domingo, 30 de diciembre de 2018

CÓDIGOS CULTURALES

El pasado 21 de noviembre la Sala de lo Criminal en el juzgado de Coutances (La Mancha) absolvió a un inmigrante musulmán de Bangla Desh del delito de violación por «no tener el acusado los códigos culturales» necesarios y pese a haber sido condenado a dos años de prisión por otra infracción similar acaecida en 2015. El tribunal suspende provisionalmente esta última condena y le pone en libertad.

El personaje, al parecer, es un portento: durante el interrogatorio en la comisaría de Saint Lô hubo de colocarse un agente entre él y la traductora porque intentaba palparle los glúteos, dicho sea finamente. El tribunal atendió los argumentos de la defensa: carencia de los códigos culturales franceses que, irremisiblemente, enviarían a un nacional a la cárcel por el mismo delito; visión la del inmigrante que justificaría su mal concepto moral sobre las francesas y por consiguiente los actos que pueda cometer, con vía libre para correr Francia adelante sin más «códigos culturales» que los suyos. Bingo.

Desconozco si a estas alturas se mantiene en el país vecino la obligación que va de soi y ni siquiera requiere de normativa escrita, de que la gente acredite su personalidad cuando es preciso, otro de los puntos de fricción con musulmanes, que pretenden quedar, en Europa, al margen de las leyes y obligaciones de todos, con un estatuto legal distinto, su objetivo último. Es decir, no sé si podría repetirse el caso de una pareja que -en Limoges, ABC, 14.02.06- decidió renunciar a su boda ante la exigencia del funcionario municipal de que la novia demostrase ser quien decía, descubriendo su rostro, lo que bien mirado no es gran cosa. Y con feroz bronca e improperios de los familiares, quienes alegaban «atentado contra su intimidad». 

Multiculturalismo en estado puro, bien alentado, azuzado y nutrido por oenegés de esto y aquello, subvencionadas o no, inconscientes o despectivas ante el daño que originan a los derechos individuales, a la igualdad jurídica de todos los ciudadanos y aun a la misma libertad. Ignoro si en Francia, aun de manera esporádica, pueden suceder casos semejantes, pero lo de Coutances eriza los vellos. Sí sé que la pañoleta de las niñas se prohibió en las escuelas, como era de razón, y no pasó nada, mientras en España coló en toda la línea y ahí sigue (inolvidable la intervención del Sr. R. Gallardón, en El Escorial: después plañen porque no les votamos, qué risa). Y también conozco dos casos concretos en que la musulmana (si es que era mujer y pertenecía a esa religión) actuó sin oposición alguna ante el escapismo y cobardía de las supuestas autoridades españolas (universitaria en un caso; gran preboste autonómico en otro), con triunfo total de sus códigos culturales, del multiculturalismo y la diferenciación confesional.

Obviamente, el caso del violador de Normandía ha pasado desapercibido en las páginas del periódico regional La Mancha Libre y sin que las feministas y Femen de por allá acudan a las mezquitas a organizar sus habituales aquelarres de mal gusto que, por supuesto, condenaríamos. Es la misma arbitrariedad oportunista que por acá padecemos: petición callejera de agravamiento implacable de las penas contra los cretinos bestiales de La Manada y silencio absoluto frente a casos infinitamente más brutales y sangrientos. Sólo citaré uno: la violación y asesinato -horrendo- de Sandra Palo, que sólo mereció fotos con su destrozada madre de políticos que prometían reformar la Ley del Menor para impedir impunidades, del Código Penal, de la ley de Enjuiciamiento Criminal, meses antes de no hacer absolutamente nada una vez ganadas las elecciones; y si el silencio de las feministas progres se rompía (poco) era para concluir, buenistas, que «el criminal es una víctima de la sociedad», o «execra el delito y compadece al delincuente», con ojos en blanco y fervorosa memoria de Benedetto Croce. Ya ves tú. ¿Qué código cultural específico estaban aplicando las feministas de izquierda a los asesinos de Sandra Palo y cuál endosan a los cretinos bestiales de La Manada?

