viernes, 27 de diciembre de 2013

LOS TERCIOS CONQUISTAN EL MUNDO CONOCIDO

«¡Santiago y cierra España!». Estas fueron sin duda las últimas palabras que miles de enemigos de nuestro país escucharon antes de ser masacrados por la que fue la mejor infantería europea durante casi 150 años: los temibles Tercios. Armadas con un arrojo incuestionable y una lealtad absoluta hacia su rey, estas unidades –consideradas por algunos como las herederas de las legiones romanas- acababan con sus adversarios lanzando sobre ellos un vendaval de plomo y un mar de picas.

En un tiempo en que España necesitaba defender sus territorios europeos con soldados fiables, los soldados de los Tercios demostraron de lo que era capaz un militar resuelto y experimentado. Así, con la Cruz de Borgoña a sus espaldas y una daga en su cinto, estas unidades se labraron una reputación que, todavía hoy, les hace contar con un lugar privilegiado en la Historia.

«Los Tercios Españoles eran una perfecta combinación de las distintas unidades militares de la época, formadas por veteranos soldados y mandados, la mayoría de las veces, por buenos oficiales. Además, no se trataba de simples mercenarios a sueldo, eran hombres de honor, leales a su rey y unidos por una fervorosa fe católica. Todo esto motivaba a las tropas en el campo de batalla, lo que unido a sus victorias les creó una gran reputación en toda Europa», señala en declaraciones a ABC Joaquín Blasco Nácher, presidente de la Asociación Napoleónica Valenciana y coordinador de recreación histórica de «La fragua de Vulcano».

El nacimiento del Tercio

Para poner una fecha aproximada a la creación oficial de los Tercios es necesario retroceder en el tiempo hasta el SXVI, momento en que cogió las riendas de España Carlos I (V de Alemania). Nieto de los Reyes Católicos, a este monarca se le planteó la difícil tarea de mantener a sangre y fuego los territorios que había heredado en Milán, Nápoles y Sicilia.

Con Francia presionando para arrebatar estas regiones a Carlos I, al monarca no le quedó más remedio que reorganizar la infantería española que había en estas comarcas italianas. Así, aprestados para la defensa, nacieron los tres primeros Tercios: el de Nápoles, el de Sicilia, y el de Lombardía. Estas pioneras unidades tuvieron desde entonces el honor de ser conocidas como «Tercios viejos», y cada una contaba con un mando independiente.

«En mi opinión, Carlos V creó los tercios para resolver el problema administrativo de gestionar su instrumento militar: El número siempre creciente de compañías sueltas que necesitaba para defender a sus vasallos, primero de los franceses y luego contra los turcos», explica en declaraciones para ABC el general de Infantería e historiador José María Sánchez de Toca y Catalá, coautor de «Tercios de España. La infantería legendaria».

Los primeros Tercios, los «viejos», fueron los de Nápoles, Sicilia y Lombardía

Sin embargo, como bien señala el experto español, en la actualidad todavía existen dudas sobre el año concreto en que los Tercios vieron la luz: «El ¿cuándo nacieron? es la pregunta del millón. Al parecer existe una especie de instrucción del Tesoro de 1537 que explica cómo se ha de pagar a cada hombre de los Tercios. También se dice que una disposición imperial de 1534 redistribuyó las fuerzas españolas destacadas desde antiguo en Italia en tres tercios, uno para el reino de Sicilia, otro para el de Nápoles y otro para el Estado de Milán o ducado de Lombardía, pero la verdad es que esos tres Tercios dejan fuera a Cerdeña, de la que Carlos V era también rey, y que tuvo un Tercio desde el principio. No he visto esa disposición imperial ni conozco a nadie que la haya visto. Probablemente la respuesta esté traspapelada en Simancas».

Independientemente de la fecha, lo cierto es que estas tropas pronto demostraron su eficacia militar y administrativa. «Al crear los Tercios nadie pensaba en una revolución militar, que es una expresión moderna que se aplica a casi todo. Lo que pasa es que al agrupar compañías y darles un jefe común y permanente con atribuciones explícitas y medios para imponer su autoridad, incluido el verdugo, se creó una herramienta de mando que se reveló eficacísima. Los Tercios demostraron ser una solución idónea administrativa, organizativa y de mando, y todo el mundo procuró copiarlos. Y a ello, claro, se unió la inmensa eficacia y calidad operativa que demostraron», sentencia Sánchez de Toca.

La táctica perfecta

El paso del tiempo garantizó la creación de nuevos Tercios y el perfeccionamiento de las técnicas de combate. Estas, concretamente, se tomaron del ejército suizo. «Luchaban combinando de forma muy eficaz las armas blancas (picas, espadas) y las de fuego (arcabuces, mosquetes), llegando al punto de crear toda una leyenda entre los enemigos de las Españas como tropas invencibles desde comienzos del siglo XVI hasta mediados del XVII. Los Tercios utilizaban tácticas muy innovadoras para la época, heredadas de las que emplearan las tropas de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Su movilidad en el campo de batalla y su capacidad para adaptarse a cualquier situación no tenía parangón entre sus rivales y todavía se les considera como uno de los mejores ejércitos de todos los tiempos», finaliza Blasco.

En las primeras filas se situaban los arcabuceros y mosqueteros

Concretamente, la estrategia que hizo a los tercios ganarse un hueco en el tiempo era sencilla pero efectiva. «Primero solían abrir fuego los pesados mosquetes, normalmente a más de 100 metros del enemigo. Posteriormente disparaban los arcabuces a menor distancia y, a continuación, la gran masa de piqueros que avanzaban ordenadamente en cuadro formaban una barrera de hierro bajando sus largas picas apuntando a las tropas atacantes. Eran como gigantescos erizos de acero, madera y cuero que maniobraban en el campo de batalla de forma aterradora. Junto a estos escuadrones de piqueros avanzaban por los flancos las “mangas” de arcabuceros, grupos más reducidos de soldados con armas de fuego que se disponían dependiendo de la situación y los movimientos de las tropas», añade el experto.

Esta sencilla táctica acabó con las pretensiones de la esquiva caballería pesada, la cual, a base de armadura y lanza, solía aplastar sin dificultad a la infantería. La llegada de la pica terminó con su dominio, pues, si los jinetes trataban de asaltar la formación enemiga, se encontraban con un muro infranqueable de picas que derribaba sin esfuerzo a sus monturas.


A su vez, los Tercios solían hacer uso de una curiosa táctica con la que coger al enemigo desprevenido. «Lo más peligroso era una práctica muy española, “la encamisada”, en la que un reducido grupo de los mejores hombres perpetraban incursiones por la noche en campo enemigo, armados tan solo con espada y daga, sin ninguna protección, ataviados con una simple camisa blanca (de ahí el nombre) para distinguirse de los contrarios. Estos ataques puntuales eran muy efectivos, se trataba de sabotear los campamentos del enemigo, “clavar” los cañones y causar las mayores bajas posibles», completa el presidente del grupo valenciano.

Cuando los enemigos llegaban, los piqueros enarbolaban sus armas

No obstante, no todo era combatir cuerpo a cuerpo contra el enemigo, sino que, según Sánchez de Toca, donde también destacaba el Tercio era en su disciplina a la hora de llevar a cabo las acciones cotidianas: «Lo que hay que tener claro es que no todo era batalla; más bien casi nunca era batalla. Lo normal, lo de todos los días, eran las marchas y las guardias en la muralla o la estacada. Las operaciones más comunes eran la exploración, las emboscadas y las sorpresas. Las batallas, que hoy nos parecen abundantes, es que se produjeron y salpicaron la Historia a lo largo de 170 años, pero eran cosa excepcional. El Duque de Alba dejó claro que no debía aceptarse batalla que no se estuviera cierto de ganar, una enseñanza que nos hubiera venido bien en la Guerra de la Independencia».

La pica, el arma básica

Con todo, si por algo se hicieron famosos los Tercios fue por su arma básica, la pica, una extensa lanza de entre cuatro y seis metros con la que se detenía el avance de la caballería y se atacaba a los soldados enemigos que combatían a pie. «Los piqueros se distribuían en picas “armadas”, que ocupaban las primeras filas y llevaban más protección (casco, peto y falderas de metal) -generalmente veteranos-, y las picas “secas”, los de las filas del fondo, peor ataviados, con poca protección y menor experiencia en combate», añade el presidente de la Asociación Napoleónica Valenciana.

Como no podía ser de otra forma, la vida del piquero era de las más sufridas de la compañía, sobre todo si era un «soldado bisoño» (un nuevo recluta). Y es que, cuando un «afortunado» entraba a formar parte de un Tercio, y a menos que tuviera experiencia con armas de fuego, recibía un escaso adelanto de su sueldo para comprar la pica. A continuación, y si no contaba con dinero para adquirir la media armadura y el morrión –el casco característico de estas unidades-, era nombrado «pica seca».

