domingo, 21 de julio de 2013

ADIÓS, ESPAÑA. LAS MENTIRAS DE LOS NACIONALISTAS INDEPENDENTISTAS.

Adiós, España es una magnífica obra de deslegitimación de los nacionalismos. Aunque sin duda su estudio se centra en el caso vasco, también se ocupa en menor medida de Cataluña y Galicia. 

La tesis central del libro es que España es una nación forjada espontáneamente en la Historia a través de la acción continuada y común de los habitantes de la península ibérica. Según el autor, no hay más nación que la española. Y como tal afirmación debe ser demostrada si no se quiere caer en el error de la ideología, Adiós, España se convierte así en un exhaustivo tratado de Historia de España.

Una Historia de España relatada con el fin de que el lector entienda que la gran entrometida y enemiga de los nacionalismos –así llama Laínz a la Historia– ha conformado a lo largo de los siglos el carácter nacional de los españoles. Y que todo lo que sea reivindicar la existencia de otras naciones dentro de España es un invento sin fundamentos históricos. Porque, recuerda Laínz, el País Vasco y Cataluña, como tales, nunca han sido territorios soberanos. La falsa historia inoculada a los niños en dichas Comunidades gracias a las competencias de educación transferidas ha traído en una generación el odio infundado a España. Sólo el conocimiento de la verdadera historia puede combatir esto, aunque sea de extrema dificultad.

Para ello, explica Laínz que la española es la nación más antigua de Europa, puesto que se conforma como identidad histórica a partir de la Reconquista. La repoblación de los terrenos ganados a los moros se hizo con gente de los primeros reinos cristianos del norte: cántabros, astures y vascos. Así nace Castilla, fruto de la Reconquista y fusión de varios pueblos que lucharon juntos por un objetivo común: reivindicar la pertenencia al Cristianismo de lo que se iba conformando como la nación española. Según Sánchez Albornoz, Castilla es el resultado de la fusión de lo vasco, lo cántabro y lo godo.

Veamos algunos ejemplos bélicos. La de Sucesión fue una guerra dinástica, en la que catalanes y vascos estuvieron en bandos enfrentados. Pero los dos bandos reivindicaban el trono de España, no la independencia de ninguna nación diferente de la española. En la guerra de la Convención contra nuestra siempre aliada Francia, los catalanes y los vascos luchaban por su rey, el rey de España, y se llamaban a sí mismos españoles. La guerra de la Independencia también fue liderada por vascos y catalanes, que contenían la entrada de franceses en la península luchando por España. Y la guerra civil no fue un conflicto entre la nación española y la vasca y catalana. Fue una batalla ideológica, en que tantos catalanes y vascos hubo en un bando como en otro.

En el Museo Naval de San Sebastián se narran las aventuras de muchos vascos que en la época de la España imperial fueron a conquistar América. En ningún momento aparecen las referencias de por quién luchaban estos marineros: por el rey de España. Muchos documentos que Laínz transcribe en el libro nos acercan al sentimiento de pertenencia a la nación española de vascos y catalanes hasta el siglo XIX. Y es que los vascos siempre se han sentido parte de una nación que les ha concedido una gran participación en el poder político, como territorio integrante de Castilla y España. Larga es la lista de ministros, virreyes y generales vascos a lo largo de nuestra historia.

Vayamos por más. El pueblo vasco que Arzalluz reivindica como existente desde tiempos prehistóricos no es más que la fusión de varios pueblos (vascones, várdulos, caristos y autrigones) que con la invasión árabe se unieron al resto de pueblos norteños para reconquistar el territorio español. La expresión Domuit vascones (subyugó a los vascones), tan aducida por los nacionalistas, no existe en ninguna fuente germánica. Por eso, nos parece muy bien que Sabino Arana tenga una calle en Barcelona, como la tienen tantos otros inventores célebres. Arana falseó la historia a partir de su ignorancia, creó una ficción (Euzkadi, etimológicamente bosque de euzkos) que puso en boca de vascos que luchaban por España, e incluso se sacó de la chistera un abecedario. Nos parecerían divertidos sus inventos si a raíz de ellos no hubieran muerto mil personas.

La «esquizofrenia política» se plantea, dice Jesús Lainz, en siete puntos:
  1. La emigración interna de los años cuarenta y sesenta del siglo XX en España, que es interpretada por los nacionalistas fraccionarios, como una maniobra propagandista de Franco contra el país vasco y Cataluña, ya que así se invadía de españoles las tierras vascas y catalanas.
  2. En el «cuartel de la Guardia Civil» en Euskadi que es percibido como «cuartel de ocupación».
  3. Y, sobre todo, en la Historia, en la interpretación de la Historia como arma de legitimación del separatismo. La justificación del derecho de secesión de las autonomías es básicamente una cuestión de Historia. Y tal cosa solamente pasa en España. En Francia, de la existencia de reinos durante más de 1.000 años a nadie se le ocurre hacer plebiscito independentista. Tampoco en Alemania. En 1815 todavía en Italia existían ocho estados. En cambio, la Nación española es la primera en unificarse en 1492. Hace solamente 140 años se unifica Italia, y Alemania sólo hace unos años que logra su segunda reunificación.
  4. En la obsesión de hacer una nación política de toda lengua hablada en España. Es absurdo, dice el autor, que lengua sea igual a Nación. Habría que recordar a Mas, Junqueras y otros, por ejemplo, que en Cataluña hay tres lenguas habladas (el español, el catalán y el aranés en el Valle de Arán).
  5. En la reinterpretación interesada de las guerras carlistas y de sucesión españolas.
  6. En una manipulación de la Guerra Civil por motivos ideológicos y nacionalistas. Así se interpreta la Guerra civil española como una ocupación española o de «Madrid».
  7. Y en el racismo o argumento de la raza. La raza vasca, según Sabino Arana, y otros estudiosos de lo vasco, es muy diferente de la española. En 1991 se publican libros «científicos» sobre el RH negativo de la raza.
En definitiva, y como dice Pascual Tamburri, "Adiós, España" es una Summa contra nacionalistas, estructurada en muchos epígrafes de fácil lectura. Porque demuestra cómo el régimen franquista ha hecho perder la legitimidad del patriotismo español para instaurar otros patriotismos imposibles de naciones que nunca lo han sido, basados en la manipulación interesada de la verdad histórica y en el odio perpetuo y ahistórico a algo que sólo durante cuarenta años existió. Y todo ello sin partidismos y reconociendo que Cataluña y el País Vasco son identidades históricas diferenciadas, pero que sólo pueden ser entendidas y reivindicadas en su totalidad como pertenecientes a España.

