Luchó contra Napoleón con 15 años, luego contra las huestes de Bolívar en Venezuela y en el bando isabelino contra los carlistas. La historia perdida del general Crespo: un héroe olvidado de la España del siglo XIX
Hay personajes que, por alguna razón, pasan injustamente de puntillas por la Historia. Héroes que, sin saber por qué, son misteriosamente olvidados y difuminados por el paso del tiempo. Precisamente uno de ellos es Manuel Crespo de Cebrián, un militar español que, al final de su vida, pudo presumir de no haber sido herido en ninguno de los 95 actos de guerra y 13 cercos de plazas en los que participó. Teniente general en el ocaso de sus días, este conquense demostró su valor en decenas de combates, llegando en muchos casos a salvar la vida a cientos de sus compañeros gracias a su capacidad estratégica.
Este héroe decimonónico fue condecorado a lo largo de su existencia con varias distinciones entre las que destacan las grandes cruces de San Hermenegildo e Isabel la Católica y dos cruces de San Fernando. Tras una vida prolongada de esfuerzo y lealtad en los campos de batalla recibió el título de capitán general de las Islas Filipinas. En Minglanilla, su pueblo natal, las calles y edificios emblemáticos del lugar hablan de su memoria.
La juventud de un héroe
La vida del teniente general Manuel Crespo de Cebrián es, en parte, una gran incógnita. Según su Hoja de Servicios, uno de los escasos documentos oficiales que se conservan y que se encuentra en el Archivo General Militar de Segovia, vino al mundo el 8 de Marzo de 1793 en la localidad conquense de Minglanilla, aunque el día y mes exactos de su nacimiento son un motivo de discusión, puesto que la partida de bautismo que se encontraba en la iglesia parroquial desapareció durante la Guerra Civil. Asimismo, otros documentos más modernos indican que nació el 30 de julio de 1793 y que era hijo de Manuel Antonio Crespo y Ana María Cebrián, quienes se ocuparon de su educación con esmero en una época oscura para las letras.
Unos años más tarde, mientras la escuadra franco-española era derrotada en Trafalgar, Manuel Crespo, que entonces tenía doce años, continuó su formación académica bajo la tutela de los padres Escolapios de Almodóvar del Pinar, una localidad cercana a su pueblo natal. A decir verdad, y salvo algunos detalles, resulta un misterio cómo fue la juventud de Manuel Crespo, y cuál fue el momento exacto en el que llegó a interesarse por la carrera militar. Los biógrafos no explican en sus escritos por qué lo hizo ni quien le alentó a recorrer este arduo camino. Sin embargo, algunos informes sí que señalan que cinco años después, el 15 de diciembre de 1809, el joven minglanillero estaba preparado para ingresar como distinguido en el Cuerpo Nacional de Artillería.
Apenas contaba Crespo con 15 veranos a sus espaldas cuando un tal Napoleón Bonaparte -Emperador de profesión, incordio de vocación-, puso la política internacional patas arriba al entrar en la Península con 60.000 soldados dispuestos a transformar nuestra España en su «Espagne». Concretamente, el calendario marcaba el año 1808 cuando los gabachos cruzaron con toda su pomposidad Barcelona y avanzaron a través de tierras hispanas bayoneta en mano.
Sin embargo, con lo que no contaba el «pequeño corso» era con que sus altivos generales -educados todos durante años en el arte de la guerra- se iban a dar de bruces contra el pueblo español, menos ducho en capacidad estratégica pero absolutamente decidido a dejarse las gónadas en expulsar al invasor. Así, se sucedieron a lo largo y ancho del territorio varias sublevaciones contra los franchutes usurpadores hasta que se organizó desde nuestro país un movimiento conjunto para combatir a Bonaparte. Se acababa de dar el arcabuzazo de salida a la Guerra de la Independencia.
