domingo, 14 de octubre de 2012

PRISA Y EL PAIS, ARRUINADOS ELLOS Y ARRUINANDO ESPAÑA


Cebrián y el Grupo Prisa como trasunto de una España en liquidación por derribo

  
En mayo de 2009, Enric González, uno de los periodistas más solventes de la redacción de El País, intentó publicar una columna en la que aseguraba, textual, “No quiero ponerme en lo peor, pero cualquier día, en cualquier empresa, rebajarán el sueldo de los obreros para financiar la ludopatía bursátil de los amos”. Lo intentó, pero no pudo. La dirección del rotativo no consideró adecuada la frase. No había nombre propio de por medio, pero resultaba evidente que el ludópata de marras no podía ser otro que Juan Luis Cebrián, 68, el periodista metido a tiburón financiero que ya había sellado la suerte del Grupo Prisa al hacerle contraer una deuda de más de 5.000 millones de euros. El año pasado, este jugador de fortuna se embolsó 13 millones de euros (más que cualquier empresario del Ibex-35) entre sueldo, bonus y extraordinarios varios, mientras su empresa perdía 450. Esta semana, tras haber materializado EREs en los distintos negocios del grupo, el célebre Janly anunció que El País, que hasta ahora había permanecido ajeno a los ajustes, despedirá a 138 -más 21 prejubilaciones- de sus 440 periodistas, además de rebajar el sueldo un 15% al resto. El académico ha justificado tan dolorosa medida asegurando que “no podemos seguir viviendo tan bien”. 

Imposible desligar la crisis del primer grupo de comunicación, educación y entretenimiento en lengua española de la gran crisis de España como nación, crisis terminal que ahora mismo mantiene con respiración asistida desde la Corona a la última de sus instituciones. En este sentido, el Grupo Prisa es un botón de muestra más del terremoto que sacude España y los pilares que la conforman, y que afecta incluso a su integridad territorial. Tanto el país como el grupo editorial se enfrentan a un tan llamativo como dramático final de etapa, un fin de fiesta al que durante años nuestras elites quisieron dar largas bailando alegremente en la popa del Titanic, pero que ha terminado por hacerse presente dibujando un futuro plagado de incógnitas. 

Es casi una obviedad decir que aquellos que en el futuro pretendan estudiar los avatares del sistema político surgido en España tras la muerte de Franco deberán seguir puntillosos la historia del Grupo Prisa, porque, dos gotas de agua, ambos son calcos que, en sus virtudes, escasas, y en sus defectos, cuantiosos, se retroalimentan hasta componer la imagen siamesa de las caras de una misma moneda. Imposible desligar la singularidad del Grupo y de su fundador, Jesús Polanco, de la esencia misma de la Transición española. Miembro en su juventud del Frente de Juventudes, Polanco hermanó de forma natural con aquellas Cortes de camisa azul que, en glorioso harakiri, fueron capaces de saltar de la dictadura a la democracia sin solución de continuidad. Lo extraordinario de aquel hombre de ademanes rudos, poco cultivado aunque dotado de una gran inteligencia natural, y apasionado del dinero, es que iba a darse cuenta muy pronto de que aquella democracia sin demócratas, aquella tropa fiel seguidora de la “servidumbre voluntaria” sobre la que teorizó Etienne de la Boétie, en cuya cúspide se instaló un Rey ungido por el dedo de Franco, iba a convertirse en lo que, casi 40 años después, lamentablemente es: una democracia meramente formal carcomida por una corrupción galopante, con una Justicia domesticada por el poder político, unos medios de comunicación al servicio de los negocios del editor de turno y de sus amigos, y un horizonte donde todo está en almoneda, empezando por las propias fronteras de España tal como se han conocido en los últimos siglos.

Muy pocos de los que inicialmente le acompañaron en la aventura de Prisa fueron capaces de intuir que aquel español regordete y bajito iba a convertirse en el tipo más influyente del país, un verdadero poder fáctico catapultado por los ancestrales miedos de nuestra inexistente sociedad civil, miedos genuflexos renovados cada día ante el altar del cañón Bertha –“Este va a ser mi cañón Bertha”- que durante décadas ha sido El País. He ahí el gran secreto de Polanco y de su sucesor, Cebrián: haber utilizado el diario como arma disuasoria capaz de infundir miedo –particularmente entre la elite política y la oligarquía empresarial y financiera- a una sociedad acollonada por el franquismo, siempre alejada de las pautas de comportamiento que distinguen a toda sociedad abierta.

Típico ejemplo de empresario franquista

Hombre con pocos escrúpulos morales (“el que se me enfrente que se vaya de España”), Jesús Polanco fue el adelantado de unas élites  políticas y empresariales, que a la muerte del dictador se apresuraron a hacer de la libertad un negocio. Él, como tantos otros representantes del capitalismo castizo madrileño, no hizo nunca un business siguiendo las reglas de un mercado abierto y en libre competencia. En este sentido, Polanco fue el prototipo de empresario franquista, típico ejemplar de economía intervenida donde negocios y licencias dependen del favor del Poder político, sean populares [Rato y Gallardón fueron sus eternos aspirantes a la presidencia del Gobierno] o socialistas los inquilinos de Moncloa. Lo explicó él mismo un día –junio de 1992- en su finca de Valdemorillo, ante una taza de porcelana inglesa de humeante café:

-Estoy negociando la compra del paquete que me falta para hacerme con el 100% de la SER, y Solchaga se está poniendo muy pesadito con el precio. Ya veréis como con unos cuantos editoriales entra en razón.