Jesús Laínz dice, en una de las 823 páginas de su obra, que a una persona que ha llegado a una postura sin argumentos es muy difícil hacerla cambiar de opinión con la razón. Estamos de acuerdo: el sentimiento es irracional. Por eso, creemos necesario que el autor haga un esfuerzo de síntesis, para poder llegar a un libro de dimensiones más accesibles a la gran mayoría de personas. Nos parece que es posible, porque la segunda mitad del libro está llena de reiteraciones y síntesis de lo dicho anteriormente, que si no entorpecen la lectura por lo menos sí la ralentizan. A pesar de esta crítica, ¡gracias Jesús Laínz por este útil instrumento para comprender nuestra historia!


Adiós, España. Verdad y mentira de los nacionalismos
Ediciones Encuentro
Jesús Laínz
823 págs.

sábado, 20 de julio de 2013

¿ESPAÑA ES UN ESTADO FEDERAL? PUES EL PSOE NO SE HA ENTERADO

Conviene dejarlo claro desde el mismo título: España es ya un Estado federal.

Es verdad que no es idéntico a ningún otro Estado federal, pero no hay que alarmarse por ello. Sencillamente, porque no hay dos Estados federales que sean idénticos. ¿En qué se parecen entonces EE UU o Brasil, Alemania o Suiza, por citar solo un par de ejemplos, a ambos lados del Atlántico, de Estados federales paradigmáticos? ¿Por qué todos estos Estados, siendo diferentes, son todos federales, de igual modo que también lo es el Estado español?

La clave que explica por qué todos esos Estados, pese a ser tan distintos, forman parte de la gran familia del federalismo no podemos encontrarla ya en la apelación a conceptos que hoy día han perdido gran parte del significado que tuvieron en el pasado. No es, en efecto, la soberanía la que da razón de ello. Los Estados integrantes de EE UU o de Brasil, los länderalemanes o los cantones suizos, por mucho que se diga, no son soberanos. O, desde luego, no lo son como lo es el correspondiente Estado global en que se integran todas esas unidades federadas (EE UU, Brasil, Alemania o Suiza). Es más, ni siquiera creo que se pueda decir con propiedad que hoy día existen Estados plenamente soberanos. En el siglo XXI la soberanía ha mudado su significado. Más aún cuando, como es el caso de los Estados miembros de la Unión Europea, los mismos han renunciado voluntariamente a ella en facetas tan importantes como la de la moneda. O, por ampliar la mirada, cuando el proceso de globalización, lejos de ser un mero espejismo intelectual, ha pasado a convertirse en una realidad con consecuencias directas en lo financiero, lo económico, lo laboral o lo social. O cuando, por terminar, hay Estados integrados en estructuras defensivas militares que son las que les garantizan, nada más y nada menos, que su seguridad exterior.

Si no es la soberanía la clave, ¿cuál es esta? Aun a riesgo de caer en el reduccionismo, inevitable en un escrito de estas características, me parece que la clave que explica por qué hay Estados que siendo muy diferentes son, sin embargo, todos federales, tiene que ver con el reparto efectivo del poder público entre las distintas instancias, centrales y federadas, que integran el correspondiente Estado federal. Reparto del poder público (autonomía política) que se traduce, jurídicamente, en el reparto de competencias, fundamentalmente, de carácter legislativo (las auténticamente políticas), pero también ejecutivo y administrativo y, en su caso, pero no imprescindiblemente, jurisdiccional.

Ese reparto del poder público, constitucionalmente garantizado, debe de ser, además, indisponible para una sola de las partes; lo que quiere decir que, en caso de que se desee alterarlo, trasladando competencias de una parte a otra, será preciso contar con la voluntad favorable de ambas.

El correlato necesario de la división del poder público entre las distintas partes que integran el Estado federal es el de la autonomía y suficiencia financiera de cada una de ellas, que les permita hacer frente, en debidas condiciones, al ejercicio de las competencias que tienen atribuidas. De nada sirve ser titular de competencias si no hay recursos económicos suficientes para hacerlas efectivas, de igual modo que tampoco sirve de mucho hablar de autonomía política si después se carece de autonomía para conseguir ingresos y efectuar gastos. Al igual que la distribución de competencias, los principios básicos de la autonomía y suficiencia financiera (y presupuestaria) debieran venir garantizados en la Constitución federal, y ser indisponibles para una sola de las partes, más allá de supuestos excepcionales, que, por ser tales, no merece ahora la pena tratar.

Otra de las características que suelen considerarse esenciales en un Estado que merezca denominarse federal (si bien, a este respecto, podríamos encontrar alguna singularidad no desdeñable) es la que tiene que ver con la posibilidad de que las unidades federadas participen en la formación de la voluntad federal en relación con aquellas cuestiones que más directamente les atañen. En efecto, es muy común que en los Estados federales, además de la cámara de representación popular (Parlamento, Congreso, etcétera), exista también una cámara de representación territorial (senado, Bundesrat, etcétera), competente para participar en la aprobación de leyes de gran relevancia para esas entidades estatales federadas.

Evidentemente, habría otras muchas cosas que añadir, características también de los Estados federales, o de la mayoría de ellos, pero me parece que estas son las fundamentales.

Pues bien, si sometemos el Estado español a examen comparativo a la vista de todas ellas, llegaremos a la conclusión de que, sin duda, las dos principales se cumplen: tanto el Estado central como las comunidades autónomas, por un lado, gozan de auténtico poder político, al disponer de importantes campos materiales sobre los que ejercen facultades de carácter legislativo y ejecutivo; y, por el otro, ambas partes disponen de recursos financieros suficientes y autonomía presupuestaria, por más que estas cuestiones precisen de matices en estos años de crisis económico-financiera tan acusada, y, sobre todo, a la luz de la última reforma constitucional (artículo 135) y de la consiguiente aprobación de la legislación orgánica que la desarrolla (Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera).

Más dudas caben en relación con la cámara de representación territorial, pues aunque formalmente disponemos de ella, el Senado, lo cierto es que por su composición y funciones no responde adecuadamente a ese propósito.

En definitiva, el Estado español, pese a sus peculiaridades, deficiencias y disfunciones, es ya, como se anunciaba al comienzo, un Estado federal. No lo era cuando se aprobó la Constitución en 1978, pero tras más de 30 años de vigencia y de desarrollo estatutario y legal de la misma, ha llegado a serlo.

Y, entonces —podría alguien preguntarse—, si el Estado español es ya un Estado federal, ¿por qué todo este ruido federal? ¿Por qué la palabra “federalismo” se nos mete hasta debajo de la manta, perturbando nuestros sueños y juegos? ¿Por qué no lo dejamos estar?