Parece que esta corriente contra los franceses -así como la posibilidad de repartir alguna que otra bofetada a los soldados de Bonaparte- atrajo la atención de Crespo, pues no tardó en comenzar a disparar por su patria. «Cuando comenzó a combatir en la Guerra de la Independencia Crespo tenía 16 años y en su hoja ya aparecía la mención de “cadete distinguido”. Durante la contienda luchó principalmente a la altura del tercio oriental de Valencia, lo que era el bajo Aragón», señala Vicente Langreo, profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad de Castilla la Mancha, en declaraciones a ABC.
Primeras batallas
Tras varias escaramuzas, este minglanillero tuvo su bautismo de fuego en el cerco que las tropas francesas pusieron a la ciudad de Valencia en 1810. En aquellos días, Crespo demostró en multitud de ocasiones su tenacidad a la hora de enfrentarse cara a cara con los soldados galos, ávidos de acabar con todo reducto español ubicado en la Península. A su vez, este conquense consiguió en dicho asedio una de sus primeras victorias, pues los gabachos, ante la imposibilidad de romper las defensas de la ciudad, levantaron el cerco y huyeron con todo su azul, blanco y rojo entre las piernas.
Después de Valencia, Crespo volvió a calar la bayoneta por España en múltiples terrenos. Con todo, fue en Tarragona donde su nombre comenzó a cobrar importancia entre los mandos pues, después de ser capturado por los fusileros de «la France», logró volver sano y salvo junto a sus compañeros.
«Fue hecho prisionero en Uldecona -cerca de Tarragona- pero cuando lo conducían a Francia huyó. Hay que tener en cuenta que en aquellos años hacían falta muchos guardias para vigilar una partida de prisioneros, y no era lo mismo vigilar a una docena de presos que a los miles que partieron hacia tierras galas. Por ello, Crespo logró escapar», señala el experto español.
Sagunto, la cruel derrota de Crespo
Tras lograr escapar de las garras de Napoleón -y a pesar de haber visto en primera persona las crueldades de la guerra- Manuel Crespo no lo dudó y volvió a reengancharse en su antigua unidad, la cual, en plena guerra, no tardó en recibir nuevas órdenes. Así pues, y en este caso, a Crespo se le mandó dirigir sus pasos nuevamente hacia tierras valencianas.
Corría entonces el año 1811 y la situación no era precisamente idónea para las tropas españolas pues, en un nuevo intento por conquistar la costa, un contingente francés al mando del Mariscal Suchet se dirigía cañón y fusil al hombro hacia la ciudad valencia de Sagunto. Y es que, hasta el imperial gorro como estaba Napoleón de la decidida defensa planteada por los hispanos en el este de la Península, no dudó en enviar a la lucha a 20.000 de sus mejores infantes, 2.000 jinetes y una cincuentena de piezas de artillería.
De nada sirvió que al encuentro galo salieran las cuantiosas tropas del malagueño Joaquín Blake (entre cuyos soldados se encontraba Crespo), pues los gabachos hicieron gala de toda su capacidad en el arte de la guerra y se mantuvieron firmes ante los más de 25.000 fusileros y 5.000 caballeros hispanos. No hubo rival y los franceses, tras lanzar una lluvia de fuego sobre los defensores, pudieron vanagloriarse de haber acabado con más de mil españoles y haber apresado a otros tantos. Sin embargo, Manuel –que formaba parte del Regimiento de Cazadores de Valencia-, logró huir antes de ser capturado.
Tras Sagunto, este nativo de Minglanilla siguió combatiendo en la parte este de la península, donde volvió a ser capturado. «En el asedio de Valencia le hicieron prisionero de nuevo, pero volvió a escaparse. En ese momento volvió a buscar a su unidad por la provincia de Cuenca y se volvió a reenganchar», completa Langreo.
«Au revoir» a «la France»
Con todo, mientras Crespo continuaba dando sablazos contra los franceses en Valencia, el calendario fue corriendo hasta detenerse en 1812, año en que, según parece, el «petit corso» se cansó de España y puso rumbo a Rusia. Encaprichado como estaba ahora de la tierra de los zares, sacó de la península a una buena parte de su «grande armée» -más de 50.000 hombres- y la puso en camino hacia el norte.
