficios útiles, de lenguas cultas, y de tradiciones. Nos unimos bajo una misma fe crítica, basada en valores de belleza, de responsabilidad humana y social, de libertad y de jerarquía. La civilización no es un proyecto ideológico sino una tarea familiar que comienza en la educación de los hijos en el hogar. Se transmite con las herramientas y utensilios de la vida cotidiana. Así el latín se propagó como lengua culta en el primer esbozo de Europa; a la par que, desde un extremo a otro del continente colonizado por las legiones romanas, se comía con los mismos cubiertos y se bebía en los mismos vasos. Nos sentimos orgullosos de que alguien nos enseñase el griego y el latín, el árabe y el hebreo, y nos diese una lengua de civilización que, más tarde, compartimos con otros. No creemos que haya sido malo para nosotros haber sido «invadidos» mil veces. Esa asimilación nos enriqueció, merced a que supimos asumirla en nuestra identidad, adaptándola a nuestras tradiciones y a nuestra fe.
Fe y libertad
Quienes trabajan produciendo el pan y la obra bien hecha, quienes indagan en la ciencia y crean herramientas de vida (los utensilios civilizados), y quienes luchan en obras de humanidad construyen nuestra civilización.
Siento esperanza cuando los emigrantes africanos, latinoamericanos o asiáticos llegan a nuestra vieja Europa pensando que hemos preservado en nuestra cultura un espíritu de fe y de libertad. Los materialistas, que tienen un concepto ruin del ser humano, están convencidos de que estos muchachos –a veces niños– buscan sólo el paraíso material del dinero. Dios bendiga a los que vienen a compartir con nosotros algo más verdadero: un mundo que ha cometido todos los errores imaginables, pero que también ha dado mujeres y hombres que han luchado y luchan denodadamente por el valor del trabajo, la libertad, la justicia, la fe y la cultura.
No creemos que haya sido malo para nosotros haber sido «invadidos» mil veces. Esa asimilación nos enriqueció.
Deberíamos releer a Camus y recuperar sus mensajes en la Resistencia. Hay principios que no se ceden. Sobre todo cuando hoy –desde Occidente hasta Oriente– aparecen verdugos que intentan seducir a nuestros hijos con las formas rituales del sadismo y del terror; atrayéndolos con sus disfraces de guerra, sus guaridas donde nadie fabrica los más sencillos utensilios de civilización, su explotación de la miseria (no son los pobres sino los ricos quienes trafican con armas) y sus organizaciones gregarias de seres humillados. Nos parecen mucho más seductoras las tradiciones civilizadas: el mensaje de democracia y libertad que nos legaron nuestros maestros, y los símbolos bellísimos –pues representan escenas de pobreza, de amor y de dolor humano– de las religiones, cuando no están secuestradas por los Estados.
A quienes pretenden enterrar nuestros viejos valores con el pretexto de que hay que crear un mundo nuevo (otra «Terra Incognita») debemos recordarles que los mayores estamos acostumbrados a la Resistencia porque nacimos cuando se luchaba contra otros verdugos (fascistas, nazis y comunistas) que intentaron sepultar la memoria de nuestra civilización y estuvieron en un tris de lograrlo. Hemos sobrevivido a esos bárbaros, hemos defendido la libertad en las dictaduras, hemos visto morir a los nuestros en esa lucha y somos conscientes de que los padres que no mantienen sus valores hasta el final, y se retiran del combate cuando las generaciones más jóvenes aún necesitan su fortaleza moral y su experiencia, son despreciables y cobardes. No podemos abandonar a nuestros hijos. Y a su lado nos encontrarán –¡otra vez, defendiendo el honor de vivir civilizadamente!– en las trincheras de nuestras convicciones. A no pocos principitos aburridos, esta lucha en la Resistencia les servirá para descargar la adrenalina.
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