Naturalmente entró. Hay quien sostiene que el ocaso de nuestro Ciudadano Kane y su Grupo, que presumía de tener a su servicio “más abogados que periodistas”, comenzó a perfilarse, como dice el protagonista de Los Buddenbrook de Thoman Mann (“sé que con frecuencia los indicios del encumbramiento aparecen cuando en realidad todo camina ya hacia el ocaso”) en el momento de su mayor gloria. Porque nuestro tycoon no fue nunca un editor vocacional, sino un especulador dispuesto a hacer negocios colaterales mediante el uso y abuso del poder disuasorio de sus medios (pecado, por otro lado, muy común en los media españoles). La potencia y relevancia de su grupo editorial, que ha contado siempre con algunos de los mejores periodistas españoles, no ha servido para cicatrizar viejas heridas históricas y hacer de España un país más amable y habitable, sino, al contario, para reabrirlas hasta la náusea a cuenta del insufrible sectarismo impuesto por la marca Cebrián.

El factótum de Prisa, en efecto, ha sido siempre un convencido de que en esta democracia sin demócratas el pavor a las negritas es un tipo de interés que cotiza muy alto en la bolsa de valores del miedo a la libertad. Con El País convertido a menudo –y en contra de la opinión de sus periodistas más solventes- en un simple periódico de partido, soy de los que opinan que, pudiendo haberse convertido en un elemento decisivo de progreso y concordia, el grupo Prisa ha hecho mucho daño a España. Entendámonos: a esa nación liberal que durante un tiempo pareció haber superado la dramática fractura entre las “dos Españas”; a ese país abierto reñido con la corrupción y regido por el principio de la igualdad de todos ante la Ley; a la separación de poderes; a la radical delimitación entre lo público y lo privado, y a tantas cosas más. Una línea editorial coherente del Grupo, por ejemplo, hubiera sido suficiente para impedir, o hacer más difícil, la deriva de España hacia la balcanización a plazo fijo, algo que el zoquete de Zapatero aceleró en grado sumo. Muerto el fundador, Cebrián prefirió seguir medrando a la sombra del inmenso poder de intimidación acumulado, convencido tal vez de que los negocios del Grupo seguirían yendo viento en popa con siete o diecisiete paísitos sobre la piel de toro.

La fortuna de Cebrián sobre la desgracia de los Polanco

Tras los rasgos descritos, cuyo relato pormenorizado daría para varios volúmenes, parece claro que el Grupo Prisa tenía que ir a morir en la ribera de la gran crisis de España, en el mismo momento y en idéntica circunstancia, porque llevaba en su seno la misma semilla de destrucción que esta democracia sin demócratas nuestra. De dar la puntilla al hace unos años aparentemente inexpugnable Imperio Polanco se ha encargado ese Cebrián que el 21 de julio de 2007, tras el fallecimiento del fundador, reclamaba a su hijo Ignacio “lealtad a la alianza de sangre en torno al propósito fundacional de El País que habíamos sellado [Jesús Polanco y él mismo] entre nosotros”. La “lealtad” de Cebrián consistió en arrinconar a los herederos del fundador y hacerles perder la mayor parte de su fortuna. Él, por contra, se ha hecho rico. Como buena parte de los responsables de la ruina de España, Cebrián se ha convertido en millonario a costa de hundir su empresa, no obstante lo cual sigue, “impasible el ademán” que decía el viejo himno falangista, impartiendo doctrina desde el púlpito de El País.

La historia del fiasco es de sobra conocida. La identificación, auténtica mimetización, entre la historia del Grupo y la burbuja económica española alcanzó tales cotas que Prisa, bajo la mano experta de ese gran gestor, fue capaz de endeudarse, como tantas de nuestras empresas, en más de 5.000 millones de euros, suma de todo punto imposible de devolver. Un ejemplo de libro de mala gestión. En cuanto se cerraron los mercados financieros para España, la suerte del Grupo estaba echada. Sabedor de que la solución pasaba por el desguace del conglomerado y su venta por piezas, el nuevo presidente ejecutivo dio en buscar un “fondo buitre” (el hedge fund Liberty que preside un tal Nicolas Berggruen) dispuesto a completar la tarea, a cambio de suculentas comisiones personales. Con la gran banca –sin olvidar Telefónica- acreedora convertida en accionista del antaño “diario independiente de la mañana”, los paganos de la fiesta, como no podía ser de otro modo, han sido los trabajadores del grupo. De la parte más sucia del negocio se ha hecho cargo Fernando Abril-Martorell, elevado por Cebrián a la condición de consejero delegado, vulgo capataz de este no menos vulgar corte de cabezas. Triste sino el del hijo de aquel gran padre.


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