No pudo cometer un error mayor. Espoleados ahora por la falta de enemigos, nuestros soldados se enfrentaron a los restos del ejército galo logrando grandes victorias como la de Vitoria, en la que se obligó al hermanísimo de Bonaparte (nombrado rey español por obra y gracia del molesto Napoleón) a recoger sus pertrechos y volver con los restos de su ya «pequeña armée» a Francia.
Pero lo que se le había olvidado al «pequeño corso» era el odio que había generado en el pueblo español durante los últimos 6 años, el cual provocó que un ejército hispano cruzara la frontera y le enseñara al emperador lo poco divertido que es una invasión. Precisamente en esta fuerza de castigo iba Manuel Crespo quien, aunque no había tenido el gusto de combatir en las batallas que, a la postre, serían recordadas por la Historia, sí había derramado mucha sangre por su querida España. «Manuel Crespo no estuvo en grandes batallas como la de Zaragoza, Bailén u Ocaña, pero combatió en otras contiendas que también marcaron el destino del país», completa el experto español.
Camino a las Américas
Para Crespo, la lucha contra el francés llegó a su fin en 1814, momento en que se firmó la paz con el ya no tan poderoso Napoleón. Durante ese mismo año, este minglanillero fue ascendido a teniente y destinado en Cádiz tal y como se explica escuetamente en su hoja de servicios: «1814: De guarnición en Cádiz y la Isla de San Fernando».
Por aquel entonces ya habían cambiado las cosas en España ya que, entre otras cosas, Fernando VII había logrado por fin su sueño de volver al trono. A su vez, llegaban también a la península jugosas novedades desde América pues, durante la invasión francesa, los territorios de ultramar habían decidido poner su granito de arena en la playa de discordia que se había generado en nuestro país iniciando una revolución.
La insurrección de los vecinos americanos no agradó demasiado al Rey Fernando, quien ordenó al militar y marino Pablo Morillo organizar una expedición con la que atravesar el océano y acabar con la insurrección. «En esa expedición viajaba Crespo. En 1815 se embarcó voluntario, y con apenas 22 años, para ir a América con el general Morillo. En aquella travesía viajaron entre 10.000 y 15.000 hombres en una escuadra que estaba en muy malas condiciones», destaca el profesor.
Contra Bolívar
Meses después de su partida, y tras un viaje plagado de peligros y enfermedades, Crespo desembarcó junto a otros tantos militares españoles en la Isla de Santa Margarita -ubicada en el norte de la actual Venezuela-. Sus órdenes estaban claras: debían aplastar la rebelión organizada por Simón Bolívar, recuperar el control de aquellas ciudades y fuertes que se hubieran declarado en rebeldía y socorrer a las villas aún leales a la metrópoli. En las américas fue donde este joven pasó a convertirse en un verdadero militar ya que, además de verse obligado a combatir contra un ejército superior en número, tuvo que hacer frente a la escasez de alimentos, agua y municiones.
«No es posible enumerar las acciones de guerra en Isla Margarita, en Tierra Firme, en La Guaira, en la ciudad de Asunción… En América resistió sitios, rompió cercos y llevó convoyes para auxiliar a sitiados y forzó el paso de ríos caudalosos. (…). Por ejemplo, cercado en la ciudad de Cunamá, resistió ataques de hasta 4.000 soldados de infantería y 400 caballos», destaca Langreo en su artículo «Síntesis biográfica de los generales Crespo».
El combate de Calabozo
Sin embargo, hubo varias actuaciones durante su estancia en las américas en las que Manuel demostró su gran capacidad militar. La primera se sucedió en una ciudad cercana a Caracas. Habían pasado ya tres años desde que el contingente de Morillo pisó por primera vez tierras venezolanas, y la situación no era del todo ventajosa para los «realistas» (como allí se conocía a los españoles) pues sus fuerzas estaban diseminadas a lo largo y ancho del país y las tropas de Bolívar amenazaban en cada llanura.
