miércoles, 23 de diciembre de 2015

JULIÁN ROMERO, EL TEMIDO CAPITÁN DE LOS TERCIOS


Cuando murió tenía 59 años, había perdido un ojo, una pierna y un brazo, tres hermanos y un hijo en combate. Al embalsamarlo hallaron que tenía el corazón sumamente grande y con pelo.

No existía en su tiempo otro medio más democrático de ascender en la escala social que el ejército castellano. Hasta que la corrupción terminó por quebrar el sistema en el siglo XVII, los Tercios de Flandes permitían una oportunidad en igualdad de condiciones para voluntarios, nobles, hidalgos o campesinos. Natural de Torrejoncillo del Rey (Cuenca), Julián Romero de Ibarrola se lanzó en 1534 –el año en el que Carlos V reorganizó las coronelías para crear los tercios– a la captura de esa oportunidad.

Con dieciséis años, Julián ingresó en los tercios como mochilero y mozo de tambor. En el entonces manso Flandes, que años después se convertiría en un fango de turbulencias, el castellano sirvió en los ejércitos de Carlos V hasta el año 1543. Por entonces, ya convertido en capitán, Julián Romero acudió a Inglaterra en condición de mercenario del monarca Enrique VIII Tudor, cuya alianza con España se mantenía aún impertérrita. En las islas inglesas, el capitán castellano participó en la célebre batalla de Pinkie. La contienda es hoy en día recordada por ser la última batalla campal entre escoceses e ingleses y, quizá, la primera moderna en suelo británico. La derrota escocesa fue de entidad: casi 15.000 muertos y 2.000 prisioneros. Sobre los méritos del Romero debieron ser elevados, puesto que Enrique VIII le ascendió con presteza: de maestre de campo a sir y banneret. Lejanas sonaban entonces las miserias en Torrejoncillo del Rey para un caballero inglés con vasallos bajo su bandera («knight having vassals under his banner»).
Julián Romero no podía continuar al servicio de la casa Tudor, cuya escisión con la Iglesia de Roma cada vez resultaba más honda. Al fin y al cabo, el castellano solo había acudido a Inglaterra por orden de su verdadero monarca, Carlos V. Tras más de una década al servicio de los intereses ingleses –lo cual sería de provecho, ante su conocimiento de la lengua y la cultura, para planear ataques contra la pérfida Isabel I–, Julián Romero fue recibido con los brazos abiertos en España. Felipe II, inmerso en otro episodio de las guerras contra Francia, le designó maestro de campo y caballero de Santiago.
 
No era Felipe II, ni mucho menos, de aquellos que dieran algo sin esperar recibir el doble a cambio. Julián Romero se situó a la cabeza de la infantería española e italiana, que, alineada en el centro, venció a los franceses en San Quintín. Pocos años después, en Gravelinas, otra derrota francesa, Romero lideró a los arcabuceros españoles en su empeño por rebajar a la altura del betún la moral francesa. Durante un periodo estuvo preso de los franceses, lo cual no le impidió batirse en duelo en Fontainebleau con un caballero español al servicio de Francia, al que acusó de traidor.

En 1563, el Gran Duque de Alba convocó a lo más granado de las tropas y oficiales españoles para ahogar la rebelión de Flandes; y allí acudió Julián Romero como Sargento Mayor General de los 1.500 soldados del Tercio de Sicilia. Flandes, convertido en un lodazal para los intereses hispanos, fue un laberinto de glorias y derrotas para muchos de aquellos capitanes. Pese a que el Duque de Alba desinfló sin dificultad las aspiraciones militares del principal líder de la rebelión, Guillermo de Orange, el castellano fue incapaz de comprender la situación política del país y, ante la ausencia de Felipe II –que había anunciado su llegada una vez terminada la represión–, el veterano general sumergió el conflicto en un punto de no retorno.

Del descrédito militar de la familia Orange participó, con gran empeño, Julián Romero en la batalla de Jemmingen. La frontera alemana con los Países Bajos fue testigo de una guerra de desgaste entre el Duque y Luis de Nassau –hermano de Guillermo de Orange– que, en contra de la intención del castellano, terminó en un choque frontal. Luis de Nassau, junto a un ejercito de 12.000 hombres, cometió el error de encerrarse en una península entre los ríos Ems y Dollar. Su escasa ventaja era que controlaba un puente de amplia senda que le brindaba la posibilidad de una retirada limpia. Pero cuando los españoles cargaron contra los rebeldes, poco pudo hacer Nassau mas que ordenar la destrucción del puente. No en vano, la sorpresa llegó cuando los españoles se abalanzaron a través del armazón en llamas con las barbas y ropajes en ascuas.

