viernes, 18 de abril de 2014

LA AMENAZA DE LA EXTREMA IZQUIERDA Y LA COMPLICIDAD DE LOS SOCIALISTAS

La estrategia del caos
IGNACIO CAMACHO en ABC

ESPAÑA no tiene un problema de extrema derecha. La xenofobia no acaba de cuajar por fortuna en una sociedad acostumbrada al fenómeno migratorio y los neonazis, muy escasos, carecen de capacidad operativa. El conservadurismo radical se agrupa en plataformas democráticas o se conforma con foros de internet y algunos predicadores exaltados de medios minoritarios que no alcanzan a organizar nada parecido a un Tea Party con capacidad significativa de influencia. Los fantasmas del ultraderechismo sólo los agita un sedicente sector progresista para tratar de etiquetar con ellos al PP. Fanáticos hay, claro, en un país tan dado a la bipolaridad ideológica, pero su peligrosidad real no va más allá de cierto ruido sectario.

En cambió sí ha surgido en los últimos tiempos un extremismo violento de izquierdas. Al pairo de la crisis y el descontento ciudadano han florecido grupos radicales que defienden, e incluso teorizan, un agresivo activismo callejero de carácter antisistema. Algunos apóstoles del anticapitalismo preconizan la estrategia de la tensión y justifican la violencia revolucionaria. Los grupos de acción directa, brotados como belicosos spins off del movimiento del 15-M, toman la iniciativa en huelgas y manifestaciones buscando el enfrentamiento campal con la Policía para sembrar el caos con tácticas de guerrilla urbana, que en euskera se dice «kale borroka». Se trata de crear un clima de desorden público, acaparar telediarios con inquietantes imágenes de disturbios y provocar el chispazo que encienda un conflicto susceptible de desestabilizar al Estado.

Esta deriva incendiaria, que ha cobrado fuerza a partir de éxitos como el del barrio burgalés de Gamonal, cuenta con el soporte intelectual de ciertos gurús y profetas del «estallido social» que no aceptan la responsabilidad con que la mayoría de la sociedad española está encajando, pese a su decepción con la política, el durísimo tránsito de la crisis. Pero también se beneficia de la pasividad moral de una izquierda institucional temerosa de condenar el vandalismo de choque por razones de tacticismo electoral inmediato y tal vez porque sabe que en el fondo desgasta e intimida a su adversario político. La complicidad puede entenderse en fuerzas radicales que defienden modelos bolivarianos o castristas y muestran clara simpatía por la contestación contra el sistema. Sin embargo en la socialdemocracia y el sindicalismo convencional constituye un error estratégico porque la crecida extremista tiende a ocupar su espacio y aspira a sustituirlo. No es sólo una protesta contra el Gobierno sino una vanguardia de asalto a las bases de la representación democrática.

La primavera va a ser caliente en las calles y algunos líderes de luces cortas creen que pueden obtener beneficio de la alta temperatura ambiental. No recuerdan que ya sufrieron la experiencia en el País Vasco y que la lógica de la violencia es una espiral autoritaria que no reconoce otro límite que el de su propia capacidad de impacto.


Grupos antisistema aglutinan a jóvenes vinculados en el pasado a bandas terroristas
JAVIER PAGOLA / PABLO MUÑOZ en ABC Día 30/03/2014

No se ha detectado por ahora una estructura estable que organice las distintas redes radicales, pero sí contactos para coordinar sus acciones. Grupos antisistema aglutinan a jóvenes vinculados en el pasado a bandas terroristas

Decenas de jóvenes que nutrían las juventudes de organizaciones terroristas como ETA, Grapo o Resistencia Galega se han desplazado ahora hacia los grupos de extrema izquierda que mueven los hilos de graves disturbos como los registrados en Madrid y en otras ciudades de España, con el pretexto de la «indignación» ciudadana. Carecen de un liderazgo claro, pero les unen su «odio visceral» a todo lo que simbolice España y su obsesión por derrocar el sistema democrático, según los informes que maneja la Policía. La prioridad de los investigadores se centra ahora en recabar datos para confirmar que actúan de forma coordinada –la clave para poder acusarles de pertenencia a grupo criminal– y comprobar si eventualmente tienen algún tipo de estructura, no jerárquica, pero sí estable.