Pero, independientemente del grado que tuviera cada integrante de la compañía, todos los soldados estaban orgullosos de pertenecer al Tercio y poder combatir y sangrar por su rey. «El soldado de los Tercios era admirado y temido. Y lo sabía. También eran engreídos y pendencieros y a la menor ocasión solían echar mano del acero para “aclarar” sus diferencias. En esto también eran muy respetados en toda Europa, la “destreza española” con la espada ropera y la daga de mano izquierda era bien conocida», añade Blasco.

Última defensa

Los combatientes también contaban con una amplia selección de armas blancas con las que, llegado el momento, defenderse en un combate a corta distancia si la formación de picas flaqueaba. «Todo soldado dominaba el combate individual con espada y daga. Querría llamar la atención sobre la daga, la segunda arma blanca que portaban los españoles y que era muy resolutiva. Esta palabra, "resolutiva", es la que usó un coronel finlandés para hablarme del puuko, su cuchillo nacional equivalente a la daga», completa, por su parte, Sánchez de Toca.

La daga era una de las armas que, a pesar de su tamaño, daban ventaja a los españoles durante el combate. Concretamente, y como bien se explica en la sección dedicada a los Tercios del Museo del Ejército –ubicado en el Alcázar de Toledo-, este pequeño cuchillo solía usarse en combinación con la espada, buscando, en primer lugar, detener las acometidas del enemigo y, en segundo término, atacar el costado del contrario.

Armas desechadas

A su vez, y durante algunos periodos de la historia, los Tercios hicieron uso de todo tipo de armas para el combate cuerpo a cuerpo. «Dependiendo de la época, sobre todo en el siglo XVI había unidades de rodeleros, armados con espada de punta y corte y rodela (escudo pequeño de metal), protegidos por medio arnés (armadura completa de la parte superior del cuerpo). Los rodeleros españoles eran temibles en los choques y podían combatir entre las filas de piqueros, así como los “doblesueldos”, que usaban el “montante”, una gran espada con la que abrían brechas en las líneas enemigas, pero esta arma solo se usó a comienzos del XVI y posteriormente parece que su uso era ornamental y en desfiles», añade Blasco.

Al final, el paso del tiempo acabó con estas unidades. «Hay que tener en cuenta que los Tercios ocupan casi dos siglos de la historia de España por lo que su estructura y armamento varió notablemente desde su creación en 1534 hasta su conversión en regimientos en 1704. En sus primeros tiempos todavía se usaban ballestas, espadas y rodelas, pero poco a poco fue evolucionando su estructura debido a las mejoras de las armas de fuego», sentencia el experto.

Vendaval de plomo

En último lugar, para atacar a los enemigos a distancia y cubrir los flancos de los piqueros se encontraban dos tipos de soldados. «Los que portaban armas de fuego se dividían en mosqueteros -con armas de 7 a 12 kilos tan pesadas que necesitaban una horquilla en la que apoyarse- y arcabuceros, con arma más ligera, de unos 5 kilos, que se podía disparar desde el hombro sin horquilla. Para las armas de fuego se usaban 12 cargas de pólvora en tubos de madera unidos a un correaje, que popularmente se denominaban “los doce apóstoles”», destaca el presidente de la Asociación Napoleónica Valenciana.

No obstante, la diferencia, como apunta por su parte Sánchez de Toca, se fue desvaneciendo con el paso del tiempo: «Entre arcabuceros y mosqueteros hubo diferencia sobre todo al principio, cuando hacia 1567 el duque de Alba bajó a las compañías los mosquetes, un arma grande y pesada que hasta entonces solo se había usado en defensiva y desde las murallas. Pero al correr del tiempo esta diferencia se desdibujó: los arcabuceros, que eran la infantería ligera y a pie, se montaron a caballo, y los mosqueteros (a los que Alba llamaba "guarnición") bajaron de la muralla para luchar a pie con las compañías».

Un ejército sin uniforme

En cuanto a la vestimenta, los Tercios no se caracterizaron en su primera etapa por contar con un uniforme concreto. En la práctica, cada soldado hacía gala de los ropajes que buenamente podía conseguir y, únicamente después de saquear una ciudad o recibir la paga, adquirían algún elemento para adornar su indumentaria.

Así, la única similitud al vestir era que los piqueros no solían hacer uso de la casaca mientras que, por su parte, los mosqueteros sustituían los pesados morriones y cascos por sombreros de ala ancha. Sin duda, no hacían gala de un fino gusto al vestir, pero no necesitaban caros ropajes para acabar con los enemigos de España.

A su vez, y según se explica en el Museo del Ejército, una de las pocas distinciones que llevaban los soldados para diferenciarse del enemigo era una pequeña banda roja en el brazo, color que también solían utilizar los piqueros para forrar el asta de sus armas. Este atuendo se mantuvo aproximadamente hasta el SXVII, momento en el que se reglamentó un color para las casacas de algunos Tercios.

El final de una leyenda

Pero de nada valieron las innumerables victorias de los Tercios, pues crueles reveses como Rocroi y la falta de dinero acabaron condenando a estas unidades. «La muerte de los Tercios tiene fecha: Murieron a manos de Felipe V, que los disolvió y convirtió en regimientos que tenían a los capitanes "menos sueltos" más controlados por un mando más centralizado. En mi opinión, la sustitución no se debió tanto a mimetismo francés, espíritu racionalizador y centralizador, como al intento de acabar con las "plazas muertas", un arte que andando el tiempo los generales de Napoleón llevarían a cimas excelsas», destaca, en este caso, el militar español.


Sin embargo, si bien desaparecieron como tal, hoy en día perduran en la memoria popular gracias a las múltiples hazañas que protagonizaron a base de pica y arcabuz. «Aunque los Tercios murieron en cuanto solución temporal -y muchísimo tiempo exitosa- para un problema administrativo y táctico, su espíritu sobrevivió y perdura hasta nuestros días en los bellísimos versos de Calderón y en las fórmulas de las Ordenanzas de Carlos III y del primer borrador de las Ordenanzas de Juan Carlos I. Los espíritus del Credo Legionario o la Oración de los paracaidistas son retoños actuales del viejo espíritu de los Tercios», sentencia el experto.
«Los Tercios fueron durante casi dos siglos el nervio de la Monarquía Católica, sólo el 8% de su ejército, pero el núcleo insustituible que resolvía la papeleta y daba la victoria. Y eso es mucho para una nación despoblada que en aquellos siglos se impuso al mundo y mantuvo en paz América, un continente entero, cuando más, con menos de 4.000 soldados. Los Tercios fueron un prodigio de eficacia organizativa. Los españoles de entonces no lo hacían tan mal: Al contrario, lo hacían estupendamente bien», sentencia Sánchez de Toca.


LA BATALLA DE MÜLHBERG

Según la tradición, la Historia atesora los nombres de los reyes y oficiales, pero nunca los de los soldados que luchan en las batallas. Así pues, para ganarse un sitio en la memoria, los combatientes anónimos tienen que protagonizar alguna proeza que les garantice un hueco en los libros. Precisamente eso es lo que sucedió en la batalla de Mühlberg–antigua Sajonia- durante 1547, donde el ejército del Sacro Imperio Romano Germánico obtuvo la victoria gracias a once soldados españoles que, arriesgando sus vidas, cruzaron el río Elba bajo el intenso fuego enemigo para garantizar un paso seguro a sus compañeros.

Era rey entonces del trono hispano un entrado en años –y en achaques-Carlos I de España y V del Sacro Imperio Germánico, quién, desde 1519, lucía también orgulloso el título de Emperador. Eran, en definitiva, buenos tiempos para el joven rey, pues había conseguido unir bajo su ornamentado cetro los territorios de la actual Austria, Alemania, parte de Italia e, incluso, Bélgica (Flandes).

Un problema celestial

Con todo, y a pesar de que disponía casi de tantas regiones, su Majestad no disfrutaba de un minuto de respiro al tener que velar constantemente por su imperio. Así pues, ya fuera bajando los humos a «la France» en batallas como la de Pavía, o luchando en representación del catolicismo contra los turcos, lo cierto es que este belga de nacimiento siempre viajaba cargado con la espada, la armadura y el escudo.

Carlos I se encontraba también hasta su real bastón de mando de los problemas de culto que, desde Alemania, llegaban a su palacio día sí y tarde también. Y es que, a comienzos del siglo XVI se había extendido a lo largo y ancho de la región teutona el protestantismo, una escisión de la tradicional religión europea (el catolicismo) que rápidamente cautivó a una buena parte de la población germana y provocó varios enfrentamientos contra las tropas del emperador.
Mühlberg, donde once heroicos españoles decidieron el destino de los Tercios

Carlos I en Mühlberg, por Tiziano
Sin embargo, estos pequeños combates no fueron más que el inicio de lo que, con el paso de los meses, se convirtió en una sangrienta guerra a espada y arcabuz entre los príncipes alemanes partidarios de Martín Lutero –el fraile que, mediante su dura crítica a la iglesia católica había motivado la aparición del protestantismo- y su Majestad Imperial.
Finalmente, la situación terminó de recrudecerse cuando los protestantes formaron una alianza defensiva en contra del catolicismo. «La intransigencia de los protestantes imposibilitó todo acuerdo con el Emperador, y la situación escaló cuando en (…) 1530 varios príncipes pro-luteranos se reunieron en la ciudad de Esmalcalda(Schmalkalden) y (firmaron) un tratado (…) que marcó el nacimiento de la llamada “Liga de Esmalcalda”», explica Mario Díaz Gavier en su obra «Mühlberg 1547. El apogeo de Carlos V» de la colección «Guerreros y batallas» editada por «Almena».