Tras reconstruir el puente, el Duque de Alba ordenó avanzar al resto de tropas. El enemigo quedó acorralado cerca de la localidad de Jemmingen. A falta del grueso del ejercito, los maestres de campo Julián Romero y Sancho de Londoño se dirigieron, con los Tercios de Sicilia y el de Lombardía, respectivamente, hacia la vanguardia enemiga. Las tropas de Nassau frenaron por varias veces las acometidas de los tercios de Romero y Londoño. Incluso se atrevieron a contraatacar. Julián Romero pidió refuerzos
al Duque de Alba al verse superado en tres ocasiones, quien negó las tres veces como San Pedro. Cuando los españoles comenzaron a retroceder y el ejercito rebelde reveló su grueso, el Duque de Alba ejecutó su auténtico plan y precipitó todo el ejército sobre los rebeldes con un desenlace de 7.000 bajas entre las tropas de Nassau. Una carnicería.
 
No era el marinero que se necesitaba en el norte

El sustituto del Duque de Alba, Luis de Requesens –lugarteniente de Don Juan de Austria en la batalla de Lepanto– no gozaba del talento militar de su predecesor, uno de los grandes generales de su tiempo, pero la debilidad de la hacienda real obligaba a buscar una solución pacífica a la rebelión local contra su soberano, el Rey Felipe II. Así, antes de partir para Bruselas, el nuevo gobernador publicó una amnistía general, la abolición del Tribunal de Tumultos, símbolo de la represión española y la derogación del impuesto de las alcabalas. No obstante, el cambio de estrategia de la Monarquía hispánica fue interpretado entre las filas rebeldes como un síntoma de flaqueza y, a finales del otoño de 1573, Requesens tuvo que recurrir nuevamente a las armas para imponer su autoridad.

En el mapa militar heredado del Gran Duque de Alba, aunque se mantenía bajo control la mayor parte de Flandes, se habían perdido las ciudades norteñas en la zona de Holanda y de Zelanda. En febrero de 1574 se extravió el importante puerto de Middelburg, lo cual obligó a Requesens a redoblar los esfuerzos navales, pero sin obtener apenas resultados.
 
Requesens reunió una precaria flota para auxiliar dos lejanas guarniciones (Ramua y Middlegurgo) en la provincia de Zelanda, que era una de las más hostiles a la autoridad real. Julián Romero partió al mando de 62 navíos de guerra, cuya estabilidad era como poco cuestionable. La flota rebelde, mayor en número y calidad, desarmó la escuadra española al primer encuentro. Tras resistir el ataque simultaneo de cuatro navíos, Julián Romero y diez soldados se echaron al agua. Al llegar a la orilla donde se situaba Requesens, el maestre de campo se dirigió al comendador de Castilla en palabras gruesas: «Vuestra excelencia bien sabía que yo no era marinero, sino infante; no me entregue más armadas, porque si ciento me diese, es de temer que las pierda todas». El Imperio español no tenía una flota adaptada a las características de las costas del norte de Europa y su auténtico poder manaba de la superioridad de su infantería, los Tercios Castellanos.

Por orden del general catalán, otro ilustre oficial, Sancho Dávila, hizo valer esa superioridad de los Tercios en la batalla de Mook, que tuvo lugar en el valle del Mosa. Allí perecieron dos hermanos de Guillermo de Orange, pero se obtuvieron pocas ventajas militares a consecuencia de lo que ocurrió tras la batalla. Cuando las tropas españolas avanzaban hacia Zelanda, se extendió un motín generalizado entre los ejércitos hispánicos por el retraso en las pagas de la soldada. El 1 de septiembre de 1575, Felipe II declaró la suspensión de pagos de los intereses de la deuda pública de Castilla y la financiación del Ejército de Flandes quedó en punto muerto. 