Las fuentes consultadas por ABC están convencidas de que los grupos que protagonizan las
algaradas actúan conforme a una estrategia previamente diseñada y concertada entre ellos; es decir, estaríamos ante una red de organizaciones antisistema formalmente autónomas pero que llegan a acuerdos para lograr sus objetivos. Cada una de ellas cuenta con uno o varios líderes, los más radicales y con mayor capacidad de manipulación sobre el resto.

Los expertos en terrorismo callejero han elaborado un perfil de estos profesionales de la agitación: son jóvenes de entre 18 y 30 años, en su mayoría varones. Los hay, en número nada despreciable, menores de edad. No tienen muy bien definida su ideología, pero se vinculan a la extrema izquierda, al independentismo o al anarquismo. El nexo común entre todos ellos es su elevado grado de radicalización, que les lleva a arremeter contra las instituciones democráticas y los símbolos del capitalismo. Como ejemplo de ello, Ernai –organización juvenil de Sortu– declinó participar físicamente en la «marcha de la dignidad» que partió del norte, al considerar que algunos de los grupos que estaban detrás habían dejado en un segundo plano la demanda independentista, en favor del frente obrerista. Sin embargo, mostró su apoyo porque coincidía en el objetivo: derrocar el poder democráticamente constituido por medio de la subversión y asumir que el uso de la violencia está justificado.

En cambio, sí hubo presencia activa del núcleo más duro de la «izquierda abertzale», alineado con posiciones marxistas-leninistas. Este núcleo duro, que se ha quedado «huérfano» de liderazgo tras la decisión de ETA de dejar definitivamente la actividad terrorista, es el impulsor de los brotes de «kale borroka» que han continuado en los últimos meses en el País Vasco. Encuentra en disturbios como los registrados el 22 de marzo en Madrid un campo de batalla idóneo para su estrategia de «trinchera».

En definitiva, según estos informes, los integrantes de las organizaciones juveniles que gravitaban en torno a ETA, Grapo e incluso Resistencia Galega carecen ahora de un liderazgo claro, tras la derrota de sus «comandos» por la Policía. Los Grapo están desmantelados, aunque se mantiene la vigilancia; ETA sigue en fase terminal, y Resistencia Galega, que nunca ha tenido excesiva capacidad operativa, ha recibido importantes golpes policiales en los últimos tiempos.

Además, el brazo armado del PCE (r) y los terroristas gallegos han compartido tradicionalmente cantera en determinados lugares de Galicia, como Vigo. Por ello la «marcha juvenil» procedente de allí ha sido la «más combativa». Preocupa especialmente que con motivo del 22-M fuera desplegada en la plaza de Cibeles una gran pancarta en la que se llamaba a los Grapo a reanudar la «lucha armada».

Así pues, la presión policial sobre estas organizaciones criminales ha hecho que muchos de sus integrantes se hayan desplazado hacia los grupúsculos de extrema izquierda, antisistema y anarcoterroristas, que aislados son prácticamente marginales, pero que coordinados en una estrategia común de desestabilización constituyen una amenaza. Y se han desplazado con los manuales de «guerrilla urbana» en sus mochilas. Son nostálgicos de la «borroka» y mantienen su objetivo prioritario: atacar a las Fuerzas de Seguridad y demás instituciones.

A ellos se suman jóvenes cuyo proceso de radicalización se caracteriza porque carecen de un grupo de socialización de referencia, y encuentran en la «ideología» antisistema una vía para terminar con el ordenamiento democrático, al que culpan de la situación actual –paro, recortes en políticas sociales...–. Según estos informes policiales, una vez señalados los «culpables», los jóvenes no dudan en utilizar la violencia. Encuentran apoyo en personas de cierta proyección social, política o cultural que justifican la violencia como único instrumento que les queda a los «indignados».

Cuando la convocatoria es pacífica, no tienen reparos en infiltrarse en la manifestación, desobedecer las instrucciones de los organizadores y, camuflados entre la multitud, causar incidentes. Para ello, celebran previamente asambleas a las que acuden los elementos «más comprometidos». Es ahí donde calan profundamente en los más exaltados mensajes tales como «a la caza del policía», reforzando así la ideología radical que ya tienen interiorizada estos profesionales del «cóctel molotov».

