domingo, 30 de diciembre de 2018

CÓDIGOS CULTURALES

El pasado 21 de noviembre la Sala de lo Criminal en el juzgado de Coutances (La Mancha) absolvió a un inmigrante musulmán de Bangla Desh del delito de violación por «no tener el acusado los códigos culturales» necesarios y pese a haber sido condenado a dos años de prisión por otra infracción similar acaecida en 2015. El tribunal suspende provisionalmente esta última condena y le pone en libertad.

El personaje, al parecer, es un portento: durante el interrogatorio en la comisaría de Saint Lô hubo de colocarse un agente entre él y la traductora porque intentaba palparle los glúteos, dicho sea finamente. El tribunal atendió los argumentos de la defensa: carencia de los códigos culturales franceses que, irremisiblemente, enviarían a un nacional a la cárcel por el mismo delito; visión la del inmigrante que justificaría su mal concepto moral sobre las francesas y por consiguiente los actos que pueda cometer, con vía libre para correr Francia adelante sin más «códigos culturales» que los suyos. Bingo.

Desconozco si a estas alturas se mantiene en el país vecino la obligación que va de soi y ni siquiera requiere de normativa escrita, de que la gente acredite su personalidad cuando es preciso, otro de los puntos de fricción con musulmanes, que pretenden quedar, en Europa, al margen de las leyes y obligaciones de todos, con un estatuto legal distinto, su objetivo último. Es decir, no sé si podría repetirse el caso de una pareja que -en Limoges, ABC, 14.02.06- decidió renunciar a su boda ante la exigencia del funcionario municipal de que la novia demostrase ser quien decía, descubriendo su rostro, lo que bien mirado no es gran cosa. Y con feroz bronca e improperios de los familiares, quienes alegaban «atentado contra su intimidad». 

Multiculturalismo en estado puro, bien alentado, azuzado y nutrido por oenegés de esto y aquello, subvencionadas o no, inconscientes o despectivas ante el daño que originan a los derechos individuales, a la igualdad jurídica de todos los ciudadanos y aun a la misma libertad. Ignoro si en Francia, aun de manera esporádica, pueden suceder casos semejantes, pero lo de Coutances eriza los vellos. Sí sé que la pañoleta de las niñas se prohibió en las escuelas, como era de razón, y no pasó nada, mientras en España coló en toda la línea y ahí sigue (inolvidable la intervención del Sr. R. Gallardón, en El Escorial: después plañen porque no les votamos, qué risa). Y también conozco dos casos concretos en que la musulmana (si es que era mujer y pertenecía a esa religión) actuó sin oposición alguna ante el escapismo y cobardía de las supuestas autoridades españolas (universitaria en un caso; gran preboste autonómico en otro), con triunfo total de sus códigos culturales, del multiculturalismo y la diferenciación confesional.

Obviamente, el caso del violador de Normandía ha pasado desapercibido en las páginas del periódico regional La Mancha Libre y sin que las feministas y Femen de por allá acudan a las mezquitas a organizar sus habituales aquelarres de mal gusto que, por supuesto, condenaríamos. Es la misma arbitrariedad oportunista que por acá padecemos: petición callejera de agravamiento implacable de las penas contra los cretinos bestiales de La Manada y silencio absoluto frente a casos infinitamente más brutales y sangrientos. Sólo citaré uno: la violación y asesinato -horrendo- de Sandra Palo, que sólo mereció fotos con su destrozada madre de políticos que prometían reformar la Ley del Menor para impedir impunidades, del Código Penal, de la ley de Enjuiciamiento Criminal, meses antes de no hacer absolutamente nada una vez ganadas las elecciones; y si el silencio de las feministas progres se rompía (poco) era para concluir, buenistas, que «el criminal es una víctima de la sociedad», o «execra el delito y compadece al delincuente», con ojos en blanco y fervorosa memoria de Benedetto Croce. Ya ves tú. ¿Qué código cultural específico estaban aplicando las feministas de izquierda a los asesinos de Sandra Palo y cuál endosan a los cretinos bestiales de La Manada?

Pero la confrontación de «códigos culturales» otras veces adopta un cariz menos trágico, más risible, como la penúltima ocurrencia de los animalistas -como buenos progres, obsesionados con meter mano al idioma: creen que cambiando las palabras modificarán los objetos y los actos- de sustituir el tiro de los dos pájaros con la gazmoña cursilada de «Alimentar a dos volátiles con un mismo panecillo» (para que dijeran, en tiempos, de las famosas Ursulinas) y sin caer en la cuenta de que están atentando contra el lenguaje «inclusivo»: se olvidan de pormenorizar «un pájaro y una pájara», con perdón. Y conste que de la melonada de la «escritura inclusiva» tampoco se libran los vecinos transpirenaicos, con intervención del mismo Gobierno francés ante el volumen de bobadas, algo impensable en la España actual. La resistencia de la lógica lingüística es tan fuerte que no han conseguido imponer sus genialidades, ni aquí ni allá, pero sí consiguen enturbiar la convivencia creando problemas artificiales que nada remedian de las dificultades y conflictos de las mujeres (y de los hombres).

En otras ocasiones, nuestros códigos culturales, en manos de acomplejados más bien ignorantes, se disfrazan con eufemismos. Se interioriza el terror a decir «negro», sustituido por «subsahariano», con lo cual los negros de América se quedan sin gentilicio. Como sucede con «moro». En uno de mis primeros viajes a Cuba me ocurrió algo que me curó por completo de seguir enmascarando la palabra con «de color». Dando una clase en la Universidad de La Habana, hablé de «una persona de color», a lo que un negro sentado en primera fila me interrumpió con la pregunta «¿De qué color?». El hombre tenía razón al rechazar todo el paternalismo, los complejos y la cobardía de nuestro mundo occidental, convencido de que con palmaditas en el hombro se arreglan los conflictos de siglos. Desde entonces -y van veinticinco años- no he vuelto a usar tan tontorrona expresión, con gran alboroto del gallinero patrio cuando he llamado, en público, negros a los negros y moros a los moros. Para mí la cosa está clara: el matiz peyorativo lo trae la circunstancia en que se produce y la intención, visible, de los hablantes o -y esto es más delicuescente- de los oyentes. Y dado que en España se vuelven a perseguir los delitos de opinión (sólo de un lado: ultraizquierdistas y separatistas no más ejercen su derecho a la libertad de expresión), andémonos con ojo tan sólo por hablar en español.

De Colbert, Pierre Loti, Gobineau -odiosos colonialistas y más nada- hablaremos otro día, bien entreverados con sus malvados compadres Colón, Fr. Junípero Serra, Vitoria, Vasco de Quiroga, Elcano, Orellana o Juan de la Cosa, condenados todos a quedarse sin calle ni nombre en institución alguna. Todo sea por los salvíficos códigos culturales nuevos.

Serafín Fanjul es miembro de la Real Academia de Historia.

Nota: la anécdota acerca de la absolución de un inmigrante por «no tener el acusado los códigos culturales» necesarios fue publicada en varios medios de comunicación franceses que la dieron por buena. Sin embargo, parece ser que se trata de una noticia falsa. En todo caso, esa posible falsedad no limita la realidad de la estulticia, porque hay miles de casos de comportamientos carentes de sentido común.

LA FÁBULA DEL ESCORPIÓN Y LA RANA

Hastiado de las imágenes de la kale borroka catalana que nos ofrecen los telediarios, zapeé a la serie The Good Wife para escapar de la triste realidad nacional en los acogedores brazos de Julianna Margulies. Era el episodio en que su personaje, Alicia Florrick, le cuenta a su colega y rival Cary Agos la fábula del escorpión y la rana.

Un escorpión le pide a una rana que le ayude a cruzar el río. «No temas mi picadura -la tranquiliza-: si te picara los dos moriríamos, tú del veneno y yo ahogado». La rana se deja convencer, pero cuando van por medio de la corriente, el alacrán le clava su aguijón. «¿Por qué lo has hecho? -protesta la ranita-. Ahora moriremos los dos». «No lo he podido evitar -se excusa el arácnido-: está en mi naturaleza».

