lunes, 15 de octubre de 2012

LA DESCOMPOSICIÓN DE ESPAÑA


Esta pobre España nuestra que tanta gloria conoció presenta hoy todos los síntomas de una descomposición avanzada: 

En el escenario político no hay partidos con visión de Estado sino meras maquinarias de poder cuya estrategia miope, suicida, consiste en descalificar al adversario, sea cual sea la circunstancia, con tal de ganar tiempo y votos. 

En el plano nacional los ciudadanos de dos comunidades autónomas otorgan el poder a formaciones independentistas que apuestan abiertamente por la secesión, mientras por el resto del país se propaga a toda velocidad el cantonalismo más paleto, reaccionario, susceptible de retrotraernos a épocas oscuras que llevaron a los más lúcidos a pensar en Europa como la solución a un problema que ni siquiera ella, constituida en comunidad, ha logrado embridar, a pesar de que en su seno Alemania recuperó en un abrir y cerrar de ojos la unidad artificialmente quebrada durante medio siglo por el Telón de Acero. 

Y en lo que atañe a la economía, al progreso de la sociedad, nos estamos convirtiendo en un inmenso geriátrico que expulsa del mercado laboral a los jóvenes, obliga a emigrar a las mejores mentes y condena al paro a la cuarta parte de la población activa

Tengo para mí que no estamos ante fenómenos aislados o inconexos, sino ante distintas manifestaciones de una única enfermedad: la pérdida de los valores que hicieron de ésta una de las grandes naciones que ha conocido la Historia y la vieron resurgir de sus cenizas durante la Transición, cuando un proyecto común y compartido, el de construir una democracia, alumbró una generación de líderes capaces de obtener lo mejor de un pueblo actualmente abandonado a su suerte. Un pueblo que a lo largo de tres lustros lo fió todo al bienestar material, arrastrado por una casta de políticos en su mayoría tan codiciosos como carentes de ambición patriótica, cortoplacistas y en muchos casos corruptos, y ahora asiste, impotente, al desmoronamiento de lo que nunca fue más que un castillo de naipes. 

España se descompone ante nuestros ojos sin que tengamos la menor idea de cómo evitarlo. Sin que intentemos siquiera impedirlo. Quienes confunden lo que denominan pomposamente «el final de ETA» con su victoria póstuma, y se congratulan de que la banda haya dejado de matar, no comprenden que lo que está ocurriendo es exactamente aquello por lo que los asesinos del hacha la serpiente sembraron nuestra tierra de sangre y de terror. Siempre han querido una España rota, que es exactamente lo que se está fraguando con el desafío separatista de Cataluña, al que se sumará con idéntico ruido el País Vasco en cuanto pasen las elecciones, sin que se perciba por parte del PP y el PSOE, ni tampoco de las altas instituciones del Estado, ni del grueso de los medios de comunicación, ni del mundo de la Cultura, ni de ningún otro estamento susceptible de vertebrar a la sociedad a fin de articular una resistencia organizada, la fuerza y determinación necesarias para hacer frente al embate. ¿Qué otra cosa cabe deducir de la soledad en la que se ha quedado el ministro Wert, escarnecido por atreverse a emplear la palabra «españolizar»? ¿Qué se puede pensar cuando una Nación se avergüenza de su propio nombre y lo identifica con una ideología totalitaria? 

Esto se deshilacha, se descose, se va difuminando poco a poco, se acaba.



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