sábado, 30 de mayo de 2015

LA COPA DEL REY Y LO SÍMBOLOS NACIONALES

  • No puede aceptarse esa tesis conformista que predica que es mejor no hacer nada frente al mal para evitar males mayores, cuando la verdad es que el mayor de los males y tristes ejemplos hay en la historia, es callar y consentir lo que no debe silenciarse y aceptarse.


El partido de fútbol final de la Copa del Rey viene precedido del descarado anuncio de que las aficiones, o al menos una parte significativa de ellas, del Club de Fútbol Barcelona y del Atlético de Bilbao aprovecharán el acontecimiento deportivo para pitar el himno nacional y con él a Su Majestad El Rey, en cuyo honor ha de sonar. La amenaza de esa alteración de orden público y ofensa a los símbolos nacionales de España no es vana, porque ya en dos ocasiones anteriores ha sucedido en las mismas circunstancias.

Me atrevería a decir que en todos los países y, desde luego, en los que solemos llamar «de nuestro entorno», el hecho es incomprensible. He tenido ocasión de presenciar el respeto multitudinario con que los ciudadanos norteamericanos reciben al presidente de los Estados Unidos, cuya aparición se anuncia con solemnidad, lo que provoca primero un asombroso silencio y después un estruendoso aplauso. En Alemania también fui testigo de una actitud similar ante la entrada a un acto del presidente de la República Federal. En las contadas ocasiones en que el presidente francés se ha dirigido por escrito a la Asamblea Nacional, los diputados escuchan puestos de pie, sin distinción de partidarios o adversarios políticos, porque el presidente representa a Francia, me explicaron. Bien recientemente, la Reina Isabel II, con ocasión de la apertura del nuevo Parlamento Británico, ha recorrido las calles de Londres entre el aplauso general.
En todos esos países y otros muchos que no es preciso citar, no es que todos los habitantes sean entusiastas partidarios del Jefe del Estado, es simplemente que hay una educación cívica por la que, al margen de pretensiones políticas alternativas o incluso contrarias, todo el mundo mantiene las formas, salvo excepciones singulares que suelen ser reprobadas en el acto por la inmensa mayoría. Por lo tanto, no es que se niegue el derecho a la discrepancia y a postular cambios, ni siquiera el derecho que, la más abierta y generosa de las Constituciones del mundo civilizado, ofrece a los españoles que no quieran serlo, como estamos viendo, aunque resulte doloroso; de lo que se trata es de una cuestión elemental en la convivencia de los pueblos, porque si el discrepante no respeta, ya no a los demás que piensen de otra manera, si no a la mayoría ¿cómo puede pedir respeto para sí mismo?. ¿No será que con su intolerancia y radicalismo está abriendo un peligroso camino del que puede ser también víctima? Esta es una reflexión que no puede dejar de hacerse por quienes aplican una suerte de «ley del embudo», por la que exigen para sí lo que niegan a otros.

En España nuestra Constitución de 1978, en su art. 56.1 declara: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia» y más adelante se dice que «asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales». El Rey, pues, representa a España, y faltarle al respeto silbándole, haciendo gestos obscenos (como hemos vistos en la televisión en anteriores ocasiones) y vociferando insultos irreproducibles es, sencillamente, un delito y no una simple falta de educación como con benevolente intención de quitarle importancia se califica a veces con tibieza. En efecto, el Código Penal vigente lo tipifica en su art. 490.3 diciendo: «El que calumniare o injuriare al Rey… en el ejercicio de sus funciones o con motivo u ocasión de éstas, será castigado con la pena de prisión de 6 meses a 2 años si la calumnia o injuria fueran graves, y con multa de 6 a 12 meses si no lo son»; ninguna duda razonable puede caber de que las injurias descritas son graves y de que cuando El Rey preside el partido de fútbol final de una competición que lleva Su nombre y cuyo trofeo va a entregar al vencedor cuando termine el encuentro, el Jefe del Estado está –aunque se trate de un acto festivo– en el ejercicio de sus funciones.

Tal vez se me diría que al ser muchos los autores de estos hechos delictivos es muy difícil castigarlos, produciéndose una injusticia si se persigue a unos cuantos identificados y los demás quedan impunes, amparados en su cobarde escondite en la masa; pero ese criterio resulta inadmisible porque con él no se podría imponer ninguna multa a los infractores de tráfico porque, desgraciadamente, suelen ser más los que no son sorprendidos por los agentes cometiendo alguna irregularidad. Por otra parte en una acción colectiva la responsabilidad principal está en los que dirigen, organizan, promueven o facilitan esos delitos y su investigación y persecución es una obligación de todas las autoridades, porque éstos, verdaderos dirigentes de una acción delictiva, son a los que suele calificarse como «autores intelectuales».

No puede ignorarse tampoco que estas prácticas de descalificación pública de los símbolos nacionales se pretenden amparar en el ejercicio de la libertad de expresión. Pues bien, resulta triste que se identifique tan importante derecho fundamental con el insulto a las personas y con la ausencia del respeto debido a los muchos, que se sienten identificados con aquellos símbolos y que también son titulares de derechos. Verdaderamente la libertad de expresión lo es de ideas, opiniones, proyectos, pretensiones, reclamaciones, etc. y en eso cabe la más amplia comprensión pero no puede extenderse el manto del derecho fundamental hasta actitudes tumultuarias de agresión verbal y gestual para acallar la audición de la música del himno nacional de España y maltratar la figura del Primer Español. Cabe hacer aquí otra reflexión, si se pueden hacer cosas como estas con El Rey de España ¿qué se podría llegar a hacer con cualquier ciudadano que pasara por la calle? Cuando se tolera lo intolerable lo que pierde es la convivencia y los que más riesgos corren son los más débiles.

Por último, no puede aceptarse esa tesis conformista que predica que es mejor no hacer nada frente al mal para evitar males mayores, cuando la verdad es que el mayor de los males y tristes ejemplos hay en la historia, es callar y consentir lo que no debe silenciarse y aceptarse.

RAMÓN RODRÍGUEZ ARRIBAS / Vicepresidente del Tribunal Constitucional, ABC – 30/05/15


jueves, 28 de mayo de 2015

LA BATALLA DE CERIGNOLA: EL INICIO DE LA HEGEMONÍA MILITAR ESPAÑOL

La batalla de Ceriñola marcó el inicio de la hegemonía española en los campos de batalla durante casi 150 años. Marcó el declive de la caballería pesada como arma fundamental en el campo de batalla, en favor de la infantería. Se podría decir que las tácticas de Gonzalo Fernández de Córdoba, “el Gran Capitán”, se adelantaron cuatro siglos a las del mismísimo Napoleón.

La batalla de Cerignola, el inicio del conflicto
Las discrepancias fronterizas entre franceses y españoles tras la repartición del reino de Nápoles, motivaron la invasión francesa del mismo en 1502. El Gran Capitán, con fuerzas menores, hubo de batirse en una retirada controlada, asediando a los franceses con incursiones nocturnas y emboscadas (aprendidas de su experiencia en la Guerra de Granada), minando la moral francesa, ya que no estaban acostumbrados a ese tipo de guerra.

LA BATALLA DE CERIGNOLA
La victoria del almirante Juan Lezcano sobre el francés Prijan en la batalla de Otranto, permitió a los españoles reforzarse con lansquenetes alemanes, con los que Gonzalo Fernández inició una novedosa y fulgurante ofensiva en la primavera de 1503. El Gran Capitán ordenó a sus caballeros que transportasen en sus caballos a soldados de infantería para avanzar con mayor rapidez, algo revolucionario en la época ya que atentaba contra el honor de los caballeros, y ante las quejas de los mismos, transportó él mismo a un infante.

Con tan revolucionaria (para la época) acción, el ejército español llegó a la pequeña villa de Ceriñola, en la Apulia italiana, con tiempo suficiente para preparar su defensa ante la inminente llegada del ejército francés. El Gran Capitán, ordenó ordenó cavar un foso y con la tierra extraída levantar un parapeto sobre el que se clavaron afiladas estacas, lo que le permitió situar a sus tropas en una posición fortificada en un enclave elevado, como era el de la villa de Ceriñola.