Cada uno tendrá sus respuestas, lógicamente. La que a mí me vale es esta: porque aunque nuestro Estado autónomo ya es un Estado federal, existen, sin embargo, deficiencias y disfunciones, como se señalaba con anterioridad, que merece la pena corregir. Y para hacerlo con base firme y criterio cierto nada mejor que acudir a las enseñanzas que nos ofrece el federalismo comparado.

Se trataría, en conclusión, de reformar nuestro Estado de las autonomías a la luz de la experiencia federal comparada, con el fin de hacerlo más eficiente, más previsible, menos sujeto a los vaivenes de la política partidista, más seguro desde un punto de vista competencial y financiero; en definitivas cuentas, para organizarlo mejor. ¿Hay alguien que se niegue a ello? Pues si es así, que, por favor, nos explique sus razones. Y obsérvese bien, se piden razones, no emociones o pasiones, tan perjudiciales cuando se trata de organizar un Estado.

Antonio Arroyo Gil es profesor de Derecho Constitucional de la UAM y autor de los libros El federalismo alemán en la encrucijaday La reforma constitucional del federalismo alemán. Miembro del colectivo Líneas Rojas.

jueves, 18 de julio de 2013

GIBRALTAR, FORTALEZA Y DEBILIDADES

Hace unos días, el 13 de julio, se cumplieron 300 años del Tratado de Utrecht por el que España cedía la ciudad de Gibraltar a Gran Bretaña. La reivindicación española no ha cesado desde entonces por todos los medios, incluso en el siglo XVIII por medios militares. La inicial controversia colonial se complicó con nuevas diferencias debido a la extensión ilícita del dominio británico más allá de los términos de la cesión territorial (zona de istmo), otras por evolución y aparición de nuevos derechos inherentes a la soberanía territorial (espacios marítimos y espacio aéreo). Cuatro controversias jurídicas en una.

El enfoque más habitual de autoridades españolas –de todas las épocas– y de una amplia parte de la población se ha basado en ciertos mitos y medias verdades, lejos del razonamiento jurídico, generando frustración y resentimiento. Buena prueba es que España repite hasta la saciedad que es una controversia «política», en la que la solución jurídica se descarta y se rehuye. Jurídicamente estamos bastante desasistidos salvo en la usurpación del istmo. Sólo el corazón, y las más de las veces, otras vísceras y glándulas guían la opinión española sobre Gibraltar.

Una primera mentira, sostenida durante 250 años (hasta 1965), es que España no cedió la soberanía sino sólo la propiedad. Se dice en el Tratado de Utrecht: «El Rey Católico cede… a la Corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar». En la época, propiedad es un término sinónimo del de soberanía. Así, los reyes de Castilla eran «reyes propietarios»; en el «Tratado de la América» del 18 de julio de 1670 se dice que el rey de España acepta que el Británico y sus sucesores «gozarán, tendrán y poseerán perpetuamente con pleno derecho de soberanía, propiedad y posesión». Prevalecía una concepción patrimonialista del territorio del Estado. Los modos de adquisición de la competencia territorial (ocupación, cesión, prescripción adquisitiva…) están dominados todavía hoy por conceptos del derecho patrimonial romano pero esa terminología no debe hacernos desvariar.

Gibraltar no es Balmoral. No soporta contraste con la intención de las partes en los trabajos preparatorios y por su contexto; claro que hay que leerlos antes de opinar de oído. No hay duda de que al ceder la propiedad se cedía la soberanía. En un tratado entre Estados no hay transferencia de bienes particulares. Toda cesión territorial entre Estados conlleva el ejercicio de las competencias soberanas inherentes. Es irrefutable y es aceptado por internacionalistas e historiadores (Jover Zamora). España se apeó de su error durante las negociaciones en 1965 en la ONU; cuando las Declaraciones de Lisboa (1980) y Bruselas (1984) incluyeron que las negociaciones se extenderían a la cuestión de la «soberanía» fue un éxito de los ministros Oreja Aguirre y Morán López.

Otro mito es referirse a la «usurpación» británica como si carecieran de título jurídico. Nos duele, pero el Reino Unido (RU) tiene dos títulos jurídicos válidos en origen: la conquista y la cesión. La conquista era un título de adquisición de territorios válido hasta la mitad del siglo XX; después es ilegal, pero el tiempo rige los hechos. No olvidemos que España es soberana de territorios adquiridos mediante conquista (aunque la diferencia es que España siempre integró en igualdad esos territorios que conquistó, no los colonizó). Gran Bretaña no necesitaba tratado alguno, les bastaba su conquista. Es España y el rey Felipe V quienes deseaban formalizar la presencia británica por diversos motivos. El Tratado de Utrecht formaliza la «cesión forzosa» de un territorio logrado mediante la conquista.

Esas fortalezas jurídicas a favor del RU son nuestras debilidades. En favor nuestro, está el efecto producido sobre el título convencional por el derecho de la descolonización de la ONU con la exigencia legal de la organización universal de poner fin a la situación colonial y al Tratado dando preferencia al respeto de la integridad territorial de España. Pero son resoluciones de la Asamblea General que, cuando estaban en la cresta de la ola, no supimos aprovechar y aquella ocasión no volverá…Nos consolaremos mientras la ONU mantenga a Gibraltar en la lista de colonias.

En el Tratado de Utrecht España logró incluir estipulaciones favorables dentro del drama de la cesión forzosa. Una de ellas, delimitar el perímetro de la cesión al territorio efectivamente ocupado (ciudad, castillo, puerto, defensas) enunciando los lugares que pasaban a la soberanía británica para evitar cualquier extensión de la jurisdicción anterior de Gibraltar sobre los municipios vecinos –todo el Campo de Gibraltar actual– y el reclamo por el RU de las potestades, propiedades y privilegios reconocidas a Gibraltar por los reyes de España desde Enrique IV (1478). En un párrafo enrevesado se establece que la cesión se hace «sin jurisdicción territorial alguna», limitación es referida a los territorios circunvecinos.

Para evitar cualquier abuso y fraudes que dieran lugar a la persecución y el enjuiciamiento, el Tratado corta toda relación de dominio de Gibraltar prohibiendo la comunicación por tierra y, en cambio, deja abierta la relación por mar. Aunque España ha querido extraer limitaciones sin fin de ese párrafo (por ejemplo, negarle el derecho al Reino Unido a tener aguas adyacentes que le reconoce el Derecho internacional), ese párrafo lo que hace es revocar todo derecho de jurisdicción territorial que le correspondiera a Gibraltar con anterioridad a 1704.

