domingo, 28 de febrero de 2016

AMBROSIO DE SPINOLA, EL FERVOROSO CATÓLICO QUE LLEVÓ EL ARTE DE LA GUERRA A LO MÁS ALTO

Breda era la encrucijada, la clave, la madre de todas las batallas, y allá se iba a librar algo tan crucial como el mantenimiento del prestigio de una nación laureada de éxitos


Cuando el cuarto Felipe de la dinastía Habsburgo, rey de España, subió al trono en 1621, la tregua de doce años acordada por las partes, entre holandeses y españoles, expiró y la interminable guerra de Flandes –el mayor error estratégico de nuestro país en siglos–, se reanudó como si tal cosa y con bríos renovados.

La guerra de los Treinta Años librada en la Europa Central entre los años 1618 y1648, fue un ensayo general de los cruentos e interminables enfrentamientos que desangrarían a Europa durante los siglos venideros. La mayoría de las grandes potencias europeas de la época se metieron en la melé de cabeza, ya fuera para echar al hegemon (España) de su dilatado dominio internacional, ya fuera por fastidiar al vecino de al lado, por obtener ínfimas ganancias territoriales o por, simplemente, evitar unas collejas de alguna otra potencia en litigio. Aunque inicialmente se trataba de un conflicto político entre Estados partidarios de la reforma y la contrarreforma, al final aquello acabó como el rosario de la aurora.

Breda era la encrucijada, la clave, la madre de todas las batallas, y allá se iba a librar algo tan crucial como el mantenimiento del prestigio de una nación laureada de éxitos o, por el contrario, el declive que la naturaleza de las cosas impone al que porta canas.

Aunque, al final la Paz de Westfalia y la Paz de los Pirineos, dejarían la cosa en tablas técnicas y al conjunto de los intervinientes con unos soberanos agujeros en la línea de flotación –España hubo de suspender pagos, emitir juros (bonos), pedir préstamos a diestro y siniestro; etc.–, en fin, nada nuevo bajo el sol. Para más INRI, los catalanes instalados en su clara y sempiterna vocación mercantil, no querían ni oír hablar del peluquín y contribuir al gasto militar que devoraba al país. Para cuando el Conde Duque de Olivares, valido a la sazón de Felipe IV, le entró un calentón ante la negativa de los díscolos mediterráneos a apoquinar la pasta, estos amenazaron con pasarse con todas las armas al lado de los franceses cosa que acabó bastante mal para los más antiguos fenicios de Europa. Pero esa es otra cuestión.

Una plaza de alto valor estratégico

Para dar un susto y de paso una llamada de atención a los alborotados holandeses, la intención de Felipe IV era recuperar Breda, esa plaza tan importante desde la cual se podría centrifugar fuerzas en cualquier dirección, dado su alto valor estratégico, para posteriormente maniobrar desde una posición dinámica y favorable. Pero las colosales defensas y fortificaciones, además de una motivada tropa de irreductibles flamencos que jugaban en casa, eran un obstáculo nada desdeñable. Hacia falta alguien con carácter, prestigio y con un bagaje militar impecable para asaltar aquella posición y poner las cosas en su sitio.

Los primeros años de su reinado (gobernó cuarenta y cuatro en total siendo el más longevo en la poltrona de entre todos los Austrias), auguraron la restauración de la hegemonía universal de los Habsburgo, pero la agotadora e interminable guerra de la Europa protestante y la católica Francia y sus socios de conveniencia contra España, condujeron a la ruina de la Monarquía Hispánica, que hubo de ceder el arbitraje de los asuntos en Europa a la pujante Francia de Luis XIV, y reconocer de paso la independencia de Portugal y las Provincias Unidas.

Hubiera bastado con llegar a un acuerdo de mínimos para tributar y hacer caja y dejarles que rezaran a un Dios menos exigente y liante que el nuestro

La guerra de Flandes consumía ingentes recursos e iba mucho más allá que la mera sangría económica insostenible. Fue un enfrentamiento cerril entre dos concepciones, no solo antagónicas, si no entre una visión práctica de la cosa mercantil y mediata, y otra desacompasada que cabalgaba en un rocín algo cansado y con alguna gotera. Hubiera bastado con llegar a un acuerdo de mínimos para tributar y hacer caja y dejarles que rezaran a un Dios menos exigente y liante que el nuestro. Está visto que no acabamos de aprender a la luz de los actuales acontecimientos.