El Gran Capitán
El 28 de abril de 1503 se presentó el ejército francés al mando de Luis de Armagnac, conde de Guisa. Contaba con 1.000 hombres de armas (caballeros con armaduras), 2.000 jinetes, 6.000 infantes, 2.000 piqueros y 28 cañones. Gonzalo Fernández alineaba a 600 hombres de armas, 5.000 infantes, 2.000 mercenarios alemanes y 18 cañones, lo que daba una superioridad en caballería y en artillería a los franceses, que se las prometieron muy felices. Sin embargo, el Gran Capitán estaba a punto de revolucionar el arte de la guerra para siempre, con una rapidez sorprendente para la época pues en apenas una hora de combate, la batalla quedó decidida.

Los franceses cargaron con su caballería, provocados por el Gran Capitán que conocía su entusiasmo por ese tipo de maniobras, atrayendolos al alcance de su inferior en número, pero bien posicionada artillería. A medida que la carga francesa se acercaba a las posiciones españolas, éstos cayeron bajo el fuego de los arcabuceros españoles. Al llegar al foso cavado por los españoles, espinado de estacas, trataron desesperadamente de encontrar una vía de entrada a la posición española, mientras eran tiroteados con una cadencia brutal, letal y constante por los arcabuceros españoles, que abatieron al mismísimo Luis de Armagnac, descabezando al mando francés.

Viendo a su caballería en apuros, todo la infantería francesa entró en combate atacando a los españoles, pero nuevamente los arcabuceros diezmaron sin piedad a los infantes en su aproximación, esta vez sin la ayuda de la artillería española, ya que accidentalmente toda la pólvora de los cañones explotó. El Gran Capitán, testigo del incidente, arengó a sus hombres:

Ánimo!  ¡Estas son las luminarias de la victoria! ¡En campo fortificado no necesitamos cañones!

Cuando los franceses estaban ya demasiado cerca de la posición española, El Gran Capitán ordenó cambiar a los arcabuceros por los piqueros alemanes, que terminaron de rechazar, frescos como estaban, a los diezmados y confusos franceses, que se retiraron perseguidos por la caballería española, rodeándolos y obligandoles a rendirse.

En apenas una hora de combate, el Gran capitán puso patas arriba toda la estrategia militar de la época, marcando la supremacía continental española durante casi 150 años. La importancia de la infantería, en especial de los arcabuceros, y la fortificación y elección del terreno, pasaron a ser el pilar de cualquier victoria futura, sembrando las bases de la guerra moderna, en las que pequeñas unidades móviles e independientes, aventajaban a los grandes ejércitos agrupados en bloques demasiado numerosos, y que en esencia dieron lugar al concepto de los Tercios españoles, compuestos en tres partes por arcabuceros, rodeleros (infantería ligera armados con espada y rodela) y piqueros.

El camino español

domingo, 24 de mayo de 2015

ALMANZOR, UN MORO A LA CONQUISTA DE HISPANIA


Otros grandes de la historia de la guerra fueron más magnánimos e incluso caballerosos con el vencido. Almanzor no conocía la compasión.

El camino estaba embarrado y poblado de multitud de cadáveres en descomposición. Había cientos de ellos, quizás miles. La naturaleza hacia su trabajo metódicamente y toda una caterva de insectos estaba inmersa en un festín sin precedentes. Una lluvia fina disimulaba el dantesco escenario.

Preciosas iglesias del románico temprano habían sido expoliadas a conciencia y las caballerías del adversario habían usado el suelo sagrado como establos para aliviar sus necesidades. El panorama era desolador. Multitud de cuervos sobrevolaban aquel escenario de horror y un hedor a sangre en descomposición avisaba a gran distancia de la carnicería perpetrada por las huestes mahometanas. Un silencio espectral roto solo por un coro de graznidos de carroñeros, completaba el resto del retablo.

La avanzadilla cristiana destacada por los reyes del norte para constatar el desastre, hollaba un espantoso rastro de muerte mientras perseguía un fantasma; por donde pasaba todo eran hechos consumados. Solo quedaba volver a incendiar lo incendiado poniendo énfasis en los cuerpos destrozados y mutilados y atajar las consecuencias de la putrefacción. Otros jinetes, los del Apocalipsis, aguardaban su momento agazapados en las entrañas de aquella humanidad expoliada de su haber más íntimo.

Desde Galicia y León, hasta las marcas castellanas tan duramente arrancadas a los sureños siglo tras siglo, la devastación era omnipresente. El ganado se había volatilizado mientras la horda arramplaba con todo lo que tuviera algún tipo de valor. Los hombres serían destinados a la esclavitud en los dinámicos zocos bereberes del otro lado del estrecho y a las mujeres, la peor suerte; tocaba complacer a aquellos guerreros de Allah en tanto éste decidía cual era el momento idóneo para suplantarlas por las huríes en el paraíso. La Yihad tenía eso, estaba impregnada por principio en sangre y no reparaba si ésta era de inocentes o no. Bastaba que el adversario fuera cristiano, tuviera algún desvarió religioso o reflexión inadecuada, para despojarle de los derechos más elementales. Esto, ocurría con la forma de islamización más radical y extrema que como bandera había adoptado uno de los caudillos mahometanos más controvertidos llamado Almanzor. Nada que ver con el tratamiento que otro gran guerrero siguiendo principios más abiertos y tolerantes, Saladino, daba a los prisioneros y cautivos.

Pero tras esa cortina de horror oculta tras altos principios espirituales, subyacía un mercadeo constante, que era en realidad el trasunto que importaba. El pueblo árabe con una tradición mercantil secular y en vena, con sus veloces caballos y todo tipo de animales habilitados para funcionar en espacios donde la supervivencia era ley, había proyectado sus tentáculos comerciales hasta las vastas extensiones iranias, e incluso por el este había llegado a conectar con la China Tang en su momento de máximo esplendor.

La Yihad era un maquillaje que ocultaba otros intereses que, por lo general, solo conocían y manejaban contados iluminados situados en las alturas de la gobernanza. El pueblo llano, obligado a una cohesión forzada y cerrando filas ante la amenaza del infiel, era más de apostar por las historias de las mil y una noches y los beneficios en el más allá, que por la árida y turbadora realidad del más acá.


No existía la indulgencia

Almanzor fue posiblemente uno de los guerreros más despiadados que ha dado el arte militar. Otros grandes de la historia de esta terrible disciplina o extensión de la economía extrema, fueron más magnánimos e incluso caballerosos con el vencido. Almanzor no conocía la compasión.

Sus raíces alfaquíes –especialista en la interpretación de la sharia–, le crearon una patológica pequeñez de alma por su exceso rigorista. Para él, no existía el Allah generoso e indulgente. Hijo de un famoso y ejemplar asceta renunciante muy próximo a las avanzadas corrientes sufíes, practicante asimétrico del ideario de su ecuánime progenitor, escaló sin pudor hacia las cumbres del hedonismo cortesano sin reparar en medios. Ora conspiraba, ora seducía a conveniencia.

Tras manejar la Ceca cordobesa –fábrica de moneda– y hacer un roto a las cuentas del Califa, razón por la que sería destituido, consiguió lavar su honor a base de buenas cantidades de ungüento en metálico. Pero quiso el caprichoso destino que a la muerte del Gran Califa Alhaken II, legara en su pequeño hijo Hisham de ocho años la dirección de aquel vasto imperio de cerca de 1.000.000 de Km2 que abarcaba no solo gran parte del norte del Maghreb sino que además incluía tres cuartas partes del territorio peninsular. Pero para entonces, Almanzor estaba ya muy subido.

Todos aquellos que no daban la talla para amortizar su captura como mano de obra de largo recorrido, eran pasados por las armas 'in situ'-

Esta fuerza de la naturaleza se embarcó en más de cincuenta razzias o aceifas precedidas de una violencia inusual. Primero, la caballería andalusí practicaba descubiertas con sus certeros y bien entrenados arqueros bereberes y los terribles gazis –juramentados ante el Corán que limpiaban la tierra de inmundicia politeísta–, remataban la “faena”. No había capturas en esta primera etapa, todo era a sangre y fuego. Se preparaba al adversario con un mensaje nítido del horror como carta de presentación.