Sin fondos, sin tropas, y cercado por el enemigo, que contraatacó al oler la sangre, Luis de Requesens trató de cerrar un pacto con las provincias católicas durante el tiempo que su salud se lo permitió. Enfermizo desde que era un niño, el catalán falleció en Bruselas el 5 de marzo de 1576, a causa posiblemente de la peste, dejando por primera vez inacabada una tarea que le había encomendado su Rey y amigo Felipe II.

El fallido regreso del castellano de Flandes

La rapidez con la que se propagó la enfermedad imposibilitó que el Comendador de Castilla pudiera dejar orden de su sucesión. Fue el conde de Mansfeld quien se hizo cargo temporalmente del mando del disperso ejército de 86.000 hombres, que llevaban más de dos años y medio sin cobrar. Sancho Dávila, junto a otros veteranos capitanes como Julián Romero, Mondragón, Bernardino de Mendoza y Hernando de Toledo, trataron sin éxito de convencer a los amotinados para permanecer unidos ante el enemigo común: los rebeldes, que aprovecharon las disensiones para medrar terreno. En noviembre de 1576, Sir Romero fue uno de los que acudió a Amberes, acompañado de 600 soldados, para defender a las tropas españolas acorraladas por los rebeldes. Por desgracia, el rescate devino en masacre, en lo que ha venido a conocerse como el saqueo de Amberes.

La imagen dada por los españoles en Amberes convenció a católicos y calvinistas de la necesidad de expulsar al invasor. Pero no iban a tardar en darse cuenta de que el problema iba más allá de una invasión extranjera, en realidad, era una guerra civil que daría forma a lo que hoy son los territorios de Bélgica, Luxemburgo y Holanda. Tras el fracaso del Edicto Perpetuo que había obligaba a las tropas españolas a abandonar Flandes, Don Juan de Austria –remplazo del fallecido Requesens– reclamó, una vez más, la vuelta de los españoles en 1577. 

Julián Romero, de 59 años, falto de un brazo, una pierna y un ojo –perdido durante el asedio a Haarlem–, falleció mientras adiestraba a jóvenes soldados en Italia a la espera de su nueva aventura en Flandes. Al embalsamarlo hallaron que tenía el corazón sumamente grande y con pelo.

En los últimos años de vida, sus mayores ambiciones fueron regresar a España, donde llevaba nueve años ausente, y la concesión de una castellanía –gobernador de una fortaleza–. Felipe II no saldó su gran deseo, pero si convino cederle la castellanía de Hedín en Flandes. Difícilmente los sueños de aquel humilde mozo de Torrejoncillo del Rey sopesaron algún día convertirse en sir inglés o en castellano de una hostil tierra llamada Flandes.


ABC


Julián Romero, un español que repartió a diestro y siniestro

Una segunda historia

Fue el primer compatriota que llegó a Maestre de Campo de los Tercios proviniendo de una familia humilde

Su nombre a fuer que no tiene entre nosotros el áurea mítica y hercúlea de otros como Cabeza de Vaca, Alvarfáñez, Francisco de Aldana, Alonso de Contreras, Rodrigo Díaz de Vivar, Garcilaso de la Vega, Luis de Recassens, Alejandro Farnesio, Álvaro de Bazán, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, apellidos y nombres legendarios y heroicos de la sacra Historia de Nuestra Nación.

Pero Julián Romero de Ibarrola los tenía tan bien puestos como ellos. Además, lo suyo, si hemos de ser sinceros como no siempre lo es la Historia, tiene áun más mérito, pues sin provenir de herencias ni de familia con posibles y una retahíla de títulos nobiliarios supo auparse a las cumbres de nuestro Olimpo de tipos batalladores y reparteestopas. Ítem más, en aquellos tiempos de los primerísmos Tercios, debutantes en la carnicería y la escabechina, él tuvo el honor de llegar a ser Maestre de Campo, viniendo como venía de una familia modesta, afincada en la villa conquense de Huélamo, según parece, donde nuestro bravísimo soldado nació en 1518, sin que se tengan datos exactos de la fecha, aunque eso ahora no ha de importarnos en demasía, que más nos importan las gónadas inmensas que mostró y demostró ante los herejes protestantes en mil y una batallas.