No hubo nada más que apuntar. Hasta las fosas nasales como estaba, su imperial realeza declaró proscritos a Lutero, a los príncipes alemanes de la Liga y a todo bicho viviente notorio amante del protestantismo para después pertrecharse e iniciar camino hacia Alemania. De nada valieron los posteriores tratados; Carlos había tomado la decisión de derramar sangre.
«Cuando el emperador estuvo en condiciones de hacer frente a este problema –que hasta entonces sólo había podido atacar con conversaciones y acción política– (inició) una acción militar que pusiera freno a la imparable expansión de Lutero en Alemania. Para ello (…) ordenó la marcha de los suyos, desplegados por todos sus dominios», señala Andrés Más Chao en el volumen titulado «La infantería en torno al Siglo de Oro» de la obra conjunta «Historia de la infantería española».

Primeros combates

Para dirigir a su ejército en esta aventura alemana, el emperador seleccionó en primer lugar a su hermano, Fernando I –rey de Hungría y Bohemia– y, en segundo término, al Duque de Alba(Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel).

La expedición imperial pisó Alemania varios meses después, aunque no en su totalidad, lo que provocó que el Duque de Alba tuviera que ingeniárselas para plantar cara y espada a los protestantes hasta la llegada de refuerzos. «Alba, nombrado generalísimo, inició una serie de marchas y contramarchas por las orillas del Danubio que consiguieron mantener en continua situación de inferioridad operativa al enemigo, que no se atrevía a presentarle batalla. Tras la llegada de los efectivos de los Países Bajos pasó a la ofensiva, ocupó varias ciudades y mantuvo un continuo hostigamiento sobre los protestantes», destaca Chao. Tal fue la efectividad del ejército de Carlos (formado, entre otros, por varios tercios españoles) que, en principio, los seguidores de Lutero se disolvieron.

Con todo, no hubo que esperar mucho hasta que los protestantes dieron de nuevo el arcabuzazo de salida a la guerra contra las tropas del Emperador. Concretamente, fue en 1547 cuando la Liga de Esmalcalda desenvainó de nuevo la espada bajo las órdenes de uno de sus miembros más destacables: el orondo príncipe elector de Sajonia, Juan Federico. Este, consiguió reunir bajo su mando un ejército de entre 20.000 y 25.000 infantes y unos 5.000 jinetes.

Con sus tropas a punto y dispuestas para derramar sangre católica, Juan Federico avanzó sobre los territorios de Mauricio de Sajonia, un antiguo miembro de la Liga Esmalcalda que había traicionado a sus aliados y había acudido a refugiarse entre las enaguas del emperador bajo promesa de tierras, oro y quién sabe qué otras cosas. Fuera como fuese, lo cierto es que, en su marcha, el elector puso en serios aprietos los territorios del bando imperial.

Pero atacar fue el gran error de Juan Federico, pues el emperador, cansado de sus problemas con el protestantismo, enfundó su espada y reunió a su ejército para acabar de una vez por todas con las pretensiones de aquella insistente Liga de Esmalcalda. Carlos se movilizó decidido, esta vez, a no dejar viva a su presa y cortar el problema de raíz con su sable.

Así, entre marzo y abril de ese mismo año, el ejército imperial (en el que se encontraba también el resentido Mauricio) inició la marcha para dar caza a los protestantes en plena Sajonia. Al parecer, esto no gustó demasiado a Juan Federico, quien decidió poner botas en marcha con su ejército e iniciar la retirada desde Meiben (una pequeña ciudad ubicada a orillas del Elba en la zona sur-este de Alemania) a lo largo del cauce del popular río teutón.

Los ejércitos, orilla a orilla

Para desgracia del ancho Juan Federico, la huida no tuvo el efecto deseado y el contingente imperial terminó dando caza a los protestantes en Mühlberg, un minúsculo pueblo ubicado en la orilla derecha del Elba(a menos de 8 kilómetros de Meiben). No obstante, la suerte no fue del todo esquiva con el elector de Sajonia, ya que ambos ejércitos se encontraron separados por el ancho río germano.

Con su enemigo en la orilla contraria, el protestante sabía que tendría una gran ventaja en la batalla que se avecinaba, pues si los soldados católicos trataban de cruzar el Elba se verían sacudidos por ráfagas constantes de plomo provenientes de sus arcabuceros. Sin embargo, esta superioridad estratégica no suplía la falta de soldados que sufría el bando luterano.
Juan Federico ordenó una veloz retirada ante la superioridad imperial

«En vísperas de la batalla la desproporción numérica entre los adversarios no podía ser más patente. Mientras queel príncipe elector contaba con 6.000 efectivos de infantería y 3.000 de caballería, el ejército imperial totalizaba 20.000 infantes y 6.000 caballos. Juan Federico había colaborado a crear tal desproporción enviando a la frontera (…) a (varios) contingentes y destacando guarniciones en distintas plazas (…), cayendo así en uno de los errores más fatales para un comandante: querer protegerlo todo con el resultado de dispersar sus fuerzas», explica Gavier en su obra.

Ante la superioridad insultante de los imperiales, el elector de Sajonia prefirió no apelar al honor y continuó con la estrategia que había usado durante las últimas jornadas: el sálvese quien pueda. Por ello, dictaminó en primer lugar destruir todos los puentes cercanos para evitar que los soldados enemigos pudieran cruzar el Elba y, a su vez, ordenó a un contingente de sus mejores arcabuceros tomar posiciones en un dique cercano al río y detener el avance enemigo en caso de que Carlos atravesara el agua con sus hombres.

Por otro lado, dispuso que las carretas de provisiones, la artillería y la infantería iniciaran una huida acelerada en dirección a un bosque cercano, lugar en el que los soldados imperiales tendrían serias dificultades para perseguirles. Finalmente, el orondo Juan Federico dio órdenes de que se desmontara y quemara un puente provisional de pontones que su ejército transportaba.

La heroicidad que valió una batalla

El calendario marcaba el 24 de abril cuando el contingente imperial, en el que se destacaban varios tercios españoles, marchó al son de los tambores y flautines en dirección al Elba. Concretamente, las primeras unidades en abrir fuego fueron la artillería y los arcabuceros que, bajola bandera del águila imperial de Carlos I, avanzaron hasta la orilla del río e iniciaron un bombardeo constante sobre las tropas enemigas ubicadas en la orilla contraria.

En cambio, y a pesar de que este fuego provocó varias bajas entre los protestantes, el bando católico seguía cargando a sus espaldas con un gran problema: era imposible cruzar el río. Y es que, la falta de puentes provocaba que la única forma de atravesar el Elba fuera zambulléndose en sus aguas, lo que suponía morir amargamente ante los arcabuceros enemigos.

Varios españoles robaron el puente de pontones protestante

Fue precisamente en ese momento de incertidumbre cuando varios arcabuceros españoles, haciendo acopio de toda su valentía y gónadas, tomaron una decisión que, a la postre, decantaría la batalla del lado imperial. «Al constatar que el fuego enemigo menguaba (…) once españoles se desnudaron y “con las espadas en las bocas” cruzaron a nado el río, apoderándose de los pontones enemigos tras doblegar a los defensores y apagar el fuego. En medio de la aclamación de sus camaradas, aquel puñado de valientes remolcó su presa a la orilla izquierda, poco después, el puente se hallaba armado un kilómetro aguas abajo», destaca el autor de «Mühlberg 1547. El apogeo de Carlos V».

Así recordaba Carlos I en sus memorias este valeroso hecho: «Entonces el Emperador mandó a su General que hiciese adelantar los arcabuceros susodichos, que él encontró; los cuales luego volvieron al río, donde muchos entraron bien dentro, y se dieron tanta mano en disparar, que los adversarios, pese a la resistencia que hicieron con su arcabucería y artillería, fueron constreñidos a dejar los puentes que algunos arcabuceros españoles, lanzándose a nado con las espadas en las bocas, trajeron a la orilla donde estaban Sus Majestades».

Una sangrienta persecución

Horas después, el ejército imperial atravesó en su totalidad el río y, tras acabar con los escasos soldados protestantes que prefirieron combatir y morir por sus creencias a huir, el contingente aliado inició la persecución de Juan Federico. «La vanguardia (…) –integrada por 400 caballos ligeros italianos, y españoles, 450 húngaros, 100 arcabuceros a caballo españoles, 600 lanzas y 200 arcabuceros a caballo de Mauricio de Sajonia y 220 hombres de armas de Nápoles- avanzaba paralelamente un par de kilómetros al este (de los protestantes). En cuanto al grueso imperial, seguiría (…) la ruta tomada por el enemigo», completa Gavier en su obra.