Más tarde, en una segunda oleada, se procedía a la captura de esclavos y al expolio de iglesias y castillos.

Todos aquellos que no daban la talla para amortizar su captura como mano de obra de largo recorrido, eran pasados por las armas in situ y sin más preámbulos. El retorno a Córdoba no solo implicaba en ocasiones más de un millar de kilómetros de recorrido (caso de las aceifas de Barcelona, Santiago, Pamplona o León) sino que suponía que miríadas de prisioneros portaban el botín saqueado en las campañas de primavera y verano en condiciones muy penosas.

Finalmente el desideratum concluía con la quema de cosechas o tierra quemada y la condena al hambre de los que se habían ocultado en los montes. La tradicional repoblación impulsada por los castellanos principalmente en su discreta y sostenida expansión hacia Al Andalus, sería frenada en seco durante casi un siglo. La mera mención del nombre de Almanzor y sus salvajes incursiones en los reinos cristianos promovía en los orantes, plegarias musitadas en voz baja además de un respeto reverencial.

No se salvaba ni el Tato
Una interpretación de la realidad, nos podría sugerir que Almanzor fue el líder crucial que el Califato de Córdoba necesitaba para evitar el colapso; otra bien distinta sería la de asumir sin más, el catálogo de horrores al que sometió a la indefensa población civil allá por donde pasaba.

Aunque las reglas bélicas del Islam prohibían taxativamente acabar con la vida de los no ­combatientes (mujeres, monásticos, siervos, etc.), permitía saquear o destruir sus propiedades y tomarles como esclavos.

Los infieles eran invitados a abrazar el Islam, más si después de tres días no lo aceptaban se les conminaba a pagar una capitulación legal (la yizya); en caso de rehusarla, se les podía rebanar el cuello con la venia de Allah. Salvo las mujeres, los niños, los dementes, los ancianos, los inválidos, los ciegos y los monjes que vivían retirados del mundo cruel en conventos o ermitas, no se salvaba ni el Tato .

Almanzor, un caso de violencia extrema amparado en la religión. Líder venerado para los suyos, terror para los vencidos. Un musulmán vacío de principios, muy alejado de los postulados esenciales del islam.

Conclusión, que Allah le tenga en la gloria castigado en un rincón.





LOS TRECE DE LA FAMA QUE ACOMPAÑARON A PIZARRO EN LA CONQUISTA DE PERÚ

«Por este lado se va a Panamá, a ser pobres, por este otro al Perú, a ser ricos; escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere», afirmó el conquistador extremeño cuando se encontraba a las puertas del Imperio Inca. Solo 13 de los 112 hombres decidieron ser ricos y pasar a la Historia

Tras dos años y medio de viajes hacia el sur, Pizarro recibió órdenes de cancelar la expedición al Perú y regresar a Panamá. El extremeño, que carecía de la elocuencia de su sobrino lejano Hernán Cortes, el conquistador de México, pero estaba convencido de que era la empresa más importante de su vida, trazó una raya en el suelo y dijo con palabras gruesas: «Por este lado se va a Panamá a ser pobres. Por este otro al Perú a ser ricos. Escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere». Solo 13 hombres de los 112 supervivientes que componían su expedición decidieron cruzar la línea para «ser ricos en el Perú».

Francisco de Pizarro, nacido en la localidad de Trujillo (Extremadura), era un hijo bastardo de un hidalgo emparentado con Hernán Cortés de forma lejana, que combatió en su juventud junto a las tropas españolas de Gonzalo Fernández de Córdoba en Italia. Existe el acuerdo historiográfico de considerarle hijo ilegitimo de Gonzalo Pizarro Rodríguez, un destacado hombre del Gran Capitán, pero lo cierto es que incluso su año de nacimiento es motivo de controversia. En 1502, se trasladó a América en busca de fortuna y fama, no siendo hasta 1519 cuando participó de forma directa en un suceso relevante de la Conquista de América. Francisco Pizarro arrestó y llevó a juicio a su antiguo capitán Vasco Núñez de Balboa, el primer europeo en divisar el océano Pacífico, por orden de Pedro Arias de Ávila, Gobernador de Castilla de Oro. El descubridor fue finalmente decapitado ese mismo año con la ayuda de la versión más oscura de Pizarro, la que alimenta en parte la antipatía histórica que sigue generando este personaje incluso en nuestros días.

Entre 1519 y 1523, Pizarro fue el alcalde de la colonia de Panamá, una insalubre aldea de covachas poblada por una horda de aventureros europeos; algo así como una sala de espera antes de lanzarse a las entrañas del continente en busca de tesoros. Estando en este cargo, el conquistador debió escuchar las historias que llegaban sobre un rico territorio al sur del continente que los nativos llamaban «Birú» (transformado en «Pirú» por los europeos). Frustrado por su mala situación económica y sus pocos logros profesionales, Francisco Pizarro, de 50 años de edad, decidió unir sus fuerzas con las de Diego de Almagro, de orígenes todavía más oscuros que el extremeño, y con las del clérigo Hernando de Luque para internarse en el sur del continente.

La primera expedición partió en septiembre de 1524, pero resultó un completo desastre para los 80 hombres y 40 caballos que la integraban. Hubo que esperar otros dos años hasta que Pizarro tomó contacto, al mando de 160 hombres, con los nativos del Perú. A la vista de que por fin había opciones de cubrirse en oro, Pizarro mandó a Almagro de vuelta a Panamá a pedir refuerzos al gobernador antes de iniciar la incursión final. Sin embargo, no solo le negó los refuerzos sino que ordenó que regresaran de forma inmediata. Fue entonces, en la isla de Gallo, cuando el extremeño trazó una línea en el suelo y, según los cronistas, afirmó: «Camaradas y amigos, esta parte es la de la muerte, de los trabajos, de las hambres, de la desnudez, de los aguaceros y desamparos; la otra la del gusto. Por este lado se va a Panamá, a ser pobres, por este otro al Perú, a ser ricos; escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere».

Los Trece de la Fama, hacia el Impero Inca
Solo 13 hombres, «los Trece de la Fama», decidieron quedarse junto a Pizarro en la isla del Gallo, donde todavía permanecieron otros cinco meses hasta la llegada de los pocos refuerzos que pudo reunir Diego de Almagro y Hernando de Luque, bajo el mando de Bartolomé Ruiz. Cuando estuvieron listos partieron hacia el sur, dejando enfermos en la isla a tres de los 13 al cuidado de los indios naborías venidos en la nave de Ruiz. Así y todo, esta primera expedición que alcanzó el Perú lo hizo a modo de exploración para sopesar las opciones lucrativas del territorio. Hubo que esperar hasta 1532 para que los planes militares del extremeño se materializaran.

Quizás recordando las dificultades que habían tenido Cristóbal Colón e incluso Hernán Cortés para reclamar sus derechos sobre territorios conquistados, Francisco Pizarro se trasladó a España antes de comenzar la incursión armada para obtener derechos de conquista sobre esta zona. La capitulación que Pizarro firmó con la Reina Isabel de Portugal, en nombre de Carlos I de España, en Toledo, le concedió derechos de dominio sobre la zona de Perú que iba desde el Río de Santiago (Río de Tempula) en Colombia, hasta el Cuzco. El documento, además, otorgó el título de hidalgo a «Los 13 de la Fama por lo mucho que han servido en el dicho viaje y descubrimiento». Un hecho que ha permitido a los historiadores identificar –no sin cierta controversia debido a las contradicciones documentales– a esos 13 hombres que quisieron ser ricos en el Perú. Los nombres de estos fueron Cristóbal de Peralta, Pedro de Candía, Francisco de Cuéllar, Domingo de Solaluz, Nicolás de Ribera, Antonio de Carrión, Martín de Paz, García de Jarén, Alonso Briceño, Alonso Molina, Bartolomé Ruiz, Pedro Alcón y Juan de la Torre.

