No se trata de alentar una imprecisa cultura del consenso, que escamotea los conflictos, sino de enmarcar un perímetro democrático donde todo se puede discutir
Los cabreros no deben ser lo que eran. De otro modo, no se entiende el hábito de repetir el fatigado verso para referirse a nuestro país como “un intratable pueblo de cabreros”: si nos fiamos de la investigación del Pew Research Center acerca de lo que piensan habitantes de 40 países sobre diversos negocios morales, España es el país más liberal —otros dirían “decadente”— del mundo. Una comuna hippie, más bien. ¿La corrupción? Sobre esto también hay estudios. Según los españoles, vivimos en el paraíso de los Borgia. Un dato que vale lo que vale. También creíamos que, en el trato con las mujeres, éramos los más cafres y resultó que no. En realidad, los indicadores de corrupción efectiva, inexorablemente imprecisos, son parecidos a los de países cercanos. Ovejas negras, en todas partes. Basta con recordar algunos nombres de presidentes y primeros ministros europeos en tratos con tribunales: Berlusconi, Sarkozy, Sócrates, Chirac, Khol, Wulff, Juppé, Craxi, Balladur, Villepin.
Las diferencias radican en la escasa penalización y, sobre todo, en su distribución, concentrada en ámbitos autonómicos y locales, muy expuestos a tramas clientelares y donde la proximidad, decorada como autogobierno, allana el camino a nepotismos, arbitrariedades y servilismos mediáticos y, al fin, a corruptelas político-empresariales con enormes costes en calidad democrática y, también, económica, exactamente un 4% del PIB entre 1995 y 2007, según las fiables cuentas de García-Santana y Pijoan-Mas. En realidad, las encuestas, antes que otra cosa, muestran la exigencia moral de una ciudadanía que, en su mejor versión, cuajó en los brotes germinales del 15-M.
Nuestra historia reciente tampoco resulta particularmente indecorosa. Incluso ante pruebas de resistencia muy exigentes. Dudo que Alemania, Reino Unido, Estados Unidos, Francia o Italia hubieran abordado terrorismos del calibre del etarra, con casi un millar de asesinatos y decenas de miles de refugiados, sin estados de excepción, sin una ETA del otro lado y en disposición de llevar a la cárcel a la cúpula de Interior. Por no hablar del comportamiento ciudadano de tantos concejales, fundamentalmente del PP y del PSOE, cuya exacta condición de héroes morales se pudo medir al trasluz de la miseria de quienes callaron o los señalaron.
Los cabreros han asomado al encauzar ese sustrato moral. Las tempranas preocupaciones del 15-M, ceñidas a la calidad democrática, al control y la transparencia de las instituciones, quedaron al poco tiempo degradadas con instrumentalizaciones políticas, guiadas por sectarismos sin tregua, bien documentados en YouTube, que se arrogaban una representatividad por demostrar. De pronto, los parlamentarios aparecieron como déspotas aprovechados desprovistos de representatividad alguna. La crítica a los indiscutibles problemas —poco originales— de nuestra democracia se convirtió en una descalificación del llamado “régimen del 78”, presentado como una suerte de franquismo 2.0.
El género tiene sus clásicos. Con paciencia mineral lo han cultivado los nacionalistas, cuando presentaban como “franquista” cualquier medida de fortalecimiento del Estado, incluida la simple mención a España. Una práctica que la izquierda adquirió en el mismo lote en el que les compró el viciado relato que tanto ha contribuido a su desbarajuste ideológico: la vida política no era una relación entre iguales ciudadanos con identidades múltiples y mudadizas, sino un conflicto entre pueblos dotados de graníticas identidades, discontinuas y excluyentes. Los rivales, cualquiera: fachas. El último, Joaquín Sabina, según Tardá. No sorprende que ese guion, que ha encanallado nuestra vida civil, lo alienten quienes aspiran a romper la comunidad política, a convertir a conciudadanos en extranjeros, por ser “diferentes”. Lo inaudito era que la izquierda asumiera una mirada que erosionaba la unidad de los trabajadores y debilitaba potenciales herramientas de justicia social e intervención pública.
Todos caben en la democracia, pero esta no puede descoserse para dar entrada a nadie
Pocos momentos tan reveladores como la noche electoral, cuando Iglesias inventarió una mitología republicana de geriátrico político: desde Largo Caballero y Durruti hasta Campoamor y Azaña. Pero si aquel desarticulado “potaje histórico”, en acertada expresión de Andrés Trapiello, resultaba escasamente inteligible a los españoles contemporáneos, la fórmula que a los pocos días empleó, “los del búnker”, para referirse a PP, PSOE y C's, esto es, todos menos Podemos, era ya un viaje al túnel del tiempo que no informaba de nada a nadie. Me equivoco: informaba de un mundo mental atravesado por alucinadas líneas de demarcación política. De cabreros.
Varias cosas asombran en esta elección de perspectiva. La menos importante, el olvido del exacto sentido de la propuesta del PCE en 1956, apunta a otra más seria: la “reconciliación nacional”, “la reconquista de España para la libertad y la democracia (que) no (podía) ser obra de un partido o una clase, sino el resultado de la conjugación de esfuerzos de todos los grupos políticos nacionales, desde los católicos hasta los comunistas”, no buscaba un imposible equilibrio entre franquismo y democracia, sino una democracia, incompatible con el régimen de Franco, en la que todos pudieran reconocerse como ciudadanos. Nuestra Constitución, poco más o menos.
La moraleja importante: todos caben en la democracia, pero la democracia no puede descoserse para dar entrada a nadie. Una lección que vale también frente a aquellos empeñados en negar iguales derechos a los conciudadanos, como sucede con los secesionistas, cuando pretenden decidir unilateralmente la ciudadanía de todos o, como hace pocos días, exigir el catalán para acceder a ayudas sociales.
No estamos tan mal y nuestra historia reciente tampoco resulta particularmente indecorosa
No se trata de alentar una imprecisa cultura del consenso, que escamotea los conflictos y, convertida en conjuro, veta las discrepancias, sino de enmarcar un perímetro democrático, donde todo se puede discutir con todos, siempre que todos asuman el respeto a los otros y el compromiso con el interés general. Con caridad y con claridad. Hacia los otros, caridad, en sentido filosófico: debemos abordar el debate asumiendo la buena disposición —racional y moral— de nuestros interlocutores, sin descalificarlos “por lo que son”. Y, hacia nosotros, claridad, ausencia de subterfugios, afán de verdad, para que la caridad pueda funcionar. Ni una cosa ni otra se da, por ejemplo, cuando, para defender la existencia de un supuesto consenso sobre el “proceso constituyente”, se contrapone el PP a los millones de votos a partidos defensores de cambios constitucionales: esto sería como decir que, puesto que todos los equipos quieren ganar la Liga, todos quieren el mismo resultado.
¿Cabreros?, como en cualquier otra parte. Si nos atenemos al número de cabras, 2.892.000, menos que en Francia y más que en Grecia. El problema comienza cuando los cabreros aspiran a pastores de pueblos cuando no a ingenieros de almas. Para eso también sirve la democracia, para frustrar sus aspiraciones.
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