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sábado, 29 de marzo de 2014

LA AUSENCIA DE UN PROYECTO PARA ESPAÑA, UNO DE NUESTROS GRAVES MALES

Han coincidido dos columnas de opinión en la prensa, ABC y El Confidencial, en las que señalan de forma clara uno de los males actuales de este país, la falta de un proyecto nacional, que conlleva como consecuencia la falta de cohesión y el deseo independentista creciente, que el gobierno español es incapaz de combatir.

Dice Zarzalejos en El Confidencial ¿Cuáles son las razones de la situación española? España carece –a diferencia de cuando en la transición Suárez condujo al país a un sistema democrático– de un “proyecto histórico” y presenta un “fallo multiorgánico”, expresiones ambas de Andrés Ortega en su reciente ensayo "Recomponer la democracia". Es verdad, como sostiene Ortega, que hemos entrado en una peligrosa fase que él dibuja así: “La democracia en España no sólo ha dejado de avanzar, sino que ha iniciado un deterioro que es preciso detener y rectificar. El peligro no reside en caer en una dictadura –aunque nada está excluido–, sino en avanzar  hacia una no-democracia, o en el mejor de los casos, hacia una democracia de baja calidad institucional en medio de la indiferencia ciudadana”. A esa situación se denomina (Colin Crouch en 2005) “posdemocracia”. Con clases medias desvencijadas y las obreras depauperadas, nuestro país necesita una ilusión (un proyecto) y una regeneración.

Afirmar nuestras carencias, sin embargo, no vale de nada. Pero explica que la fuerza segregacionista de Cataluña se entienda en clave de debilidad española y que debido a ella –y a la impasibilidad en el ejercicio de la política de las clases dirigentes que, como escribe Andrés Ortega en su ensayo, son sólo “clases dominantes”– ser español y participar de esa identidad haya dejado de ser atractivo. El enrolamiento de gentes con emotividades independentistas sobrevenidas al proceso secesionista en Cataluña, y no a partidos, sino a artefactos populistas y excluyentes como la ANC, tiene que ver también con la incapacidad de contrarrestar el discurso de la ilusión –aunque sea con contenidos ilusorios– con otro sólido y convincente de carácter español, común, plural y unitario.

La renuncia al discurso político –en lo que este Gobierno insiste con una persistencia arriesgadísima– sustituyéndolo por otro economicista y tecnocrático está creando las condiciones idóneas para que en Cataluña –y no de la mano de Mas y los partidos– la Asamblea Nacional Catalana se convierta en el mascarón de proa de un populismo segregacionista, mientras España se debilita en la posdemocracia. En este contexto, recordar la transición, a Adolfo Suárez y apelar a la audacia que requiere solventar situaciones como la actual, parece, además de oportuno, imprescindible.


Por su parte, en ABC, Fernando García de Cortázar afronta este mismo problema.

Para comprender lo que está ocurriendo en España habrá que empezar por asumir que algo grave le está pasando a este país. Que nada tiene de normal ese empeño de una gran nación como la nuestra en despojarse de su sentido histórico, de su voluntad de permanencia y de los valores sobre los que se ha ido constituyendo. No hablamos de simple indiferencia ni de mero error de diagnóstico, sino de una actitud de reprobable despreocupación ante lo fundamental. Un talante que se compensa con alarmadas y alarmantes invocaciones a aquellos problemas contables que son señalados como los únicos que nos conciernen. No porque puedan resolverse sin salir de la política entendida como mera administración, sino porque se cree que esa modestia de oficina, de renuncia a la ambición de un gobierno nacional, es la única forma de abordar los asuntos que definen nuestra existencia social.

Incluso cuando se alude a alguna de las cuestiones diarias de nuestra agenda ciudadana, como la procaz exhibición del secesionismo catalán, nuestros dirigentes se acogen a un temario de urgencia institucional de manifiesta escasez. El desafío separatista es mucho más un síntoma que el origen de nuestros problemas. Los sediciosos actúan al amparo de una realidad que explica tanto la aparición reciente de un masivo separatismo como la capacidad de fascinación y la impunidad de su discurso. No es el exceso de Estado que siempre denuncian los desvaríos secesionistas, sino la ausencia de España, como idea y como proyecto nacional, la que nunca ha dejado de aprovechar el separatismo.