La fábula me restituyó a los pesares de la política nacional: el escorpión separatista inyecta su veneno al Estado sin pensar que esa aniquilación de España a la que aspira causará, también, su muerte porque lo conducirá a una inevitable asfixia económica (especialmente porque, si prolongamos la parábola animal, antes de convertirse en alacrán ha venido siendo huésped, como denominan los naturalistas a los animales que prosperan en privilegiada relación con otro superior, el hospedante, en este caso España, la que durante siglos ha beneficiado a esas regiones, ahora rebeldes, con aranceles y otras ventajas fiscales).

¿Cómo hemos llegado a esto?

Hagamos memoria: los padres de la Patria que diseñaron la ley electoral consintieron que favoreciera a los partidos separatistas (los del electorado concentrado en alguna región), sin pensar que les estaban cediendo la llave de la política nacional. Desde que nuestra democracia existe, los partidos separatistas han condicionado la política española con ese puñadito de votos capaces de alterar la balanza del poder cuando éste andaba dudoso entre el PSOE y el PP. Con las izquierdas y con las derechas han chalaneado extirpando al Estado amplias parcelas de poder.

Hoy los nacionalistas vascos están relativamente aplacados, dado que disfrutan de exenciones fiscales desconocidas en cualquier otra región europea (Concierto Económico Vasco y Convenio Navarro). Esa situación de privilegio fue precisamente la causa de las presentes calamidades: concitó la envidia del presidente Artur Mas (antes Arturo) que reclamó esas ventajas también para Cataluña. Cuando Rajoy se negó, alegando, muy razonablemente, que no era el momento, en plena crisis, el presidente Mas, con la rabieta del niño malcriado que era (alentado por el padrino Pujol) prendió la llama de ese devastador incendio que ahora escapa al control de sus pirómanos y amenaza la convivencia nacional y la propia existencia de España.

Los partidos emergentes llevan en su programa la reformulación de la ley electoral para evitar que los votos separatistas influyan desproporcionadamente en el gobierno de la nación. Los partidos tradicionales (PSOE y PP) no acaban de aceptarlo porque la actual ley electoral los favorece (en realidad favorece el bipartidismo, al perjudicar al tercer partido haciendo que sus posibles votantes emigren hacia ellos en busca del voto útil).

Sería un loable acto patriótico que estos dos partidos de toda la vida, o lo que va quedando de ellos, se sumaran a la iniciativa de los emergentes y, por una vez, aparcaran sus intereses inmediatos (perpetuarse en el poder) para servir a los intereses de la Nación con una ley electoral que impida estos abusos.

Podríamos añadir en nuestra lista de peticiones a los Reyes Magos que los ciudadanos elijan directamente a sus representantes, para evitar el concurso de impresentables como el diputado Rufián quien «con un nivel de formación muy mejorable y una experiencia política de la solidez del chamizo de un melonero» (Álvaro Martínez dixit) accedió al Parlamento desde las listas del paro.

Al propio tiempo, y en la misma tacada, podríamos solicitarles la supresión de las diecisiete autonomías artificialmente creadas para disimular el agravio comparativo de que las regiones pretendidamente «históricas» (País Vasco, Cataluña y Galicia) recuperaran los estatutos que disfrutaron con la malhadada Segunda República.

Nos está saliendo muy cara la chapuza que determinó la desmembración de España en diecisiete reinos de taifas, cada uno con su gobierno, su parlamento, sus instituciones y sus improvisadas señas de identidad, lo que produjo una clase política parasitaria cuyo trabajo consiste en entorpecer la vida del ciudadano productivo.

Si no se pudieran suprimir las autonomías, al menos podríamos devolver al Estado central tres competencias fundamentales que nunca debieron desgajarse de él: educación, sanidad y policía, especialmente la primera en vista de que las autonomías «históricas» instalan programas de adoctrinamiento separatista en los tiernos cerebros escolares y les inculcan mitos nacionalistas y odio a España con unos procedimientos pedagógicos similares a los que encumbraron a los fascismos históricos de los años treinta del pasado siglo.

Torcuato Fernández-Miranda, el político que inspiró la Transición y después de ejercer un poder omnímodo entre bambalinas, mientras servía al Estado, tuvo la decencia de morir pobre, dejó dicho: «La fórmula autonómica es una gravísima irresponsabilidad que no solo podrá despertar y acelerar el riesgo separatista, sino que las comunidades y regiones no sesgadas por la choza nacionalista, podrán llegar a contaminarse de los mismos males y transformarse en franquicias de poder federal o casi (…), con el regreso a un caciquismo de amargo recuerdo». Como a la Casandra que advirtió la ruina de Troya, nadie le hizo el menor caso.

En parecidos términos se expresó Tarradellas (hoy fugazmente recordado porque Sánchez le ha puesto su nombre al aeropuerto de Barcelona): «El sistema autonómico se ha desmadrado (…). Hace años que dije que diecisiete autonomías, diecisiete parlamentos, diecisiete policías… esto es Jauja, eso no puede funcionar bien».

¡Clarividente Tarradellas!, el mismo que preguntado en 1980 sobre su posible sucesor respondió: «Yo de enanos y corruptos no hablo».

Gozaba el molt honorable de una notable clarividencia. Cuando dijo que en política es pot fer tot, menys el ridícul («En política se puede hacer todo, menos el ridículo»), ¿no nos anticipaba los gobiernos de Joaquín Torra y de Pedro Sánchez?

Domingo, 30/Dic/2018 Juan Eslava Galán ABC

sábado, 29 de diciembre de 2018

EL MUNDO MEJORA, AUNQUE CASI NADIE LO CREA

Frente al pesimismo populista y neomarxista, pensadores liberales recuerdan que la humanidad vive cada vez mejor y defienden el valor creativo del optimismo

Mi madre, de 81 años, es una mujer inteligente y vivaracha, pero sin un talante filosófico o especialmente reflexivo. En su primera veintena se casó con mi padre, tres años mayor que ella. Por entonces, él era patrón de pesca y cuando pasaron por el altar ya había naufragado en un barco de madera en el duro caladero irlandés de Gran Sol. Sobrevivió bailando en olas, atado a un tablero junto a los tripulantes bajo su mando, todos ya al borde de la hipotermia. El paso casual de otro pesquero coruñés, «El Espenuca», los salvó en el límite. Solo esa casualidad hace que pueda estar escribiendo este texto. Entre 1964 y 1968 mis padres tuvieron a sus tres hijos y él siguió yendo al mar durante toda nuestra infancia. Ahora, en su madurez, mi madre me sorprendió días atrás con una reflexión sobre aquella etapa de su vida: «El trabajo de vuestro padre era peligroso, se lo podía llevar un golpe de mar en cualquier momento, y teníamos tres niños pequeños. Pero nunca estuve preocupada. Siempre confié en que todo saldría bien. No tenía miedo». Ella es una exponente anónima de una generación de españoles que está desapareciendo, poseedora de lo que los anglosajones denominan grit, una extraordinaria capacidad de resistencia y determinación, que les permitió progresar en la vida.

El economista californiano Todd G. Buchholz, formado en Harvard y Cambridge, ha sido director de la oficina económica de la Casa Blanca. Es hombre de múltiples intereses (hasta ha producido un exitoso musical, «Jersey Boys», el favorito de Theresa May), y también un ensayista y articulista lleno de brío. En sus obras y conferencias, Buchholz medita alarmado sobre la pérdida de «grit» de la sociedad estadounidense, muy especialmente sus jóvenes. Una epidemia de pesimismo parece atenazar al país. La gente se muestra cada vez más acomodada y el legítimo afán de ir a más parece entumecido. «De la generación que derrotó a Hitler hemos pasado a la ‘‘Generación Por qué Molestarse’’», lamenta. El número de veinteañeros que decide cambiar de estado en busca de una oportunidad ha caído un 40%. Incluso tienen pocas ganas de obtener el carnet de conducir. Impera el híper hedonismo. Las ganas de trabajar caen y también se va diluyendo la identificación con el propio país y con su interés común. Del sano patriotismo se ha pasado al «Mi patria es Facebook».