Perseguidos y acosados, sólo era cuestión de tiempo que los soldados de Juan Federico perecieran a manos de la vanguardia católica, por lo que, en un intento desesperado de retrasar el avance enemigo, el elector de Sajonia ordenó a su caballería hacer una última carga contra el contingente imperial. Así pues, con las lanzas en ristre y el convencimiento de que era imposible vencer, los jinetes protestantes se abalanzaron contra los hombres del Duque de Alba y Mauricio de Sajonia. Sin embargo, poco pudieron hacer ante una fuerza superior en número y, tras perecer a cientos de sus camaradas, acabaron girando las riendas de sus caballos y huyendo. Con todo perdido, los restos del poderoso ejército de la Liga de Esmalcalda fueron capturados por los hombres de Carlos I.

Aquella jornada fue, además, infausta para los protestantes, pues tuvieron que llenar entre 2.000 y 3.000 ataúdes con los cadáveres de sus compañeros. Mientras, el bando imperial apenas tuvo que lamentar una veintena de fallecidos y pudo jactarse de haber apresado a casi todos los supervivientes enemigos tras la contienda. Tan abrumadora fue la victoria, que provocó el fin de la guerra entre ambos bandos.


CHURRUCA Y VILLENEUVE, DOS ALMIRANTES EN GIBRALTAR

Centenares de marinos han pisado la cubierta de los navíos españoles a lo largo de la historia. Sin embargo, pocos han estado a la altura de Cosme Damián Churruca y Elorza, un brigadier vasco que, además de ser un reconocido científico y militar que estuvo 30 años al servicio de la Armada, murió como un héroe en Trafalgar combatiendo contra seis navíos ingleses a la vez.

Y es que, aunque la batalla de Trafalgar supuso una de las mayores derrotas que se recuerdan de la Armada española, también grabó a fuego varios nombres propios en la historia militar de nuestro país. No obstante, algunos como el de Churruca se han ido desdibujando y olvidando a lo largo de los años.


A pesar de todo, hazañas como seguir en su puesto cuando una bala de cañón le arrancó la pierna o pedir un barril de harina en el que meter el muñón para evitar desangrarse y continuar combatiendo, siguen honrando a este guipuzcoano una vez muerto.

Infancia y juventud

Para hallar el origen de este marino, es necesario viajar hasta un municipio de Guipúzcoa, donde vino al mundo hace más de 250 años. «Churruca nació en Motrico, una pequeña localidad vasca, el 27 de septiembre de 1761», afirma Jose Luis Corral, autor del libro «Trafalgar».

De familia reconocida (su padre era el alcalde de Motrico), Churruca sintió desde pequeño una fuerte atracción por el mar. Sin embargo, parece que primero recibió la llamada de la fe, pues llegó a iniciar con pocos años estudios eclesiásticos con la firme intención de ordenarse sacerdote.

«Estudió en el seminario de Burgos, aunque eso era habitual en muchos jóvenes, pues no había demasiadas posibilidades. Pero, al final, dejó el camino del sacerdocio cuando un amigo le habló de la mar y de las aventuras que allí se podían correr», añade el escritor.

Tras poner fin a sus estudios, un joven Churruca de 15 años se enroló en la Compañía de Guardias Marinas de El Ferrol para consolidar su formación naval. Allí destacó entre el resto de sus compañeros hasta que se graduó en 1778. Una vez licenciado, recibió un ascenso como premio a su precocidad. A su vez, ese mismo año comenzaría su carrera marítima a bordo del navío «San Vicente».

Primera acción naval

Después de navegar como aprendiz en varios barcos, Churruca llevó a cabo su primera acción de guerra en 1781, año en que se vería las caras por primera vez contra los ingleses. «“Aprovechando” la derrota de Inglaterra en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, España llevó a cabo algunas acciones para intentar recuperar Gibraltar, como el asedio de diciembre de 1781, en el que Churruca participó», señala el experto.

Pero, finalmente la Armada Española no consiguió su objetivo y cayó derrotada. «El ataque fue infructuoso ante la potencia de fuego de las baterías inglesas ubicadas en la Roca», señala Corral, que determina a su vez que Churruca arriesgó su propia vida para salvar a multitud de heridos.

Expediciones al fin del mundo

Varios años después, en 1788, el español inició una expedición científica con los paquebotes «Santa Casilda» y «Santa Eulalia». Concretamente, se embarcó en el segundo viaje que partía hacia el extremo meridional de Sudamérica para investigar el Estrecho de Magallanes. De esta forma, y como determina Corral, hizo valer sus conocimientos en «geogafía, cartografía náutica, y astronomía -estos últimos imprescindibles para los marinos-».

«Estudió el estrecho de Magallanes en 1788 bajo las órdenes del capitán de navío Antonio de Córdova, y con su amigo Ciriaco Cevallos. Churruca fue el encargado de la cartografía del estrecho y de las observaciones astronómicas en esa zona austral», determina el historiador.

Una cruel dolencia atacó al marino tras sus primeras misiones

Desgraciadamente, una cruel dolencia atacó al guipuzcoano tras sus primeras misiones. «Sufrió de escorbuto, enfermedad muy frecuente entre los marinos, y le propinó secuelas durante toda su vida», determina el historiador.

Pero nada podía detener a este vasco español y a sus ansias de aventuras. Por ello, en 1792 se embarcó como capitán en una expedición dirigida por José de Mazarredo. El objetivo, en este caso, era llevar a cabo una serie de estudios hidrográficos para la reforma del atlas marino de la América septentrional, los cuales fueron ampliamente utilizado en Europa. Tal fue su reconocimiento que recibió el título de Capitán de Navío a su vuelta en 1794 (más de dos años después de su partida).

Gran Bretaña, la obsesión de Napoleón

Tras haber recorrido medio mundo, el marino vasco eligió retomar la vida militar. Por ello, en 1799 partió a bordo del navío de línea «Conquistador» hacia la ciudad francesa de Brest por órdenes del Primer Cónsul Napoleón. Y es que, en aquellos años España era una gran aliada de Francia, cuya obsesión era acabar con la potencia y el dominio de Gran Bretaña en el mar.

Para ello, Napoleón se valdría de la potencia naval española, en aquellos años de las más destacadas a nivel internacional. «España era una nación títere de Francia, que anhelaba sumar al suyo el poder naval de España, y sus navíos de guerra», determina Corral.

Napoleón regaló a Churruca un sable y dos pistolas de presentación

Enviar una flota a esta población del norte de Francia era clave para Napoleón, pues pretendía rodear Inglaterra para, llegado el momento, darle el golpe definitivo con un ataque a gran escala. Esto provocó que varios capitanes españoles, entre ellos Churruca, se mantuvieran en Brest hasta el año 1802. A pesar de todo, su trabajo no fue en balde, pues tal era el agradecimiento del «pequeño corso» que regaló al marino un sable y dos pistolas de presentación, todo un honor para la época.

Ya en España, el español se volvería a hacer famoso al escribir un tratado de puntería para la artillería de Marina. Después de publicar este «best seller», Churruca solicitó el mando del navío de línea «San Juan Nepomuceno», a bordo del que viviría sus últimas horas de la forma más heroica que se puede imaginar.

Trafalgar, la contienda que cambió la historia

El verdadero reto de Churruca llegó cuando fue llamado a combatir en la contienda naval que cambiaría la historia de España: la batalla de Trafalgar. Esta, se produjo cuando la armada británica cercó a la flota formada por buques españoles y franceses cerca del cabo Trafalgar (en Cádiz). Definitivamente, había llegado la hora de saber quién daría un paso adelante en la larga guerra entre el «pequeño corso» y la «pérfida Albión».


«En la guerra entre Inglaterra y la alianza Francia-España era muy importante el control del estrecho de Gibraltar. Napoleón había decretado el cierre de todos los puertos del continente europeo a los navíos ingleses, que tenían en Gibraltar su gran base para sus naves en el Mediterráneo. La batalla de Trafalgar fue, por así decirlo, la batalla por el control del Estrecho y, por tanto, del Mediterráneo», sentencia Corral.

A los buques

Aquel 21 de octubre de 1805, frente a las costas gaditanas, se sucedería una de las batallas navales más grandes de la Historia. «La Armada combinada hispano-francesa estaba formada por 33 navíos (15 españoles y 18 franceses) y la inglesa por 27; además de naves de menor porte, como varias fragatas, bergantines y corbetas por ambos lados», explica el historiador.

En cambio, la victoria se planteaba dificultosa para los españoles y franceses, pues eran conocedores de lo bien pertrechada que estaba la flota británica y sabían quién estaba a su mando: el archiconocido Nelson, un estratega que había ofrecido a su país decenas de victorias.