La forma detallada de delimitar el territorio cedido tiene otra bondad para España y abunda en los fundamentos invocados por España sobre la usurpación del istmo (zona del aeropuerto con su pista de aterrizaje sobre el mar territorial de España). Aquí está fundado hablar de usurpación. En los documentos preparatorios consta cómo, frente a la limitada extensión de territorio conquistado, Gran Bretaña pugnó por extenderse hacia el istmo esgrimiendo que toda fortaleza tiene derecho a su defensa (el alcance del cañón). España, con toda razón, nunca ha aceptado la ilegítima extensión territorial propiciada de mala fe por el Reino Unido sobre el istmo que une la fortaleza (límite del territorio cedido) con la península.

Inicialmente fueron extensiones debido, entre otros, a problemas de salud pública para hacer lazaretos y el cementerio; después se aprovecharon con perfidia de la alianza frente a Francia durante la guerra de independencia (1808-1813) para destruir nuestras defensas y ocuparlas. Gran Bretaña ya venía justificando su título en la prescripción desde el siglo XIX, por lo que no se entiende que España decidiera suspender las negociaciones cuando el RU lo esgrimió en un momento dulce para la reivindicación española con el favor de la ONU. Al fin y al cabo no puede haber prescripción cuando España nunca prestó aquiescencia expresa o implícita a tal situación; esas usurpaciones de territorio español fueron acompañadas de continuadas protestas públicas en el tiempo, como con ocasión de la construcción de la Verja (1908) y del aeropuerto (1938).

Otros muchos párrafos del art. X no están en vigor por el efecto de otras obligaciones sobrevenidas. Las relativas a derechos humanos han dejado obsoletas todas las disposiciones que prohibían a «judíos y moros» habitar en Gibraltar. La facultad soberana de España de impedir la comunicación por tierra se relajó con el tiempo y por intereses españoles. El dictador decidió cerrar la Verja y miles de españoles perdieron su trabajo. Después, nuestra integración en la UE hace casi imposible cerrar de forma permanente la comunicación.

Sigue en vigor, sin embargo, el derecho de retracto a favor de España; de forma que el RU, antes de ceder o enajenar la soberanía de Gibraltar (a terceros o a los propios gibraltareños), tiene que dar a España la primera acción para recuperarla. Importante restricción aceptada por el RU a su soberanía, aunque el escenario de la opción española es inimaginable. Impide su estatalización formal aunque no veo cómo España podría en la práctica impedir una situación límite al estilo Belice.

Han sido muchos los errores. Alianzas que nunca debimos hacer. Humillaciones innecesarias por parte de los británicos. Humillaciones peores por parte del ministro Moratinos con su visita a Gibraltar o los Acuerdos de Córdoba de 2006 tan leoninos para España o la entrega gratuita de Iberia. En fin, enredados con un pasado que no hemos asumido y sin resolver con realismo los problemas presentes de las gentes que pueblan el Campo de Gibraltar.

EL MUNDO, 18.07.13, Araceli Mangas Martín es catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid. Académica electa de la R.A. de Ciencias Morales y Políticas.

domingo, 14 de julio de 2013

LA GRAN DEGENERACIÓN - NIALL FERGUSON

Hace tiempo que se anuncia el declive de Occidente, pero ahora los síntomas de esa decadencia nos acosan: un crecimiento mínimo, una deuda asfixiante, una población envejecida, conductas antisociales. ¿Qué le pasa a la civilización occidental? 

La respuesta que ofrece Niall Ferguson es que nuestras instituciones, los complejos marcos dentro de los que una sociedad puede florecer o fracasar, están degenerando. El gobierno representativo, el libre mercado, el imperio de la ley y la sociedad civil: estos solían ser los cuatro pilares de las sociedades occidentales. Estas instituciones, más que ninguna ventaja geográfica o climatológica, permitieron el dominio global de Occidente a partir de 1500. 

En nuestra época, sin embargo, estas instituciones se han deteriorado de modo alarmante
  1. Nuestras democracias han roto el pacto intergeneracional al amontonar deuda sobre nuestros hijos y nietos. 
  2. Nuestros mercados cada vez están más deformados por regulaciones hipercomplejas que son la enfermedad, no la cura que pretenden. 
  3. El imperio de la ley se ha convertido en el imperio de los abogados. 
  4. Y la sociedad civil es ahora la sociedad incivil, en la que esperamos perezosos que el estado resuelva todos nuestros problemas. 

La gran degeneración, es un poderoso y en ocasiones polémico alegato contra una era de negligencia y pasividad. Mientras el mundo árabe lucha por alcanzar la democracia y China avanza de la liberalización económica al imperio de la ley, europeos y estadounidenses malgastan el legado institucional de varios siglos. Detener la degeneración de la civilización occidental, advierte Ferguson, requerirá líderes audaces y una reforma radical.

Nuevamente uno de los grandes historiadores británicos del presente sorprende con un libro original, políticamente incorrecto y desafiante en el plano intelectual. En el 2012 apareció Civilización. Occidente y el resto (Barcelona, Debate, 509 páginas), en el cual intentaba explicar la supremacía occidental del último medio milenio, sobre los ejes de la competencia, la ciencia, la propiedad, la medicina, el consumo y el trabajo. El libro concluye: “Lo que hoy estamos viviendo es el final de 500 años de predominio occidental”.

Este es el tema que profundiza, en un análisis de actualidad, en el libro de 2013, subtitulado de manera elocuente Cómo decaen las instituciones y mueren las economías. La fórmula retoma el asunto tratado por el influyente texto de Daron Acemoglu y James A. Robinson, Por qué fracasan los países (Barcelona, Deusto, 2012), que estimaba un adecuado orden institucional en lo político y económico como factores cruciales para el éxito de un país, con ejemplos históricos abundantes, en la línea de Douglass North.

Ferguson, por su parte, analiza las sociedades en “estado estacionario” (Adam Smith), es decir, los países que habiendo sido ricos han dejado de crecer, como sería el caso occidental en el presente. En efecto, otros estudios prospectivos indican que en los próximos años, y ciertamente hacia el 2050, se producirán algunos cambios sustantivos en el orden económico mundial en relación a las grandes potencias. Como señala un informe de Price Waterhouse de 2012 y un estudio reciente de la OCDE, pronto Estados Unidos perderá la primacía que ha ostentado durante largo tiempo, a favor de China y la India, las pobladas potencias del Este. Asimismo, a mediados de siglo ningún país de Europa estará entre las ocho primeras economías del mundo.

La razón de la situación actual, estima el autor de La gran degeneración, radica en las leyes e instituciones, que son el verdadero problema, mientras que la recesión solo es el síntoma de una profunda decadencia. Esta degeneración se manifiesta en cuatro cajas negras que son analizadas en diferentes capítulos: la democracia, el capitalismo, el imperio de la ley y la sociedad civil.