Como ya he tenido y tendré, desgraciadamente, ocasión de referirme a un independentismo que radicaliza su estrategia, sin más respuesta que unas amonestaciones de maestro enfurruñado que se quieren hacer pasar por pedagogía constitucional, solo expongo ahora, a modo de ejemplo, lo que es un indicio elocuente de nuestra pérdida de orientación. Una muestra de la carencia de aquel análisis con el que intelectuales y políticos atinaron a medir la estatura de los problemas de España en otros momentos conflictivos. Y no es que añore ni el pesimismo esteticista con que la Generación del 98 tomó el pulso a los males de la patria ni la ingenuidad con que ciertos regeneracionistas de fines del XIX analizaron las enfermizas carencias de nuestro pueblo.

De lo que se trata es de recobrar la tensión de un proyecto político y el fervor por la recuperación moral de España que, en los momentos mejores de nuestra esperanza colectiva, supieron imprimir a nuestros desafíos el alto vuelo de una resuelta voluntad nacional. Ahí quedaron las palabras de Ortega, al señalar en su discurso de Bilbao de 1910 que «el patriotismo es pura acción sin descanso, duro y penoso afán por realizar la idea de mejora que nos propongan los maestros de la conciencia nacional. La patria es una tarea a cumplir, un problema a resolver, un deber». Y las de Manuel Azaña, cuando advertía que los españoles que se levantaron contra José Bonaparte «sabían de sobra que la libertad de la nación era más valiosa que su bienestar».

Si el filósofo exigía que la patria fuera rigurosa empresa y no pasiva contemplación, el político nos recordaba que no hay mejora económica posible, ni derechos sociales ni servicio público sin la afirmación previa de una conciencia nacional. Esas palabras tenían la serena solemnidad que demandan los tiempos decisivos, la calidez de tono con que se afronta el frío de las encrucijadas. Y se reiteraron medio siglo más tarde, cuando salíamos de un largo desencuentro para afirmar de nuevo la realidad histórica de una España capaz de integrarnos a todos. La Transición fue una prueba que exigió de nosotros un patriotismo tenaz, una lealtad sin dobleces, una generosa disposición a sentirnos miembros de una comunidad segura de sí misma. En 1976, un hombre bueno, enseguida primer presidente del Gobierno de la democracia conquistada, se dirigió a quienes habían de superar las dos Españas con las palabras de otro hombre bueno, el poeta que las había denunciado: «Hombres de España: ni el pasado ha muerto/ni está el mañana –ni el ayer– escrito».

¿Escuchamos ahora voces de este calibre, cuya emoción nunca se perdió en la retórica del populismo o en la gesticulación limosnera de la demagogia? ¿Oímos aquel sobrio redoble de conciencia nacional, capaz de convocarnos en horas de riesgo, de esperanza y de acción? No; nada hay de ese lenguaje en los discursos de la crisis. Hemos rodado por una pendiente de desidia intelectual, de complaciente ignorancia, de feroz relativismo, de altanera deslealtad a nuestros principios. Se ha preferido el entretenimiento a la cultura, el placer al esfuerzo, la intensidad de momentos fugitivos a la tenacidad de una obra duradera. Y hemos acabado borrando el perfil de los valores en los que una nación necesita reconocerse ante el espejo de la civilización.

La derecha española habrá de construir su proyecto político mostrando su mejor solvencia para afrontar la crisis económica. Pero habrá de rescatar su identidad dando forma a una idea de España que recupere el aliento perdido porque los principios que han inspirado nuestra cultura se han dilapidado en tiempos de opulencia y nos han dejado indefensos en los de pobreza. Las ideas que se ha considerado inútil defender, los baluartes morales entregados sin lucha, deben volver a identificar a quienes, frente a sus impugnadores, se plantean no solo la salida de la crisis económica, sino también el principio de la regeneración nacional.

La libertad, el patriotismo, la defensa de la familia, la educación al servicio de la igualdad de oportunidades, la propiedad y el trabajo como responsabilidades sociales destinadas al bien común, el auxilio a los humildes y la lucha contra la marginación, la tolerancia frente a quien discrepa, la exigencia del respeto a la dignidad de cada persona, el valor irrenunciable del cristianismo en la formación de nuestra cultura. He aquí el espíritu de una civilización, los elementos sobre los que se levanta una personalidad colectiva. Antes que ejercicio de una voluntad, la soberanía nacional es una toma de conciencia, la fidelidad a unos principios.

