domingo, 11 de enero de 2015

EL CRECIENTE RECHAZO A LA EMIGRACIÓN MUSULMANA

MIEDO AL ISLAM

Una gran pancarta rezaba «Respeto y tolerancia, también para nuestro pueblo», otra algo menor pedía «Mut zur Wahrheit» (Valor para la verdad) y otra «Por la libertad de expresión». Esos eran tres de los mensajes de la gran masa de manifestantes del pasado lunes en la ciudad alemana de Dresde. Cada lunes son más los alemanes que se dan cita en estos encuentros. A pesar de los intentos del poder por disuadir de acudir y su insistencia en condenar los encuentros. Y sin embargo, estos, que comenzaron con apenas unos cientos, reúnen ya a decenas de miles. Como sucedió en 1989 ante los ojos incrédulos y mentes espantadas de los dirigentes de la Alemania comunista (RDA). Lo consiguieron todo y el régimen que reprimió y difamó a aquellos manifestantes dejó de existir. Las pancartas de 1989 en demanda de Verdad, Libertad de Expresión y Tolerancia se han elevado con razón al relicario laico democrático de la historia de Alemania. Lo que puede sorprender es que pancartas que piden lo mismo que entonces ahora sean consideradas por la mayor parte de la prensa y los políticos alemanes como consignas de la islamofobia, la xenofobia, el ultraderechismo. Resulta inaudita la virulencia con la que algunos medios de izquierda y derecha atacan a los organizadores. El ministro federal de Justicia, Heiko Maas, se atreve a llamarlos «una vergüenza para Alemania», términos de una contundencia que no se acostumbran a utilizar. El objeto de la indignación, de la ira y las descalificaciones no es otro que Pegida, asociación cuyo nombre es el acrónimo en alemán de Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente. Un nombre que hace poco meses nadie conocía y que hoy está en boca de todos.

No parece muy xenófobo el lema que pide «respeto y tolerancia» y añade «también para nuestro pueblo», en referencia al alemán. Ni los que exigen que Alemania no sea campo de batalla del fanatismo. Es una demanda que sienten como justa millones de alemanes que creen que su dinero y su hospitalidad son objeto permanente de abuso dentro y fuera de sus fronteras. Parte lo han manifestado ya con su creciente apoyo a Alternative für Deutschland (AfD), un partido contrario al euro. 

No es un fenómeno distinto al que se ha generado en otros países europeos como Holanda, Suecia o Francia. En estos países, sin el pasado traumático de Alemania, cristalizó pronto en partidos de corte populista, algunos ultraderechistas. Es cierto en Sajonia, cuya capital es Dresde, no existen las comunidades islámicas que hay en Berlín o Bruselas, en los extrarradios de ciudades francesas u holandesas. Pero sí existe el miedo a que las haya. La sociedad alemana oriental teme los efectos de la actual oleada de inmigración por asilo político que se abate sobre Alemania. Los centros de acogida no se construyen en las zonas residenciales opulentas de Múnich, Fráncfort o Hamburgo en las que viven los directivos de los medios celosos vigilantes de la corrección política. Pegida responde así a unos miedos reales y legítimos de sectores de la sociedad alemana que no son mejores ni peores que el resto. Pero que sí muestran el coraje de expresar una opinión que muchísimos conciudadanos comparten y no proclaman por miedo a ser difamados como ultraderechistas. Es evidente que la ultraderecha alemana quiere pescar y pesca en ese río revuelto. Y lo es que la descalificación de los manifestantes y desprecio a sus temores solo favorece a esa ultraderecha.