En el primer tema, Ferguson comparte que “algo falla en nuestras instituciones políticas”. No se suma a los ataques de la izquierda o a los gritos de los indignados, pero manifiesta que la acumulación de deuda pública es un signo evidente de un gran problema político, del cual no se puede culpar a las guerras como en el pasado. No le interesa tanto la discusión entre partidarios de los “estímulos” o de la “austeridad” en relación al gasto, sino que le preocupa, en la línea de Edmund Burke, “el contrato social entre generaciones”. Tanto los receptores de salarios del Estado como los de prestaciones públicas son una oposición bien organizada frente a una política fiscal más responsable. Esto, además de representar una fórmula adecuada de administración de los recursos, indica una necesaria solidaridad intergeneracional.

En cuanto a la economía, el autor no comparte que el problema sea de desregulación, como enfatizan muchos análisis posteriores a la crisis que todavía sufren muchos países del orbe. Por el contrario, el exceso de una compleja regulación, o reglas mal diseñadas, incentivos inadecuados para directivos de Bancos, la acción de los Bancos centrales o las normas que permiten a personas de renta baja acceder a la propiedad de sus viviendas. ¿Y quién custodia a los reguladores?, se pregunta Ferguson, proponiendo algunas maneras de incentivar adecuadamente a los banqueros para evitar repetir errores: reforzar el papel de los Bancos centrales y la calidad de sus miembros, que conozcan algo de historia financiera, pero además una cuestión clave: evitar la sensación de impunidad, que haya castigos reales para quienes transgreden las normas bancarias, incluso la cárcel y no meras multas que no disuaden.

El imperio de la ley, el Estado de Derecho, es fundamental en cualquier desarrollo, y la arbitrariedad, el personalismo y sus derivaciones son síntomas claros de degeneración. Los enemigos del imperio de la ley son variados, desde la pérdida de libertades civiles (por el estado de seguridad nacional por ejemplo) hasta las complejidades y el coste del derecho. El exceso de restricciones, la falta de flexibilidad laboral, la ineficacia del marco legal o las dificultades a la inversión generan pesadez en el sistema, exceso de rigidez, corrupción y otros tantos males hacen que el sistema se vuelva poco creativo, carezca del necesario dinamismo y condene a las sociedades a la esterilidad o la degeneración.

Aquí emerge el último tema: el valor de la sociedad civil. Para ello Ferguson regresa al clásico tratado de Alexis de Tocqueville, Democracia en América, donde el pensador francés sostenía una afirmación decisiva: “Norteamérica es el país del mundo donde se ha sacado mayor partido de la asociación”, que se reflejaba en la seguridad pública y el comercio, en la industria y la religión. Todo ello ha disminuido a comienzos del siglo XXI, tanto en los Estados Unidos como en Europa. Este declive del “capital social” puede tener consecuencias nefastas, como el inmoderado crecimiento del Estado y las consecuencias de debilitamiento democrático. Resulta particularmente interesante su desafiante y polémica propuesta de ampliación de la enseñanza privada.

A pesar de su análisis, muchas veces implacable, el libro no es necesariamente pesimista, aunque Ferguson recuerde con cierta nostalgia 1989, cuando “parecía que Occidente había ganado y que se había iniciado una gran regeneración”. En medio de las dificultades presentes, el autor menciona “los posibles futuros”, dejando abiertas las puertas tanto al fracaso como a la recuperación, según sean las decisiones libres que se tomen por los Estados, la comunidad internacional y la sociedad civil. Esto exige esfuerzo y trabajo conjunto, capacidad de asumir desafíos en la educación de los hijos y en el barrio donde vivimos, sin esperar todo de las autoridades políticas y del Estado. Los peligros para el mundo oriental hoy son la revolución y las guerras. El mundo occidental está varado en un “estado estacionario”. Para salir de él no solo se necesita el tradicional y muchas veces exitoso espíritu crítico occidental, sino también una capacidad para enfrentar los problemas con creatividad, espíritu de victoria y pensando también en el futuro

LA DERIVA CONSTITUCIONAL SIN RUMBO DE NUESTROS PROGRES

Los años pasan, pero la confusión aumenta. Desde la Declaración de Granada a la actual propuesta federalista, el PSOE y los comunistas siguen empeñados en hacer el juego al nacionalismo soberanista que cuestiona la unidad de España y el principio constitucional de solidaridad, que debería ser prioritario desde una ideología de izquierda. Sin embargo, un partido en acelerado proceso de descomposición interna como el PSOE solo atiende a salvarse del naufragio a base de incoherencias y oportunismos, ya sea un federalismo imaginario o una «autodeterminación» regional. Este último es el caso notorio del PSC, porque Rubalcaba es incapaz de imponer su autoridad menguante y parece dispuesto a vender el último resto de coherencia permitiendo a los socialistas catalanes que voten a su gusto en el Congreso de los Diputados. La reacción fuertemente crítica de otras federaciones del PSOE es fiel reflejo de una fractura que deslegitima a la dirección actual.
El complejo socialista ante los nacionalismos catalán y vasco resulta sorprendente desde todos los puntos de vista. Lo peor de todo es que ofrece una grieta difícilmente superable para la respuesta firme del Estado a los desafíos soberanistas que Artur Mas y sus socios radicales aprovechan a su conveniencia. Los principios constitucionales en materia de organización territorial siguen siendo validos y lo que procede es exigir el cumplimiento riguroso de las leyes para evitar despropósitos soberanistas. Si Rubalcaba no puede o no sabe poner orden en su propia casa, da igual que intente lanzar frases de cara a la galería en contra del Gobierno que preside Mariano Rajoy. El asunto es muy serio, porque la España constitucional necesita un acuerdo de fondo, sin matices ni reservas, entre los grandes partidos nacionales para hacer frentes a las quimeras independentistas.

IMPRESCINDIBLE REGENERACIÓN DE ESPAÑA

Hace tiempo que las élites profesionales e intelectuales claman en vano por una regeneración que salve el sistema

SI no quieren escuchar no será por falta de voces de advertencia. Hace tiempo que eso que ahora se llama «sociedad civil» —como si la política no lo fuese, o mejor dicho, porque la política ha dejado de serlo— se está moviendo para reclamar un proceso de regeneración institucional, una terapia urgente contra la esclerosis de nuestra vida pública, que amenaza ya de forma alarmante con el colapso. No es sólo la wiki izquierda de la agitación callejera o de las redes sociales, ni las plataformas más o menos radicales desgajadas como spins off del 15-M; se trata de foros cívicos, de círculos de estudios, de entidades de pensamiento, de fundaciones académicas. Las élites profesionales e intelectuales españolas demandan cada vez con mayor frecuencia una reflexión activa sobre el bloqueo que atenaza a un régimen desgastado en el que está a punto de romperse el vínculo esencial de la cohesión democrática: el que une a los ciudadanos con sus agentes representativos, llámense partidos, parlamentos, instituciones o sindicatos.