En 1914, al presentar su nueva política contra la desmoralización y el cinismo, Ortega salió al paso de una nación que «no ejerce más función vital que la de soñar que vive». España no resolverá ni siquiera sus problemas financieros sin aceptar que los empellones de la devaluación moral y la desnacionalización han acompañado su entrada en el nuevo siglo. Dado que la izquierda suspendió clamorosamente este examen, y no parece dispuesta a adecentar su preparación, solo a la derecha corresponde devolver a España aquellos valores que permitan impulsar un gran acuerdo entre partidos nacionales, dotados de ideologías distintas pero unidos en una misma convicción patriótica. A esa derecha corresponde la tremenda exigencia de que la palabra España vuelva a pronunciarse con su sentido pleno. Porque hasta hace unos años, hasta el momento en que esta nación empezó a írsenos de las manos, huyó del ánimo y abandonó nuestra esperanza, nos faltó esa palabra. En el principio fue la nada. En el principio fue el silencio.



miércoles, 11 de julio de 2012

LA SENTENCIA DEL T.E.D.H. DE ESTRASBURGO A FAVOR DE ETA

Reproducimos aquí una columna publicada en El Confidencial por José Antonio Zarzalejos, sobre la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo.


"Desde ayer, la economía española está prácticamente intervenida. Pero la soberanía jurisdiccional de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo, no lo está. Tampoco el cuerpo de doctrina que forman las sentencias y resoluciones del Tribunal Constitucional como garante de la correcta interpretación de la Carta Magna. De tal manera que Inés del Río Prada, asesina etarra condenada a 3.000 años de cárcel por la comisión de 23 crímenes, no saldrá de prisión hasta el 17 de julio de 2017. De ningún modo debe hacerlo antes de esa fecha porque el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo haya dictado una desdichada sentencia que para el Estado español sólo tiene valor declarativo y, en su caso interpretativo, pero no revocatorio de las sentencias firmes de nuestros tribunales, como bien ha puntualizado reiteradamente el propio Tribunal Constitucional.

La potestad jurisdiccional prevista en el artículo 117 de la Constitución no se ha compartido mediante tratado internacional alguno -mecanismo previsto en el artículo 93 de la CE- y, por lo tanto, el de Estrasburgo es un tribunal internacional pero no supranacional y no forma parte de la pirámide jurisdiccional del Estado español. Este tema se ha debatido hasta la saciedad con un amplio y transversal consenso de catedráticos y magistrados.

No hay tratado para que los terroristas puedan ser liberados por tribunales internacionales cuando cumplen condena en España y bajo la responsabilidad de la administración de justicia y de las autoridades penitenciarias de nuestro país. O sea, no hay caso

Aunque la naturaleza no casacional de las resoluciones de Estrasburgo resolvería cualquier duda al respecto, debe añadirse que la sentencia ni siquiera es firme y cabe recurso de apelación a la Gran Sala. Un recurso que gozaría de muchísimas posibilidades de prosperar. No entraré en tecnicismos, pero la sección del Tribunal que se ha pronunciado contra la aplicación de la doctrina Parot comete el error de confundir una norma penal -evidentemente nunca retroactiva- con la jurisprudencia del Supremo sobre el cumplimiento de las penas que puede aplicarse en cualquier momento, como estableció el Constitucional español. El TC sólo admitió que la reinterpretación del cumplimiento de las penas no debía afectar a los presos que dispusieran del licenciamiento firme de su condena (3), pero no a los demás (30), de tal suerte que la doctrina Parot está vigente en España, diga lo que diga Estrasburgo.

Teniendo en cuenta que en España no hay condena perpetua -y sí la hay en varios países de la Unión Europea-, que es lo que merecería una delincuente que ha segado con alevosía la vida de 23 ciudadanos, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo debía habernos sugerido que la implantemos para estos grandes criminales en serie, en vez de ponerse estupendo con argumentos ramplones y perfectamente desmontables para enmendar la plana a la Audiencia Nacional, al Supremo y al Constitucional español. Es difícil encontrarse con una resolución de tan mala calidad técnica y expositiva como la dictada por el Tribunal de Estrasburgo (y aquí no escribe, permítanme la puntualización, el periodista, sino el abogado) que confunde norma con doctrina jurisprudencial, no tanto por incompetencia, cuanto por las muy diferentes y disímiles culturas jurídicas de los magistrados que componen la sección del organismo. De ahí que las resoluciones de este Tribunal sean con frecuencia tomadas por los distintos países a beneficio de inventario; en otras, resulten ininteligibles y no falten ocasiones en que parecen extravagantes.