Se sienten muy cómodos cuando la concentración es numerosa, porque utilizan a la multitud como «escudo humano» para evitar su localización, identificación y arresto. Saben que en esos casos la Policía no interviene y, si no tiene más remedio, lo hará con muchas limitaciones. Los disturbios suelen registrarse cuando ya ha concluido la manifestación, aunque una de las novedades del 22-M fue que comenzaron a atacar cuando aún no había acabado esta. Se sitúan en la cola de la misma para utilizar como parapeto el gentío que tienen por delante. Así, disponen de tiempo suficiente para cometer sus desmanes y replegarse. Los profesionales de la agitación se colocan junto a personas que conocen para evitar la posible vigilancia de agentes de Policía camuflados y es en el seno de este pequeño grupo donde organizan sus desmanes.

Acuden a las marchas con pasamontañas o pañuelos y con material susceptible de ser utilizado como artillería o para provocar incendios. Sin embargo, últimamente lo dejan en algún local de confianza cercano al lugar de los incidentes o se aprovisionan de adoquines que arrancan de las aceras.

El creciente uso de las redes sociales por parte de los agitadores hace muy difícil la prevención de los disturbios. Entre otros motivos, porque los perfiles cambian continuamente.


Algunas violencias se condenan en minúscula
Luis Ventoso en ABC

Partidos y grupúsculos de extrema derecha de toda España han convocado una gran marcha sobre Madrid en contra de los recortes, el paro, la UE y la entrada de inmigrantes. Autobuses de los cuatro puntos cardinales, atestados de manifestantes, acuden a la capital. A bordo viajan radicales de todos los pelajes: neonazis, neofascistas, falangistas nostálgicos, hooligans de los fondos de los estadios… La manifestación resulta multitudinaria. Aunque ha sido convocada por formaciones extremistas, se han sumado miles ciudadanos de a pie, poco politizados, pero descontentos tras la interminable crisis y pasto fácil de la demagogia populista. Los manifestantes desbordan Colón. Un actor famosete, de conocida militancia ultra, arenga a las masas. Entre los marchantes se vislumbra a más artistas. Concluye la protesta y cae la noche. Tras desperdigarse la multitud, varios centenares de neonazis inician una batalla campal. Los encapuchados destrozan con saña nihilista los escaparates y arrancan enormes adoquines de las aceras, que arrojan a los policías tratando de herirlos. En el fragor de la refriega, los ultras acorralan a un grupo de antidisturbios. Los agentes, indefensos en el suelo, son machacados con una violencia más propia de «La naranja mecánica» que del Madrid democrático del siglo XXI. El balance es tercermundista: policías heridos, cincuenta detenidos, fotógrafos apedreados, negocios destrozados.

¿Qué habría pasado si todo lo anterior hubiese ocurrido realmente: huestes de derechas arrasando Madrid? Rubalcaba condenaría solemne «la violencia salvaje de la extrema derecha». Entre grandes aspavientos, Soraya Rodríguez, Centella, Cayo Lara y Tardá instarían a promover con urgencia leyes «contra el auge de la ultraderecha». Valenciano desplegaría su mímica más apasionada. Madina suspiraría melancólico: «La derecha está volviendo este país irrespirable». Las televisiones cuatro, cinco y seis organizarían tertulias de sol a sol sobre el auge del fascismo. Willy Toledo se encadenaría a Cibeles, con Ana y Víctor tocando la bandurria en señal de apoyo. Bosé y Almodóvar escribirían un manifiesto antifascista, que rubricaría toda la inteligencia, de Almudena Grandes a Wyoming, pasando por todos los Bardem, matriarca y nuera incluidas. Las redes sociales arderían. Los ministros, del primero al último, condenarían a los radicales. La Justicia actuaría rauda e inflexible.

Es obligado e imprescindible condenar y perseguir toda violencia de extrema derecha. Pero hoy en España el problema capital no radica ahí, sino en el vandalismo callejero de ultraizquierda. ¿Por qué a la izquierda política y mediática le cuesta tanto renegar de los delincuentes del pasado sábado? Pues porque nuestra democracia todavía es inmadura. Nazismo y fascismo, como no podía ser de otra manera, nos parecen hoy ideologías inadmisibles, pero no así el otro gran totalitarismo criminal del siglo XX, el comunismo. Es inaudito que partidos que forman parte del juego democrático defiendan a estas alturas el sustrato ideológico de Stalin, Pol Pot, los hermanos Castro o el prestigioso estadista Nicolás Maduro. Y es desolador que unas violencias se condenen en mayúscula, y otras, en minúscula.