La Armada combinada contaba con 33 navíos, la inglesa con 27

«La armada inglesa la mandaban los vicealmirantes Horacio Nelson (fue nombrado almirante después de muerto) y Cuthbert Collingwood, como segundo. La flota combinada, por su parte, la mandaba el almirante francés Villeneuve, y su segundo el contraalmirante Dumanoir», determina el experto.

A bordo del «San Juan Nepomuceno», Churruca se preparó para la batalla sabiendo de antemano la ardua tarea que le esperaba, pero sin perder el valor en ningún momento. Tal era su determinación que, un día antes de entrar en combate, envió una carta a su hermano en la que se despedía diciendo: «Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto». No había duda, para el marino era la victoria o la defunción.

Batalla de Trafalgar

El día 21 comenzó la contienda. Pero, para desgracia de Churruca, al mando de la flota hispano-francesa se encontraba Villeneuve, quien hizo uso de unas estrategias despreciadas en todo momento por el vasco. «Para empezar, Churruca obedeció las órdenes de Villeneuve de salir de la seguridad del puerto de Cádiz, en contra de su opinión, pues sabía que la flota inglesa estaba mucho mejor preparada», explica Corral.

Ya en batalla, Villeneuve ordenó a su flota formar una extensa hilera para «cañonear» a los navíos enemigos. «La armada combinada formó una línea demasiado alargada, y viró sin sentido; la armada inglesa se lanzó en punta de flecha al centro de la formación para romper la línea y fraccionar en dos la escuadra hispano-francesa, ganando así una enorme superioridad», sentencia el experto.


Desde el comienzo, la contienda había dado un vuelco a favor inglés debido a la precaria estrategia de Villeneuve. Y es que, muchos de los barcos aliados se enfrentaron en clara inferioridad numérica a los británicos mientras algunos de sus compañeros todavía no habían entrado en combate. Precisamente eso le sucedió al «San Juan Nepomuceno» de Churruca, al que la ruptura de la línea le obligó a combatir contra nada menos que seis navíos británicos a los que puso en serios aprietos gracias a su habilidad.

La muerte de un héroe

Pero, finalmente, el destino fue cruel con el vasco pues, mientras dirigía el combate desde el puesto de mando, una bala de cañón le arrancó la pierna derecha por debajo de la rodilla, según afirma Emilio Aléman de la Escosura, director de la Fundación del Museo Naval.

Sin embargo, ni siquiera una herida tan grave pudo inmovilizar a Churruca, que se mantuvo en su puesto e, incluso, arengó a sus soldados para seguir combatiendo a pesar de que la derrota era segura. «Además, se dice que al perder la piernas y no poder mantenerse en pie ordenó que trajeran un cubo con harina (o con arena en otras versiones) y allí metió el muñón para mantener la estabilidad», explica Corral.

Al final, y para desgracia de sus marineros, Churruca acabó muriendo desangrado. De él se dice que no se quejó en ningún momento y se mantuvo estoico hasta el final. De hecho, ordenó clavar la bandera de su barco para que no fuera arriada tras el abordaje inglés. A su vez, dio órdenes antes de fallecer de que nadie se rindiera mientras en su cuerpo hubiera un leve aliento de vida.

Pero de poco le valió, pues, cuando se disipó el humo de los disparos, no había duda: los españoles habían sido derrotados y muchos de sus buques capturados. Los ingleses habían vencido en Trafalgar.

Obstinado tras la muerte

Finalmente, el marino de Motrico protagonizó una curiosa anécdota incluso después de muerto. Esta se produjo cuando los seis capitanes ingleses pidieron al oficial de mayor rango del «San Juan Nepomuceno» que entregara, como era tradicional, la espada del capitán vencido a aquel de ellos que hubiera derrotado a Churruca. En ese momento, y para sorpresa de todos, el español les dijo que, entonces, deberían partir el arma en seis trozos pues, de haber atacado uno a uno, no habrían vencido al vasco nunca.

«Con su muerte, España perdió uno de los mejores marinos de la época, probablemente el más preparado y el único que tenía conocimientos geográficos comparables a los de los mejores marinos ingleses o franceses», añade el historiador.



VILLENEUE, EL ALMIRANTE FRANCÉS QUE PROVOCÓ EL DESASTRE DE TRAFALGAR

Horatio Nelson, Cosme Damián Churruca o Jorge Juan. Existen nombres que, inevitablemente, han quedado asociados a la valentía y la victoria a lo largo de la Historia. Sin embargo, no es el caso de Villeneuve, el almirante francés cuya incompetencia llevó a la armada franco-española a sucumbir ante la Royal Navy en Trafalgar el 21 de octubre de 1.805.

Pierre Charles Jean Baptiste Silvestre de Villeneuve vino al mundo en 1.763 en el sur de Francia (concretamente, en Provence). Gracias a que provenía de una familia aristocrática, pronto pudo hacer realidad su sueño de surcar los mares y océanos como guardiamarina (aprendiz) y, en 1.978 -cuando contaba escasamente con una quincena de años a sus espaldas- dio el mosquetazo de salida a su carrera naval.

Durante esa tierna edad, Villeneuve probó en multitud de ocasiones su valor y su capacidad para desenvolverse dentro de un navío de guerra. De hecho, protagonizó varios actos de intrepidez a las órdenes del famoso almirante Suffren, el hombre que, durante varios años, mantuvo en jaque a la flota inglesa en el océano Índico a pesar de contar con un menor número de navíos.

Eran, sin duda, buenos tiempos para Francia y para el joven Pierre. Pero su suerte cambió radicalmente con el estallido de la Revolución. Y es que, la llegada de una nueva forma de pensamiento al ejército provocó que muchos de los oficiales de la armada decidieran exiliarse antes que servir a la «nouvelle France».

«Por el contrario, Silvestre (…) no sólo se apuntó al tumulto, sino que hizo desaparecer de su D.N.I de entonces el aristocrático “de” de su apellido para parecer más revolucionario. Primer síntoma de vulgar chaquetero y trepador. Naturalmente, subió en el escalafón como las balas y en 1.796 fue promovido a contralmirante» afirma Luis Rodríguez Vázquez en su obra «La historia encadenada».

Aboukir, la vergüenza de Villeneuve

Sin embargo, la capacidad de Villeneuve comenzó a quedar en entredicho en 1.798, año en que soplaban vientos de guerra entre franceses e ingleses. Era una época difícil y, por ello, los galos decidieron dar un golpe de mano a la «Pérfida Albión». Su plan era sencillo: una flota viajaría hasta Egipto con intención de desembarcar y amenazar las posesiones británicas en la zona.

Así pues, una armada formada por 13 navíos de línea y 4 fragatas navegó hasta Aboukir, en Alejandría, donde dispusieron sus buques para el desembarco. En uno de ellos, el «Guillaume Tell» -de 80 cañones-, lucía flamante como capitán Villeneuve. A su vez, nuestro protagonista tenía bajo su mando varios de los barcos de la flota. No obstante, y una vez posicionados, los franceses recibieron una sorpresa muy desagradable cuando, a través del horizonte, vieron aparecer a la armada inglesa al mando del Contralmirante Nelson.

Velozmente, los galos formaron tres compactas líneas de batalla para tratar de repeler al experimentado marino británico. Villeneuve, por su parte, recibió órdenes de dirigir la retaguardia. Era, sin duda, un gran momento para demostrar sus dotes para el mando, pero no iba a ser aprovechado por el aún joven Pierre. Durante la noche, Nelson se lanzó al combate y, haciendo gala de una gran capacidad estratégica, destrozó las primeras líneas francesas a base de cañón y espada. En pocas horas, la operación de los franceses se fue al traste.

«El resultado: once buques apresados o hundidos, dos fragatas idem y sólo dos navíos franceses, el “Guillaume Tell” y el “Genereux” con las fragatas “Diana” y “Justine” lograron escapar, huyendo sin hacer el más mínimo intento de socorrer a los suyos, los cuatro de la retaguardia que mandaba Villeneuve», completa el experto. Tras este desastre, Pierre se ganó el odio de la mayoría de sus compañeros aunque, curiosamente, no de Napoleón, quien afirmó que era un hombre con suerte.

Hacia la conquista de Inglaterra

Con todo, la desconfianza de Napoleón en Villeneuve no disminuyó y, en 1.805, el «pequeño corso» le puso al mando de una flota con unas órdenes de vital importancia para el devenir de Francia. Concretamente, el líder francés pretendía invadir Inglaterra aunque, para ello, necesitaba eliminar a la flota británica que patrullaba el Canal de la Mancha. A continuación, y ya con el camino libre, podría transportar por mar a sus experimentados infantes hasta la «Pérfida Albión».

No hubo más que hablar. Antes del verano, Villeneuve recibió órdenes de dirigirse con una flota francesa apoyada por varios buques de la entonces aliada España hasta las Américas. Una vez allí, debía atacar las posiciones británicas hasta que los ingleses se decidieran a enviar a la Royal Navy en su busca y dejaran libre el Canal de la Mancha.