Pero la confrontación de «códigos culturales» otras veces adopta un cariz menos trágico, más risible, como la penúltima ocurrencia de los animalistas -como buenos progres, obsesionados con meter mano al idioma: creen que cambiando las palabras modificarán los objetos y los actos- de sustituir el tiro de los dos pájaros con la gazmoña cursilada de «Alimentar a dos volátiles con un mismo panecillo» (para que dijeran, en tiempos, de las famosas Ursulinas) y sin caer en la cuenta de que están atentando contra el lenguaje «inclusivo»: se olvidan de pormenorizar «un pájaro y una pájara», con perdón. Y conste que de la melonada de la «escritura inclusiva» tampoco se libran los vecinos transpirenaicos, con intervención del mismo Gobierno francés ante el volumen de bobadas, algo impensable en la España actual. La resistencia de la lógica lingüística es tan fuerte que no han conseguido imponer sus genialidades, ni aquí ni allá, pero sí consiguen enturbiar la convivencia creando problemas artificiales que nada remedian de las dificultades y conflictos de las mujeres (y de los hombres).

En otras ocasiones, nuestros códigos culturales, en manos de acomplejados más bien ignorantes, se disfrazan con eufemismos. Se interioriza el terror a decir «negro», sustituido por «subsahariano», con lo cual los negros de América se quedan sin gentilicio. Como sucede con «moro». En uno de mis primeros viajes a Cuba me ocurrió algo que me curó por completo de seguir enmascarando la palabra con «de color». Dando una clase en la Universidad de La Habana, hablé de «una persona de color», a lo que un negro sentado en primera fila me interrumpió con la pregunta «¿De qué color?». El hombre tenía razón al rechazar todo el paternalismo, los complejos y la cobardía de nuestro mundo occidental, convencido de que con palmaditas en el hombro se arreglan los conflictos de siglos. Desde entonces -y van veinticinco años- no he vuelto a usar tan tontorrona expresión, con gran alboroto del gallinero patrio cuando he llamado, en público, negros a los negros y moros a los moros. Para mí la cosa está clara: el matiz peyorativo lo trae la circunstancia en que se produce y la intención, visible, de los hablantes o -y esto es más delicuescente- de los oyentes. Y dado que en España se vuelven a perseguir los delitos de opinión (sólo de un lado: ultraizquierdistas y separatistas no más ejercen su derecho a la libertad de expresión), andémonos con ojo tan sólo por hablar en español.

De Colbert, Pierre Loti, Gobineau -odiosos colonialistas y más nada- hablaremos otro día, bien entreverados con sus malvados compadres Colón, Fr. Junípero Serra, Vitoria, Vasco de Quiroga, Elcano, Orellana o Juan de la Cosa, condenados todos a quedarse sin calle ni nombre en institución alguna. Todo sea por los salvíficos códigos culturales nuevos.

Serafín Fanjul es miembro de la Real Academia de Historia.

Nota: la anécdota acerca de la absolución de un inmigrante por «no tener el acusado los códigos culturales» necesarios fue publicada en varios medios de comunicación franceses que la dieron por buena. Sin embargo, parece ser que se trata de una noticia falsa. En todo caso, esa posible falsedad no limita la realidad de la estulticia, porque hay miles de casos de comportamientos carentes de sentido común.

LA FÁBULA DEL ESCORPIÓN Y LA RANA

Hastiado de las imágenes de la kale borroka catalana que nos ofrecen los telediarios, zapeé a la serie The Good Wife para escapar de la triste realidad nacional en los acogedores brazos de Julianna Margulies. Era el episodio en que su personaje, Alicia Florrick, le cuenta a su colega y rival Cary Agos la fábula del escorpión y la rana.

Un escorpión le pide a una rana que le ayude a cruzar el río. «No temas mi picadura -la tranquiliza-: si te picara los dos moriríamos, tú del veneno y yo ahogado». La rana se deja convencer, pero cuando van por medio de la corriente, el alacrán le clava su aguijón. «¿Por qué lo has hecho? -protesta la ranita-. Ahora moriremos los dos». «No lo he podido evitar -se excusa el arácnido-: está en mi naturaleza».

La fábula me restituyó a los pesares de la política nacional: el escorpión separatista inyecta su veneno al Estado sin pensar que esa aniquilación de España a la que aspira causará, también, su muerte porque lo conducirá a una inevitable asfixia económica (especialmente porque, si prolongamos la parábola animal, antes de convertirse en alacrán ha venido siendo huésped, como denominan los naturalistas a los animales que prosperan en privilegiada relación con otro superior, el hospedante, en este caso España, la que durante siglos ha beneficiado a esas regiones, ahora rebeldes, con aranceles y otras ventajas fiscales).