Los últimos en alzar la voz han sido los jesuitas, símbolo de la vanguardia intelectual de la Iglesia, a través de su federación universitaria. La masa crítica de la Compañía se ha unido al coro de bacantes cívicas que denuncian el envilecimiento moral y político que se ha apoderado de la vida española hasta dar lugar a una crisis de régimen. El diagnóstico es exacto y coincide con el de la mayoría de documentos publicados en los últimos meses por diversos clubes de opinión: se han podrido las bases de la convivencia, no funciona el sistema de separación de poderes, la partitocracia está desarticulada por la corrupción, el fraude fiscal destruye la justicia redistributiva y la administración se ha vuelto un aparato autónomo al margen de los intereses generales. Y o la dirigencia del país asume el compromiso de unas reformas regenerativas o toda la estructura de libertades construida desde la Transición se vendrá abajo.

Pero la nomenclatura oficial no escucha. Anda absorbida por su bronca autodestructiva sin entender que se está aniquilando a sí misma. Falta impulso de liderazgo y visión larga. Los responsables políticos se consideran ungidos de autosuficiencia y desprecian las advertencias y los consejos sin entender que se les escapa la legitimidad a chorros por su propia degradación ética y funcional. Han perdido la capacidad de prescribir conductas porque han malversado su autoridad moral, y ahora circulan a rebufo de los instintos cainitas de una opinión pública dominada por el espectáculo. El último de sus errores consiste en dilapidar este capital crítico humanista que clama por una reconstrucción nacional. No saben salir de su burbuja, obcecados en la pasión del poder. Como si en estas condiciones de desafección y desconfianza pudiesen mantener el poder mucho tiempo.

 IGNACIO CAMACHO EN ABC

300 ANIVERSARIO DEL TRATADO DE UTRECHT - EL ROBO DE GIBRALTAR


Ricardo García Cárcel - ABC - ANIVERSARIO DEL TRATADO DE UTRECHT

El llamado tratado de Utrecht es, en realidad, una suma de tratados bilaterales que empiezan en las conversaciones de La Haya y se deslizan en convenios parciales entre los diversos participantes en la Guerra de Sucesión. El núcleo principal de los múltiples tratados de paz que concurren en Utrecht es el acuerdo entre la monarquía británica y la española que concluyó el 13 de julio de 1713. La introducción de este convenio no podía estar más cargada de buena voluntad: “Habiendo sido servido el Árbitro supremo de todas las cosas ejercitar su divina piedad, inclinando a la solicitud de la paz y concordia los ánimos de los príncipes que hasta aquí han estado agitados con las armas en una guerra que ha llenado de sangre y muerte a casi todo el orbe cristiano... Habrá una paz cristiana y universal y una perpetua y verdadera amistad entre el serenísimo y muy poderoso príncipe Felipe V, rey católico de las Españas y la Serenísima y muy poderosa princesa Ana, reina de la Gran Bretaña...

Detrás de tan bella retórica, Inglaterra se quedó con Gibraltar y Menorca, con posesiones territoriales en el norte de América y el acceso al comercio atlántico (derecho de asiento, navío de permiso) rompiendo el viejo monopolio español del Atlántico. Era el coste de la asunción británica de Felipe V como rey de España. Los mayores desgarros de la monarquía española van a situarse en Gibraltar, Menorca y la problemática catalana. El 6 de agosto de 1704 la Armada de los Aliados –liderada por Jorge de Hesse Darmstadt, figura principal del autracismo catalán, antiguo virrey de Cataluña, y por el almirante británico Rooke- había tomado Gibraltar.

¿Quién tomó Gibraltar?

¿Se tomó la plaza en nombre de la reina Ana de Inglaterra o del rey Carlos de la España austracista? Berwick en sus memorias se manifestó tajante: “En verano desembarcó en Gibraltar el príncipe de Darmstadt y se apoderó de la plaza, la guarnición era muy endeble y su gobernador un imbécil”.

Según historiadores británicos como Hills, hasta al menos, un año después, los ingleses no se plantearon seriamente quedarse con Gibraltar y entendieron inicialmente la toma de la plaza como un episodio irrelevante en el desarrollo de la guerra.

Fue un conjunto de circunstancias que proyectaron Gibraltar hacia la mirada interesada y a la postre hacia la reivindicación de su posesión por Inglaterra. Gibraltar fue declarada posesión británica en el artículo X del Tratado de Utrecht. Se incluía en el texto la exigencia de respeto a las creencias de la religión católica y que en el supuesto de que Gran Bretaña decidiera enajenar su dominio sobre Gibraltar, España tendría preferencia sobre cualquier otra opción de destino. La plaza nunca se recuperó pese a los intentos de 1727 y 1779-83.

Menorca fue tomada por el almirante británico Leake en julio de 1708. Si en Gibraltar había habido 12000 asaltantes aquí solo 3384. La situación política de Menorca fue ambigua. ¿La soberanía para quién? ¿Para Inglaterra o para la España austracista? Para el inglés, «lo natural»

Inicialmente hubo indefinición al respecto. Ciudadela, para España; Mahón para Inglaterra. A partir de 1712, Menorca era plenamente británica en manos del gobernador Kane. Los propios británicos legitimaban la reivindicación plena de Menorca con el argumento de que “lo que pedimos es tan natural que el mundo entero estima debíamos quedárnoslo y se sorprenderá de nuestra modestia si no deseamos otra cosa”.

El caso «de los catalanes»

El artículo XI del Tratado de Utrecht les otorgó a los ingleses la posesión de Menorca, pese a las reticencias austriacas. Menorca sería británica hasta 1802, con solo dos períodos de excepción: 1756-63 en que sería francesa y 1782-97 en que pertenecería al rey de España.

El Tratado de Utrecht supuso también el planteamiento de lo que los ingleses llamaron “el caso de los catalanes”. En el artículo XIII la reina Ana de Gran Bretaña reivindicó amnistía general para los catalanes implicados en el bando austracista de la guerra y la homologación de los derechos económicos de los catalanes con los castellanos, lo que suponía la libertad de comercio con América. El caso catalán no se resolvió por el radicalismo de una parte de la sociedad catalana que optó por la resistencia épica pero suicida que culminaría el 11 de septiembre de 1714 y por la terquedad de Felipe V: “En cuanto a esos canallas y pillos el rey no le concederá jamás esos privilegios pues no sería rey si lo hiciera”.