La dictada a instancias de la reclamación de Inés del Río es indicativa de cómo los garantismos estéticos pueden conducir a la impunidad, total o parcial, y al distanciamiento de la opinión pública de los tribunales que no aplican la materialidad de la ley sino su mera formalidad. Pero nos ha sido muy útil la dichosa sentencia. Para comprobar que Amaiur se alegra de la resolución; para advertir que su portavoz -Mikel Errekondo- no condenó ayer el asesinato de Miguel Ángel Blanco; para reiterar que al PNV le va la equidistancia acomodaticia y para auscultar las muchas contradicciones de la izquierda que -desde el punto de vista cívico y ético- sólo tenía una obligación: apoyar al Gobierno cuando declaró, a través del ministro del Interior, que la etarra no sería excarcelada. Y no debe serlo hasta el 17 de julio de 2017. No hay tratado para que los terroristas puedan ser liberados por tribunales internacionales cuando cumplen condena en España y bajo la responsabilidad de la administración de justicia y de las autoridades penitenciarias de nuestro país. O sea, no hay caso".

Pero Zarzalejos olvida algunas cosas en este artículo, hemos llegado a este lugar por la desidia de nuestros políticos que miraban a otro lado tras los asesinatos, desprecio a las víctimas por ser militares o policías, entreguismo a los partidos nazi-onanistas para poder gobernar, traición a las víctimas como empleados públicos, antiespañolismo desbordante y cobardía personal e institucional de los partidos políticos españoles, de todos, porque ninguno planteó en su momento una reforma del Código Penal que permitiera mantener en prisión a los etarras, porque no reflejaron en un artículo del CP una doctrina similar a la "doctrina Parot".

Olvida que los socialistas presionaron al Tribunal Constitucional para que legalizara a los etarras, creando un clima político que ha sido favorable para llegar a esta sentencia.

Olvida que estamos en pleno proceso de reinserción de etarras asesinos, lo que favorece el clima político favorable a esta sentencia.

Y olvida.... olvida tantas cosas que da un poco rubor ver como levanta la voz en defensa de la dignidad de las víctimas y del sistema jurídico español, sin realizar simultáneamente una acusación a esta vergüenza de políticos que en desgracia tenemos en España.


El Código Penal franquista de 1973 permitía, efectivamente, redimir la pena mediante el trabajo realizado en prisión. Concretamente, un día por cada dos días trabajados (art. 100). Por otra parte señalaba que la duración máxima de la pena (por muchos crímenes que se hubieran cometido) no podía exceder de 30 años (art. 70). Los señores diputados de nuestra democracia mantuvieron el mismo régimen sin modificar ni una coma durante más de treinta años, hasta el famoso Código Penal de la Democracia de 1995, que suprime la reducción de la pena por trabajo, pero que lógicamente no podía resolver la situación de forma retroactiva. La mala pata es que esta terrorista cometió sus innumerables crímenes en el breve interregno. Mientras tanto, el TS había considerando que la reducción por trabajo se aplicaba a la pena máxima de treinta años, que se entendía como una nueva pena a los efectos de la aplicación de los beneficios penitenciarios (STS de 8 de marzo de 1994, en base al RD 1201/1981), y así se había venido aplicando sin fisuras en multitud de casos con anterioridad a esa sentencia y, lógicamente, tras ella.

Mientras se mantenía este régimen penitenciario, que ahora se considera tan liviano y escandaloso, y se rechazaban las reclamaciones para endurecer las penas a los terroristas como demagógicas, los gobiernos de turno de la UCD y del PSOE se implicaban en una guerra sucia contra ETA por el que les aplicaban la pena de muerte sin reforma legal ni juicio previo. Esa actitud es exactamente lo que esconde este caso, evitar la responsabilidad política que implica actuar conforme a las reglas del Estado de Derecho si se puede arreglar el asunto de otro modo menos comprometido. El problema es que, si bien mientras todo eso quedaba en casa, donde las reglas están contaminadas, no pasaba casi nada, cuando sales fuera y te sometes al juicio de uno que se las cree de verdad, te dan para el pelo.