Sin perder el coraje
Buchholz evoca «Las uvas de la ira», la dura novela de Steinbeck sobre la Gran Recesión del 29, que llevó al cine el genio John Ford. La familia de Tom Joad padece la miseria más cruel en su Oklahoma natal cuando escuchan que en California puede haber oportunidades. En medio de sus penalidades se aferran a la esperanza de una última ilusión e inician su peregrinación rumbo a California, durísima, incierta, a la postre fallida, pero que da fe de que no han perdido su coraje. Buchholz cree que el carácter que convirtió a los estadounidenses en el mayor país del mundo se basaba en tres pilares: Movilidad, confianza y «grit». Los tres están en crisis. Se va esfumando el «genio inquieto» de los norteamericanos del que hablaba admirado Tocqueville.

En los test sobre los problemas del mundo resulta desolador comprobar que los españoles figuran siempre entre los más pesimistas

El pesimismo no es inocuo. Tiene consecuencias tangibles. Adam Smith es recordado por «La riqueza de las naciones», libro sobre el que se hace tanto énfasis que lleva a olvidar que escribió otra gran obra: «La teoría de los sentimientos morales». Allí el filósofo y economista escocés explica que el capitalismo alcanza mayor éxito en las sociedades con mayor nivel de confianza. Ya en su siglo XVIII, Smith ensalzaba la importancia psicológica de poseer fe en un futuro mejor. Tres siglos después, y tras trabajar durante décadas a pie de campo como médico, cooperante y conferenciante, el sueco Hans Rosling, fallecido el año pasado, llegó a idéntica conclusión que Smith:«Las consecuencias de perder la esperanza son devastadoras. Si erróneamente la gente cree que nada mejora, acaba perdiendo la confianza en iniciativas que realmente sí funcionan».

Pelear por mejorar
No todo está bien, cierto, pero el pesimismo compulsivo genera parálisis, reflexiona Rosling, de quien se ha publicado a título póstumo su libro «Factfulness», una de las obras de este año que tratan de hacernos ver que el mundo no va tan rematadamente mal como creemos. Como resume la escritora estadounidense Rebecca Solnit, «sin esperanza la gente renuncia a pelear por un mundo mejor».

¡Pero un momento! ¿Cómo puede decirse que el mundo va bien? ¿Qué chifladura es esta? Ese pensamiento estará surcando ahora mismo la mente de muchos lectores. Y es que verdaderamente se acumulan motivos para la preocupación. Las catástrofes naturales se suceden (acabamos de sufrir un tsunami en Indonesia). La amenaza del cambio climático es una realidad científica, que hasta ha animado la única encíclica hasta ahora del poco prolífico papa Francisco. Sufrimos abominables ataques terroristas y tiroteos de psicópatas fuertemente armados. Padecemos enfermedades incurables, como el Alzheimer, la diabetes, la ELA o devastadoras variantes de cáncer. La Inteligencia Artificial y la ingeniería genética son cajas de Pandora de consecuencias imprevisibles.

El temor a una guerra nuclear a gran escala sigue ahí latente (en su rueda de prensa anual, Putin llegó a decir que estamos «cerca de la línea roja» y ante el riesgo de «una catástrofe nuclear global»). La corrupción enfanga la política. Las dictaduras siguen existiendo y se han puesto de moda los hombres fuertes totalitarios, al estilo de China y Rusia. En África padecen brotes de ébola, picos de desnutrición, problemas de acceso al agua potable. En Occidente parece haberse iniciado una era de estancamiento. El desconcierto ante la globalización y el cambio tecnológico y la larga resaca de la crisis de 2007 -nunca curada del todo en el mundo más próspero- han propiciado el auge de populismos de extrema izquierda y derecha, que culpan a la democracia liberal, a su juicio ineficaz y ya superada.

Valores occidentales
Realmente no parece que el mundo vaya muy bien. Pero... ¿y si este aserto fuese falso? Un grupo de pensadores y empresarios han iniciado una suerte de cruzada por el optimismo y la defensa de la utilidad de la democracia liberal, la Ilustración y lo que en conjunto resumiríamos como «los valores occidentales». Su rostro más popular es el jubilado más famoso del mundo, William Henry Gates III. O si prefieren, el hombre más rico del orbe: Bill Gates, de 63 años. Cierto que resulta fácil mostrarse optimista siendo el emperador de Microsoft, pero Gates cree que tenemos una visión sesgada de la realidad y lo argumenta: «Las malas noticias irrumpen como un drama, mientras que las buenas van generándose poco a poco y no parecen hechos noticiosos. Un vídeo de un edificio ardiendo genera un montón de visitas. Sin embargo poca gente pinchará una noticia titulada ‘‘Descenso este año del número de edificios que arden’’».

El pensador canadiense Steven Pinker cree que «nuestras vidas son más largas, seguras, saludables, felices, pacíficas y prósperas»

Hans Rosling concuerda. El médico y cooperante sueco señala tres motivos concretos que espolean una visión negativa del presente
  • el primero es que tenemos una visión romántica de nuestra juventud, que nos hace evocar el pasado como mejor de lo que era; 
  • el segundo es que periodistas y activistas se quedan siempre con las noticias negativas, hacen hincapié en lo malo; 
  • el tercero es que si sostienes que las cosas van bien transmites la imagen de alguien sin corazón, impertérrito ante las desgracias ajenas.


A comienzos de este 2018, Bill Gates hizo pública una lista con cinco motivos por los que deberíamos ser optimistas. Los datos que aporta, espectaculares, ayudan a contemplar el mundo de otro modo: 
  1. Desde 1990 ha caído a la mitad el número de niños que mueren antes de cumplir cinco años. 
  2. En ese mismo periodo, las personas en extrema pobreza pasaron de un tercio de la humanidad a uno de cada diez. 
  3. Hoy el 90% de los niños del mundo acuden a la escuela primaria. 
  4. Las mujeres ocupan la quinta parte de los escaños de los parlamentos del mundo. 
  5. La seguridad en el puesto de trabajo y en las carreteras ha mejorado espectacularmente desde el siglo XX.


Un test revelador
El libro de Hans Rosling, Factfulness (Deusto) se abre proponiendo al lector un test sobre el estado de diversos problemas del mundo. El autor ofrece los resultados de la encuesta entre personas de trece países. Resulta desolador comprobar que los españoles figuran siempre entre los más pesimistas. La primera pregunta es esta: «En los países pobres del mundo, ¿cuántas niñas finalizan la primaria?». La respuesta correcta es el 60% (los que más nos alejamos en negativo de la cifra real somos los españoles). Otra pregunta: «En los últimos años, el porcentaje de la población mundial que vive en condiciones de extrema pobreza... ¿Se ha duplicado? ¿Se ha mantenido? ¿Se ha reducido a la mitad?». La respuesta correcta es la última, ha caído a la mitad, pero la inmensa mayoría de los españoles sondeados eligieron la primera, la duplicación. No conocemos el mundo en que vivimos. Pensamos que va mucho peor, avinagrados por un populismo que instiga la «progresofobia» y unos medios de información continua que nos infundan con un carrusel frenético de desgracias.

«Los vendedores ambulantes de Sudán del Sur tienen hoy mejores teléfonos móviles que el magnate de ficción Gordon Gekko en la película "Wall Street2, de 1981». Esta provocativa frase es del pensador canadiense Steven Pinker, de 64 años, un psicólogo experimental, lingüista y profesor en Harvard, que se ha convertido en el más articulado y elocuente de los apóstoles del optimismo liberal. Viendo las noticias, el mundo del siglo XXI parece sumido en el caos, el odio y la irracionalidad. Pero Pinker lo niega. Asegura que nuestras vidas son «más largas, con muchos más bienes, más seguras, saludables, felices, pacíficas, estimulantes y prósperas». Lo interesante de su punto de vista es que no se limita a facilitar datos que sostienen su tesis, sino que atribuye ese progreso a una palanca concreta: los valores de la Ilustración (la razón, la ciencia y el humanismo).