¿Cómo hemos llegado a esto?

Hagamos memoria: los padres de la Patria que diseñaron la ley electoral consintieron que favoreciera a los partidos separatistas (los del electorado concentrado en alguna región), sin pensar que les estaban cediendo la llave de la política nacional. Desde que nuestra democracia existe, los partidos separatistas han condicionado la política española con ese puñadito de votos capaces de alterar la balanza del poder cuando éste andaba dudoso entre el PSOE y el PP. Con las izquierdas y con las derechas han chalaneado extirpando al Estado amplias parcelas de poder.

Hoy los nacionalistas vascos están relativamente aplacados, dado que disfrutan de exenciones fiscales desconocidas en cualquier otra región europea (Concierto Económico Vasco y Convenio Navarro). Esa situación de privilegio fue precisamente la causa de las presentes calamidades: concitó la envidia del presidente Artur Mas (antes Arturo) que reclamó esas ventajas también para Cataluña. Cuando Rajoy se negó, alegando, muy razonablemente, que no era el momento, en plena crisis, el presidente Mas, con la rabieta del niño malcriado que era (alentado por el padrino Pujol) prendió la llama de ese devastador incendio que ahora escapa al control de sus pirómanos y amenaza la convivencia nacional y la propia existencia de España.

Los partidos emergentes llevan en su programa la reformulación de la ley electoral para evitar que los votos separatistas influyan desproporcionadamente en el gobierno de la nación. Los partidos tradicionales (PSOE y PP) no acaban de aceptarlo porque la actual ley electoral los favorece (en realidad favorece el bipartidismo, al perjudicar al tercer partido haciendo que sus posibles votantes emigren hacia ellos en busca del voto útil).

Sería un loable acto patriótico que estos dos partidos de toda la vida, o lo que va quedando de ellos, se sumaran a la iniciativa de los emergentes y, por una vez, aparcaran sus intereses inmediatos (perpetuarse en el poder) para servir a los intereses de la Nación con una ley electoral que impida estos abusos.

Podríamos añadir en nuestra lista de peticiones a los Reyes Magos que los ciudadanos elijan directamente a sus representantes, para evitar el concurso de impresentables como el diputado Rufián quien «con un nivel de formación muy mejorable y una experiencia política de la solidez del chamizo de un melonero» (Álvaro Martínez dixit) accedió al Parlamento desde las listas del paro.

Al propio tiempo, y en la misma tacada, podríamos solicitarles la supresión de las diecisiete autonomías artificialmente creadas para disimular el agravio comparativo de que las regiones pretendidamente «históricas» (País Vasco, Cataluña y Galicia) recuperaran los estatutos que disfrutaron con la malhadada Segunda República.

Nos está saliendo muy cara la chapuza que determinó la desmembración de España en diecisiete reinos de taifas, cada uno con su gobierno, su parlamento, sus instituciones y sus improvisadas señas de identidad, lo que produjo una clase política parasitaria cuyo trabajo consiste en entorpecer la vida del ciudadano productivo.

Si no se pudieran suprimir las autonomías, al menos podríamos devolver al Estado central tres competencias fundamentales que nunca debieron desgajarse de él: educación, sanidad y policía, especialmente la primera en vista de que las autonomías «históricas» instalan programas de adoctrinamiento separatista en los tiernos cerebros escolares y les inculcan mitos nacionalistas y odio a España con unos procedimientos pedagógicos similares a los que encumbraron a los fascismos históricos de los años treinta del pasado siglo.

Torcuato Fernández-Miranda, el político que inspiró la Transición y después de ejercer un poder omnímodo entre bambalinas, mientras servía al Estado, tuvo la decencia de morir pobre, dejó dicho: «La fórmula autonómica es una gravísima irresponsabilidad que no solo podrá despertar y acelerar el riesgo separatista, sino que las comunidades y regiones no sesgadas por la choza nacionalista, podrán llegar a contaminarse de los mismos males y transformarse en franquicias de poder federal o casi (…), con el regreso a un caciquismo de amargo recuerdo». Como a la Casandra que advirtió la ruina de Troya, nadie le hizo el menor caso.