Totalitarios en el campus
Edurne Uriarte en ABC

Las universidades madrileñas me recuerdan cada vez más los viejos malos tiempos de la Universidad del País Vasco, cuando los proetarras campaban a sus anchas, insultando, amenazando y agrediendo. Lo peor, como siempre, ha ocurrido en la Complutense.

Pero los totalitarios también han actuado en mi universidad, en la Rey Juan Carlos. Entre otros incidentes, una veintena de ellos nos han esperado hoy a mi y a mis alumnos de Sistema Político II a la puerta de nuestra clase, con insultos y amenazas (“Terroristas”, “Fascistas” y “Pim, pam, pum”, han sido algunos de los gritos más repetidos por los energúmenos) Pero, además, los extremistas han destruido la cerradura de esa clase y de todas las adyacentes y nos han impedido la entrada. Por lo que hemos tenido que desplazarnos a otro edificio para localizar otra aula.

No sólo nos han seguido sino que han mantenido los insultos y amenazas en la puerta de la nueva clase. Y hemos podido realizar la clase en su totalidad gracias a la ayuda de los vigilantes de la universidad que nos han protegido hasta el final.

¿Hasta cuándo vamos a consentir estas agresiones en la universidad?

Es necesaria una respuesta política contundente, sobre todo de esa izquierda que aún no ha denunciado a la izquierda radical ni parece muy dispuesta a hacerlo. Es necesaria también la firmeza policial que impida las acciones de los totalitarios y garantice la libertad de los estudiantes y profesores. Pero tan imprescindible como todo lo anterior es una actitud de resistencia democrática por parte de la inmensa mayoría de estudiantes que quiere acudir a la universidad en libertad.

Como la mostrada esta mañana por mis alumnos que han resistido el acoso de los radicales y no han cedido a sus amenazas.






CONTRA EL CONSENSO

Siempre he pensado de este modo, pero creo es preferible leer las palabras de un periodista con mejor capacidad y claridad para exponer esta idea.


Se ha aceptado como un dogma que el consenso es la mejor forma de solucionar los problemas, seguramente como consecuencia de la inclinación que existe en las sociedades avanzadas a orillar los conflictos, a esquivar el enfrentamiento. Esa predisposición, fruto del pensamiento relativista posmoderno, robustece a quienes no creen en el pluralismo. A la postre, son los intransigentes, los sectarios, los fanáticos, quienes utilizan la tolerancia general para allanar el camino a sus propósitos particulares. Si ya de entrada estoy dispuesto a aceptar que mi interlocutor tiene parte de razón y que podremos llegar a un entendimiento, la solución siempre se escorará hacia el otro, por estrafalario que sea su punto de partida.

En Ucrania, Putin está explotando ese boquete por el que se desangra la sociedad occidental. No es casualidad que ayer, en Línea Directa, su programa televisivo que se emite desde los Urales al Pacífico, la palabra que más repitió fuera «diálogo», al tiempo que acusaba a las autoridades de Kiev de anteponer el uso de la fuerza a la palabra. Habría estado bien que el presidente hubiera exhibido ese talante hace cuatro días, antes de invadir y anexionarse Crimea. También eché en falta esa bonhomía con Litvinenko, el opositor envenenado con polonio. Putin se negó a entregar a las autoridades británicas al presunto asesino. O con ocasión del crimen de la periodista Anna Politovskaya, saldado sin culpables. Y más recientemente, cuando firmó de su puño y letra nuevas leyes para perseguir a los homosexuales, a los que ya se priva hasta del derecho a organizar actos públicos.

Desde que empezó la crisis de Ucrania, todas las cadenas rusas, sin excepción, controladas por el Kremlin, aventan el temor a una agresión occidental y a que la población rusófona sea machacada, aun cuando ha sido ésta la que, armada hasta los dientes, ha tomado edificios oficiales, aeropuertos y carreteras. La manipulación ha dado resultado: la mayoría de la opinión pública está con su presidente, el pacificador.

Es en ocasiones así cuando se ve el error de haber sacralizado la idea del consenso o la patraña del hablando se entiende la gente. Ni la virtud está en el término medio ni el consenso es un valor en sí mismo. Hay bienes que no están en almoneda, bienes que deben protegerse siempre. En Ucrania como en España.