Sarampión populista
Mediante sus informes, Pinker se rebela contra el sarampión populista: el mundo es 200 veces más rico que hace 200 años, el número de muertos en guerras ha caído a la cuarta parte respecto a los años ochenta, las personas son más inteligentes y más humanas. El coeficiente intelectual ha crecido unos 30 puntos en los últimos cien años (por la mejor nutrición y la mayor estimulación). De todo su compendio de datos, el favorito del pensador canadiense es este: «La población mundial se ha duplicado en los últimos cincuenta años, pero el número de desnutridos ha caído un 20%». En contra de lo que parece indicar la crecida de fuerzas antiliberales, su pronóstico es que «la democracia liberal y el comercio e intercambio global están aquí para quedarse y no los derribarán las insurgencias populistas».

Pinker y sus seguidores tal vez minimizan la importancia de algunas de las amenazas que vienen (el primer y brusco impacto de la Inteligencia Artificial sobre el mercado laboral; las aterradoras posibilidades eugenésicas de la ingeniería genética, que ya han comenzado; el problema irresuelto del cambio climático; al estancamiento económico de las sociedades occidentales; o esta angustiosa y simple pregunta: ¿Cómo vamos a alimentar a los 11.000 millones de seres humanos que morarán en la Tierra a finales de este siglo?). Pero sus voces a favor del optimismo y el progreso suponen un aldabonazo estimulante en horas de demagogia fúnebre neomarxista y neoautoritaria.

domingo, 4 de febrero de 2018

LA PESTE Y LA IGNORANCIA. COMO EXTENDEMOS LA LEYENDA NEGRA.

«La peste es la ignorancia. Eso es lo que verdaderamente acabará con el hombre». Sólo por esta frase merece la pena ver la serie. Cuesta trabajo encontrar ejemplo más acabado de profecía autocumplida.

Hay que comenzar haciendo caso omiso a detalles de atrezzo que se clavan como aguijones, verbigracia, esas velas rojas. Nada menos que rojas, con lo caro que era teñir la cera. Se ve que había rebajas en el Todo a un euro (antiguo Todo a cien; conviene aclararlo para los que tengan poco sentido de la Historia) de la esquina. Hay luces encendidas por todas partes y a todas horas, incluso de día. En el cap. 4, en casa de una muchacha tan pobre que decide prostituirse, hay más de seis al mismo tiempo, con el sol entrando a raudales por la ventana. Y lo mismo en el hospital. Que lo único que les faltaba a los pobres religiosos que sustentaban los hospitales con limosnas era gastarse el dinero en velas para tenerlas encendidas de día. Esto ya no es mayor o menor conocimiento de la Historia. Es puro sentido común. 

Cuando afronta el cap. 2 el espectador avisado ha comprendido ya que estamos todos: el irremediable cura que maneja en las sombras toda la trama (¿saben los creadores de la serie de dónde viene este personaje y que lo han heredado?), el oro como única obsesión de los españoles en el Nuevo Mundo, la incapacidad nacional para la industria y los negocios... 

Esto, claro está, viene aderezado a la posmoderna con su sexo, su gay, su poquito de género y su canesú. En la fábrica de añil escuchamos lo que requiere la puesta en escena de esta Sevilla roñosa y repugnante: «Se exporta a Flandes. Debe ser de las pocas fábricas sevillanas que exporta algo». Pero resulta que se exportaban muchas manufacturas locales desde ese puerto: loza, paños, libros, vino, sal... y hasta sofisticados productos farmacéuticos trasatlánticos como la quinina, que era el no va más de la medicina de la época. 

Cualquier profesor de historia de instituto de Sevilla hubiera podido informar a los autores, que probablemente no sabían que necesitaban ser informados. Porque como muy bien señalan: «La peste es la ignorancia. Eso es lo que verdaderamente acabará con el hombre».

Los vericuetos teológicos del cap. 3 son para asustar. Naturalmente el protagonista vive perseguido porque es el impresor que alumbró la famosa Biblia del Oso y estuvo relacionado con un grupo protestante local: «casi todos tuvieron tiempo para escapar a Ginebra, yo no». Pues no le arriendo la ganancia, porque si hubiera podido, como pudo Servet, ir a buscar refugio en los faldones del calvinismo, le hubiera ido bastante mal. Primeramente le hubiera sido imposible ir a emborracharse en los mesones, cosa a la que es muy aficionado. Estaba el alcohol muy prohibido en Ginebra. Tanto que tuvieron que cerrar todas las tabernas. Pero en el caso de que lo hubiera conseguido y proclamado alegremente a gritos, como hace el protagonista, que «Dios está en todas partes... en las frutas, en los pechos de las mujeres (...), en las música y los órganos (...). Todo es Dios», los diáconos de Calvino lo hubieran quemado varias veces. La primera por borracho. La segunda porque la música (y hasta el toque de campanas) estaba prohibida en Ginebra, y la tercera por panteísta. Confundir a Dios con sus criaturas es creencia intolerable en la Cristiandad oriental y occidental, entre católicos y protestantes, entre musulmanes y judíos. Cabe preguntarse si quien escribió el monólogo del mesón cree que lo dicho es cosa remotamente protestante. Posiblemente no le surgió la duda y no sintió la necesidad de preguntar. Hay en España muy buenos protestantes que, como el profesor de instituto, le hubieran sacado gustosamente del error. 

En el mar de tinieblas católicas en que le ha tocado vivir, el médico (confusamente tocado con un gorrito que recuerda la kipá judía) se queja con amargura: «Son piñas. Una fruta de Indias. Los indios la utilizan para cicatrizar heridas... Si la Iglesia supiera todo esto lo quemaban todo conmigo dentro. Por brujo. Con la mitad de todo lo que aquí hay se podrían curar más de cien enfermedades y, sin embargo, tengo que esconderlo». 

Qué lamentable error de localización. Si lo que apetece es quemar brujas no es a Sevilla donde hay que ir a rodar, sino a Ginebra o a cualquier territorio germánico o protestante en general. Por miles. Y ya no hace falta ni tirar de bibliografía para informarse. Basta con la socorrida y democrática Wikipedia. Búsquese «caza de brujas» y luego el apartado «Distribución geográfica».

En fin, tengo más de 10 páginas de disparates que no hay espacio para comentar. Pero hay dos que no se pueden dejar pasar: la traca final quemando herejes en un Auto Sacramental y la frase del último capítulo a modo de colofón de todo lo anterior. España produjo exactamente 12 mártires para el protestantismo, los cuales han dado lugar a tantos libros, comentarios y menciones que parecen doce mil. Los mártires católicos que produjo el protestantismo pueden competir con la guía de teléfonos de una ciudad mediana

Y con esto llegamos a la frase genial: «Se embarcan los deshechos, los que aquí no tenían futuro, esperando volver a empezar». Hay pocas migraciones en la Historia de Occidente más supervisadas, cuidadas y mimadas que la que fue al Nuevo Mundo desde España. A Cervantes no le fue permitido viajar. ¿Por qué? Pues porque no tenía oficio ni beneficio. Había sido soldado pero ya no podía serlo tras quedarse manco. Y había que evitar que las Indias se llenaran de aventureros sin cualificar.