Y suerte tuvo el Turco de que don Julián, ya algo mayorcete en 1571 no se pasara por Lepanto a darles una buena puñada. A los dieciséis añetes (a esa hora, entonces ya se era casi un hombretón) se alistó (para salir del hambre) en los recién fundados Tercios, como tamborilero y ayudando con la impedimenta, los pertrechos y el rancho como mochilero.

En 1545, ya como oficial (sargento mayor, se decía entonces) se comporta como un héroe en la batalla de Pinkius, combatiendo bravamente con los ingleses en contra de los escoceses y el rey lo nombra Sir, como a Paul McCartney. Cuando Enrique VIII se convierte al protestantismo, Don Julián, que ya se ha dicho que no se andaba con tonterías, vuelve a Flandes, diciendo (y con razón) que no quería servir a herejes.

Ya reinaba Felipe II , mejor que mejor para el bravo de Romero, que se convierte en uno de sus adalides, en batallas como la de Gemmingen (aquí le puso la cara bonita a los holandesesa arcabuzazo limpio) y San Quintin, y a la postre Su Majestad Católica le nombra Maestre de Campo (lo más de lo más en aquella época) y Caballero de la Orden de Santiago. En Gravelinas también repartió a diestro y siniestro entre los franchutes y tres años después, sitiado en Dinant, los galos lo engañan de mala manera con añagazas y lo hacen prisionero. Es encarcelado en Fointeneblau, pero la cosa no fue muy grave.

De muy mala manera
De modo y manera que en 1565, Felipe le manda a Sicilia de mala manera, poniéndole de segundón, pero el terrorífico Duque de Alba (terrible para los apóstatas, no para la causa católica, claro) lo aposenta entre los suyos que se aprestan a partir desde la isla italiana (entonces en poder español) camino de los rebeldes Países Bajos. Lo harán a través del mítico Camino Español, un prodigio de ingeniería militar, gracias al cual nuestros hombres podían partir desde los puertos del Mare Nostrum y llegar hasta el norte de Europa sin dar toda la vuelta a la Península Ibérica. Romero fue de los primeros en transitarlo y aquella gesta es recordada con mayor gloria aún que la del paso de de los Alpes por Aníbal y sus elefantes en pos del saco de Roma.

Encantado con él
El duque de Alba está encantado con él y por eso se inventa un altísimo cargo para él, para Romero: Sargento Mayor General del Ejército, y nuestro hombre, Romero, se lo devuelve con creces. Pierde un brazo de un arcabuzazo en el asedio de Mons, participa en la cruenta toma de Haarlem, donde pierde un ojo, y cuando las tropas españolas de Utrecht se amotinan porque no les avituallan ni les proveen de sus soldadas Julián Romero media en el asunto y consigue que nuestros veteranos se apacigüen… y cobren. Su siguiente empresa tampoco es baladí: el asedio y saqueo de Amberes, donde los nuestros se fueron un poco de las manos.

Mayor, cansado de haberlo dado todo por la Fe, el Rey y España (incluido un brazo y un ojo y más de media vida), nuestro hombre, Julián Romero quiere volver a España. Pero Felipe II pasa de él (algo habitual y normal en las malas, malísimas costumbres de Su Majestad Católica hacia los que lo dieron todo por él) y don Julián muere en la ciudad italiana de Cremona a los 59 años, una vida longeva para un fiero soldado.

A lo largo de los siglos, pocos, muy pocos se acordaron de Romero a pesar de su gloria conquistada (y no es una frase hecha) con sangre sudor y lágrimas, salvo El Greco que lo retrató a finales del siglo XVI (el cuadro están en el Prado) y el poeta Diego Jiménez de Ayllón, que le rindió lírica pleitesía en un hermoso soneto:

Temido vuestro brazo fue y espada

en estas partes y ánimo extremado

y en tierra y mar habéis siempre cursado

vuestra virtud con gloria sublimada.

De Marte a vos tal gracia fue otorgada

con que venciste campo tan nombrado

y habéis contra el de Orange muestra dado

de veros con sus gentes en jornada.

Digno de la corona preeminente

sois que la excelsa Roma concedía

a aquel que procuraba señalarse.

Con premio muy mayor cosa decente

por vuestro valor grande y valentía

pues pueden con vos pocos igualarse.

Gloria, pues, a don Julián Romero, Maestre de Campo de los Tercios Españoles

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