El mundo siempre se asusta, y con razón, cuando cree ver surgir un movimiento de ultraderecha en Alemania. Demasiado terrible es el pasado. Pero precisamente por la presencia permanente de este pasado de horror, en Alemania no ha existido desde 1949 ni existe hoy un fascismo, ni de derechas ni de izquierdas, que ponga en riesgo las instituciones. Los intentos de combatir como si fuera ultraderechista todo aquel que cuestione los tabúes de la corrección política pueden ser contraproducentes. Porque el miedo al islam existe, por mucho que lo nieguen los diarios de la corrección política. Porque tres generaciones después de la llegada de las primeras grandes oleadas de musulmanes a Europa se percibe el agotamiento de los intentos de integración. Que coincide con la irrupción de un islamismo político que se proclama enemigo a muerte de nuestra sociedad. E intenta imponer también en Europa leyes y costumbres de sociedades fracasadas y subdesarrolladas. Sectores de la sociedad europea demandan respeto para sus propias comunidades. 

Según una encuesta de Die Zeit, solo un 13% de los alemanes consideran a Pegida absolutamente injustificada. Y un 77% apoyan total o parcialmente a los manifestantes. Estos datos revelan que la sociedad en gran parte acata la corrección política, pero no la comparte ni considera veraz. Este abismo entre la opinión pública real y la opinión política publicada estallará algún día. Porque los gobiernos han ignorado las legítimas demandas y los temores de su población. Y nunca han exigido a la inmigración ese lógico, necesario y asumible esfuerzo de integración en un país al que han acudido en busca de ayuda. La tolerancia abusiva hacia una intolerancia importada dinamita las reglas mínimas para que la tolerancia exista.

Hermann Tertsch en ABC


LA ECLOSIÓN DE LOS PEGIDA

Todo terrorismo perpetra sus atentados con dos objetivos. El inmediato, consiste en cobrarse la víctima, y el mediato, en socializar el miedo. El yihadismo maneja con criminal maestría esa combinación de objetivos y golpea con una espectacularidad –lo hemos visto con las degollaciones de rehenes por militantes de ISIS- que hace viral el temor en las sociedades propias y en las occidentales.

Como, además, sus activistas son, en muchos casos, nacionales de países europeos, inmigrantes de segunda y hasta tercera generación, existe una muy generalizada sensación de que los enemigos de la civilización occidentalse han infiltrado en nuestro mundo de un modo intrusivo y quintacolumnista. Los culpables de la matanza en Charlie Hebdo, franceses de nacionalidad, ofrecerían razonabilidad y altísima verosimilitud a los muchos miedos que expresan en distintas formas las sociedades de nuestro entorno.

En Francia –con cinco de los veinticinco millones de musulmanes europeos- el Frente Nacional de Marine Le Pen ha adquirido una dimensión que hasta hace tres días no tenía. Si el 25% de los franceses votó en las europeas al FN, seguramente, hoy por hoy, volvería a ser el primer partido del país vecino. El hecho de que los asesinos del atentado a Charlie Hebdo sean franceses de derecho confirmaría el fracaso de las llamadas políticas de integración a las que las comunidades islámicas -en Francia y en otros países- se muestran resistentes. No son mejores los modelos pluriculturales, al estilo británico que cuentan, allí donde se aplican, con un historial macabro de terrorismo yihadista.

Sin embargo, el gran movimiento europeo anti islamista, sin poder catalogarse como de extrema derecha, o xenófobo, o racista o neonazi, ha nacido hace relativamente poco tiempo en Alemania. Se trata de los conocidos como los Pegidaacrónimo en alemán de Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente. Este pasado mes de diciembre han protagonizado nutridas concentraciones y manifestaciones, primero en la ciudad de Dresde y luego en otras. Y aunque la canciller Merkel les ha recriminado en su mensaje de fin de año, los social cristianos bávaros de la CSU se muestran comprensivos con este movimiento que, seguramente penetrado por elementos de Alternativa para Alemania (AfD), euroescépticos y xenófobos, está engrosado por gente de la clase media, jubilados, jóvenes sin trabajo y que se sienten traicionados por la gestión de la inmigración por la clase política.