Dos consecuencias de Utrecht

El acuerdo de Utrecht tuvo dos resultados principales: el total desmembramiento del gran coloso que había sido durante doscientos años la monarquía hispánica y la apertura de un nuevo sistema europeo caracterizado por el equilibrio continental. ¿Fracaso diplomático español? Fracaso ciertamente político. Como dice el gran diplomático-historiador Miguel Ángel Ochoa Brun: “Cuando los políticos y los guerreros dejan las riendas a los diplomáticos a menudo les dejan un carro sin ruedas o un velero desarbolado que quieren que corra y navegue

Callejón sin salida en la actualidad

El contencioso de Gibraltar se encuentra hoy en una especie de callejón sin salida, después de que el Gobierno de Mariano Rajoy diera por muerto el Foro Tripartito de Diálogo puesto en marcha por José Luis Rodríguez Zapatero, que situó a los gibraltareños casi al mismo nivel que España y el Reino Unido. Los llanitos han optado por la confrontación con España, con hechos como el hostigamiento a los pesqueros españoles que faenan en torno al Peñón, mientras el Ejecutivo de David Cameron se niega siquiera a hablar con España del asunto de la soberanía.


José María Carrascal - ABC- GIBRALTAR, PASADO, PRESENTE Y FUTURO

Hace hoy 300 años se firmó en Utrecht el tratado que, tras el de Westfalia (1648), confirmaba la decadencia española. Una fecha triste por tanto, aunque puede no lo pareciese a los españoles de aquel entonces, que sufrían una década de guerra civil por la sucesión al trono, entre los partidarios del Archiduque Carlos de Austria y los de Felipe de Borbón, lo que convirtió la guerra en continental. Exhaustos todos, se impuso el francés, pero tuvo que pagar por ello, a costa de España y a favor de la auténtica ganadora, Inglaterra, que iniciaba su expansión imperial. Dejando aparte que Gibraltar fue tomado por una escuadra angloholandesa en nombre del pretendiente austriaco al trono español, o sea, arteramente, el Tratado de Utrecht, establecía que la Corona española cedía a la inglesa: —«La plaza de Gibraltar, con su puerto, defensas y fortalezas, sin jurisdicción alguna territorial» —«Sin comunicación alguna con el país circunvecino por parte de tierra». —«En caso de decidir un día dar, vender o enajenar la propiedad de dicha plaza, Inglaterra ofrecería a España la primera opción de recuperarla».

Ninguna de esas condiciones han cumplido los ingleses, que han ocupado la mitad del istmo nunca cedido, han construido allí un aeropuerto, reclaman la mitad de la Bahía de Algeciras, expanden la superficie del Peñón con rellenos y pasan a España cuando les da la gana, como los gibraltareños, que tras vivir 300 años del contrabando, se dedican ahora al lavado de dinero negro. Todos los esfuerzos militares para reconquistar la Roca han sido en vano. Los políticos, infructuosos. Normal: Inglaterra iba para arriba, España, para abajo.

Pero hace cincuenta años hubo suerte o, más bien, milagro. Fue cuando los ingleses ofrecieron a los gibraltareños el derecho a autodeterminarse para esquivar la cláusula que les obligaba a dar a España la primera opción en caso de desprenderse de la Roca, jugada maestra, al usar la descolonización para mantener su colonia. Pero la ONU les dio el alto y, tras una batalla diplomática que duró cuatro años, el 19 de diciembre de 1967, la Asamblea General aprobó una resolución que desmontaba la argucia británica, censuraba el referéndum independentista en la Roca y establecía que Gibraltar tenía que ser descolonizada por negociaciones entrelos gobiernos español y británico, teniendo en cuenta el principio de que «todo intento que destruya parcial o to—talmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de Naciones Unidas». Que era darle la razón a España, pues a los gibraltareños sólo les concedía que se respetasen sus «intereses», no sus «deseos» como insistieron obstinada e infructuosamente los ingleses.

Pero aquella victoria no condujo a nada. No porque los ingleses, como era de esperar, se atrincheraran en sus posiciones, sino porque los españoles, en vez de hacer lo mismo, volvimos a nuestro deporte favorito: pelearnos entre nosotros. Se cerró y volvió a abrirse la Verja, y, a partir de ahí, cada paso que se dimos fue hacia atrás en vez de hacia delante, con cada ministro de Asuntos Exteriores llevando una política distinta en el contencioso, hasta llegar al caso calamitoso de Moratinos, que aceptó a los gibraltareños como parte de las negociaciones e incluso fue personalmente a la colonia, lo que era una forma de reconocerla. Una especie de «Real Politik», sólo que a la inversa: aceptar la realidad impuesta por el contrario en vez de imponer la nuestra. Menos mal que a aquellas alturas, la ONU defendía nuestros intereses mejor que nuestro gobierno y cuando los gibraltareños, animados por el éxito, se presentaron en su sede para pedir que les sacasen de la lista de colonias, les dijeron que no, que seguirían en ella hasta que se cumpliese la resolución emitida por la Asamblea General sobre el caso.

En un aniversario como el de hoy, las preguntas pertinentes son dos: ¿No resulta anacrónico insistir en el caso Gibraltar? Mi respuesta es: no. Lo realmente anacrónico es que sigan existiendo colonias. Y cuando han desaparecido de todos los continentes, resulta que queda una, en Europa para vergüenza de ésta y de España. Segunda pregunta: ¿Volverá Gibraltar un día a ser español? Depende de los españoles. Pues Gibraltar, con todas sus ventajas, tiene dos inconvenientes aún mayores: la geografía, se trata de un peñón inhóspito, un apéndice de España, de la que depende incluso para el agua de beber. Luego, es un paraíso fiscal, y el mundo ha declarado la guerra a los paraísos fiscales, que están sustrayendo enormes recursos a todos los gobiernos, en medio de una crisis en la que cuenta cada dólar y cada euro. En todas las reuniones internacionales, grandes o pequeñas, el tema de acabar con los paraísos fiscales figura en el orden del día y el cerco sobre ellos es cada vez más estrecho. El que hasta Suiza haya levantado en parte el secreto bancario no puede ser más elocuente. Nadie lo sabe mejor que los gibraltareños, que buscan firmar a la carrera acuerdos fiscales con otros países, pero su dilema es angustioso: si dejan de ser un refugio del dinero evadido de otras haciendas, se quedan sin una de sus mayores fuentes de ingresos. Pero si continúan con más sociedades que habitantes dedicadas a toda clase de operaciones opacas, incluida la droga y el tráfico de armas, se expone a seguir en una lista cada vez más negra y sospechosa.