Así vamos educando a las nuevas generaciones en la misma idea, venerablemente antigua y muy, pero que muy carca, a saber, que la historia de España, hasta en su momento de esplendor, no ha sido otra cosa más que roña, ignorancia, corrupción, intolerancia y tinieblas

Es muy posible que el producto además se exporte y que por lo tanto se vea fuera de España. Es fácil suponer que tendrá un éxito notable en las tierras del protestantismo, porque contribuirá a reforzar la idea, tan arraigada entre ellos, de su superioridad moral intrínseca, cuasi genética. Para más inri con un producto español, que es ya como un rizar el rizo del virtuosismo en la autoafirmación. Tendrían que hacer milagros la Marca España y el Instituto Cervantes, que llevan décadas trabajando para mejorar la imagen de España en el exterior, esfuerzo pagado con el dinero de todos los españoles, para contrarrestar el efecto nocivo que La Peste va a provocar

El perjuicio es enorme y somos muchos los perjudicados, pero no parece que tengamos derecho a la querella. Movistar ganará dinero, como lo ha ganado Oro, a costa de la reputación de España que, como no es de nadie, puede ser dañada sin que se exija reparación. Para que se vea el asunto un poquito más claro conviene que el lector caiga en la cuenta de que son muchas las series y películas sobre el periodo Tudor, y en ninguna se menciona las horribles persecuciones religiosas que tuvieron lugar en aquel reinado del terror. Nadie ha visto nunca reflejada en las series de ficción cómo eran las atroces ejecuciones de católicos y también de cuáqueros, anabaptistas y otros: hanged, drawn and quartered, según rezaba la fórmula. De todos los que no eran anglicanos. 

En 1998 ganó un Oscar la hagiografía Elizabeth de Cate Blanchett. Vemos en ella a la Gran Armada de Felipe II ardiendo por los cuatro costados derrotada por los barcos ingleses y escuchamos hermosuras como esta: «Me llaman la reina virgen, sin hijos... Soy la madre de mi pueblo. Esa armada que navega hacia nosotros lleva la Inquisición en sus entrañas. Dios no quiera su triunfo o no habrá libertad en Inglaterra ni de conciencia ni de pensamiento». 

Llevamos siglos repitiendo lo que escribieron y fabricaron los enemigos de la hegemonía española. Siempre copiando lo que dicen pero nunca copiando lo que hacen. La serie está teniendo un gran éxito. Así nos va. Efectivamente, la peste es la ignorancia.

MEMORIA DEL COMUNISMO, CIEN AÑOS Y CIEN MILLONES DE VÍCTIMAS

Brutal, militante, indiscutible, genocida, fue la experiencia de poder del comunismo. El periodista Federico Jiménez Losantos repasa su historia en un libro que es también una advertencia sobre la impronta de esta «utopía» sangrienta

La idea sobre el mundo definida por el «Manifiesto comunista» de Marx sigue vigente, cien años y cien millones de muertos después

La nación más poblada de la Tierra, China, se gobierna bajo sus premisas. La tradición autocrática y nacionalista de Rusia, reforzada por una experiencia dictatorial comunista de siete décadas, conoce una nueva reencarnación imperial, mientras la popularidad de Stalin resiste tan incólume como el mármol de sus estatuas. El rostro del dictador en imanes, camisetas, tazas... está por doquier. La doctrina «oficial» impuso el respeto a su memoria, «a pesar de que cometió algunos excesos», mientras las iniciativas privadas para reestablecer la historia de sus víctimas hallan solo dificultades. 

En Iberoamérica, el viejo sueño castrista de poner pie en el continente se ha hecho realidad con la colonización cubana de Venezuela, «Cubazuela». Sus vecinos colombianos se enfrentan todavía a un narcoterrorismo investido de retórica comunista. En Europa, los trotskistas, que reemprendieron tras el fiasco de Mayo del 68 el asalto a los cielos de la socialdemocracia, han conseguido abducir los aparatos de partidos socialistas, temerosos de que se discutiera su genealogía progresista.

En España, el fenómeno del populismo se ha amalgamado en una síntesis gritona revestida de superioridad moral, elementos folclóricos y dramáticos que conforman una ideología izquierdista de aldea, un carlismo del siglo XXI. Tras la crisis final de la Unión Soviética en 1989, no se produjo una situación de vasos comunicantes. Sus «enemigos» cantaron victoria demasiado pronto. La caída del Muro de Berlín no implicó el fin de la Historia, anunciado con prisa por el liberal Fukuyama bajo la forma imperativa de la democracia representativa y la economía de mercado. El prestigio de las ideas comunistas se repite hasta hoy en Estados clientelares. Una explicación habitual y moralista radica en que la aplicación del comunismo fue torpe o traicionera, pero las ideas «eran buenas».

Singular y retador
Afortunadamente, existe una historiografía renovadora y revisionista de la experiencia histórica global del comunismo en sus distintos escenarios, muy utilizada en este libro singular, retador y comprometido, que deshace el argumento. El comunismo fue y es una experiencia histórica determinada, no atemporal, y si lo distinguió algo fue lo que tuvo de experiencia de poder. Brutal, militante, indiscutible y genocida. Si hay un punto en el cual los historiadores serios, con independencia de su ideología, se ponen de acuerdo es este. Como forma histórica de Estado, el comunista logró un nivel de control de la población como no se había conseguido jamás.

Otra explicación de lo acontecido en el mundo post-1989, culturalista y vital, es la que apunta en una línea conmovedora Federico Jiménez Losantos, a propósito de la traición de su amante Olga Ivinskaya a Boris Pasternak, autor de «Doctor Zhivago»: «Tuvimos la experiencia, perdimos el significado». No había conciencia de lo que ocurría y se sabía, quizás, demasiado poco, o no se quería saber. Aquí se encuentra el sentido verdadero de la obra, memoria generacional de los últimos cincuenta años de la vida de España, archivo asombroso de fuentes insospechadas y también intento de ordenación de vivencias personales que configuran para el autor, hay que decirlo, una trayectoria feliz.

Muy bien escrito y narrado con precisión, es fundamental no perder el punto de vista, pues con agilidad Jiménez Losantos cambia constantemente de tono y perspectiva, recala en el búnker intacto de Stalin y al poco en las checas de La Habana. Constituye también una honesta confesión de parte de quien por los años sesenta y setenta vivió, como tantos, fascinado por la ideología comunista y su corolario, el antifranquismo. Aquí se encuentra lo mejor de la obra, por personal y vivido.

Leer a Galdós
Tras un repaso historiográfico a lo que sabemos ahora sobre Lenin y Stalin, se aborda la Guerra Civil y la Transición. La parte dedicada al camino del PCE hacia la democracia, recupera el mérito del partido de entonces y «la importancia política, simbólica y sentimental» de su legalización, así como el cambio de registro que supuso el final de una travesía del desierto crucial en la reconciliación de los españoles. Secciones diversas, sobre el supuesto heroísmo del Che Guevara, o «Podemos o el comunismo después del comunismo», dan cauce al dilema de los leninismos improvisados, típicos de la era global postcomunista. «Si alguna vez la izquierda en España tiene remedio, será leyendo a Galdós», anota al final Jiménez Losantos, antes de conducir al lector a una conclusión largamente deseada: «Tal vez lo que a finales de 2017 pasó en España fue que resurgió el sentimiento nacional español». Esa es la crónica de mañana mismo.

«Lenin funda la mayor dinastía de asesinos en serie»
En «Memoria del comunismo. De Lenin a Podemos» (La Esfera de los Libros), el periodista y escritor analiza la historia, el ayer y el hoy, de una ideología manchada de sangre

-¿Su libro es un homenaje a los millones de víctimas del comunismo?

-A ellas está dedicado: más de cien millones de personas asesinadas por una ideología criminal que todavía tiene sometida a la cuarta parte de la Humanidad  y que en la Universidad y los medios sigue teniendo un asombroso prestigio. Los casos de Podemos en España y Melenchon en Francia prueban su vigencia. Pero, sobre todo, es un intento serio de explicar la naturaleza del comunismo, su historia y sus bases teóricas. También cuándo empieza a funcionar la Mentira sobre el Terror Rojo.

-Recoge también su experiencia personal...

-Sí: trato de explicar por qué un chico nacido en un remoto lugar de los montes de Teruel en los años cincuenta cambia la moral católica por el comunismo. Y en qué momento, tras leer a Soljenitsin y ante una chica china de su edad, en un campo de concentración en Pekín, en 1976, se convierte en anticomunista militante.

