Los ingredientes del cóctel actual son el descrédito de la derecha, la desmoralización de la izquierda y la invención del populismo
Cuentan que Rafael El Gallo, cuando se negaba a torear un morlaco del que no se fiaba y se refugiaba en el callejón, aguantaba la bronca monumental mirando desolado al público y murmurando: “Pero ¿qué quedrán?”. Me parece que a partir de las elecciones del pasado 20-D hay políticos (Rajoy el más notable de ellos) que están en el burladero esperando que amaine el griterío de los tendidos y tratando de adivinar qué es lo que quiere el respetable. Algunos voluntariosos intérpretes de la voluntad general nos aseguran que la gente lo que desea es que haya estabilidad en el país, otros aseguran que está claro que apetece cambio, los hay que vislumbran una reclamación de entendimiento entre unos y otros. Lo cierto es que el mensaje no ha quedado nada claro: más bien hay varios que se superponen cacofónicamente unos a otros, como cuando tratamos de sintonizar una emisora de radio y se nos superponen muchas, oyéndose a la vez música, noticias y el sermón dominical, sin entenderse nada de nada.
Yo diría, arriesgándome a pisar el ruedo, que los españoles (incluidos quienes están obsesionados con dejar de serlo) piden que sus elegidos en las urnas supriman los males, fomenten los bienes y sobre todo acierten a distinguir claramente entre unos y otros. Porque lo cierto es que lo más temible y peligroso de muchos problemas sociales y políticos es la solución... La parte más positiva de la situación actual es que ahora se ocupan (o preocupan) por los asuntos públicos mucha más gente que antes, sobre todo entre los jóvenes. Ser apolítico, que ayer era una especie de cínica postura aristocrática, hoy ya no está bien visto. Se interesan y a veces ruidosamente en las redes sociales por temas de gobernanza hasta los todavía millones que no votan, justificados por algunos neocons (en el sentido francés de la palabra) que como no les gusta la ley electoral han decidido no apoyar ni a quienes quieren cambiarla y prefieren esperar a la resurrección de Thomas Jefferson para animarse. Lo único claro en lo que Bergamín, que era más antimonárquico que republicano, llamaba “la confusión reinante” es que la mayoría está descontenta con el pasado y recelosa del futuro. Los ingredientes del cóctel actual son el descrédito de la derecha, la desmoralización de la izquierda y la invención del populismo. Vamos a verlos más de cerca.
Los españoles piden que sus elegidos en las urnas supriman los males y fomenten los bienes
La derecha española (y sobre todo su advocación catalana, que ostenta el récord europeo) no va a lograr en bastante tiempo recuperarse del fétido embadurnamiento de corrupción que hoy tapa sus posibles logros positivos. El PP no es desde luego el único partido con corruptos en sus filas, ni siquiera el único con elementos estructurales de corrupción (ahí está el caso del PSOE en Andalucía), pero alberga los más numerosos y espectaculares. Sobre todo, los más antiestéticos. No hay nada más repelente que ver a los endomingados prohombres y promujeres de la crema social enfangados en el saqueo de la sociedad que les trata como a privilegiados. Aquellos a los que mejor considera la comunidad, los que nunca hacen cola, los que tienen apellidos ligados a la alcurnia de las instituciones más rentables o mejor reputadas, los de las fotos en papel couché, son descubiertos como trileros de alta gama que arrasan el país que tanto dicen amar. Por apreciables que sean los aciertos económicos que pueda exhibir el Gobierno, muchos sufridos y por tanto resentidos ciudadanos no van a perdonar este espectáculo vil. Ni siquiera bastantes de los que aún votan PP están dispuestos a olvidarlo.
La izquierda no marxista, por su parte, está desnortada y sin el empuje regenerador que tuvo en los años de la Transición democrática. Por supuesto, el título de socialdemócrata lo han hecho simpático quienes lo utilizaron como dicterio: ayer los comunistas y hoy nuestro Tea Party local (los mismos sucesivamente en bastantes casos). Pero los que se dicen socialdemócratas no han logrado instrumentar un temario político que constituya una alternativa creíble y suficiente, sobre todo en el plano económico, a la que llevan a cabo los Gobiernos de derechas... que también es a regañadientes socialdemócrata. Eso es lo malo, que la socialdemocracia ha triunfado en Europa de tal modo que ya nadie puede ser menos y es difícil lograr ser más. De modo que el socialismo se desdibuja entre quienes no lo ven sino como una versión algo más generosa y edulcorada de la derecha pero a veces más ineficaz. Los disconformes siguen buscando algo dentro del sistema pero más a la izquierda. Lo mismo ocurre entre los liberales americanos, la socialdemocracia que no se atreve a decir su nombre. Los defraudados por Obama (puede ampliarse el tema leyendo La muerte de la clase liberal, de Chris Hedges, ed. Capitán Swing) ponen ahora su ilusión en Bernie Sanders. Pero el punto ciego del PSOE sigue siendo su relación con los nacionalistas, llena de ambigüedad y oportunismo. La cacareada solución federal ha quedado en agua de borrajas o peor, ha roto aguas sin parto alguno.
Ser “apolítico” era ayer era una especie de cínica postura aristocrática. Hoy ya no está bien visto
En este panorama, el populismo recién patentado (aunque ya más veces recauchutado que una belleza sexagenaria) juega con ventaja. Su línea de crédito no se amplía resolviendo conflictos, sino manteniéndolos vivos y aprovechando la indignación que despiertan para cohesionar sus grupos, por lo demás informes. Su proyecto político no está hecho de propuestas sino de exigencias imperiosas: cuanto menos se le satisfagan, más fuerza adquiere. “El nuevo político concentra sus esfuerzos en los temas que fracturan a la sociedad en dos bandos para dejar claro que él es el líder de uno”, señala Víctor Lapuente en un artículo excelente (Pastores o borregos, EL PAÍS, 9-02-16).
Sus propuestas culturales son siempre desaforadamente radicales, como la obrita de los titiriteros, que no tiene nada que ver con la apología del terrorismo sino con su banalización habitual por la izquierda radical y con la denigración de jueces, monjas, policías y tutti quanti que responden al simplismo y la imprecisión que Ernesto Laclau consideraba condiciones de la política. Por eso ahora se envuelven en una ardorosa defensa de la libertad de expresión, mientras por otra parte propugnan la retirada del callejero a ilustres escritores de derechas que la practicaron o apoyan que al incómodo Arcadi Espada se le retire un premio por haber dicho lo que no les gusta. Imaginen cómo sería el Ministerio de Educación en esas manos.
Y en este embrollo los ciudadanos... ¿qué quedrán? ¿Lo mejor, lo peor y todo lo contrario? Lo único cierto es que “quien produzca pobreza cultural y falta de instancias ideales no debería quejarse del populismo” (Jose Luis Villacañas, en Populismo, ed. La Huerta Grande). Ni del resto de los males políticos, me parece a mí.
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