En último término, sin embargo, todo dependerá de si los españoles hacemos el esfuerzo y los sacrificios necesarios para recuperar la colonia. Sacrificios que empiezan por un plan de desarrollo del Campo de Gibraltar, para que sus habitantes no tengan que depender del contrabando ni de hacer los trabajos más duros en la Roca. ¿Estamos dispuestos a ello? No lo sé. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores ha acabado con el funesto Foro Tripartito de Moratinos y prometido mayor firmeza. Pero no bastan las acciones defensivas. Ingleses y gibraltareños están echando el resto, al darse cuenta de que se lo juegan todo. A la chita callando, siguen avanzando, como muestra que hayan conseguido se incluya a Gibraltar en las competiciones de la UEFA y que la Unión Europea acabe de asignar 10,5 millones de euros al Peñón dentro del Programa de Desarrollo Regional. Al tiempo que celebran Utrecht volviendo a acosar a nuestros pesqueros. Así, a balón parado, nos marcan los goles.

Quiero decir que trescientos años después de su entrega ignominiosa, Gibraltar sigue siendo la piedra de toque de España como nación completa y como Estado moderno. Sin acabar de pasar la prueba.

miércoles, 10 de julio de 2013

EL AVANCE DE LA EXTREMA DERECHA EN FRANCIA. LECCIONES PARA LOS CONSERVADORES ESPAÑOLES.

El Frente Nacional (Front National) de Marine Le Pen fue el partido más votado entre los obreros y los electores de 35 a 44 años, el segundo más votado entre los electores de 25 y 34 años, y el tercero más votado entre los jóvenes de 18 a 22 años, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesa de 2012.

Marine Le Pen comenzó expulsando del FN a los grupúsculos expresamente racistas y neo nazis con los que su padre «coqueteó» durante muchos años, abriendo la extrema derecha a nuevos electorados jóvenes y obreros. Matthieu Aignan, que lleva años estudiando la evolución de la extrema derecha, comenta: «Marine Le Pen ha conseguido seducir a una parte importante del electorado joven y desorientado que vive en la periferia de las grandes ciudades. Se trata de obreros poco o nada calificados. Jóvenes que terminaron el bachillerato a trancas y barrancas pero nunca han tenido ningún empleo. Hijos de familias obreras sin perspectivas. Pequeños agricultores amenazados por la crisis. Hijos de pequeños comerciantes que sufren la crisis, en los guetos donde la inmigración más pobre tampoco llega a integrarse» (la cobardía del PP y la asunción de la corrección política progre hace que nuestros conservadores se estén olvidando de esta franja de población española).

Durante los años 80 y 90 del siglo XX, los grandes desfiles de la extrema derecha terminaban con la aparición de grupúsculos extremistas, enarbolando banderas y pancartas neonazis y racistas. Marine Le Pen liquidó esa tradición. Y en las manifestaciones del FN de los últimos años han aparecido personajes de otro tipo: madres solteras que vienen con sus niños en brazos; jubilados pobres; mucho obrero poco o nada calificado; jóvenes bachilleres que no pueden prolongar los estudios; muchas parejas de hecho que viven en la periferia social más dura...

Pascal Perrineau, que ha realizado un estudio sociológico del «renacimiento» electoral de la extrema derecha, comenta: «El FN se convirtió en una potencia electoral a mediados de la década de los años 80 del siglo pasado. Aquella primera fase culminó en las presidenciales del 2002, cuando Jean Marie Le Pen eliminó al candidato socialista, Lionel Jospin. A partir de las legislativas del 2002, las regionales del 2004 y las cantonales del 2011 comienza un nuevo ciclo. Marine Le Pen se ha convertido en un personaje central del paisaje político».

Perrineau comenta el resultado de la primera vuelta de las presidenciales de este modo: «La cuestión de la extrema derecha es un problema político para la derecha y una cuestión social para la izquierda».

«Cuestión política» para Sarkozy: Los electores jóvenes que votaron a Marine Le Pen amenazaron la reelección del presidente conservador. Entre el 30 y el 50 % de los electores de extrema derecha, en la primera vuelta, votaron socialista en la segunda vuelta, el 6 de mayo. Los electores jóvenes que votan extrema derecha son mayoritariamente obreros, hijos de familias pobres, que antes votaban comunista y ahora votan extrema derecha.

Varios estudios sociológicos confirman que Francia está viviendo una mutación política de imprevisible calado, que tiene dos rostros emergentes: los musulmanes franceses (entre 5 y 6 millones), quienes se inclinan masivamente por los partidos de izquierda, y los trabajadores menos cualificados, los cuales prefieren a los partidos de derecha o extrema derecha. Se sabía que los musulmanes contribuyeron de manera quizá determinante a dar la victoria al presidente de la República Francesa, François Hollande, en la segunda vuelta de las presidenciales del 6 de mayo 2012.

Y la Fundación Jean-Jaurés publicó recientemente un estudio subrayando que los partidos de izquierda están dejando de representar a los obreros franceses, quienes ya votan mayoritariamente al Frente Nacional (la actitud del PSOE en España, digan lo que digan, es similar, en algún momento llegará el cambio a la extrema derecha) de Marine Le Pen. 

Jérôme Fourquet, director del departamento de opinión del instituto IFOP ha publicado un estudio compilando todos los votos de las presidenciales de 2012, las elecciones parciales que se han sucedido desde entonces, y los sondeos y estudios de opinión sobre intenciones de voto. De ese estudio se desprende un dato significativo: los musulmanes franceses se inclinan masivamente por los partidos de izquierda, Partido socialista (PS), Frente de Izquierda (FdI) y Partido Comunistra Francés (PCF) -se entiende así que el PSOE e IU estén como locos por concederlos el derecho de voto a los emigrantes-. Se trata de un dato sociológico capital, ya que los 5 o 6 millones de musulmanes franceses son una comunidad culturalmente unida y muy convencida de sus valores. Se trata, en su inmensa mayoría, de hijos o nietos de inmigrantes. Pero son y se consideran franceses perfectamente integrados. En las grandes manifestaciones populares de los últimos años ya era muy visible la presencia de mujeres con velo, jóvenes musulmanas que comenzaban a militar en partidos de izquierda y extrema izquierda.

El estudio de Jérôme Fourquet subraya que Francia está viviendo una mutación sociológica de fondo y gran calado, que bien ilustra este titular de Le Figaro a toda página: «Los musulmanes de Francia votan a la izquierda». Fourquet resume su trabajo de este modo: «Según nuestros estudios, los franceses musulmanes fueron la categoría social que votó más masivamente a favor de Hollande, hace un año, bien por adhesión a su persona, bien por rechazo de Nicolas Sarkozy. Un año después, esa tendencia de fondo se está confirmando a través de muchos indicadores».