-¿Cuándo comenzó a escribirlo?

-Dos capítulos, «Cien millones de muertos» y «Che Guevara, el buitre Fénix», los escribí en 1997 y 1999, a los ochenta años del golpe de Lenin y a los diez de la caída del Muro. Estaban inéditos y creía que perdidos hasta que hace año y medio, una gotera en la biblioteca me obligó a abrir los armarios y los encontré. Faltaba año y pico para los cien años de comunismo así que lo entendía como una señal y me puse a trabajar. Tardé año y medio, en su redacción final, que era bastante más larga que la que ha salido.

-¿Cómo ha sido su proceso de escritura?

-Tuve que releer a los clásicos y repasar el papel de Bakunin, tan importante como el de Marx y los terroristas rusos de los años sesenta del siglo XIX, en la ideología leninista. Luego, cómo Lenin crea ya en su primer año el modelo de todos los regímenes comunistas hasta hoy. Y quizá lo más importante: cómo empezó la censura sobre sus crímenes, por los socialistas franceses, pese a la denuncia de sus víctimas y casi a la vez que los iba cometiendo. Luego, el papel del Terror Rojo en la Guerra Civil española, los bulos internacionales que aún circulan –Orwell mediante- y lo que más se oculta hoy: el rol de Companys, la CNT-FAI y el POUM en el terror en Cataluña, que fue todavía peor que el de Madrid. Por último, el comunismo después del comunismo: China, Cuba y, naturalmente, Podemos.

-¿Uno de sus objetivos es alertar de que el comunismo no ha muerto?

-Efectivamente. Porque lo esencial del comunismo, que es una ideología contra la propiedad, y que para acabar con ella justifica hasta el genocidio, sigue gozando de un enorme prestigio académico, político y mediático. Cinco millones de votos obtuvo nuestro «Pablenín»

-¿Cuál sería la característica más dañina de esta ideología?

-La inquina contra la propiedad que supone la supresión de la libertad. Robarles todo a todos es difícil: muchos no se dejan y hay que aterrorizarlos o matarlos

-¿Lenin y Stalin fueron asesinos en serie?

-Lenin funda la mayor dinastía de asesinos en serie de la Historia, Stalin y Mao solo siguen su estela. Pero todo está en Lenin. Eso creo que lo explico bien

-¿Qué rasgos esenciales de esos dirigentes ha tomado Pablo Iglesias?

-El odio al prójimo. Creerse con derecho a quitar todo a todos. Aquí o en Caracas. Es decir, ser un leninista consecuente

-¿A qué cree que se debe que hoy el comunismo tenga seguidores?

-A que hay muchos estudiantes y profesores de clase media, sin experiencia laboral ni responsabilidad personal, que juegan a ser los dioses de otros. Y a la frivolidad de los medios para tratar los crímenes comunistas. El comunismo crea un enemigo grotesco y se pone en contra, como los de Hollywood, sea el capitalismo, el franquismo o lo que sea. El caso es presumir de superioridad moral, ser los buenos de la película. Y eventualmente, comisarios y asesinos.

-Uno de los aspectos más impresionantes que usted aborda son las torturas de los comunistas durante la Guerra Civil. Esto quiere «olvidarse» en la Memoria histórica...

-Esa ley infame, que acaba con la Transición, es el mayor intento en cualquier país de justificar los crímenes del comunismo. Una vergüenza y un intento de volver a la Guerra Civil fabricando primero al enemigo, luego, vendrá la guerra. Puigdemont dice que Rajoy es el franquismo: eso es la desmemoria histórica. Y lo primero que se oculta es el Terror Rojo y nacionalista en Cataluña.

-En su ensayo «Lo que queda de España», usted advirtió de los peligros del nacionalismo catalán. Su diagnóstico se ha cumplido con creces…

-Es que el diseño de la dictadura lingüística y mediática lo hicieron los comunistas del PSUC, a los que conocía. También los que conocían a Lenin sabían que iba a hacer lo que hizo, pero la gente prefirió mirar a otro lado.

-¿Lo que sucede en Cataluña es un callejón sin salida?

-Hay dos salidas: o ganan ellos y se cargan España o gana España. Para eso hacen falta diez años, demoler su dictadura, como en la «desnazificación» de Alemania, en Cataluña, Baleares, Valencia, País Vasco, Navarra y Galicia. La dictadura empieza en las aulas y los medios y ahí debería ser desactivada.

-¿Cree que en el «procés» ha tenido un papel fundamental el adoctrinamiento en las aulas?

-Maestros y periodistas son la clave del lavado de cerebro. Prohibir la lengua y perseguir todo lo español es el arma. Pero el Gobierno lo sigue financiando.

-¿Habría que devolver al Gobierno central las competencias sobre educación?

-Hay que devolverle al Gobierno, sea el que sea, la competencia sobre España. Seguridad, Educación, Sanidad, Pensiones, Política Exterior y Defensa son indelegables. Y una política de medios radicalmente distinta. Hoy es una finca de separatistas y comunistas millonarios. Cuando en el Tiempo de TVE dicen que llueve en «Chirona», y no se refieren a pupilos de la cárcel, sino a la urbe de «Tractoria», los enemigos de España, que son los del español, están ganando


Jiménez Losantos: «No se quiere investigar la masacre comunista»

A finales de octubre de 1997, el geólogo Valery Murachov reconoció su incapacidad para penetrar en el gigantesco búnker de Stalin situado a 250 kilómetros de Moscú. Una obra faraónica, construida por prisioneros políticos, cuyas paredes siguen siendo inmunes a los explosivos. En esas mismas fechas, en vísperas del 80 aniversario de la revolución leninista se publicó por primera vez en un periódico ruso un estudio total de los asesinados por regímenes comunistas a lo largo del mundo desde 1917 hasta 1987, con un balance aterrador de 110 millones. Al igual que con «la ciudad secreta de Stalin», ni siquiera hoy se ha dado con artificieros capaces de derribar la gruesa memoria de la ideología más mortífera del siglo XX.

«El mundo no ha querido investigar lo que ha sido la mayor masacre de la humanidad. La derecha no ha sabido defender la importancia de conocer todos estos horrores, mientras que la izquierda ni siquiera ha asumido su responsabilidad. No ha reconocido que el socialismo real son los millones de muertos del comunismo», recuerda el periodista y escritor Federico Jiménez Losantos, en una entrevista con ABC. El locutor turolense acaba de publicar el libro «Memoria del comunismo: de Lenin a Podemos» (La Esfera de los libros), un estudio de más de setecientas páginas sobre el origen, historia y desarrollo de esta ideología desde «la única forma intelectualmente respetable» de acercarse a ella, esto es, a través de sus víctimas.

En las páginas de «Memoria del comunismo: de Lenin a Podemos», Jiménez Losantos se propone responder a por qué las sociedades democráticas -antítesis de todo lo que representa el comunismo- han aceptado sistemáticamente el derecho a robar y matar de los seguidores de Lenin y consideran que, de alguna manera, «los muertos comunistas tienen más justificación que los de Hitler».

«Lenin nunca ocultó que solo mediante el terror se podía vencer y que iba a ser necesario matar. Todo lo malo de Lenin se lo achacan a Stalin, pero todo estaba ya en el origen. Era un sociópata al que le daba igual la vida humana y que, como Pablo Iglesias, odiaba su país y considera que los rusos eran tontos», apunta el periodista.

El Goebbels comunista
Los crímenes eran públicos, pero el testimonio de las víctimas del terror leninista fue ahogado cuando trataron de alzar la voz en el resto de Europa. Y aquí se centra el apartado más novedoso del estudio de Jiménez Losantos: en cómo el socialismo francés lanzó una cortina de humo. «Los socialistas fueron los creadores del mito, los grandes encubridores de sus crímenes», señala el locutor.