En parecidos términos se expresó Tarradellas (hoy fugazmente recordado porque Sánchez le ha puesto su nombre al aeropuerto de Barcelona): «El sistema autonómico se ha desmadrado (…). Hace años que dije que diecisiete autonomías, diecisiete parlamentos, diecisiete policías… esto es Jauja, eso no puede funcionar bien».

¡Clarividente Tarradellas!, el mismo que preguntado en 1980 sobre su posible sucesor respondió: «Yo de enanos y corruptos no hablo».

Gozaba el molt honorable de una notable clarividencia. Cuando dijo que en política es pot fer tot, menys el ridícul («En política se puede hacer todo, menos el ridículo»), ¿no nos anticipaba los gobiernos de Joaquín Torra y de Pedro Sánchez?

Domingo, 30/Dic/2018 Juan Eslava Galán ABC

sábado, 29 de diciembre de 2018

EL MUNDO MEJORA, AUNQUE CASI NADIE LO CREA

Frente al pesimismo populista y neomarxista, pensadores liberales recuerdan que la humanidad vive cada vez mejor y defienden el valor creativo del optimismo

Mi madre, de 81 años, es una mujer inteligente y vivaracha, pero sin un talante filosófico o especialmente reflexivo. En su primera veintena se casó con mi padre, tres años mayor que ella. Por entonces, él era patrón de pesca y cuando pasaron por el altar ya había naufragado en un barco de madera en el duro caladero irlandés de Gran Sol. Sobrevivió bailando en olas, atado a un tablero junto a los tripulantes bajo su mando, todos ya al borde de la hipotermia. El paso casual de otro pesquero coruñés, «El Espenuca», los salvó en el límite. Solo esa casualidad hace que pueda estar escribiendo este texto. Entre 1964 y 1968 mis padres tuvieron a sus tres hijos y él siguió yendo al mar durante toda nuestra infancia. Ahora, en su madurez, mi madre me sorprendió días atrás con una reflexión sobre aquella etapa de su vida: «El trabajo de vuestro padre era peligroso, se lo podía llevar un golpe de mar en cualquier momento, y teníamos tres niños pequeños. Pero nunca estuve preocupada. Siempre confié en que todo saldría bien. No tenía miedo». Ella es una exponente anónima de una generación de españoles que está desapareciendo, poseedora de lo que los anglosajones denominan grit, una extraordinaria capacidad de resistencia y determinación, que les permitió progresar en la vida.

El economista californiano Todd G. Buchholz, formado en Harvard y Cambridge, ha sido director de la oficina económica de la Casa Blanca. Es hombre de múltiples intereses (hasta ha producido un exitoso musical, «Jersey Boys», el favorito de Theresa May), y también un ensayista y articulista lleno de brío. En sus obras y conferencias, Buchholz medita alarmado sobre la pérdida de «grit» de la sociedad estadounidense, muy especialmente sus jóvenes. Una epidemia de pesimismo parece atenazar al país. La gente se muestra cada vez más acomodada y el legítimo afán de ir a más parece entumecido. «De la generación que derrotó a Hitler hemos pasado a la ‘‘Generación Por qué Molestarse’’», lamenta. El número de veinteañeros que decide cambiar de estado en busca de una oportunidad ha caído un 40%. Incluso tienen pocas ganas de obtener el carnet de conducir. Impera el híper hedonismo. Las ganas de trabajar caen y también se va diluyendo la identificación con el propio país y con su interés común. Del sano patriotismo se ha pasado al «Mi patria es Facebook».

Sin perder el coraje
Buchholz evoca «Las uvas de la ira», la dura novela de Steinbeck sobre la Gran Recesión del 29, que llevó al cine el genio John Ford. La familia de Tom Joad padece la miseria más cruel en su Oklahoma natal cuando escuchan que en California puede haber oportunidades. En medio de sus penalidades se aferran a la esperanza de una última ilusión e inician su peregrinación rumbo a California, durísima, incierta, a la postre fallida, pero que da fe de que no han perdido su coraje. Buchholz cree que el carácter que convirtió a los estadounidenses en el mayor país del mundo se basaba en tres pilares: Movilidad, confianza y «grit». Los tres están en crisis. Se va esfumando el «genio inquieto» de los norteamericanos del que hablaba admirado Tocqueville.

