miércoles, 12 de julio de 2017

VENEZUELA, UN ASUNTO MÁS DE LA POLÍTICA ESPAÑOLA


Hace tiempo que el asunto entró de lleno en la política nacional. Y ahí sigue, abriendo telediarios y buscando reacciones de los partidos.

Ocasión de retratarse ante quienes han empobrecido Venezuela y la han puesto al borde de la guerra civil. Desde sus admiradores de Podemos, donde Monedero sostiene que allí funciona el Estado de derecho, hasta Ciudadanos, donde Albert Rivera califica a Podemos de sucursal chavista.

Lo último es la puesta en libertad vigilada de Leopoldo López, condenado a 13 años de cárcel por incitación a la violencia en las protestas callejeras de 2014 (43 muertos). El líder de Voluntad Popular y cabeza visible de la oposición al chavismo ha calificado de “amiguete” al ex presidente Zapatero, cuyo papel de facilitador nunca fue del agrado del también ex presidente Felipe González. Por cierto, ambos militantes, pero no simpatizantes, del PSOE liderado por Pedro Sánchez.

En cuanto a los respectivos gobiernos, viven en crisis diplomática permanente desde que Maduro calificó a Rajoy, entre otras lindezas, de “bandido” y “protector de delincuentes y asesinos”. Solo por haber reclamado lo que ahora el propio Maduro aplaude como un acierto del Tribunal Supremo de Venezuela: la libertad de Leopoldo López (arresto domiciliario, en realidad, bajo custodia policial), el mundialmente famoso preso político del chavismo.

Se produjo este fin de semana y se celebró en la plaza de España de Madrid como un paso atrás de Maduro ante el empuje callejero de un pueblo con hambre atrasada de pan y de libertades. Sin embargo, aún quedan en las cárceles 433 presos políticos (datos de la ONG Foro Penal). El número se ha disparado en estas últimas semanas por el activismo callejero.

De ellos se ha acordado Pedro Sánchez, líder del PSOE, en una primera reacción a través de las redes sociales: “Hay que felicitarse por que Leopoldo López esté ya en casa con su familia, pero quedan muchos presos políticos en Venezuela”.

Expresa una preocupación habitual en las declaraciones del propio López. Y ahora los seguidores de este se preguntan si, habiendo rechazado siempre la libertad mientras hubiera otros presos políticos (“Yo tengo que salir el último”), de pronto ha cambiado de idea o es que le han obligado a aceptar la excarcelación.

Eso es lo que se preguntan los miembros de la Asociación Civil Venezolanos en España, que este sábado mostraban su alegría por la noticia y, al tiempo, su escepticismo por si López hubiera bajado su nivel de exigencia respecto a los presos políticos que no han corrido la misma suerte.

Véase cómo las ataduras históricas, idiomáticas, culturales, que están ahí desde hace cinco siglos, han hecho de la crisis venezolana un asunto más de nuestra política doméstica. Razón añadida es la aparición de Podemos, un partido emergente de bien retribuida afinidad al régimen chavista.

Agua de mayo para pregoneros del antichavismo, que nos visitan en busca de arropamiento y solidaridad con referencias analógicas al partido de Iglesias. O sea, que nos puede pasar lo mismo si alimentamos a los amigos españoles de Maduro. Y por el mismo precio, los políticos españoles que recelan de Podemos potencian el seguimiento de la política venezolana con la intención de frenar el avance de la izquierda mochilera.


El resultado está a la vista. Lo que ocurre o deja de ocurrir en aquel país entra de lleno en la agenda política española, donde también se instala la preocupación por las inversiones de nuestras grandes multinacionales (Repsol, Mapfre, Telefónica, Iberia, BBVA…) y donde se recitan de memoria los males del régimen chavista: pobreza, represión, inseguridad, desabastecimiento, corrupción y comportamiento tiránico del presidente, Nicolás Maduro, siempre a la caza de atajos legales para hacer de su capa un sayo.

Antonio Casado en El Confidencial 10 Julio, 2017 

PODEMOS ANTE EL ESPEJO ROTO

La repulsa a Maduro significaría para ellos abdicar de su superioridad ideológica y moral, dar por fracasado su modelo

Quizá algún día, en el improbable caso de que lleguen a consumar su asalto al poder e impongan su anhelo distópico de una sociedad nueva, los dirigentes de Podemos se atrevan a explicar la verdadera razón de su contumaz complicidad con el régimen de Venezuela. No ya con el chavismo, que hasta sus últimos valedores consideran traicionado, sino con la desfigurada y trágica parodia revolucionaria en que Maduro ha convertido su resistencia. Es una realidad objetiva que al partido morado le convendría electoralmente distanciarse de esa degeneración siniestra, por mucha afinidad sentimental y mucho padrinazgo fundacional que le deba; sin embargo, ni el evidente patetismo de la agonía venezolana, que avergüenza a cualquier sociedad democrática, logra arrancar de Pablo Iglesias ni de su entorno una condena tajante y expresa. No ya una repulsa política sino una simple expresión de distancia ética.

Este silencio, en el mejor de los casos equidistante o ambiguo, no puede obedecer sólo al original patrocinio financiero, por más que los maduristas puedan saber demasiados detalles antipáticos sobre ese mecenazgo primigenio. 

Más bien parece que se trata de un fenómeno de cerrazón ideológica, de terquedad en la defensa de un modelo. Los podemistas son conscientes de la sombría degradación del poder post-chavista pero se niegan en redondo a renunciar a sus fundamentos. A romper el espejo de sus convicciones, a aceptar la derrota moral que para ellos supondría reconocer que el proyecto piloto de un nuevo orden libertador expira en medio de estertores sangrientos. Y buscan, como hizo la vieja izquierda ante el corrupto declive del castrismo, atenuantes casuísticos y conspiraciones culpables para esquivar la para ellos desasosegante certeza de que el proyecto comunista acaba siempre en el hambre del pueblo.

Pero al menos los antiguos marxistas acabaron por admitir que los regímenes de Cuba o de la URSS habían malversado sus ideales, que las nomenclaturas políticas -la casta- se habían convertido en usurpadoras ilegítimas de una fe igualitaria que seguía intacta en sus principios y conceptos. Éste es el paso que aún no ha dado Podemos, cuya dirigencia exhibe tal grado de soberbia narcisista que es incapaz de reprobar el envilecimiento de su paradigma para que nadie piense que se equivocaron de ejemplo. Iluminados y persuadidos de su mitológica misión redentora, se resisten a reconocer el fracaso de su arquetipo original aunque no estén tan ciegos para no asumirlo en su fuero interno.

Porque eso equivaldría a confesar la posibilidad de no tener razón, a abdicar siquiera en teoría de su superioridad, a abrir un resquicio de duda en su autoconvencimiento. Y hasta ahí podíamos llegar: el artículo primero del manual del caudillaje dice que los jefes nunca se equivocan, y el segundo que en el remoto caso de que se equivoquen… se aplicará el artículo primero.