Para blanquear sus crímenes, la izquierda se valió de la llamada «agenda del Bien». Una forma de adjudicarse siempre la superioridad moral y proclamarse defensores del bien absoluto. «El verdadero comunista nunca dice que lo es; no dice que quiere imponer una dictadura… sino que le duele el sufrimiento de la gente. Se presenta como el bueno», afirma Jiménez Losantos.

El artífice de aquel ardid tan resistente es un personaje que rara vez aparece en los libros de historia, Willi Münzenberg, el hombre del que Goebbels aprendió toda su propaganda. «Como bien sabemos en España, el comunismo mata y encima estigmatiza luego a los muertos y a los vivos. Su aparato de legitimación es estremecedor».

Del PCE a combatir las mentiras soviéticas
La búsqueda de una respuesta a la vigencia del comunismo, a pesar de su violencia, ha llevado al popular locutor a mirar en su propia biografía. En sus años universitarios, Jiménez Losantos vivió una conversión al marxismo tan fulminante como su decepción. «¿Por qué un chico bien, educado en el catolicismo pudo entrar en la locura del PCE, cuando lo único que buscaba era libertad?», se pregunta hoy en día. «Lo que me jorobaba del franquismo es que no me dejaran hablar de lo que yo quisiera», reconoce con la perpectiva de los años. Leyendo «Archipiélago Gulag» perdió la fe, pero fue durante una visita a la China de Mao cuando se prometió combatir las mentiras de la mayor «máquina de matar que ha conocido el mundo». «En un campo de concentración me enamoré de una chica que estaba internada porque, simplemente, su padre había estado en España. A ella no pude salvarla, pero me prometí salvar a otros de ese terror».

Frente a quien defiende que el problema ha sido la puesta en práctica de una ideología que se anuncia como «bienintencionada», el periodista reclama que después de tantos fracasos es hora de «asumir que el problema es del propio comunismo, basado en el resentimiento». «Los españoles obviamente no quieren una ideología que les arruine, pero aún así hay cinco millones de personas que votan a Podemos», advierte sobre las contradicciones de España

Federico Jiménez Losantos: "Dejé de ser marxista por ser español"

Leer 'Memoria del comunismo. De Lenin a Podemos' (La Esfera de los Libros) librará a muchos incautos de perder el tiempo y la moral por culpa del vigente influjo de la ideología más criminal de la historia. Losantos la profesó, salió con vida y aquí explica cómo lo hizo.

Presentas el comunismo como una «teología de la sustitución». Aron y Steiner afirman que más que una ideología, es una religión política. ¿Sin catolicismo no hay comunismo?

En mi generación sin duda. El catolicismo popular español tiene unos ingredientes -igualitarismo, ayudar al débil, obras de misericordia...- que entre nosotros estaban profundamente arraigadas. El protestante se salva por la fe; el católico, por la fe y por las obras. El católico, cuando deja de creer en Dios, tiene que seguir creyendo en hacer el bien. Russell decía que el comunismo se parece más al islam porque es una religión despótica, que te organiza la vida, mientras que el catolicismo, al creer en el libre albedrío, te deja libertad para hacer el bien o no. Si la salvación no llega en el más allá de la religión, tiene que venir en el más acá de la política, que en el comunismo se vive como una forma de redención: propia y de los demás.

Eres de los pocos que se ha leído entero 'El capital'. Dedicaste años a la formación teórica: Engels, Althusser, Derrida, Foucault... ¿Cómo recuperas el castellano limpio en el que hoy escribes tras semejante exposición a la jerga marxiana?

Mi tesis doctoral sobre las acotaciones en los esperpentos de Valle-Inclán la hice a base de Kristeva, Barthes y los formalistas rusos, porque entonces la filología seguía la senda de la semiología, que era una mezcla de marxismo y psicoanálisis. En esa época escribía muy mal, por eso no he publicado nunca mi tesis. Esa jerga universitaria debería ser delictiva. Uno necesita aprender a escribir claro, no para presumir de que escribes sino para que alguien te lea, y eso es lo más difícil. Tienes que ir a los clásicos españoles, que es donde se aprende realmente a escribir.

Podías haber caído en una mezcla (muy común en el antifranquismo) de nacionalismo y marxismo, o bien haber defendido un cómodo internacionalismo. Pero eras una cosa muy rara: un marxista español.

Claro. Y dejé de ser marxista por ser español. Yo nunca me avergoncé de mis orígenes, que era lo primero a lo que te obligaban. Porque yo no tengo nada contra mi padre ni contra mi madre ni contra mi pueblo ni contra mi lengua. Todo lo contrario: gracias a la lengua española un chico pobre de un pueblo remoto de Teruel puede estudiar. ¿Y me dicen que tengo que renunciar a eso? Un día en un congreso clandestino se levantó uno de Comisiones y pidió perdón por ser español. ¡Pero so mamarracho! Otra vez la Fundación Miró, que ayudé a fundar, me mandó una carta a nombre de «Frederic Jiménez». ¿Cómo que «Frederic»? Le pregunté a uno del Partido y me contestó que era una deferencia hacia mí. ¿Deferencia? ¿Vosotros quejándoos de que Franco no os deja usar el catalán y a mí no me dejáis usar el español, que por cierto vale 20 veces más? Además, el mundo bohemio de Las Ramblas en el que me movía era absolutamente español, despreciaba a los progres catalanes porque era más libre y culto que ellos, que eran unos acomplejados. Las locas bajaban de los barrios altos de Barcelona a entender los sábados, pero no los domingos, no fueran a decir.

Una de las tesis centrales del libro es que el problema del comunismo es el comunismo mismo, no su aplicación. ¿Por qué aún reviste cierto prestigio intelectual? Según Aron porque el capitalismo se enjuicia por sus efectos y el comunismo por sus intenciones.

Fundamentalmente el comunismo te presta una superioridad moral y te pone del lado del Bien. Por el hecho de ser comunista automáticamente tú ya eres sabio: sabes más de la clase obrera que cualquier obrero, aunque no hayas trabajado jamás.

Háblame de Münzenberg, del que aprendió Goebbels la esencia de la propaganda, que no consiste en afirmar lo propio sino en negar lo ajeno. O sea, no hay que defender el comunismo sino atacar el fascismo, o el franquismo, o la globalización.

Lenin ha muerto, Münzenberg no. Su técnica es genial: nunca digas que eres comunista, di que estás con los pobres. Lo que dice Pablo Iglesias: «Yo lo único que quiero es que los niños no tengan que buscar la comida en los contenedores de los hoteles de cinco estrellas». Puro comunismo. Münzenberg se entiende muy bien con Lenin, cuya mente proyecta en los demás lo que les quiere hacer. Lenin acusa a la Iglesia de querer cargarse el comunismo... cuando es el comunismo el que quiere cargarse a la Iglesia; Lenin dice que los socialistas quieren acabar con los bolcheviques... cuando son los bolcheviques los que quieren acabar con los socialistas. Ese mecanismo de proyección consiste en poner al otro a la defensiva y forzarle a elegir entre darte la razón, en cuyo caso queda desactivado, o bien llevarte la contraria, en cuyo caso tiene que asumir que es una basura fascista y capitalista, mientras tú quedas como único depositario del bien.

Ese mecanismo se ve a diario en las redes...

Todos los días. Es una superioridad autoproclamada: el izquierdista es bueno porque lo ha dicho él. Y los demás son los malos.

¿Por qué los primeros que dejan de vivir como comunistas son siempre los jerarcas comunistas?

Porque son los que saben la verdad. Es como eso que se decía de los cardenales, que pierden la fe porque ellos están en el secreto. Desde ahí arriba conoces el mecanismo de la propaganda. Sabes en qué consiste la mentira, cómo se ha urdido; si estás abajo sólo conoces el terror, y el terror solo funciona con la mentira: voluntariamente ningún país ha querido ser comunista.

En tu caída del caballo fueron decisivos el libro de Solzhenitsin y la visión de aquella chica presa en una granja de reeducación en las afueras de Pekín...