En aquellas jornadas Crespo se encontraba junto a su regimiento -presumiblemente el Unión- apostado cerca de la villa de Calabozo (en el norte de Venezuela) cuando un contingente formado por 4.000 infantes y 2.000 jinetes al mando de Bolívar atacó su posición por sorpresa.
La batalla se auguraba difícil, pues los españoles contaban con un número de hombres muy inferior al de Bolívar. «El jefe español (…) tenía a sus órdenes 2.230 hombres repartidos de la siguiente manera: Los húsares de Fernando VII (dos escuadrones de 250 jinetes), apoyados por los cazadores del regimiento de infantería de Navarra (100 peones). (…) el batallón Castilla (450 hombres), y en la ciudad dos batallones del regimiento Navarra (700 plazas), uno del Unión (600 hombres) y varios piquetes de caballería y artillería (130 hombres)», explica Francisco Javier Vergara y Velasco en su obra «1818 (Guerra de Independencia)».
Desprevenido como estaba, Morillo tuvo apenas tiempo para organizar a sus hombres cerca de Calabozo, donde pretendía, en principio, plantar una heroica batalla al contingente enemigo. Sin embargo, cuando lanza en ristre llegaron las primeras cargas de los jinetes de Bolívar, el líder español prefirió ser más cauto y retirarse, con un considerable número de heridos, hasta la seguridad que le ofrecían los muros de la ciudad.
Dos días después de encerrarse en Calabozo la situación era dantesca para los hombres de Morillo debido a la falta de alimento y agua. A su vez, el español sabía que era imposible recibir refuerzos en un corto periodo de tiempo. Por ello, el líder peninsular tomó una dura decisión: al auspicio de la noche, sus tropas abandonarían la villa en dirección a otra ciudad realista ubicada a 250 kilómetros. Era un plan arriesgado, pero no se podía llevar a cabo otra estrategia.
«A las 11 de la noche del 13 al 14 (de febrero) se dio en Calabozo el primer toque de marcha, y a las doce se emprendió el movimiento; el ejército realista formaba una especie de enorme cuadro, o mejor, grupo de columnas de infantería que custodiaban y cubrían la emigración, que era numerosa, los enfermos, los equipajes etc. El Unión caminaba detrás, y lo que restaba de húsares de Fernando VII cubría la retaguardia», sentencia Vergara y Velasco en su obra.
La marcha, que en un principio transcurrió sin problemas, no tardó en convertirse en un infierno cuando Bolívar, decidido como estaba a no dejar escapar con vida a los españoles, inició su persecución. De hecho, no pasaron muchas horas hasta que los jinetes americanos, montados en caballos más descansados, interceptaron el convoy español.
Fue precisamente en ese momento cuando el regimiento, al mando del cual estaba Crespo, cubrió al resto de españoles al combatir cara a cara contra los caballeros enemigos. Concretamente, su unidad hizo uso de la formación en cuadro, una estrategia que consistía en constituir un cuadrado de bayonetas imposible de atravesar por la caballería. De esta forma, y a pesar de que fueron muchos los hispanos que murieron aquel día a manos de los jinetes de Bolívar, la pericia de este minglanillero permitió a los hombres de Morillo llegar sanos y salvos hasta su destino.
Un breve retorno
Pero la actuación de Crespo no se detuvo en Calabozo, sino que este militar llegó a estar presente en batallas tan determinantes para el provenir del ejército español en América como la de Carabobo. «El momento más difícil y que inclinó la guerra a favor de los independentistas fue el 24 de julio de 1821 cuando, reorganizadas las fuerzas de Bolívar, fue deshecho casi por completo el pequeño ejército español en los llanos de Carabobo. Apenas pudo salvarse un batallón de 600 hombres, que mandaba Crespo, huyendo en columna cerrada, perseguidos por 3.000 caballos enemigos y haciendo nueve veces el cuadro», destaca, en este caso, Langreo.