Finalmente, Pizarro zarpó desde la ciudad de Panamá con 180 soldados en 1532 a la conquista del Imperio Inca. Precedida por la viruela traída por los europeos en 1525, que había diezmado a la mitad de la población inca, la llegada de Francisco Pizarro a Perú fue el empujón final a un imperio que se tambaleaba a causa de las enfermedades, la hambruna y las luchas internas que enfrentaba a dos de sus líderes (Atahualpa y Huáscar) por el poder.

No en vano, la dificultades que pasó el contingente de españoles, donde el calor y las enfermedades les acosó durante todo el trayecto, alcanzaron la categoría de legendarias cuando tuvieron que abrirse paso entre miles de incas, sin registrar una sola baja, con la intención de capturar al líder Atahualpa en Cajamarca. ¿Cómo fue posible que tan pocos pudieran vencer a tantos?, es la pregunta que ha causado fascinación en la comunidad de historiadores. «En Cajamarca matamos 8.000 hombres en obra de dos horas y media, y tomamos mucho oro y mucha ropa», escribió un miembro vasco de la expedición en una carta destinada a su padre. La superioridad tecnológica y lo intrépido del plan de Pizarro, cuyas intenciones no habían sido previstas por Atahualpa al estimar a los españoles como un grupo minúsculo e inofensivo, obraron el milagro militar.

El secuestro y muerte de Atahualpa, que no llegó a ser liberado pese a que los incas pagaron un monumental rescate en oro y tesoros por él como había exigido Pizarro, marcó el principio del fin del Imperio Inca. Sin embargo, lejos de la imagen de que el extremeño conquistó el Perú en cuestión de días, hay que recordar que la guerra todavía se prolongó durante toda una generación hasta que los últimos focos incas fueron reducidos. Esta guerra se benefició, de hecho, de los conflictos internos entre los conquistadores, que cesaron momentáneamente con la victoria de Pizarro y sus hermanos en 1538 sobre su otrora aliado, Diego de Almagro, que fue decapitado y despojado de sus tierras. Pero en un nuevo giro de los acontecimientos, los partidarios supervivientes de Almagro irrumpieron el 26 de junio de 1541 en el palacio de Pizarro en Lima y «le dieron tantas lanzadas, puñaladas y estocadas que lo acabaron de matar con una de ellas en la garganta, relata un cronista sobre el amargo final del conquistador extremeño.



ABC, 21 de mayo de 2015




LAS CAMELLAS DE ARABIA NO OFENDEN A NADIE, O LA RENDICIÓN DE LOS VALORES EUROPEOS

Hace unos días hubo una noticia que pasó tristemente inadvertida, o casi, para la prensa española. Y eso es malo, pues se trataba de una noticia importante; de las que tienen que ver con nuestro presente y, sobre todo, con nuestro futuro. La cosa era que un cartel con la imagen de una modelo publicitaria ligera de ropa, denunciado por miembros de la comunidad musulmana de Brick Lane, en Londres, seguirá en su sitio después de que el organismo regulador de la publicidad británica desestimara las protestas de un sector del vecindario, que consideraba el anuncio ofensivo para quienes frecuentan las mezquitas de esa zona, donde vive una amplia comunidad que profesa la religión islámica. Aunque la imagen de la modelo es «sensual y sexualmente sugestiva», admite la resolución, tampoco va más allá de eso, ni tiene por qué ofender a nadie, pues «encarna la clásica belleza y femineidad» que ha venido siendo representada por el arte occidental hace siglos. Así que, quien no quiera, que no mire. Y punto.

Me pregunto, con una sonrisa esquinada y veterana, fruto de los años y la mucha mili, qué habría ocurrido en España, en caso parecido. O qué es lo que va a ocurrir en cuanto se dé la ocasión. Me lo pregunto y me lo respondo, claro; y más en un país donde incluso hay oportunistas y tontos del ciruelo -sin que una cosa excluya la otra- capaces de ponerse a considerar muy serios, con debates y tal, las protestas de ciertos colectivos musulmanes porque las procesiones de Semana Santa, puestos a citar un ejemplo fácil, recorran las calles españolas ofendiendo la sensibilidad religiosa islámica. Aquí, no les quepa duda, siempre habrá un organismo regulador de la publicidad, o una televisión, o una asociación de derechos y deberes, o un juez sensible a la delicadeza de sentimientos mahometana, que llegado el caso decida que, en efecto, la libertad en lo que llamamos Europa -aunque a algunos nos dé la risa llamarla así todavía- acaba allí donde empiezan los derechos, el fanatismo o la gilipollez de cuatro gatos a los que, de este modo, nuestra propia cobardía e imbecilidad acaban multiplicando de cuatro en cuatro, hasta irnos todos al carajo. 

Y claro. Resulta inevitable preguntarse, también con respuesta incluida, dónde se meten en esta clase de debates las ultrafeminatas radicales que tanto las pían con otras chorradas de género y génera: las de las asociaciones de padres y madres de alumnos y alumnas, por ejemplo y por ejempla. Qué opinan ellas, o sea, de escotes en anuncios o no escotes, y hasta qué punto coinciden con la censura islámica, o no. Con lo de usar hiyabs, niqabs, antifaces y trapitos así. Sería útil saberlo más pronto que deprisa, como dicen las chonis. Y los humos del tren, que los suelten en Despeñaperros. Porque tiene su guasa esto del anuncio que ofende porque muestra las tetas o las nalgas de una señora, mientras que, por lo visto, no ofende a nadie que otra señora pueda meterse en España en un autobús, en una comisaría de policía o en un hospital enmascarada de pies a cabeza, como un guerrero ninja, mientras el marido va a su lado con bermudas, chanclas y gorra de béisbol. El hijoputa.

Y es que en Europa olvidamos, a menudo, que más importante que respetar tradiciones absurdas o infames es defender a quienes acudieron a nosotros huyendo, precisamente, de la miseria y el horror que esas tradiciones imponen en sus lugares de origen. Y que eso se logra con educación escolar y con firmeza institucional frente a quienes pretenden esclavizarlos, incluso aquí, usando el manoseado y dañino nombre de Dios. Quien se ofende por un anuncio en un cartel publicitario se ofenderá también cuando por su calle, por su barrio, se cruce con un escote, una falda corta, un cabello sin velo o un rostro sin tapar. Y actuará en peligrosa consecuencia. Quien pretende aplicar maneras medievales de entender la vida, mientras se beneficia de un sistema de derechos y libertades que a otros costó siglos de dura lucha conseguir, no tiene derecho a imponer su voz ni a reclamar respeto. La Europa moderna tragó dolor y sangre para librarse de púlpitos, velos, gentes de un solo y sagrado libro, pasos de la oca y fanatismos de todas clases. Somos demasiado mayores, ya, para que vengan otra vez a taparnos el escote o las ideas. Así que la solución es muy simple, Manolo, Mohamed o como te llames. Si no estás dispuesto a asumir nuestras reglas, chaval, si esto te ofende, coges un avión y te vas al desierto de Arabia, o del Sáhara, donde las tetas de las camellas no ofenden a nadie. Y allí te pones ciego de dátiles.


ARTURO PEREZ REVERTE en XL SEMANAL

miércoles, 13 de mayo de 2015

EL CODEX GIGAS ¿LA BIBLIA DE LUCIFER?

El misterio de la Biblia maldita«Codex Gigas»,  escrita por el mismísimo Lucifer (a día de hoy, se desconoce su autor) es el manuscrito medieval más grande del mundo, del siglo XIII y proveniente de Bohemia, una de las históricas tierras checas.

Contar con un gigantesco dibujo de un diablo en su interior ha aumentado el desconcierto de su procedencia. La Edad Media es una época que, a día de hoy, guarda un halo de oscurantismo favorecido por los escritos que aún se preservan de la época.

Precisamente uno de estos truculentos libros es el «Codex Gigas», una gigantesca Biblia cuya autoría se desconoce y que, según cuenta la leyenda, fue escrita por el mismísimo Lucifer. Así lo afirman, al menos, varios medios internacionales, donde también se ha señalado que la historia de esta tétrica y misteriosa obra de arte ha logrado volverse viral en las diferentes redes sociales.