Cuando después de muchas horas de esforzado trabajo resultó que esos terroristas habían redimido un montón de días y que estaban a punto de salir a la calle sin llegar a ver cumplidos ni veinte años de prisión, pese a toda la sangre derramada, saltaron las alarmas en la opinión pública. Así que, primero el TS (STS 28-2-2006), variando su doctrina anterior, y luego el TC (STC 69/2012, entre otras) preocupándose más por la política que por el Derecho, como desgraciadamente suele ser aquí habitual, quisieron evitar ese escándalo del que la clase política española era la única responsable, e hicieron una interpretación forzada de las normas con la finalidad de evitarlo. El recurso buscado era muy sencillo: deducir los días por horas trabajadas no de la condena máxima efectiva (los treinta años) que en realidad es un máximo de cumplimiento y no una nueva pena, sino de cada una de las penas a medida que se vayan cumpliendo. En fin, que si lo hubiera sabido el etarra (condenada a tres mil años de cárcel) hubiera que tenido que quitarle muchas más horas al sueño para aspirar a salir en ese momento.

Al Tribunal de Derechos Humanos no le ha costado mucho demoler esta tesis. En primer lugar el Tribunal señala que esa nueva doctrina sentada en la sentencia del TS de 2006 contradice radicalmente la que había mantenido en su precedente de 1994, fundamentada en base al art. 59 del Reglamento General Penitenciario de 1981, reiterada con posterioridad a la entrada en vigor del CP de 1995 en otras (que consideraban también la pena máxima como una nueva pena) y que había sido mantenida sin fisuras por los tribunales de instancia. Recuerda también que el art. 7 de la Convención no sólo consagra el principio de irretroactividad, sino también de legalidad, que implica que la infracción y su sanción debe quedar perfectamente definida por la ley, lo que engloba su interpretación jurisprudencial. 


En consecuencia, en el momento en el que se cometieron los delitos, y también en el momento en que se decidió la acumulación de las penas, el Derecho aplicable, incluida su interpretación jurisprudencial, estaba formulado con suficiente precisión como para que la condenada pudiese hacerse una idea razonable de la pena impuesta y de las modalidades de su ejecución (par. 55). El cambio de criterio convierte en inoperantes todos los beneficios acumulados por trabajo durante esos años, por lo que no puede considerarse que afecte meramente a las modalidades de ejecución de la pena, sino a la pena misma, en cuanto supone añadir nueve años de prisión a los ya cumplidos (par. 59). Es obvio que la irretroactividad de la ley penal no lo permite. Todo ello al margen de que la nueva doctrina deja completamente sin sentido la reducción de penas por trabajo previstas en el denostado CP de 1973 (par. 60). La sentencia puede ser recurrida pero las posibilidades de éxito parecen escasas.



jueves, 25 de noviembre de 2010

OTRA DE PATRIOTISMO POLÍTICO

Después de las llamadas al patriotismo realizadas por el gobierno socialistas de Zapatero, ayer se publicaron varios artículos en la prensa nacional respaldando las declaraciones de los dirigentes del PSOE.

En El Confidencial encontramos dos "opinadores" que defienden posiciones opuestas. El plumilla pesebrero Antonio Casado exige a la oposición sentido común, no patriotismo, pero por supuesto no realiza en su columna ni una crítica al gobierno que dirige la política económica de este país. Ya señalábamos ayer el editorial de El País en el que pedía nuevamente responsabilidad al PP en sus ámbitos territoriales de competencia, sin pedírselo igualmente al PSOE en los suyos.

En el otro lado se situaba JA Zarzalejos en El Confidencial, que traía a colación varios párrafos del informe de la Fundación Everis y recordaba al Gobierno sus responsabilidades.

El último pronunciamiento sobre el patriotismo del Gobierno y de la oposición política la ha realizado el ex Presidente Aznar. Dice Aznar sobre el patriotismo que
"sólo se puede invocar si se está dispuesto a ejercerlo, igual que la confianza no se puede pedir, hay que merecerla"...."Patriotismo es mantener el espíritu de la Transición; patriotismo es cultivar lo que nos une y no exarcebar lo que nos separa; patriotismo es confianza en los esfuerzos que los españoles estamos dispuestos a hacer si se nos piden con sinceridad y con ejemplaridad".... "es reconocer errores y rectificarlos, no hacer pasar esos errores por mentiras piadosas ni tampoco el refugio para ocultar los daños que está causando al país".... "hoy es tiempo de patriotismo, lo que significa hablar de esfuerzo, unidad, integración, coraje, responsabilidad y de pensar en el interés de los españoles, especialmente de aquellos que más lo necesitan"....
Pues por muy odiado que sea el Sr Aznar por parte de la izquierda española, hay que reconocer en estas palabras un gran sentido común, ese que Antonio Casado reclama al PP.