Así lo cuenta, de su puño y letra, el propio Crespo en su hoja de servicios: «1821. En la batalla de los llanos de Carabobo (el 24 de junio) combatimos contra fuerzas enemigas de ambas armas, creadas y reunidas por Bolívar, que obtuvo la victoria, quedando en el campo muerto y prisionero casi todo nuestro pequeño ejército, excepto mi batallón de Valency, que con fuerzas de 600 plazas, en columna cruzada, cargado y perseguido por tres mil caballos enemigos y formando nueve veces el cuadro en un terreno muy llano por donde se retiraba, logró salvarse y entrar en la plaza de Puerto Cabello, aunque con bastantes pérdidas».
Algo similar sucedió en la ciudad de Maracaibo, donde se vio obligado a capitular junto a sus hombres ante el poderío del ejército de Bolívar. «Tras rendirse, los venezolanos le llevaron a Cuba junto con el resto de los prisioneros y, al parecer, allí se casó o se juntó con alguna nativa, pues tuvo un hijo cuya partida de nacimiento indica que nació en Maracaibo. Según este documento, el niño, al que llamaron Romualdo, era hijo de una tal Francisca de Antequera. Una vez que Manuel volvió, no queda constancia de lo que sucedió de aquella mujer», completa el experto español.
Así, entre batallas, hambre y heroicidades, fue pasando el tiempo hasta que, en 1824, Manuel Crespo decidió volver a España como gobernador militar y político de Ferrol. Por entonces este valeroso militar podía presumir de haber participado en nada menos que 60 acciones de guerra en tierras americanas e, incluso, de no haber sido herido nunca. Con todo, bien parece que tenía cierta morriña por los territorios de ultramar, pues en 1826 se trasladó de nuevo a Cuba, donde pasó 10 años haciendo las veces de gobernador.
A las armas contra Carlos
Mientras, en España, el siglo XIX se convertía en una época de conflictos y desencanto. El broche final al reinado de inestabilidad de Fernando VII tuvo su cénit en 1830. Ese año, la cuarta esposa del rey, María Cristina de Borbón, se quedó encinta y el acontecimiento generó un gran revuelo entre los españoles que pensaban que el hermano del rey sería el nuevo dirigente de España. Por su parte, Fernando VII promulgó la Pragmática Sanción, una normativa que abolía la Ley Sálica de 1713 y que permitía que su futura hija pudiera reinar.
Tras la muerte del monarca en 1833, España se dividió en dos partes: los carlistas, que apoyaban las aspiraciones del pretendiente Carlos María Isidro, y los liberales o isabelinos, que creían en la figura de Isabel II como reina. Así comenzó la Primera Guerra Carlista, un conflicto entre hermanos que se prolongaría durante siete años y que abriría la puerta a dos enfrentamientos más.
Así estaban las cosas en España cuando el coronel Manuel Crespo regresó a la Península a principios de 1837 para servir de apoyo al ejército isabelino. Durante esos primeros meses participó en algunos combatas destacados como la toma del convento extremeño de Guadalupe el 28 de enero de 1838, que era un enclave más que sagrado por su valor estratégico para los carlistas. Además, esa misma noche los liberales también consiguieron dispersar una facción de 1.200 soldados en la villa de Alia; un encuentro que se saldó con más de 200 prisioneros y que abrió la puerta a nuevas hostilidades como la acción del puerto de Andino, donde las tropas del coronel Crespo vencieron a 500 infantes que intentaban proteger ese punto a toda costa.
A lo largo de la contienda, los carlistas se hicieron fuertes en las zonas rurales, aunque no llegaron a dominar las grandes ciudades que formaban parte de su zona de influencia. Después de participar en los enfrentamientos señalados, el héroe minglanillero se encargó de perseguir a algunos de los cabecillas absolutistas más importantes que recorrían con batallones el centro de España y que, a la postre, suponían un grave peligro para el bando isabelino. Uno de ellos fue don Basilio García y Velasco, un militar que había sido hombre de confianza durante el reinado de Fernando VII y que fue protagonista de algunas empresas destacadas como el incendio de una de las iglesias de Calzada de Calatrava, en Ciudad Real, donde perecieron más de 100 personas entre miembros de la milicia nacional y sus familias. Sin embargo, las tropas del general Flinter, entre cuyos hombres fuertes se encontraba Manuel Crespo, consiguieron vencerle en Valdepeñas, donde la moral de la tropa carlista quedó mermada.
