Creo que fue Italo Calvino el que dijo que en Italia empezó el fascismo a ganar cuando un demócrata guardó silencio ante las peroratas que un fascista decía en un tren. Ese silencio permitió a los fascistas pensar no solo que su pensamiento era compartido por más gente de la que los apoyaba, sino que hablaban representando los auténticos intereses de los italianos. Cambiando los términos, algo parecido ha ocurrido en España con los nacionalistas catalanes, que tradicionalmente han hablado como si solo ellos fueran los representantes del pueblo catalán y sin que los demás les hayamos discutido ni esa representación, ni su forma de ver las cosas.
Mirando atrás, se encuentran múltiples casos en los que la visión nacionalista salió triunfante por incomparecencia de los unionistas. Así, está muy difundida la idea nacionalista de considerar que la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, que anuló varios artículos del Estatut de 2006, fue un ataque a la democracia y una ruptura del pacto entre el “Congreso” y “Cataluña”. Pocas voces se animaron a señalar, como Francesc de Carreras, que el Estatut era, en realidad, una enmienda a la Constitución que, a pesar de cumplir el requisito formal de haber sido aprobado por la mayoría absoluta del Congreso, rompía la costumbre constitucional de hacerlo por consenso. La victoria de la visión nacionalista ha sido tan abrumadora que hasta el PP parece arrepentido de haber recurrido el Estatut.
Otro tanto cabría decir de la inmersión lingüística, una política educativa de la Generalitat basada supuestamente en la Ley de Normalización Lingüística de 1983; la cual, sin embargo, garantizaba la educación en la lengua materna de los estudiantes. Durante muchos años, se sacrificó este derecho y se convirtió en una verdad incontrovertible que la inmersión tenía las ventajas de evitar la segregación social y garantizar la pervivencia del catalán, sin riesgo para el castellano. Y así nos remontamos a los días en que el nacionalismo empezó a triunfar: como en la Transición ningún demócrata le podía discutir su lucha contra el franquismo, sin darnos cuenta fuimos tomando la parte por el todo, cometiendo una sinécdoque nada literaria. Por eso, nos habituamos a preguntar ¿qué quieren los catalanes? cuando en realidad queríamos decir “nacionalistas catalanes”; el Congreso permitió la formación de un grupo denominado “Minoría catalana”, como si sus miembros fueran los únicos catalanes de esa Cámara, etcétera.
El nacionalismo tuvo su particular Marcha sobre Roma el 30 de mayo de 1984, cuando tras la segunda investidura de Jordi Pujol (con AP votando a favor) se produjo una gran manifestación en “desagravio” y “apoyo a Cataluña” por la querella que habían presentado contra Pujol dos fiscales progresistas por el caso Banca Catalana. Los partidos, el Estado y la opinión pública quedaron como petrificados ante la rotundidad con la que Pujol afirmó que “en adelante, de ética y moral hablaremos nosotros”. El “oasis catalán” daba la impresión de disfrutar de un consenso político y social que no era real; un ejemplo de lo que la socióloga alemana Noelle-Neumann ha llamado “la espiral del silencio”: la minoría calla porque no se atreve a expresar su opinión, no porque comparta las opiniones de la mayoría.
Si algo tiene de bueno la delicadísima situación actual es que esa espiral se ha roto y ya muchos discuten los dogmas nacionalistas. Es verdad que la sociedad catalana corre el riesgo de fragmentarse, pero también es verdad que está surgiendo una Cataluña distinta a la nacionalista, que ha perdido ya ese marchamo de superioridad democrática que se le atribuía. Por eso, el desafío independentista debe combatirse jurídicamente cuando se exceda de los marcos constitucionales, como sucede con la declaración de independencia por etapas. Pero también se le debe hacer frente en el campo de las ideas. Si se logra, su retroceso electoral puede ser tan espectacular como el de los nacionalistas quebequenses en los últimos años. Y los resultados electorales del 20-D demuestran que es posible: los independentistas solo han obtenido 17 escaños frente a los 30 de los unionistas. Y a pesar del heterogéneo resultado final, no cabe descartar un nuevo pacto entre unos y otros sobre el autogobierno de Cataluña, incluso con reforma constitucional. Pero sabiendo, eso sí, que todos los firmantes del pacto serán iguales, porque ya se ha acabado (parafraseando a ese gran enamorado de Cataluña que fue George Orwell) que unos catalanes sean más catalanes que otros.
Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada. El País - 28 Diciembre 2015
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