Su escasa capacidad de mando llevó al desastre de Trafalgar

Esta primera parte del plan fue llevada a cabo a la perfección por el almirante. Sin embargo, los problemas surgieron cuando pretendía volver a Europa para transportar a la Grande Armée hasta las islas británicas, pues fue detenido por una flota enemiga inferior en número en la batalla de Finisterre. Después de esta derrota, Villeneuve no pudo cumplir su misión y, por lo tanto, destrozó el sueño de Napoleón de pisar las islas británicas.

A su vez, Villeneuve siguió aumentando su lista de errores pues, en lugar de seguir las nuevas premisas que llegaron desde Paris, decidió protegerse en la bahía de Cádiz. Esto fue demasiado para el «pequeño corso», quien decidió enviar un sustituto para que, con carácter inmediato, tomara el mando de la flota franco-española anclada en aguas gaditanas.

El 14 de octubre, el contralmirante recibió la amarga noticia de su sustitución y, tan sólo cinco jornadas después, tomó la decisión que le valdría la mayor derrota naval de su vida: ordenó, en contra de lo que opinaban capitanes varios españoles como Escaño y Gravina, izar velas y dirigirse al cabo Trafalgar, donde aguardaba una flota inglesa dirigida por Nelson.

El desastre de Trafalgar

Unas pocas jornadas después, el 21 de octubre de 1.805, Villeneuve dio las órdenes pertinentes para enfrentarse, con 18 navíos franceses y 15 españoles, a los 27 comandados por Nelson. No obstante, su anticuada forma de comprender las batallas navales y sus extrañas maniobras provocaron que la flota aliada se desordenara y fuera presa de la Royal Navy. De nada valió la intrepidez de marinos como Churruca pues, finalmente, la ineptitud del galo llevó a los aliados al desastre.

Una vez que se disipó el humo de los cañones, y tras horas de combate en la que los aguerridos españoles demostraron su fiereza frente a los experimentados marinos ingleses, la situación era dantesca para la flota combinada. La batalla de Trafalgar se saldó con 2.500 heridos y 4.500 muertos para los aliados, una cifra muy por encima de los 1.250 heridos y 450 fallecidos británicos.

Una extraña muerte

A su vez, y además de la estrepitosa derrota, el almirante francés fue capturado por la Royal Navy. No había, sin duda, peor destino para Villeneuve el cual, a pesar de haberse batido valientemente contra los casacas rojas, demostró al mundo su ineptitud en el mando.

Con todo, la suerte quiso que Villeneuve fuese liberado, tras lo cual, decidió partir hacia París para dar explicaciones a Napoleón. No obstante, nunca llegó a su cita pues, el 22 de abril de 1.806, su cuerpo apareció apuñalado en el torso varias veces en un hotel de Rennes. La investigación posterior determinó que había sido un suicidio, pero, como es lógico, las sospechas de asesinato se cernieron sobre el «pequeño corso». Así, en una sucia habitación, y lejos del mar, acabó la historia de este desdichado almirante.


OPINIONES INDEPENDIENTES SOBRE LOS INDEPENDENTISTAS CATALANES

PEDIR LA LUNA

En el muy navideño escenario de la tumba de Francesc Macià –el hombre no tuvo la culpa de morirse un 25 de diciembre—y ante un friolento Artur Mas arrebujado en su bufanda, los dirigentes de Convergencia han anunciado el muy pacífico y buenista propósito de cortar con metafóricas hoces de campesino las cadenas opresoras de su pueblo cautivo. Algo vamos avanzando en el diálogo: la letra de «Els segadors» clama directamente por utilizar las falces para degollar pescuezos. Pero la retórica de liberación nacional revela hasta qué punto la dirigencia catalana se ha dejado poseer por la mitología de exaltación emotiva. Envueltos en una mística de arrebatado maniqueísmo los políticos soberanistas han fabricado un imaginario de tiranía represiva contra el que rebelarse como si fuesen émulos de William Wallace. Y se estimulan a sí mismos con esta clase de arengas mientras en el país invasor, y en su propio territorio sometido, la gente descorcha cava de Sant Sadurní y azacanea en los centros comerciales en busca de regalos. Todos muy preocupados por el destino manifiesto de la sedicente nación encadenada.

Los discursos del cementerio de Montjuic revelan el componente ensimismado del desafío secesionista catalán, obra esencial de una élite mediocre que se cree iluminada por un designio histórico. «Queremos la luna», decían en su inspirada soflama los edecanes de Mas, conjurados ante el difunto antecesor para prometer ante sus restos mortales la culminación del proyecto pendiente. La República Catalana que proclamó Macià duró tres días porque su promotor se envainó la aventura a cambio de la promesa de un Estatuto bastante menos autonomista que el vigente. Hubo un segundo intento a cargo de Companys, otro visionario imbuido por el delirio independentista, y Azaña, que no Franco, lo zanjó con una batería de cañones al mando del general Batet: una solución algo más alarmista y brusca que el artículo 155 de la Constitución actual. Companys fue detenido, encarcelado en un barco y condenado a treinta años. Por un tribunal republicano: está visto que el furor autoritario españolista trasciende regímenes e ideologías.

Ajena a la evidencia histórica y a la propia realidad contemporánea, la nueva alucinación independentista ha prendido en esta generación de políticos que pretenden fundar un Estado sin ser capaces de gobernar de forma competente una autonomía. Cuando un dirigente se fija como objetivo la luna sus conciudadanos deberían enviarlo a las urgencias de los servicios psiquiátricos, si es que queda en Cataluña alguna que no hayan desmantelado. Estamos ante un caso de enajenamiento colectivo con ribetes patológicos, y esa ofuscación autista va a provocar destrozo civil en una sociedad que ya está fracturada. Lo que esta casta de orates debería meditar ante el sepulcro de Macià es a dónde conducen las obsesiones autoalimentadas.

Ignacio Camacho en ABC


LA FRUSTRACIÓN TRANSFERIDA

Hablan los agrimensores del alma, o sea, los psicólogos, de la llamada «transferencia emocional». Consiste en la proyección al prójimo de nuestro estado emocional, de tal manera que, si nos encontramos en la situación de enamorados correspondidos cualquier prójimo nos parece un ser digno de afecto, y, en cambio, si hemos constatado que los discípulos de Montoro actúan sobre nuestras cuentas corrientes con la crueldad de una estricta gobernanta, tendemos a pensar que cada persona con la que nos cruzamos por la calle ha salido con el fin de molestarnos. En muchas otras ocasiones nuestra transferencia emocional no se debe a ningún asunto trascendente, sino a una desatención del empleado del banco, o del funcionario, o uno de esos empujones, que nos parecen tanto más alevosos, cuanto el causante se marcha como si se hubiera rozado con un matojo, y esa asunción de matojo es mucho más hiriente que el empujón propiamente dicho.

En una noche lejana, me contaba un taxista que las propinas más escandalosas que había recibido en su vida procedían del jugador del casino que ha ganado, y que las carreras más terribles eran las del perdedor, amustiado, arrepentido, con esos deseos de hacer partícipe a los demás en la desgracia, incluido el anuncio del remediable suicidio, y digo remediable porque bastan unas palabras de consuelo, la constatación de que se ha captado la atención de los demás

Existe otra transferencia muy interesante de la que hablan menos los psicólogos, y que yo he denominado con osadía y, seguramente, con error «la frustración transferida». Se trata de desplazar la responsabilidad individual hacia circunstancias colectivas. Si algo no me sale bien, si he fracasado en mis objetivos, no se trata, por supuesto, de mi falta de constancia, de mi ausencia de preparación o de escasez de inteligencia, sino de los elementos que hicieron naufragar a la mal llamada «Armada Invencible»: no era bueno el momento, tuve mala suerte o las circunstancias conspiraron en mi contra. No se trata de un asunto tan grave como la manía persecutoria, que posee raíces paranoicas, sino de un afán por evadir nuestra responsabilidad o, como se dice en el lenguaje cotidiano, sacudirnos el muerto.

Esta transferencia de la frustración es más frecuente y cotidiana en los países mediterráneos que en los anglosajones, donde el sentido de la responsabilidad individual es un signo de madurez. En Italia, en España, y no digamos en Grecia, lo primero que aprendemos a decir en la escuela es «yo no he sido», y la llamada madurez intelectual, como le respondí con absoluta sinceridad, hace poco, en un coloquio celebrado en Logroño, a una amable lectora, en los hombres españoles se alarga, en algunos casos, hasta los 52 años, e incluso hay varones que se mueren tan ancianos como adolescentes. (Esa desigualdad de madurez entre hombres y mujeres, desde mucho antes de la adolescencia, es la etiología de diferencias que han nutrido y nutrirán gran parte de la Literatura).