En los test sobre los problemas del mundo resulta desolador comprobar que los españoles figuran siempre entre los más pesimistas

El pesimismo no es inocuo. Tiene consecuencias tangibles. Adam Smith es recordado por «La riqueza de las naciones», libro sobre el que se hace tanto énfasis que lleva a olvidar que escribió otra gran obra: «La teoría de los sentimientos morales». Allí el filósofo y economista escocés explica que el capitalismo alcanza mayor éxito en las sociedades con mayor nivel de confianza. Ya en su siglo XVIII, Smith ensalzaba la importancia psicológica de poseer fe en un futuro mejor. Tres siglos después, y tras trabajar durante décadas a pie de campo como médico, cooperante y conferenciante, el sueco Hans Rosling, fallecido el año pasado, llegó a idéntica conclusión que Smith:«Las consecuencias de perder la esperanza son devastadoras. Si erróneamente la gente cree que nada mejora, acaba perdiendo la confianza en iniciativas que realmente sí funcionan».

Pelear por mejorar
No todo está bien, cierto, pero el pesimismo compulsivo genera parálisis, reflexiona Rosling, de quien se ha publicado a título póstumo su libro «Factfulness», una de las obras de este año que tratan de hacernos ver que el mundo no va tan rematadamente mal como creemos. Como resume la escritora estadounidense Rebecca Solnit, «sin esperanza la gente renuncia a pelear por un mundo mejor».

¡Pero un momento! ¿Cómo puede decirse que el mundo va bien? ¿Qué chifladura es esta? Ese pensamiento estará surcando ahora mismo la mente de muchos lectores. Y es que verdaderamente se acumulan motivos para la preocupación. Las catástrofes naturales se suceden (acabamos de sufrir un tsunami en Indonesia). La amenaza del cambio climático es una realidad científica, que hasta ha animado la única encíclica hasta ahora del poco prolífico papa Francisco. Sufrimos abominables ataques terroristas y tiroteos de psicópatas fuertemente armados. Padecemos enfermedades incurables, como el Alzheimer, la diabetes, la ELA o devastadoras variantes de cáncer. La Inteligencia Artificial y la ingeniería genética son cajas de Pandora de consecuencias imprevisibles.

El temor a una guerra nuclear a gran escala sigue ahí latente (en su rueda de prensa anual, Putin llegó a decir que estamos «cerca de la línea roja» y ante el riesgo de «una catástrofe nuclear global»). La corrupción enfanga la política. Las dictaduras siguen existiendo y se han puesto de moda los hombres fuertes totalitarios, al estilo de China y Rusia. En África padecen brotes de ébola, picos de desnutrición, problemas de acceso al agua potable. En Occidente parece haberse iniciado una era de estancamiento. El desconcierto ante la globalización y el cambio tecnológico y la larga resaca de la crisis de 2007 -nunca curada del todo en el mundo más próspero- han propiciado el auge de populismos de extrema izquierda y derecha, que culpan a la democracia liberal, a su juicio ineficaz y ya superada.

Valores occidentales
Realmente no parece que el mundo vaya muy bien. Pero... ¿y si este aserto fuese falso? Un grupo de pensadores y empresarios han iniciado una suerte de cruzada por el optimismo y la defensa de la utilidad de la democracia liberal, la Ilustración y lo que en conjunto resumiríamos como «los valores occidentales». Su rostro más popular es el jubilado más famoso del mundo, William Henry Gates III. O si prefieren, el hombre más rico del orbe: Bill Gates, de 63 años. Cierto que resulta fácil mostrarse optimista siendo el emperador de Microsoft, pero Gates cree que tenemos una visión sesgada de la realidad y lo argumenta: «Las malas noticias irrumpen como un drama, mientras que las buenas van generándose poco a poco y no parecen hechos noticiosos. Un vídeo de un edificio ardiendo genera un montón de visitas. Sin embargo poca gente pinchará una noticia titulada ‘‘Descenso este año del número de edificios que arden’’».

El pensador canadiense Steven Pinker cree que «nuestras vidas son más largas, seguras, saludables, felices, pacíficas y prósperas»

Hans Rosling concuerda. El médico y cooperante sueco señala tres motivos concretos que espolean una visión negativa del presente
  • el primero es que tenemos una visión romántica de nuestra juventud, que nos hace evocar el pasado como mejor de lo que era; 
  • el segundo es que periodistas y activistas se quedan siempre con las noticias negativas, hacen hincapié en lo malo; 
  • el tercero es que si sostienes que las cosas van bien transmites la imagen de alguien sin corazón, impertérrito ante las desgracias ajenas.