Los Pegida no son otra cosa que gente corriente que quiere modelos de admisión de la inmigración más exigentes -como los de Suiza, Canadá o Australia, por cupos-, propugna la tolerancia cero hacia los inmigrantes islámicos delincuentes y reclama medidas para mantener el modo de vida occidental. Según encuestas solventes (YouGov y Zenit On Line) más de un 35% de los alemanes contempla con buenos ojos este movimiento popular que, al menos exteriormente, rechaza los símbolos de ISIS, del comunismo y del nazismo. La última encuesta –publicada hace cuarenta y ocho horas- elaborada por la Fundación Bertelsmann ofrece datos aún más contundentes: el 57% de los consultados ve en la religión musulmana una amenaza y un 24% vetaría cualquier tipo de inmigración islamista.

Viajar hoy por Francia y Alemania es comprobar cómo las comunidades musulmanas viven replegadas sobre sí mismas; tienden a crear sus ámbitos cerrados y a hacerlos impenetrables; son reactivas a asumir cualquier tipo de concesión hacía la igualdad de la mujer que, ostensiblemente además, es tratada de manera subordinada; no comprenden el alcance de la libertad de expresión y prensa en nuestras sociedades -en las que se ha instalado un lamentable pero no delictivo derecho a la blasfemia-, absolutizan la religión y sus rituales y, lo que es peor, han pasado a la ofensiva con dos comportamientos inéditos: por una parte, envían efectivos (Siria, Iraq) a los grupos terroristas como ISIS y hacen proselitismo en las calles de las ciudades europeas con las llamadas “patrullas de la Sharía” que en alguna urbes se han llegado a intitular “policía de la Sharía” ejerciendo sus facultades intimidatorias ante establecimientos nocturnos.

Resultaría demasiado elemental, esteticista y cómodo despachar este movimiento ciudadano -no exento desde luego de adhesiones indeseables- con las descalificaciones habituales. Pero ese es ya un camino cegado. Los procesos electorales están encumbrando a estos grupos sociales que se articulan en partidos políticos a los que se adhieren personalidades de la política convencional e intelectuales de distintas procedencias.

Los Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (PEGIDA) no incorporan a la denominación el toponímico alemán porque surgen de la malversación del concepto de la ciudadanía en general. Pararlo primero y reducirlo después requiere cambiar políticas educativas, fortalecer el sistema de valores cívicos de las sociedades occidentales, poner en valor los principios democráticos, no permitir que determinadas prácticas de raíz religiosa malbaraten los logros occidentales (el ejemplo más terminante es el de la situación postrada de la mujer) e imponer factores de auténtica integración cuyo rechazo conlleve la exclusión de la comunidad social y política del país receptor.

Los políticos -y, desde luego, los medios de comunicación- no pueden seguir empleando la langue de bois, esa lengua de madera, llena de eufemismos, circunloquios, buenismo y medias verdades. Los que padecen la inmigración que se resiste a unos mínimos niveles de integración son los estratos sociales más desfavorecidos por la recesión económica, el desempleo, la infravivienda y el recorte de los servicios públicos básicos.

Son, en definitiva, los potenciales militantes del movimiento Pegida que tiende a internacionalizarse desde una Alemania con una comunidad turca de tres millones y medio -la mitad con nacionalidad alemana- a la que en febrero pasado, en el mismísimo Berlín, el presidente Recep Tayyip Erdogan alentó a que se resistiera a ser demasiado alemana. Los Pegida, definitivamente, puede eclosionar en la segunda década del siglo XXI.