Actualmente, de esta Biblia se sabe que sus gigantes dimensiones (92 × 50,5 × 22 cm) la convierten en el libro medieval más grande hasta la época. A su vez, se sabe que fue elaborada en el SXIII por un único hombre, que pesa 74 kilogramos (lo que hace que deba ser manipulada entre dos personas) y que, a día de hoy, se encuentra en un museo de Estocolmo. Durante el asedio sueco en Praga, a finales de la Guerra de los Treinta Años (1648), el manuscrito fue tomado como botín de guerra y trasladado a Estocolmo.



Sin embargo, no se conoce a ciencia cierta quién fue su autor -en sus páginas únicamente se encuentra un tipo de letra- y cómo logró escribir sus 624 páginas sin mostrar ningún signo de fatiga a la hora de escribir cada carácter (algo que han determinado los expertos en base a la excelente caligrafía). 

Finalmente, también se desconoce por qué aparece dibujado en su interior un gigantesco diablo.

La extraña leyenda

Tan desconcertante es el origen de este libro que cuenta con su propia leyenda. Esta empieza con un monje al que, tras saltarse sus votos, sus compañeros le impusieron el castigo de escribir una gigantesca Biblia para su monasterio en una sola noche.

En caso contrario, sería ajusticiado y bajaría directamente al infierno. Nuestro protagonista comenzó con mucha motivación su tarea pero, al darse cuenta de que era un trabajo imposible, decidió vender su alma a Satanás a cambio de que le ayudase a terminar su objetivo. Lucifer puso una última condición: debía dibujar un gran diablo en las páginas interiores del libro.

Con todo, esto no es más que una leyenda y, lógicamente, los expertos abogan por la teoría de que el «Codex Gigas» fue elaborado por un monje que se recluyó durante un mínimo de 5 años. A su vez, no son pocos los historiadores que apoyan la teoría de que el copista pudo ser castigado a crear este gigantesco libro como penitencia por haber cometido algún pecado.

Con todo, uno de los misterios que no desvelan estas teorías
es cómo le fue posible a este monje usar siempre el mismo tipo de tinta en todas sus páginas (cuando era habitual que este fuera cambiando con el paso de las semanas).

A nivel temático, el «Codex Gigas» contiene cinco textos en su interior, a los que se añade la Biblia. Contiene las siguientes partes: el Antiguo y Nuevo Testamento; dos obras del historiador Flavio Josefo del S.I d.C.; Etimologías de Isidoro de Sevilla; el libro de texto estándar para la enseñanza de la medicina en la Edad Media, conocido como Ars medicinae (El arte de la medicina); Chronica Boëmorum (Crónica de los bohemios) del siglo XII, de Cosmas de Praga; y un calendario. De especial interés son las secciones que dan testimonio del origen bohemio del manuscrito y su agitada historia.





ABC 13/05/2015

HERNAN CORTES CONQUISTA MÉXICO. LA BATALLA DE OTUMBA CONTRA 100.000 AZTECAS

La milagrosa batalla de Otumba: 100.000 aztecas contra 400 españoles y Santiago Apóstol 

En la llamada Noche Triste, el 30 de junio de 1520, Cortés y sus hombres se vieron obligados a huir desordenadamente de la capital azteca, Tenochtitlán, acosados por los aztecas, que les provocaron centenares de bajas y la mayor derrota de la Monarquía hispánica en sus primeros 50 años de conquista.

Lejos de la malintencionada imagen de desbandada española –aparentemente provocada por la codicia de los conquistadores, más preocupados por recoger su oro que por salvar su vida– la Noche Triste fue pródiga en acciones heroicas y fue el prólogo de la batalla, una de las más desproporcionadas de la historia, que selló el destino del Imperio azteca

Hernán Cortés, un hidalgo extremeño enviado a explorar la actual zona de México, aprovechó el odio mutuo de los pueblos dominados por el Imperio azteca para incrementar notablemente sus escasas tropas y avanzar en dirección a la capital mexica. Tras ser recibido de forma pacífica por Moctezuma II, el máximo líder azteca, el largo y tenso periodo que los españoles pasaron en Tenochtitlán, sin que pareciera que tuvieran intención de marcharse, terminó levantando al pueblo contra los conquistadores justo cuando Hernán Cortés regresaba de enfrentarse a una expedición arrojada por el gobernador Velázquez para obligarle a volver a Cuba. La noche se tiñó de sangre cuando los aztecas se abalanzaron sobre el convoy de carros que los españoles y sus aliados tlaxcaltecas formaban durante su huida de la ciudad. 

600 españoles y cerca de 900 tlaxcaltecas fallecieron durante la huida o bien fueron apresados para satisfacer la interminable sed de sacrificios humanos de los aztecas. La mayor parte de los caballos murieron –solo veinte caballos quedaron con vida– todos los cañones se perdieron y los arcabuces quedaron arruinados con la pólvora mojada. Frente a la tragedia, el cronista Bernal Díaz afirma que a Cortés «se le soltaron las lágrimas de los ojos al ver como venían». Durante seis días el ejército español marchó sin rumbo fijo con las huestes aztecas a su espalda. No obstante, la fortuna fue propicia para los españoles, puesto que los aztecas se entretuvieron festejando la victoria y conduciendo a los prisioneros hacia los altares con parsimoniosa ceremonia, ofreciendo sus corazones a los dioses y devorando sus cuerpos. La caballería europea marca la diferencia. 

El conquistador extremeño no desaprovechó el error de los aztecas, que estimaban que los españoles estaban completamente derrotados, y reorganizó sus escasas fuerzas buscando un terreno favorable. Cortés y sus capitanes, entre ellos Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid y Juan de Salamanca, se plantearon como objetivo llegar a Tlaxcala, donde podrían reponer fuerzas y preparar mejor un contraataque si se veían acorralados. Para ello eligieron bordear el lago Texcoco por el norte. Hostigados por los aztecas y por el hambre, la marcha de los españoles dejó a sus espaldas nuevas bajas. El sábado 7 de julio de 1520, la huida ya no fue una opción. Un gran contingente de guerreros mexicas y sus aliados de Tlalnepantla, Cuautitlán,Tenayuca, Otumba y Cuautlalpan alcanzaron a los españoles en los llanos de Temalcatitlan. La cifra de aztecas allí congregado es todavía hoy un tema de controversia, siendo posible que hubiera reunidos cerca de 100.000 guerreros (los primeros historiadores en estudiar la batalla calcularon 200.000), frente a unos 400 españoles y 3.000 indígenas aliados. Lo único irrefutable es la sensación de absoluta desproporción que provocó la visión del ejército azteca a Hernán Cortés. 

Fray Bernardino de Sahagún asegura en sus textos que cuando el conquistador contempló las hordas de enemigos clamó que «los españoles entre tanto escuadrón indígena eran como una islita en el mar. La pequeña hueste parecía una goleta combatida por las olas».

En la primera línea enemigas se situaron las cofradías militares del Jaguar y del Águila, fácilmente identificables por sus trajes a imitación de estos depredadores, y la nobleza azteca encabezada por Matlatzincatzin, el cihuacóatl (jefe militar), que veía en la contienda una forma de borrar de una vez a los españoles. 

Por su parte, los escasos cuatrocientos españoles formaron en una disposición típica en ese momento en Europa: los piqueros se colocaron tras los rodeleros, mientras los ballesteros formaban en los flancos dispuestos a cubrir a sus compañeros junto a los pocos afortunados que portaban arcabuces. Cortés contaba con dos únicas ventajas para enfrentarse a la oleada de enemigos: un pequeño grupo de jinetes capaces de marcar la diferencia con sus cargas al estilo táctico europeo y la escalofriante garantía de que los aztecas buscarían apresar vivos a todos y cada uno de los conquistadores para usarlos en sus rituales. Aquella garantía sirvió de excusa para aguantar hasta las últimas consecuencias. Finalmente, fueron los jinetes castellanos encabezados por el propio Cortés los primeros en arremeter contra la marea, sorprendiendo a los aztecas. La fuerza de la galopada les introdujo en mitad del ejército enemigo antes de retroceder ordenadamente. El extremeño y su caballería repitió este movimiento, carga y huida, una y otra vez, mientras la infantería española recibía las primeras acometidas furiosas. María de Estrada, una de las pocas mujeres españolas que participó en la conquista de México, peleó junto a la infantería con una lanza en la mano «como si fuese uno de los hombres más valerosos del mundo». 