El franquismo nos daba cierto nivel de vida a los pobres, y becas para una excelente educación pública. Pero yo quería libertad. Y cuando leo a Solzhenitsyn descubro que el problema no es Moscú o Mao, lo que arrebata la libertad es el comunismo mismo. Y cuando viajo a Pekín encuentro a aquella pobre chica, mi musa del escarmiento, una belleza a la que solo vi apenas unos minutos, hija de un brigadista. Y al despedirnos nos miramos y me juré que sería anticomunista toda mi vida. Me dije: «No hay derecho a que una chica cuyo único delito es ser hija de alguien tenga que quedarse en este campo de concentración gélido y pueda ser fusilada mañana».

El comunismo sabe que solo puede resucitar borrando el recuerdo de sus víctimas. ¿Pero es eso posible con 100 millones de muertos?

Bueno, se ha borrado desde el momento en que cinco millones de personas votan a Podemos, que es el comunismo más rancio desde Bullejos. El comunismo que yo conocí era el de la reconciliación nacional, el que pedía superar la Guerra Civil porque fue una tragedia entre hermanos. El PCE condenó la invasión de Praga; Pablo Iglesias felicita a Maduro por las masacres en Caracas. Y sin embargo lo han votado cinco millones, cuando el comunismo en España nunca ha pasado de los dos millones. Claro, no saben que es comunismo porque Iglesias es un embaucador televisivo. Lenin es el primero que entiende que el periódico es el verdadero partido: la propaganda. Iglesias es un muy buen vendedor de humo; ahora está en baja forma, pero al principio iba por las teles diciendo con aparente buena intención cosas muy gordas que a la gente le gustaba oír. Era como un videojuego. El problema es que el comunismo arruina y mata de verdad.

¿De dónde nace la superioridad moral de la izquierda, esa conciencia de bondad, esa justificación por la fe que recuerda un poco al protestantismo?

Y también un poco al judaísmo, que está en Marx, esa conciencia del pueblo elegido y el destino manifiesto. No necesitas ni siquiera decir la verdad: la mentira es una herramienta revolucionaria, dice Lenin. Así que tienes la conciencia blindada.

El éxito del comunismo quizá lo explique el concepto de «servidumbre voluntaria» de Étienne de La Boétie. ¿No será que a la gente en el fondo no le gusta tanto la libertad como creen los liberales?

Ni siquiera a todos los liberales les gusta. Al liberal académico lo que le gusta es el beneficio. Algunos han perdido de vista que la libertad es un hecho moral, no económico. La libertad no es una condición del desarrollo, por más que sólo hay desarrollo económico en libertad; hay una condición moral previa, que es la dignidad de la persona, desarrollada magníficamente por nuestros clásicos de la Escuela de Salamanca. De ellos sale -en un castellano espléndido- la teoría del favorecimiento de la libertad unida a la propiedad: el rechazo de la inflación, la limitación del poder, la ley por encima del poderoso, etcétera. Pero muchos liberales no aman la libertad: no entienden que la libertad es el fin. De ahí el equívoco de China. Dicen: «Es que en China ya comen todos». Y qué, si no pueden hablar. Eso no es liberalismo, es una tiranía gansteril.

Vázquez Montalbán. Fue una contradicción viviente: un pujolista-leninista, un burgués-comunista. Hoy lo reivindica mucho Podemos.

Encaja en la definición que Bergamín daba de Dámaso Alonso: un cerdito con nostalgia de jabalí. Tenía el genio de la propaganda. El discurso separatista catalán lo crea él. Explota el gran negocio intelectual del progre: vivir a todo plan sin dejar de sentirse ideológicamente superior. El catalanismo no lo crea Pujol: lo crea el PSUC de Montalbán, con esa idea de que hay que arrepentirse de ser español y de que el español es una lengua maldita.

Incluyes un anexo con el mapa -calle y número- de las 200 checas del Madrid rojo. ¿Para cuándo un itinerario de esta memoria histórica?

Es que la derecha tampoco se ha preocupado de eso. Ni Cs. Se podría hacer un callejero del terror rojo, muchas checas se conservan porque la gente no se ha atrevido a destruirlas, por respeto.

El Che, hoy mero producto de consumo y postureo, confesaba fascinación por las armas. ¿Fue antes el pistolero o el comunista?

Se hizo comunista porque eso le permitía usar armas y encima quedar bien. Era un niño de mamá, fascinado por la guerra de España, donde habría querido estar. Era un imbécil integral. El comunismo fabrica clones: Mao tiene la misma infancia que Lenin, igual que Castro, muy parecida a la de Pablo Iglesias: son niños-dioses, gente que no ha trabajado nunca, rodeados de mujeres que les hacen la vida fácil.

Iglesias. ¿Qué habría pasado si hubiera adoptado una estrategia más nacional y menos nacionalista?

Si hace dos años, en lugar de unirse al separatismo, saca la bandera de España, hoy está en el poder. Y no nos lo quitamos ya de encima. Si la izquierda española no vuelve a ser española, nunca mandará. En los últimos meses hemos visto que España es mucha España. Iglesias no es tonto, pero tampoco lo suficientemente listo como para poner la inteligencia por encima de sus sentimientos. Él se da cuenta de que le convendría defender España, pero le repugna. Tiene esa tara. Y un tío que odia España lo mejor es que se vaya a Cuba. O con Echeminga a Rosario. Acabará dirigiendo tesis sobre sí mismo y sus distintos momentos: mi vida con Tania, mi etapa con Irene...

Mises fue el primero que se dio cuenta de que el peligro del comunismo lo representaban los profesores y no los tanques. Esa adicción al opio de clases que no cesa. ¿Por qué la propiedad tiene tan mala prensa?

La deslegitimación de la propiedad es obra de profesores y periodistas, oficios de comunistas; los socialistas sí vienen del proletariado. Hoy se da por hecho que quien es propietario ha hecho algo malo. ¡Lo malo es robar lo que no es tuyo! Es imposible que haya libertad individual si no se respeta la propiedad.

Llevas contigo la herida de la violencia ideológica. No es metáfora: te pegaron un tiro. ¿Aquello ha marcado el fondo y la forma de tus análisis políticos?

No: mi atentado es en el 81 y para entonces yo ya había escrito Lo que queda de España.

Más que nada te dio la razón entonces...

Tuve que dejar pasar un tiempo para reafirmarme. El síndrome del estrés postraumático es real. Yo además cometí un error, que es no ir al psicólogo. Después de un episodio así en que te secuestran, te disparan, sobrevives de milagro... tienes que ir al psicólogo. Yo había estudiado psicoanálisis y me negué, como si no lo necesitara. Se lo recomendé a Aznar cuando el bombazo y no me hizo caso: malos resultados. Pero en fin, consejos vendo, para mí no tengo.

A los criados en democracias prósperas obsesionadas con Instagram nos cuesta demasiado creer que pueda volver a correr la sangre... ¿Es verosímil?

Por supuesto. Todos los países que han padecido un régimen comunista, en la misma víspera de su llegada decían: «Esto aquí no puede pasar».

Pero el ser humano, al menos según Pinker, se vuelve cada vez menos violento...

Menos cipotudo, dirías tú. Aprecio a Pinker, pero hay una cosa que no entiende: que el hombre es malo. Desde niño empieza a abusar. La civilización es un ejercicio de represión. Y esta sociedad instantánea tiene algo infantil. Antes los ciclos políticos exigían un poso y por tanto permitían cierta capacidad de reacción. Iglesias estuvo a punto de llegar al poder en 10 meses a través de la tele y las redes sociales. En el 1936 se vivía mucho mejor que en 1736 y fuimos a la guerra. En Cataluña una mitad odia a la otra. Recuerdo lo que le contaba un etarra no sé si a Juaristi o a Yanke: «¡Es que, si no matamos, esto en 10 meses es Burgos!». Y es verdad: sólo te tomas en serio a la raza elegida si te puede matar. ¿Por qué Lenin necesitó la violencia? Coño, porque no le votaban lo suficiente.