El caso es que lo que entraba por la Casa de Contratación de Sevilla, los ingentes ingresos en oro, plata, especias, etc., de las prolíficas tierras Americanas, con sus riquezas en apariencia interminables, se volatilizaban 'in ictu oculi' a la hora de financiar aquel despropósito. Una filosofía que en lo canónico propiciaba la paz y el amor, se imponía a sangre y fuego una vez más, dejando a su fundador espiritual en paños menores y a sus estrábicos padres de la iglesia, con menos dimensión encefálica que una reducida calavera tras un tratamiento jíbaro.

“El único propósito de la existencia humana, es encender una luz en la oscuridad del mero ser”. Esto decía Carl Jung –como aviso a navegantes– (y antes que él, Buda, Cristo, Marco Aurelio y otros grandes) cerca de cuatro siglos después de que Breda se convirtiera en un lugar de peregrinación para todos los observadores militares de la época.



Un caballero inusual

Spínola no era un soldado cualquiera. Era un fervoroso católico con más hechuras cristianas que vaticanas y que, fuera de las paredes de los templos dedicados a esquilmar a los asustados creyentes, era notorio que fue un practicante de la doctrina cristiana hasta donde el corsé de la formalidad canónica se lo permitía. Buscador empedernido de una verdad superior sin agravios, sin malos ni buenos, llevo el arte de la guerra a un sitial donde los perdedores no eran los malos, ni los ganadores, los buenos. Un caballero inusual que nunca humilló a sus adversarios, algo poco frecuente en una disciplina, la militar, donde estos modos no están muy bien vistos por su naturaleza compasiva.

La capitulación fue honrosa en extremo ya que el ejército español no quería erosionar aún más su deteriorada imagen en los Países Bajos

Ambrosio de Spínola, aristócrata genovés de rancio abolengo, era el único que podía someter Breda, como así fue, y se puso manos a la obra.


La defensa de Breda llegó a ser heroica, y la guarnición se batió en condiciones de extrema dureza allá donde las calamidades, el frio, el hambre, la erosión de las minas, el colapso de la logística, y una impecable estrategia por parte del general designado al mando (anegó todos los diques de acceso a la ciudad) provocando la rendición y colapso de Breda y la admiración de propios y extraños. El príncipe de Nassau capituló el 5 de junio de 1625, rindiendo la plaza y alrededor de veinte mil famélicos soldados extenuados y con un pie en las fronteras de la nada. La capitulación fue honrosa en extremo ya que el ejército español no quería erosionar aún más su deteriorada imagen en los Países Bajos. Admirando en su enemigo la valentía de los asediados, tanto Spínola como el gran Coloma, otro de los generales intervinientes en el asedio, permitirían que la guarnición saliera formada en orden militar, con sus banderas al frente. Los generales españoles dieron la orden de que los vencidos fueran rigurosamente respetados y tratados con dignidad. Cuentan las crónicas, que el general Spínola esperó fuera de las fortificaciones al general holandés Nassau. La entrevista fue un acto de cortesía a la vieja usanza entre caballeros y el enemigo fue tratado sin humillación alguna.

Probablemente, este es el momento histórico que eligió Velázquez para pintar su célebre cuadro, 'Las Lanzas', en el cual se ve un claro guiño al Conde Duque de Olivares, que le sugiere en una amigable entrevista en palacio –con una propiciatoria mano en el hombro para reforzar la petición–, que cargue con más lanzas y tensión bélica la parte derecha del famoso lienzo.



España estaba en la cumbre de su apogeo y era el pueblo el que alimentaba la gloria de aquella formidable nación que fuimos con sus inmensos sacrificios y unos soldados hechos de una madera especial. Pero una dirección con serios problemas cognitivos y ambiciones planetarias delirantes, era incapaz de ver la mugre que se iba acumulando en el patio de atrás. La inmensa estructura del imperio, no tenía plan B.


El Confidencial


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