Una carga al grito de «Santiago y cierra España» 

Pese a las exitosas incursiones de la caballería, la desproporción de fuerzas causó que la infantería formada por españoles y tlaxcaltecas comenzara a retroceder lentamente. De hecho, el flanco protegido por los tlaxcaltecas estaba a punto de derrumbarse completamente cuando Hernán Cortés dispuso un plan para salir con vida de aquella encrucijada. Tras pasar varios meses en la corte de Moctezuma, el extremeño sabía que en Mesoamérica la muerte del general, e incluso la captura del estandarte del enemigo, se consideraba el fin del combate. También conocía el importante papel que estaba jugando Matlatzincatzin en aquella batalla, quien, bajo un enorme estandarte negro con una cruz blanca sobre fondo rojo, era fácilmente distinguible desde la posición española. 

Así, al grito de «Santiago y cierra España», Cortés se abrió pasó junto a cinco jinetes (Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Rodrigo de Sandoval y Juan de Salamanca) en dirección al jefe militar azteca. Según una leyenda fantasiosa que surgió poco después de la batalla, el Apóstol Santiago, patrón de España, también secundó a caballo la carga casi suicida, como se cuenta que había hecho en varias contiendas contra los musulmanes en la Península Ibérica. 

Antes de que la infantería pudiera detener la carga, los jinetes alcanzaron el estado mayor azteca y a Matlatzincatzin. El cihuacóatl vestía un traje de negro de pies a cabeza, con enormes garras en sus pies y manos y un yelmo imitando el aspecto de una serpiente. Pese a su aspecto tétrico, Cortés no tembló en derribarlo y Juan de Salamanca en darle el golpe final antes de apoderarse de su estandarte. Cuando los guerreros de la Triple Alianza vieron a los jinetes castellanos enarbolar el estandarte de su general, dieron la batalla por perdida y comenzaron ellos entonces una desesperada huida hacia Tenochtitlán



«Y con su muerte, cesó aquella guerra», escribió Hernán Cortés a Carlos I de España anunciando el desenlace de la batalla. Los españoles y sus aliados indígenas se reorganizaron para atacar Tenochtitlán meses después. Un cerco de setenta y cinco días, donde la ciudad quedó muy diezmada por una epidemia de viruela traída por los europeos,marcó el final del Imperio azteca. 


La gesta de los conquistadores hispánicos, donde las alianzas con tribus locales y la avanzada tecnología europea fueron claves, está considerada una de las luchas con mayor inferioridad numérica de la historia. 

En medio de un tumulto de profecías que advertían al Emperador Moctezuma II de la llegada de «hombres blancos y barbudos procedentes de Oriente» con la intención de conquistar el Imperio azteca, los malos augurios se materializaron con el desembarco de Hernán Cortés, 518 infantes, 16 jinetes y 13 arcabuceros en la costa mejicana en 1519. 

El conquistador extremeño –tras varios meses de batallas contra tribus menores en su camino hacia la capital azteca– tomó una decisión radical, destruir las naves, que delató sus intenciones: o ricos, o no volverían a Cuba. Desde el principio de la expedición, un grupo de los españoles –los llamados velazqueños por su lealtad al gobernador de Cuba Diego de Velázquez– defendía regresar cuanto antes y no internarse más en una tierra que se consideraba dominada por el imperio más poderoso y grande de Norteamérica. «Propuso Cortés ir a México. Y para que le siguiesen todos, aunque no quisiesen, acordó quebrar los navíos, cosa recia y peligrosa y de gran pérdida», narra el cronista López de Gómara sobre la decisión de Cortés. 

El 8 de noviembre de 1519 iniciaron el viaje definitivo hacia Tenochtitlán los 400 españoles supervivientes, acompañados de 15 caballos y siete cañones, que pasarían a la historia como los principales responsables del derrumbe del estado mexica. 

A simple vista, podría pensarse que Cortés se creía un moderno Leónidas –el Rey espartano que frenó por unos días al imperio persa en las Termopilas acompañado de solo 300 hombres– y que tenía planeado, como el historiador mexicano Carlos Pereira describió sobre el aspecto de la expedición, «inmolarse voluntariamente al espantoso Huichilobos (la principal deidad de los mexicas )». 

Pero las apariencias suelen engañar, el extremeño no estaba improvisando: conocía muy bien sus ventajas y había tomado nota de las debilidades de su gigantesco enemigo. Los guerreros tlaxcaltecas se incorporaron a las tropas españolas El Imperio azteca era la formación política más poderosa del continente que, según las estimaciones, estaba poblada por 15 millones de almas y controlado desde la ciudad-estado de Tenochtitlan, que floreció en el siglo XIV. Usando la superioridad militar de sus guerreros, los aztecas y sus aliados establecieron un sistema de dominio a través del pago de tributos sobre numerosos pueblos, especialmente en el centro de México, la región de Guerrero y la costa del golfo de México, así como algunas zonas de Oaxaca. 

Hernán Cortés no tardó en darse cuenta de que el odio de los pueblos dominados podía ser usado en beneficio español. En su camino hacia Tenochtitlán, los conquistadores lograron el apoyo de los nativos totonacas de la ciudad de Cempoala, que de este modo se liberaban de la opresión azteca. Y tras imponerse militarmente a otro pueblo nativo, los tlaxcaltecas, los españoles lograron incorporar a sus tropas a miles de guerreros de esta etnia. El plan de Cortés para vencer a un ejército que le superaba desproporcionadamente en número, por tanto, se cimentó en incorporar a sus huestes soldados locales. 



Así, junto a los 400 españoles formaban 1.300 guerreros y 1.000 porteadores indios, que se abrieron camino a la fuerza hasta la capital. Con las alianzas del extremeño, se puede decir que la conquista de México se convirtió, de algún modo, en una guerra de liberación de los pueblos mexicanos frente al dominio azteca

Además del odio común contra el terror sembrado por los aztecas, el conquistador extremeño percibió otro síntoma de debilidad en el sistema imperial y lo explotó hasta sus últimas consecuencias. Moctezuma II –considerado un gran monarca debido a su reforma de la administración central y del sistema tributario– se dejó seducir, como las serpientes, por Hernán Cortés y fue claudicando ante sus palabras, en muchos casos con veladas amenazas, hasta terminar cautivo en su propio palacio. La figura del extremeño ha sido demonizada posteriormente por este doble juego político con el cándido emperador.

Si hay que señalar cuáles fueron las principales causas del éxito de la empresa de Cortés, a su capacidad de aprovechar las divisiones entre los pueblos de la región y de explotar el carácter dubitativo de Moctezuma hay que añadir la impresión que causaron las armas y las tácticas europeas sobre los aztecas. «Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban con ignorancia. No tienen algún hierro», escribió Cristóbal Colón sobre los nativos que encontró en su primer viaje. 

Tampoco los habitantes de la región mexicana conocían el hierro y, además, sus armas estaban adaptadas a una forma de hacer la guerra que se mostró contraproducente en la lucha contra los europeos. Como en sus guerras tribales, los aztecas buscaron inmovilizar o herir, sin matar, a los españoles con armas fabricadas con huesos o de madera tratada para posteriormente trasladarlos a sus ciudades, donde celebraban con los capturados sacrificios humanos en honor a los dioses o los esclavizaban. 

La forma de hacer la guerra en Occidente –matar en vez de apresar– y sus avances tecnológicos –el hierro (en su máxima forma, el acero), la pólvora y el uso de caballos– suplieron la clara desventaja numérica de los españoles y sus aliados. En la batalla de Otumba, destacan dos claves de la victoria hispánica: la actuación de la caballería ligera dirigida por Cortés, empleando tácticas desconocidas por los mexicas, y que la muerte de un general se consideraba el fin del combate en Mesoamérica

Tras la contienda, el extremeño preparó su regreso a Tenochtitlán y a finales de abril de 1521 comenzó el asedio final a la capital, donde fueron determinantes los cañones de pólvora para someter a una ciudad de más de 100.000 habitante. Sobre el uso de la pólvora, antes de su primera visita a la capital azteca, Cortés ordenó una demostración del funcionamiento de los arcabuces frente a los emisarios de Moctezuma para que dieran fe del potencial de las armas europeas. Lo cual extendió el miedo entre la población, a quienes el simple estruendo de los arcabuces les causaba espanto. Aun así, como prueba de que su impacto fue más psicológico que tangible, los cañones y arcabuces de los soldados españoles de nada sirvieron en la Noche Triste –la mayor derrota de la Monarquía hispánica en sus primeros 50 años de conquista– ni fueron claves en la batalla de Otumba. 