José Antonio Zarzalejos en El Confidencial 

CONTRA EL CONSENSO II

Desde que tengo uso de razón, he escuchado a políticos de uno y otro signo apelar al 'consenso' como medio para alcanzar la concordia y la paz social; pero lo cierto es que la búsqueda y aplicación del consenso no ha hecho sino alimentar la demogresca. ¿Cómo se puede explicar este fenómeno tan paradójico?
Se puede explicar si aceptamos que la propia razón de ser del consenso político no es otra sino destruir el consenso social, impedir que la comunidad humana comparta convicciones y certezas sobre las cosas, en especial sobre aquellas que son más necesarias para su supervivencia; pues es, precisamente, de esta desintegración social de donde extrae su vigor. Para alcanzar su fin último de destrucción de la sociedad, el consenso político (utilizaremos siempre el término 'consenso' en un sentido sarcástico) borra de las conciencias la noción de 'bien común', sustituyéndola en teoría por la más utilitarista de 'interés general' (que, en realidad, no es sino lo que interesa al consenso) y en la práctica por una olimpiada de libertades y derechos (en su mayoría puramente retóricos y solo efectivos cuando, además de resultar baratos, facilitan la desintegración social, como ocurre con los derechos de bragueta) que, a la postre, se resumen en una búsqueda del egoísmo personal, sin interferencias externas. Esta 'libertad negativa' (empleamos la expresión en su significado político más elemental, sin intención peyorativa) produce una sociedad desvinculada, obsesionada por la satisfacción de intereses personales, una mera agregación amorfa de individuos que rompen todos los lazos morales e históricos que antaño los ligaban.
Una vez lograda esa agregación amorfa de individuos egoístas, el consenso político introduce en las conciencias una visión movilista del mundo. Se trata de una aplicación de la filosofía hegeliana, según la cual todo lo que existe deviene, se halla en constante fase de mutación; de tal modo que resulta imposible mantener convicciones firmes y estables sobre las cosas. Por supuesto, este devenir siempre se considera benigno, provechoso y fecundo, aunque sea un devenir sin sustancia, sin rumbo y sin término (o precisamente por ello mismo, pues al sistema le interesa que la gente pierda el sentido de la orientación, a la vez que se ensimisma en sus libertades y derechos); y recibe el nombre eufórico de 'progresismo'. Tal devenir exigirá, para realizarse plenamente, que ninguna realidad permanezca inalterada, empezando por la olimpiada de libertades y derechos, que siempre se ampliará a nuevas modalidades, pues los llamados 'derechos humanos' no son un sistema cerrado de principios absolutos (por mucho que algunos ilusos se empeñen irrisoriamente en afirmar que son una plasmación de la ley natural), sino una expresión de esa visión dinámica propia del movilismo.
Pero la sociedad, aunque convertida en agregación amorfa de individuos egoístas que se deja arrastrar por las corrientes del movilismo, suele presentar reductos de resistencia, núcleos minoritarios (¡pero molestísimos!) de gentes antediluvianas que se empeñan en creer que las convicciones pueden ser definitivas. El consenso político, que no tiene otro fin sino el control oligárquico del poder y su reparto por turnos o parcelas entre los diversos negociados de derechas e izquierdas, necesita anular la resistencia de tales indeseables. Para lograrlo, admite en el club (¡y abraza amorosamente, como hijos nutridos en sus pechos que son!) a nuevas facciones políticas dispuestas a echarse al monte, que rinden al 'consenso' dos impagables servicios: por un lado, amedrentan a la gente más impresionable (¡que viene el coco!), que con tal de impedir el acceso al poder de esa facción montaraz cede en sus convicciones (ya nunca más definitivas), votando a quien sabe que no las defiende; por otro, la facción montaraz, al incorporarse al consenso político (como termina haciendo, para disfrutar de sus pitanzas), permite acelerar el devenir.

El consenso se presenta siempre como un recurso salvífico, aunque solo sea una síntesis caprichosa que, a la vez que finge corregir excesos (pero, como bien enseña el movilismo, lo que hoy parece excesivo mañana será normal), consigue que los elementos más refractarios (¡inmovilistas que acceden el meneo!) abandonen sus convicciones y hasta acaben avergonzándose de ellas. Por supuesto, una vez que ha logrado destruir la comunidad de los hombres, el consenso brindará a la masa amorfa, a través de sus negociados de izquierda y derecha, discrepancias menores, para que la demogresca, que es el caldo de cultivo del consenso, no decaiga.

Juan Manuel de Prada en ABC - XL Semanal