A comienzos de este 2018, Bill Gates hizo pública una lista con cinco motivos por los que deberíamos ser optimistas. Los datos que aporta, espectaculares, ayudan a contemplar el mundo de otro modo: 
  1. Desde 1990 ha caído a la mitad el número de niños que mueren antes de cumplir cinco años. 
  2. En ese mismo periodo, las personas en extrema pobreza pasaron de un tercio de la humanidad a uno de cada diez. 
  3. Hoy el 90% de los niños del mundo acuden a la escuela primaria. 
  4. Las mujeres ocupan la quinta parte de los escaños de los parlamentos del mundo. 
  5. La seguridad en el puesto de trabajo y en las carreteras ha mejorado espectacularmente desde el siglo XX.


Un test revelador
El libro de Hans Rosling, Factfulness (Deusto) se abre proponiendo al lector un test sobre el estado de diversos problemas del mundo. El autor ofrece los resultados de la encuesta entre personas de trece países. Resulta desolador comprobar que los españoles figuran siempre entre los más pesimistas. La primera pregunta es esta: «En los países pobres del mundo, ¿cuántas niñas finalizan la primaria?». La respuesta correcta es el 60% (los que más nos alejamos en negativo de la cifra real somos los españoles). Otra pregunta: «En los últimos años, el porcentaje de la población mundial que vive en condiciones de extrema pobreza... ¿Se ha duplicado? ¿Se ha mantenido? ¿Se ha reducido a la mitad?». La respuesta correcta es la última, ha caído a la mitad, pero la inmensa mayoría de los españoles sondeados eligieron la primera, la duplicación. No conocemos el mundo en que vivimos. Pensamos que va mucho peor, avinagrados por un populismo que instiga la «progresofobia» y unos medios de información continua que nos infundan con un carrusel frenético de desgracias.

«Los vendedores ambulantes de Sudán del Sur tienen hoy mejores teléfonos móviles que el magnate de ficción Gordon Gekko en la película "Wall Street2, de 1981». Esta provocativa frase es del pensador canadiense Steven Pinker, de 64 años, un psicólogo experimental, lingüista y profesor en Harvard, que se ha convertido en el más articulado y elocuente de los apóstoles del optimismo liberal. Viendo las noticias, el mundo del siglo XXI parece sumido en el caos, el odio y la irracionalidad. Pero Pinker lo niega. Asegura que nuestras vidas son «más largas, con muchos más bienes, más seguras, saludables, felices, pacíficas, estimulantes y prósperas». Lo interesante de su punto de vista es que no se limita a facilitar datos que sostienen su tesis, sino que atribuye ese progreso a una palanca concreta: los valores de la Ilustración (la razón, la ciencia y el humanismo).

Sarampión populista
Mediante sus informes, Pinker se rebela contra el sarampión populista: el mundo es 200 veces más rico que hace 200 años, el número de muertos en guerras ha caído a la cuarta parte respecto a los años ochenta, las personas son más inteligentes y más humanas. El coeficiente intelectual ha crecido unos 30 puntos en los últimos cien años (por la mejor nutrición y la mayor estimulación). De todo su compendio de datos, el favorito del pensador canadiense es este: «La población mundial se ha duplicado en los últimos cincuenta años, pero el número de desnutridos ha caído un 20%». En contra de lo que parece indicar la crecida de fuerzas antiliberales, su pronóstico es que «la democracia liberal y el comercio e intercambio global están aquí para quedarse y no los derribarán las insurgencias populistas».

Pinker y sus seguidores tal vez minimizan la importancia de algunas de las amenazas que vienen (el primer y brusco impacto de la Inteligencia Artificial sobre el mercado laboral; las aterradoras posibilidades eugenésicas de la ingeniería genética, que ya han comenzado; el problema irresuelto del cambio climático; al estancamiento económico de las sociedades occidentales; o esta angustiosa y simple pregunta: ¿Cómo vamos a alimentar a los 11.000 millones de seres humanos que morarán en la Tierra a finales de este siglo?). Pero sus voces a favor del optimismo y el progreso suponen un aldabonazo estimulante en horas de demagogia fúnebre neomarxista y neoautoritaria.