A raíz del asedio final de Tenochtitlán, el desgaste provocado entre los sitiados por las enfermedades llegadas del Viejo Mundo supuso el golpe de gracia para los restos de la estructura imperial. Ciertas enfermedades epidémicas desconocidas hasta entonces en el continente americano, la viruela, el sarampión, las fiebres tifoideas, el tifus y la gripe, diezmaron a la población y abrieron la puerta a la conquista de toda Mesoamérica. 



ABC

LA HEROICA DEFENSA DE MALTA CONTRA LOS OTOMANOS Y EL RESCATE ESPAÑOL

Durante cuatro meses la Orden de Malta sufrió el ataque de la poderosa flota turca y de sus tropas, en su mayoría jenízaros. Tras una defensa numantina, donde el fuerte de San Elmo congregó la mayor parte de la gesta, los malteses solo recuperaron el aliento cuando las galeras españolas pudieron romper el bloqueo naval y los tercios viejos desembarcaron

El Gran Maestre de la Orden de Malta, Jean Parisot de la Valette, había ordenado a la pequeña guarnición de San Elmo resistir hasta la muerte sin imaginar que allí iba a jugarse en parte la supervivencia de su orden de cruzados. Construida en piedra maciza, esta fortaleza situada frente a la capital se encontraba defendida por solo 100 caballeros y 500 soldados, la mayoría españoles e italianos, que recibieron el fuego de piezas de artillería de unas dimensiones nunca vistas hasta entonces. Cuando la fortaleza ya solo era un amasijo de escombros defendido por un puñado de hombres, la Orden se dedicó a sustituir a los muertos y los heridos durante la noche. La impresión de que los defensores eran seres sobrenaturales caló entre las filas turcas que se pasaron un mes bombardeando unas ruinas que tosían pólvora de vez en cuando. Su esfuerzo titánico, entre los muchos que acometieron los malteses frente al ataque otomano de 1565, permitieron al Imperio español romper meses después el bloqueo y protagonizar el conocido como «El Gran Rescate de Malta»

Como narra el historiador Rubén Sáez Abad en «El Gran Asedio Malta, 1565» (HRM ediciones, 2015), los orígenes de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén se remontan a 1084, cuando mercaderes de la república de Amalfi fundaron en Jerusalén un hospital para peregrinos. Tras participar en las grandes cruzadas en Oriente Medio, la explosión otomana forzó a los hospitalarios a retroceder hacia Occidente. En 1310, la Orden se encontraba asentada en la isla de Rodas –que suponía un punto clave a nivel geoestratégico– desde donde lanzaban ataques piratas contra los intereses turcos y contra barcos cristianos dedicados a la trata de esclavos. Su nueva faceta como corsarios provocó un arranque de cólera de Solimán «El Magnífico», que, al frente de un ejército de 200.000 hombres, sitió Rodas en 1522. Con la retaguardia a poca distancia, Solimán no tuvo excesiva dificultad en obligar a la Orden a capitular y abandonar la isla. Pero toda esperanza musulmana de ver desaparecida la Orden se esfumó siete años después cuando Carlos I de España cedió la isla de Malta a los hospitalarios.

La Orden de Malta, enemigo No 1 de los turcos El nuevo enclave de Malta suponía una estocada en el costado del Imperio Otomano y una excelente posición geoestratégica. No en vano, los líderes de la orden se mostraron defraudados con la sede en un principio, puesto que sus recursos y posibilidades se imaginaban muy lejanos a los de Rodas. Debido al avance berberisco –encabezado por el mítico pirata Dragut–, las operaciones de la orden tuvieron que multiplicarse. Entre ellas, la defensa de Pollensa (Mallorca), que sufrió el ataque de Dragut en 1550. La virulencia turca alcanzó su cota en 1551. El corsario y el almirante turco Sinán invadieron la isla de Malta con unos 10.000 hombres. Sopesado como inútil el ataque debido a las descomunales defensas, Dragut detuvo la acometida y se trasladó a un objetivo más sencillo: la vecina isla de Gozo, donde bombardeó la ciudadela durante días. Finalmente, el gobernador de los Caballeros en Gozo –Galatian de Sesse–, rindió la ciudadela. El corsario turco tomó como rehenes a casi la totalidad de la población (unos 5.000 habitantes) para después dirigirse a Trípoli, junto con Sinán Bajá, donde expulsó fácilmente a la guarnición de caballeros malteses.

El Gran Maestre de la Orden entonces, Juan de Homedes, vio la amenaza musulmana cada vez más inminente y ordenó reforzar el Fuerte de San Ángel en Birgu. Además contruyó dos fuertes nuevos: el de San Miguel, en el promontorio de Senglea, y el de San Elmo, que sería crucial en el famoso sitio de 1565. Los nuevos fuertes fueron diseñados según la traza italiana, que reservaba a la artillería un lugar predilecto.

La hegemonía Otomana vivió su cenit en los siguientes años. En España, Felipe II se arrojó en vano a la conquista de la isla de Djerba (Túnez), en 1560, con una flota de 54 naves y 14.000 hombres, entre ellos una amplia representación de la Orden de Malta. La indecisión de Juan Andrea Doria y el duque de Medinacelli –cabezas marítimas de la operación– permitió que el almirante Pialí Baja sorprendiera a la flota imperial. Los otomanos capturaron o hundieron la mitad de las galeras españolas y, lo que resultó más grave, masacraron a 10.000 soldados que se encontraban atrincherados en tierra. Los 4.000 cristianos supervivientes –entre ellos el capitán Lope de Figueroa y el maestre de campo Andrade– fueron llevados a Estambul.

Para única ventaja cristiana, desde 1557, Jean Parisot de la Valette –caballero de la lengua de Provenza– se alzó a la cabeza de la orden. Su coraje y fortaleza moral serían claves en el largo asedio. No en vano, el Gran Maestre había calificado en el pasado de indefendible la Isla de Malta y se había mostrado partidario de trasladarse a Túnez. A principios de 1565, recibió advertencias del ataque, pero Jean de la Valette cometió una grave falta de previsión al empezar con retraso las medidas defensivas más elementales: reclutar soldados en Italia, acumular víveres, acelerar los trabajos de reparación de los fuertes, evacuar a los civiles y llevar a cabo una estrategia de tierra quemada en Malta y Gozo. La delicada situación económica de la Orden no permitían realizar tales acciones a la ligera, y solo cuando la flota enemiga se asomó en el horizonte el 18 de mayo –varios meses antes de lo previsto– el Gran Maestre se decidió a autorizar las medidas más extremas.

San Elmo, la gesta que retrasó la conquista

Comprometidos en numerosos frentes, el virrey de Sicilia, García de Toledo –línea secundaria de la Casa de Alba– se limitó a enviar a un millar de arcabuceros cuando los malteses reclamaron su ayuda. En total, las fuerzas cristianas sumaban 4.920 soldados: 500 hospitalarios, 400 españoles pertenecientes a las compañías de Miranda y Juan de la Cerda, 600 italianos, 500 soldados de galeras, 500 esclavos de galeras, 2.000 milicianos malteses, 200 soldados griegos y sicilianos, 100 soldados de la comandancia.

Frente a estas exiguas fuerzas, las huestes otomanas habían reunido una de las mayores flotas de invasión de la historia moderna: 131 galeras y medio centenar de barcos de menor calado, cargados con un completo tren de asedio. En lo referido a las fuerzas terrestres el número oscila, según la fuente, de 25.000 a 40.000 soldados. La propaganda cristiana elevó la cifra con el fin de resaltar la hazaña, lo cual hace imposible estimar las cifras reales reunidas por Solimán. De lo poco nítido es que entre los turcos se incluían 4.000 fanáticos religiosos y 6.000 jenízaros (la infantería de élite otomana).