Un aspecto en el que podemos intuir y vislumbrar el inmaduro es la referencia a la suerte. La suerte es un factor fundamental en la vida de cualquier persona, y existen personas con buena y mala estrella, pero achacar todos los fracasos al azar es una manera de no salir del infantilismo. En cierta ocasión, una señora la le hacía la impertinente observación a Santiago Ramón y Cajal de que el premio Nobel había sido debido a la casualidad y a la buena suerte. «Sí, es cierto, totalmente cierto –respondió el sabio– pero la suerte me sorprendió trabajando en el laboratorio». Es probable que tengamos mala suerte en la entrevista laboral, en el examen, en las relaciones sentimentales, y es normal. Pero, en muchas ocasiones, lo que denominamos mala suerte no es otra cosa que descuido, olvido, pereza, aplazamientos, falta de esfuerzo y, en no pocas ocasiones, irresponsabilidad.

Por todo ello, el banderín de enganche del nacionalismo tiene la clientela asegurada. Si alguien me propone que el fracaso en mis negocios, el mal resultado académico en los estudios, mi escaso éxito contando chistes, incluso mis pobres resultados amatorios son culpa, no de mí, sino de un tercero, de una conspiración oscura que habita en Madrid, seré un imbécil o un tipo responsable y maduro, si no me apunto al invento.

La frustración transferida nos instala, de manera celérea, en la cómoda aceptación de cómo somos, sin autocensuras posibles. Yo mismo, cuando se me cae algo al suelo, he de evitar la tentación de echarle la culpa al que colocó el objeto en el borde de la mesa. Casi todos los ejecutivos de empresa, y no digamos los grandes responsables políticos buscan con denuedo, y la inteligencia que antes se les olvidó, hallar al chivo expiatorio de sus equivocaciones. Y, si carecemos de madurez intelectual, nos pasaremos la vida echándole la culpa a los demás de nuestros fracasos. El nacionalismo es una pirámide. En la cúpula hay unos pocos tipos avisados o cínicos que se postulan como vengadores de las decepciones de la mayoría. Y la mayoría, compuesta por un alto porcentaje de mediocres e ingenuos, son entusiastas de la idea, no por la idea nacionalista en sí, sino porque les restaña sus íntimas derrotas. Por eso, me produce una enorme decepción escuchar soluciones que se basan en el dinero. Hemos llegado a un punto en que ya no es cuestión de dinero. Y sólo los adalides del nacionalismo aparecen como los únicos capaces de curar la inmensa, la enorme frustración de no ser perfectos, que es el padecimiento de todos los mortales, bailen la sardana, la jota o el sirtaki. Ante ese convencimiento la chequera no posee apenas efecto. Estamos en otro plano: en el de la psicología o, si el asunto es más grave, en el complicado terreno de la psiquiatría.

Luis del Val, periodista, en ABC


LA DEMOCRACIA COMO COARTADA

El independentismo catalán, otrora llamado nacionalismo, ha ido progresando adecuadamente en su escalada de calentamiento mediático y social hasta anunciar, finalmente, la fecha y pregunta de un referéndum de secesión de Cataluña. Paradójicamente, los partidos que lo proponen (CiU, ERC, ICV y CUP) no tienen en el Parlament de Cataluña ni siquiera la mayoría necesaria para reformar el Estatuto de Cataluña. Inmediatamente la máquina de propaganda se ha puesto en marcha para vincular ese referéndum de secesión a la idea de democracia, utilizando insistentemente la frase «votar es democracia» con la que nos van a acompañar los próximos meses.

Para el independentismo la utilización de la propaganda constante en los medios públicos y subvencionados es más o tan importante como el propio fondo del asunto y requisito indispensable para que se pueda imponer y triunfar socialmente. La apelación a frases simples y rotundas pretende cortocircuitar cualquier posibilidad de pensamiento en contra, pues implica ejercer en el foro público el pensamiento crítico anulado en la sociedad catalana.

Asimilar democracia y votación es la coartada necesaria para que el pensamiento único nacionalista acabe de laminar cualquier atisbo de pluralismo y democracia en Cataluña, ignorando que en la UE no hay democracia fuera del Estado de Derecho. Y quien usa el nombre de la democracia al margen del Estado de Derecho, pretende lo que no debe. Un demócrata cuestiona no sólo el qué se vota sino, sobre todo, el cómo, lo que determina el carácter democrático de una votación. Y aquí es donde el independentismo tiene claro que no hay debate posible. En Cataluña, quien pone las reglas de juego son los independentistas, frente a lo que sólo dejan como respuesta un «lo toma» o un «aténgase a las consecuencias».

Las condiciones en que el independentismo plantea un posible referéndum en Cataluña asquearía a cualquier demócrata y se resume en el sometimiento de la ciudadanía a un ambiente de presión social constante y en todos los ámbitos, la falta de neutralidad política de los medios de información públicos y privados subvencionados y el acoso y la estigmatización social a cualquier muestra de discrepancia al modelo normalizado de catalán, de buen catalán. Lo que ha venido a llamar la teoría de la «olla a presión», de forma que sólo con el sometimiento a condiciones de alta presión y temperatura políticas y sociales un cuerpo social estable puede estallar en una reacción exógena en el sentido interesado, independentista en este caso. Situación de presión que no puede mantenerse de forma permanente, de ahí su expresión «tenim pressa» (tenemos prisa).

El independentista catalán apela, con cierta reiteración y con trazos gruesos, a los referendos de Escocia y Quebec, cuando la forma del proceso catalán no soportaría ni la más mínima comparación con esas experiencias políticas. Ninguno de los dos procesos citados se planteó la pregunta y la fecha antes de que hubiese, lógicamente, la correspondiente autorización de los Estados canadiense o británico. Los nacionalistas tampoco han planteado nunca un quórum mínimo de participación y un porcentaje mínimo de votos favorables que garantizase una mayoría social inequívoca y un respaldo social suficiente. Ni tampoco quieren plantearse qué ocurriría con el estatus jurídico y político de la parte de Cataluña donde no se alcanzase esos mínimos, como así estableció la sentencia de la Corte Suprema de Canadá. Por supuesto, aquí es donde nuevamente el nacionalismo conoce sus debilidades y evita cualquier planteamiento.

El independentismo ha actuado en contra las reglas de fair play democrático, que exigiría cualquier demócrata. Tampoco ha respetado las mínimas condiciones de juego limpio establecidas por el Gobierno británico al escocés, como son la prohibición de actuar bajo la presunción de un posible resultado y la de utilizar la autonomía para preparar el acceso a la transición de la independencia. El paso dado por Artur Mas, anunciando la celebración de un referéndum ilegal, supone la ruptura definitiva de la cohesión social en Cataluña como forma de paz social, basada en la tolerancia y el respeto al pluralismo; cuando se antepone la ideología de unos a los consensos ciudadanos basados en la Constitución.

La cohesión social fue un argumento estratégico para el nacionalismo durante los últimos 25 años cuando se trataba de imponer el sistema de inmersión lingüística a toda la población; pero, ahora, está visto que, para ellos, la cohesión social ha perdido todo el sentido cuando es el momento de imponer de una vez por todas (sí o sí) sus tesis uniformizadoras a toda la sociedad. Cohesión social, para los independentistas, es uniformización social. Socialmente, Mas y sus valedores han dado por amortizada la parte de la ciudadanía no nacionalista, que les estorba para rematar el experimento de ingeniería social.

Se ha llevado el debate al terreno de lo sentimental con argumentos primarios, infantiles y, con demasiada frecuencia, falsos y manipulados. Se huye, por parte de los independentistas, de un debate político de fondo, sabedores que el mismo les es perjudicial. El debate demagógico y cainita es el elegido por ellos. A su vez, el Gobierno de Mariano Rajoy ha adoptado la misma estrategia que tomó con el desastre ecológico del Prestige: alejar el problema de la costa y esperar que el tiempo arregle lo que se ven incapaces de resolver. A todo esto, una parte importante de la sociedad catalana se siente cada vez más abandonada por el Gobierno. Ya que, al igual que en la mecánica de los fluidos, el espacio político que no es ocupado por las instituciones del Estado en Cataluña automáticamente es ocupado por el nacionalismo, espacio que difícilmente podrá recuperarse para la vida en tolerancia y pluralidad.

Es, pues, el momento de hacer la tarea que le correspondería al Gobierno, de exponer con rotundidad cuáles serían los costes económicos, políticos, sociales y afectivos de un proceso de secesión. Llevar el debate al terreno de la razón y de los análisis objetivos. Debemos aportar luz a este proceso de sinrazón y de destrucción de una labor social construida con el esfuerzo de todos los españoles al amparo de la Constitución.

Es, pues, el momento de la defensa de España, concibiendo España, no sólo como referente histórico y sentimental, sino fundamentalmente como el sistema de garantías de los derechos y libertades de los ciudadanos que nos dotamos los españoles con la Constitución de 1978. En defensa de nuestros derechos y libertades públicas, en defensa de España.