Este conquense participó en la toma del último gran bastión carlista
Una vez que finalizó su intervención en Extremadura, el coronel Crespo fue enviado a la ciudad de Ávila, donde recibió la orden de perseguir a otros cabecillas de renombre como La Perdiz, a quien derrotó el 13 de julio de 1838 en la villa de Navamorcuende en una batalla épica que terminó con 64 fallecidos y en la que el propio La Perdiz fue gravemente herido de una bala que le rompió la pierna. Este acontecimiento fue decisivo en la vida del ilustre manchego, ya que a partir de ese momento ascendió a brigadier y gozó de la confianza suficiente para emprender nuevas acciones militares como la persecución del coronel Calvente y de Felipe Muñoz, más conocido por el nombre de «Felipe el Faccioso».
A finales del verano de 1838, el recién nombrado brigadier se trasladó a la provincia de Toledo para seguir de cerca las andanzas de la Partida de Palillos, el último gran estandarte del infante don Carlos en las tierras de La Mancha. Allí se produjeron varios enfrentamientos como el que sucedió el 6 de septiembre, cuando las tropas liberales batieron a 80 hombres y consiguieron devolver 150 pares de bueyes y 50 de mulas a los vecinos de Talavera de la Reina y otros pueblos cercanos. Unos días más tarde, después de un nuevo encuentro en la Puebla de Montalbán, el ejército isabelino también socorrió la localidad de Navaloncillos tras realizar una marcha a pie durante más de cinco horas. Al llegar a este punto concreto de la geografía manchega, las tropas de Crespo consiguieron armar con notable éxito a la población, que según relatan las crónicas fue proeza suficiente para dispersar a las partidas carlistas y propició un gran reconocimiento por parte de los ayuntamientos y personas respetables del lugar.
Por este tipo de acciones, Manuel Crespo fue nombrado a principios de 1839 comandante general de La Mancha hasta Almadén, y poco tiempo después comandante general de Cuenca, en cuya provincia participó en una delicada operación que consistió en trasladar un convoy de 200 cargas con toda clase de víveres desde la capital hacia el castillo de Moya, en la frontera de Aragón, mientras estuvo rodeado durante gran parte del trayecto por la brigada carlista de Forcadell.
El avance continuo de los liberales consiguió debilitar a las fuerzas leales a don Carlos, que durante los últimos años de la contienda se dividieron en dos facciones irreconciliables: los llamados transaccionistas, que eran partidarios de un pacto que pusiera fin a la guerra, y los intransigentes, que apostaban por la continuidad del conflicto. Los acontecimientos se precipitaron, y el 29 de agosto de 1839 tuvo lugar en Guipúzcoa el Abrazo de Vergara entre los generales Baldomero Espartero y Rafael Maroto. Por su parte, don Carlos no aceptó el acuerdo y el conflicto se prolongó durante un año más, especialmente en la zona del Maestrazgo, donde el general Ramón Cabrera se convirtió en la última esperanza de los absolutistas.
En 1854 fue nombrado capitán general de las Islas Filipinas
Así las cosas, el 18 de mayo de 1840 el ejército del general Espartero se aproximó al castillo de Morella, que había sido conquistado por las fuerzas carlistas en 1838. Hasta allí también se desplazó Manuel Crespo acompañado de su hijo Romualdo, que en aquellas fechas tenía quince años y era su ayudante. Morella, sin duda, significaba el último destino del ilustre manchego tras varios meses de continuos sitios y victorias en lugares hostiles como Alcalá de la Selva, Villahermosa y Cantavieja donde la muerte acechaba en cualquier instante y la vida representaba un papel trágico de sangre y desesperanza al final del día.