Los otomanos contaban solo con una enorme desventaja: su mando estaba dividido entre el visir Mustafa Bajá y el almirante Pialí Bajá, que a su vez quedaban supeditados al corsario Dragut cuando llegara procedente de Túnez. En la disputa por seleccionar el primer objetivo se impuso el criterio de Bajá: atacar la fortaleza de San Elmo antes de centrarse en la ciudad principal.

La decisión de conquistar San Elmo bajo cualquier circunstancia fue a la postre una de las principales razones del fracaso turco. Un largo asedio lejos de las bases principales y con tantas bocas que mantener se vislumbró insostenible a cada semana que pasaba. «Los dos días estimados por Pialí para tomar San Elmo, cuando decidió acometerse el sitio, se estaban convirtiendo en una auténtica pesadilla para los mandos otomanos, que no encontraban la forma de reducir la resistencia de tan reducido enclave, por muchos medios humanos y materiales que concentraban en torno a él», explica Rubén Sáez en «El Gran Asedio Malta, 1565». Finalmente, el día 23 de junio, tras un mes de asedio y 6.000 muertos en las filas turcas se hicieron con su anhelado objetivo: ¡un amasijo de ruinas! Por el camino quedó el legendario Dragut, que, empeñado en impedir la llegada de refuerzos, fue alcanzado en su galera por un proyectil desde San Ángel.

La capital se salva de forma milagrosa Incluso diezmadas, las fuerzas musulmanas seguían resultando aterradoras y durante todo el tiempo del bombardeo sobre San Elmo no habían aflojado el bloqueo marítimo. Por ello fue especialmente meritoria la venida amparada en la oscuridad del capitán español Juan de Cardona al frente de cuatro galeras y 600 soldados, la mayoría pertenecientes a la élite de los ejércitos españoles: los tercios españoles.

La llegada de Cardona fue la única noticia positiva en esos días. Con los suministros malteses en caída libre, Mustafá ordenó el primer ataque contra la ciudad principal el día 15 de julio. Para evitar los errores del asalto a San Elmo, el visir dividió sus fuerzas en tres grupos. En una operación combinada, 100 pequeñas embarcaciones de desembarco se lanzaron sobre el Gran Puerto, mientras las fuerzas terrestres atacaron las murallas exteriores de la ciudad. El ataque fracasó solo por la determinante actuación de una batería de cañones colocada en un punto clave.

En este primer asalto directo, los turcos hicieron gala de todo su músculo mientras entre los cristianos se empezaban a vivir situaciones de hambre extrema. En los siguientes asaltos, la figura de Jean Parisot de la Valette alcanzaría el máximo protagonismo a través de sus encendidas arengas y su enérgica presencia en primera línea de batalla.

El segundo asalto llevó al límite la resistencia de los malteses. Tras sufrir un bombardeo colosal, según una fuente turca se emplearon 130.000 balas de cañón, los muros de la ciudad a medio derruir recibieron dos ataques simultáneos el 7 de agosto. Con todo a favor de la causa turca y las huestes dentro de la ciudad, un golpe de suerte en el bando cristiano echó al traste la victoria musulmana. Así, la batida diaria del jefe de la caballería, Vincenzo Anastagi, se encontró por casualidad con el hospital principal de los otomanos, que, ante el ataque a su retaguardia, creyeron vislumbrar el desembarco de refuerzos españoles. No son gigantes sino molinos debió vociferar el visir al observar el repliegue turco. Paradójicamente, la legendaria caballería maltesa, que poco podía aportar en la defensa de las murallas pero tanta gloria había procurado a la Orden en el pasado, salvó a la ciudad cuando todo parecía perdido.

Sin interrumpir en ningún momento el bombardeo, los otomanos emprendieron sendos asaltos el día 19 y el día 31 de agosto, aprovechando que las lluvias de aquel día reducían efectividad a los arcabuceros cristianos. La situación dentro de la ciudad llegó a ser tan desesperada como para que el Consejo de Ancianos –órgano civil al mando de la ciudad– se retirara al Fuerte de San Ángel. Valette, no obstante, prefirió mantenerse en su posición, quizá sabedor de que los pulmones turcos no podían aguantar el aire eternamente.



El Gran Rescate español: Bazán a la cabeza

A principios de julio un joven miembro de la Corte del Rey Felipe II se escabullía por la noche de su residencia en Galapagar para tomar rumbo a Barcelona, donde una flota española se concentraba para dirigirse a Malta. Aquel joven era Don Juan de Austria y, aunque entonces se le impidió embarcar, pocos años después se encargaría de encabezar a la madre de todas las flotas enviadas contra el Imperio otomano. Y es que en Malta comenzó a cambiar el balance de fuerzas en el Mediterráneo o al menos así lo vio la Europa cristiana, que respondió con furia al grito de auxilio.

García de Toledo planificó con los pobres recursos que disponía una escuadra de socorro en un tiempo razonable. El esfuerzo era aunar una flota de galeras, con capacidad de romper el bloqueo, y un grupo terrestre que pudiera hacer frente a las tropas musulmanas desplegadas.

El rescate se hizo esperar, pero el día 7 de septiembre se dio el paso clave. Don Álvaro de Bazán, otro de los que resultaría clave en Lepanto, venció la línea de defensa turca con 60 galeras. Embarcada en la flota de rescate iban tropas del maestre de campo Gonzalo de Bracamonte, procedentes de Córcega, de Sancho de Londoño, venidas de Lombardía, y las de Álvaro de Sande, procedentes de  Nápoles. El grueso de las fuerzas cristianas lo conformaba el Tercio de Sicilia, aportado por García de Toledo (por esas fechas gravemente enfermo de gota). El duque de Florencia y el de Génova también enviaron varias embarcaciones.


Una fuerza de 8.000 cristianos desembarcó el día 8 de septiembre en la bahía de San Pablo. En tierra, las fuerzas españolas formaron rápidamente los temidos cuadros de los tercios y emprendieron una marcha de tres días. Los turcos –estimando que se trataba solo de la avanzadilla de un ejército aún mayor– tocaron retirada. Sin embargo, en el último momento un soldado morisco se pasó a los turcos y les informó de que seguían en superioridad numérica. Mustafá suspendió el embarco y se preparó para el combate. Viendo al enemigo cerca, Álvaro de Sande –en punta de la vanguardia española– cargó sobre los turcos que iban a tomar posesión de una colina, con una única compañía de arcabuceros y sin esperar a ponerse la coraza o a recibir órdenes. Los desmoralizados turcos se convencieron rápido de que no había otra posibilidad que huir. El día 12, las últimas galeras turcas abandonaban la isla.

El desastre otomano era pleno. La primera gran derrota turca en décadas había costado cerca de 20.000 bajas, entre ellas la del afamado Dragut, y una grave pérdida de prestigio. Los reinos cristianos habían recuperado la confianza militar y no tardaron en recuperar la iniciativa, como demostraron en la batalla de Lepanto siete años después. Con la incapacidad de conquistar Malta, el Imperio Turco puso sobre la mesa sus puntos flacos y Solimán «El Magnífico» perdió la ocasión de poner el broche de oro a un reinado brillante. Un año después de los sucesos de Malta, el Sultán turco falleció de una apoplejía durante la batalla de Szigétvar en Transilvania.

El artífice de la pertinaz defensa, Jean Parisot de la Valette, fue recompensado por Felipe II con una espada y una daga de acero toledano de fornituras de oro y pedrería grabadas con la leyenda latina «PLVS QVAM VALOR VALETTA VALET» («Más que el mismo valor vale Valetta»). Desde entonces, la espada y la daga del Valor desfilan cada 8 de septiembre por las calles de La Valeta siguiendo al portaestandarte de Cruz de Malta.

Hasta la conquista de la isla por Napoleón, los caballeros continuaron con su labor de corso. Cada año con menos recursos, la Orden se fue deshilachando poco a poco y su rol quedó desdibujado con el tiempo. En la actualidad, sus actividades se limitan a labores benéficas y a la defensa del patrimonio cultural.

ABC, 8 de mayo de 2015