Ramón de Veciana Batlle es miembro del Consejo de Dirección de UPyD portavoz de UPyD Cataluña, en EL MUNDO


LA CONSULTA: UN PAR DE PREGUNTAS

Los nacionalistas catalanes son maestros tanto en el arte de tergiversar la Historia, como en el de disfrazar ciertos conceptos, según les venga bien a sus intereses. Sobre el primer punto existe ya una amplia bibliografía sectaria, pero la muestra más reciente de su arraigo la tenemos en el Congreso España contra Cataluña, que se acaba de celebrar en Barcelona y en el que se ha hablado, salvo excepciones, de una Historia ficción. En lo que respecta al segundo punto, es decir, a su obsesión por disfrazar las palabras o los conceptos, hay ejemplos clásicos como el de referirse a España como el «Estado español» y también ejemplos más actuales como el famoso «derecho a decidir», en lugar del derecho de autodeterminación, o asimismo el de utilizar «consulta» por referéndum para sortear así la falta de competencia de la Generalitat para convocar referéndums, lo que ha confirmado el Tribunal Constitucional (STC 48/2003).

Ahora bien, esta facilidad para tergiversar la Historia y los conceptos, se ha visto enriquecida con la aportación que acaban de hacer triunfalmente los aliados independentistas presentando las dos preguntas que han redactado para cuando se celebre la consulta el 9 de noviembre de 2014, si es que se celebra. En este sentido, se debe recordar, como señala el constitucionalista británico J.F.S. Ross, que una condición necesaria para que todo referéndum sea válido es la de plantear bien la pregunta que se hace al pueblo. Afirma así que «la esencia del referéndum es, por supuesto, plantear una pregunta al cuerpo general de ciudadanos. Evidentemente cualquier necio puede hacer una pregunta, pero plantear la pregunta correcta y hacerlo de la forma debida es completamente otra cuestión». Un referéndum mal planteado o excesivamente técnico supone que se está confundiendo al pueblo sobre lo que se pregunta.

De este modo, en aras de la simplificación del referéndum, lo normal es que se haga una sola pregunta y se responda «sí» o «no». Sin embargo, a veces los gobernantes que plantean una consulta popular complican las cosas de tal manera que en lugar de una pregunta se hacen dos, lo cual implica entrar en el terreno resbaladizo de la confusión o incluso de la manipulación, como acaba de explicar Stéphane Dion, autor y político canadiense que algo sabe de todo esto. Pero como en este mundo siempre hay precedentes para todo, también lo hay en lo que se refiere a la pregunta dual que los nacionalistas catalanes quieren someter al electorado. Efectivamente, en Puerto Rico, en 2012, se hizo un referéndum con dos preguntas, a efectos de conocer si los puertorriqueños deseaban seguir manteniéndose como Estado asociado de Estados Unidos, primera pregunta; o, por el contrario, optaban, segunda pregunta, por una de las tres posibilidades siguientes: convertirse en el 51 Estado americano, pasar a ser un Estado independiente, o, por último, mejorar la situación actual manteniendo la soberanía de Puerto Rico y, al mismo tiempo, seguir asociados con Estados Unidos, de igual a igual. Pues bien, el resultado fue meridiano en lo que se refiere a la primera pregunta, pues el 54% de los votantes se inclinó por el no, esto es, rechazaban la situación actual, mientras que el 46% quería mantenerse tal y como están ahora. Ahora bien, en la segunda pregunta, la primera opción obtenía un 61,4%, eligiendo integrarse en los Estados Unidos; la segunda opción consiguió únicamente un 5,5%; mientras que la tercera supuso un 33,4%. La consecuencia es que tras ese confuso resultado, no se sabe todavía qué es lo que quiere realmente la mayoría de puertorriqueños, porque casi la totalidad de los electores no entendieron la pregunta.

Pues bien, la gran aportación de los nacionalistas catalanes ha sido también plantear dos preguntas confusas, en las que lo único que queda claro es que ellos distinguen dos categorías de Estado: el Estado dependiente y el Estado independiente. Esta distinción es realmente soberbia y rompe así con la doctrina clásica del Derecho Constitucional y la Ciencia Política. En efecto, cuando se utiliza simplemente la palabra Estado, procedente del italiano lo stato, que ya utilizó Maquiavelo en su clásica obra El Príncipe, lo que se quiere afirmar es que todo Estado es soberano e independiente, es decir, que en el orden interno tiene la potestad de imponer sus decisiones a los gobernados y que en el orden internacional no está sometido a ninguna otra autoridad.

Por tanto, hablar de Estado independiente es un pleonasmo, pues no hay Estado que no sea independiente. Ahora bien, cuando la palabra Estado va acompañada de algún calificativo, como Estado federado o como Estado asociado, lo que se está afirmando es que ese Estado no es independiente, porque forma parte de una federación o alianza, que impide su total independencia, como ocurre con la Unión Europea. En cualquier caso, como la pregunta que plantean los nacionalistas catalanes consiste en saber si se quiere que Cataluña sea un Estado a secas, para preguntar después, en caso afirmativo, si se desea que ese Estado sea también independiente, no hay más remedio que concluir, según lo que piensan estos iluminados, que hay dos clases de Estado: el dependiente y el independiente. Pues bien, si por casualidad se lleva a cabo la consulta, lo que es mucho suponer, habría que preguntarse qué pasaría si ganasen en la primera pregunta los síes y los noes en la segunda. En otras palabras, los catalanes optarían así por un Estado dependiente y rechazarían el Estado independiente. Así las cosas, lo que falta por saber entonces es de quién dependería ese Estado, pues en puridad no sería Estado, ya que no sería independiente ni soberano.

Llegados a este punto habría que preguntarse si los ciudadanos catalanes, a la vista del proceder de sus gobernantes en los últimos meses, son conscientes de que están en manos de unos individuos peligrosos. Es más, no solo se demuestra este desvarío en las dos preguntas que he analizado, sino que además quieren establecer un sistema de cómputo de votos que es un primor de claridad y democracia. Ciertamente, según ha señalado Marta Rovira, secretaria general de ERC, el pacto que se ha establecido entre su partido, CiU, ICV-EUiA y la CUP, certifica que solo sería necesaria una mayoría simple a favor del sí, en cada una de las dos preguntas que se plantean, para que se obtuviese la independencia. Según ella, con un 26% del total de participantes en la consulta que votasen a favor de la opción independentista de forma explícita, Cataluña lograría su independencia plena, es decir, con esta minoría se acabaría con el Estado más antiguo de Europa. Su confusión es de tal calibre que durante la conferencia de prensa que celebró el pasado viernes, llegó a decir que la propuesta «era una mala pregunta», rectificando enseguida su lapsus freudiano.

La secretaria de  ERC también ha dejado otra perla en sus comentarios. Según ella, la Carta de las Naciones Unidas está por encima de la Constitución, por lo que hay que admitir el derecho de autodeterminación que a su parecer reconoce dicho documento internacional. En efecto, el artículo 1.2 de la Carta dice que una de las funciones de las Naciones Unidas, entre otras, es la de respetar «el principio de la libre determinación de los pueblos». Cierto, pero esto era un postulado válido en el año 1945 y sirvió para que se llevase a cabo la descolonización de muchos pueblos, pero en el año 2013 ya no quedan apenas colonias en este mundo y desde luego no parece que sea el caso de Cataluña. Es más: la secretaria de ERC debería seguir leyendo la Carta de las Naciones Unidas, porque se afirma también de forma taxativa en ella que en las relaciones internacionales la ONU se abstendrá de recurrir al uso de la fuerza contra la «integridad territorial de los Estados», cláusula que todas las Constituciones democráticas suelen incluir y, entre ellas, la española, que así lo establece en los artículos 2 y 8. Evidentemente, Marta Rovira no ha debido leer con atención la citada Carta, porque mantiene igualmente que se dice en ella que la soberanía recae sobre los pueblos y no sobre los Estados. Conviene, por tanto, que la relea nuevamente para comprobar que los miembros de la ONU son los Estados y no los pueblos.

Por otro lado, el presidente del mismo partido, Oriol Junqueras no se cansa de repetir que la democracia está por encima de la Constitución. Es más, ahora los independentistas piensan llevar a cabo una campaña internacional con el lema: «Let us vote». Sin embargo, no acaban de darse cuenta de que estamos en un Estado de Derecho, que se rige por una Constitución que en el año 1978 fue votada en Cataluña por el 90,5% de los electores y que, por consiguiente, lo que señala la primera Norma del Estado vincula a todos. Por lo demás, también se aferran a otro silogismo falso que consiste en que no admiten que los 12 jueces del Tribunal Constitucional hayan podido anular algunos artículos del Estatuto que había sido aprobado en Cataluña con menos del 50% del electorado y que rebasaba los límites constitucionales por todas partes. Según ellos, no pueden existir normas jurídicas que vayan contra la democracia, pero se niegan a reconocer que no pueda haber democracia sin normas que la regulen y que hay que respetar. El Tribunal Constitucional obtiene su legitimidad de la propia Constitución que los catalanes aprobaron y, por tanto, sus actuaciones, incluso rechazando artículos de un texto aprobado en referéndum, son completamente legales y legítimas, porque al actuar así están cumpliendo con su obligación más genuina: vigilar por la integridad y el respeto de la Constitución. De ahí que el eslogan que han elegido para su campaña internacional no debería ser «Let us vote», sino «Let us break our Constitution».

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.