Los soldados isabelinos, en medio de una gran nevada, destruyeron a su paso las fortificaciones avanzadas de San Pedro Mártir y la Querola, y una vez llegaron a Morella comenzaron a sitiar la ciudad sin pensar en el asalto. Baldomero Espartero, el héroe de Luchana, ordenó instalar la artillería y durante los días sucesivos, Manuel Crespo y el resto de los militares se encargaron de arrojar alrededor de 19.000 proyectiles sobre el ejército que se encontraba en el interior de la fortaleza; unas bombas que destruyeron multitud de calles, edificios y el almacén de municiones, cuyo estallido provocó la muerte de numerosos soldados y civiles. Al final, tras un intento frustrado de fuga y nuevos enfrentamientos, los sitiados optaron por la rendición definitiva. De esta manera, la conquista del castillo de Morella significó el final de la guerra en el Maestrazgo y la dispersión de los carlistas.
Tras la toma del fuerte de Morella y otros conflictos que sucedieron en Aragón y Valencia, Manuel Crespo se trasladó a Cataluña, donde participó de forma activa en la toma de Berga y en la de Coll de Gosen durante los primeros días de julio de 1840. Una vez que estos lances finalizaron, el ilustre manchego recibió el mando de la línea desde la ciudad de Lérida hasta el pueblo de Esparraguera; una nueva posición que le permitió expulsar a las últimas partidas carlistas que se concentraban en aquella zona, y a su vez, conseguir el ascenso a mariscal de campo. Por último viajó a Barcelona, donde se hizo responsable de la primera división del quinto cuerpo de ejército con el que cubrió el servicio de las dos Castillas.
De retiro político
La vida política de Manuel Crespo comenzó el 14 de mayo de 1841 cuando fue nombrado gobernador militar de Cartagena; un cargo que alternó con sus obligaciones castrenses en defensa de los valores liberales que siempre había profesado y que le hicieron empuñar las armas de nuevo para dirigir la segunda división del ejército de operaciones del Norte contra un grupo de insurrectos que se había hecho fuerte en Navarra durante los últimos meses de 1841.
En aquellos años, según explica el profesor Vicente Langreo, era común que los militares ocuparan puestos clave dentro de la política nacional. Sin embargo, a lo largo de esta etapa ocurrieron dos episodios que todavía hoy se encuentran dentro de las brumas de la incertidumbre. Uno de ellos tuvo lugar en el mes de julio de 1845 en Madrid cuando varios guardias sorprendieron a Crespo mientras dormía y le condujeron a un lóbrego calabozo donde estuvo retenido durante tres meses sin que nunca haya trascendido la causa de su detención.
Asimismo, una situación similar volvió a producirse el 28 de marzo de 1848 cuando fue deportado a las Islas Baleares por un periodo de diez meses. No obstante, estos episodios no tuvieron al parecer ninguna consideración en la vida del militar conquense, ya que tan sólo un año después tomó asiento en el Congreso para representar al distrito valenciano de Requena y a partir de 1850 se le nombró teniente general y capitán general de las Islas Filipinas, cuyo puesto ocupó desde 1854 hasta su dimisión en 1856.
El teniente general Manuel Crespo de Cebrián falleció el 6 de agosto de 1869 a la edad de 76 años en Minglanilla, el lugar donde nació y donde finalmente fue enterrado con todos sus honores. Allí, en el Ayuntamiento, se alza su memoria imperecedera a través de varios cuadros que dan forma a su figura y a algunas de las batallas en las que participó, mientras que la tradición popular también cuenta que su propio fajín fue legado a la imagen del patrón del pueblo, el Santísimo Cristo de la Salud.
Y es allí, en el cementerio de la localidad conquense, donde el curioso testigo de la historia podrá encontrar los restos mortales de un hombre valiente que participó en 95 batallas, 13 cercos de plazas y que por sus hazañas se convirtió en personaje relevante de la Historia Militar de España. Esta es la vida del ilustre manchego; el hombre que jamás fue herido en un campo de batalla.
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