domingo, 24 de abril de 2016

EL GOBIERNO DE LOS PEORES, ESA TERRIBLE MALDICIÓN DE ESPAÑA

Mauricio era un profesional cualificado y de éxito que perdió su estatus tras el cataclismo de 2008. Sin embargo, es afortunado porque, a pesar de superar los 40, ha podido retornar al mundo laboral, aunque sea contratado por una empresa en régimen de autónomo, algo bastante habitual hoy día. Ahora, debe abonar el IVA, descontarse el IRPF y gestionar directamente su cotización a la Seguridad Social. Podría realizar estos trámites por sí mismo, pero la normativa es tan confusa y retorcida que prefiere curarse en salud y pagar a un gestor profesional. De una factura nominal de 1.800 euros mensuales, le quedan netos 1.230, algo que en un país con un 21% de desempleo, donde ser mileurista no está al alcance de cualquiera, le convierte en un privilegiado.

Con todo, lo más grave es que hay muchos españoles que, siendo autónomos ficticios, asalariados o desempleados, han perdido algo más valioso que su estatus: su capacidad de maniobra, su determinación. Son presa fácil para esos políticos que pescan en la apatía, comprando votos con supuestas ayudas. Pero, por más que lo pregonen, la mejora del nivel de vida no vendrá de la subvención, los beneficios sociales o los planes de emergencia; los costes de estas regalías serán repercutidos en los ciudadanos incrementando cotizaciones, impuestos, incluso multas de tráfico y otras sanciones. Los gobernantes siempre encuentran una argucia para quitarnos 20 con la excusa de que van a darnos 10.

A pesar del abrumador consenso oficial, muchos preferirían no vivir de esa particular “caridad” de los políticos. Desearían una Administración que les facilitara sus actividades, no esta burocracia que pone innumerables zancadillas. No quieren discursos grandilocuentes, sino reformas eficaces. Desgraciadamente, los líderes políticos no hablan su lenguaje. Muy al contrario, emplean una jerigonza a ratos leguleya; a ratos, populachera; y a ratos, grandilocuente, una niebla discursiva con la que dar gato por liebre. Desde su torre de marfil, completamente alejados de las vicisitudes de Mauricio y de muchos otros como él, no mueven un dedo para allanarles el camino. Al contrario, establecen todo tipo de obstáculos y trabas administrativas a la actividad económica y a la creación de empleo para después exclamar con hipocresía: “tranquilos, nosotros rescataremos a las personas”. Ignoran que los ciudadanos se rescatarían a sí mismos... si ellos no se lo impidieran.

Los políticos y Mr. Hyde
Sufrimos una clase política de pésima calidad, no sólo capaz de utilizar los resortes del Estado en pos del medro personal; también de proferir las mayores necedades. Pueden subirse al púlpito y prometer el paraíso en la tierra, para después, llevados por su afán de notoriedad, quedar como tarugos equivocando el título de un conocido libro de Kant. O, incluso, recomendar leer a tan ilustre filósofo y, a reglón seguido, admitir que ellos nunca lo han leído… o que no lo recuerdan. No importa que afirmen que Antonio Machado nació en Soria, en vez de en Sevilla, o que no tengan ni la menor idea de nuestra historia reciente y desconozcan que no fue su partido, sino el adversario, el que legalizó el divorcio. Nuestros políticos pueden levitar sobre los escombros de la inteligencia y afirmar que “a veces la mejor decisión es no tomar ninguna decisión, tal cual. La pregunta es: ¿nacieron así o, por el contrario, el poder los transformó, sacando ese Mr. Hyde que todos llevamos dentro?

Lord Acton señaló que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Seguramente tuviera razón... pero sólo en parte. Investigaciones recientes explican que el poder envilece a unas personas, pero no a otras. Concretamente, pervierte a los que carecen de ética y muestran predisposición a la depravación. Pero no a quienes poseen principios, conocimiento y espíritu crítico. Para los primeros, la política es una fuente de privilegios; para los segundos, una grave responsabilidad.

En su artículo, The destructive nature of power without status, los psicólogos norteamericanos J. Fast, N. Halevy y A. Galinsky, concluyen que el poder posee una naturaleza destructiva cuando es ejercido por sujetos sin categoría personal suficiente. A estos individuos, el cargo se les sube a la cabeza, tienden a abusar de sus inferiores, a aferrarse a una doble moral, a ser extremadamente estrictos con sus subordinados pero muy laxos con su propia conducta. Por su parte, Katherine De Celles y sus colaboradores señalan en su artículo, Does power corrupt or enable?, que el poder hace todavía más malvados, egoístas e interesados a aquellos que ya carecían de reglas morales, sentido de la justicia o generosidad. Pero puede potenciar las cualidades de los que poseen estos valores.

El drama de la España actual estriba en que se han apropiado del poder sujetos que carecen de cualidades y valores y, por tanto, de auctoritas

El problema era ya conocido en la Roma clásica, donde descubrieron que la jerarquía tiene dos componentes distintos, uno formal, la potestas y otro informal, la auctoritas. La potestas, el poder institucionalizado, es la capacidad de controlar, de asignar recompensas y castigos, de dictar normas y hacerlas cumplir. La auctoritas, por el contrario, proviene de la capacidad moral e intelectual, del carisma y el prestigio, de todas aquellas cualidades que generan respeto y admiración en los demás, un vínculo afectivo entre el individuo destacado y su comunidad. La gente obedece la potestas por temor al castigo, pero acata la auctoritas por convicción. Ésta última proporciona el verdadero liderazgo.

Si el sano ejercicio del poder requiere una equilibrada combinación de potestas y auctoritas, cabe deducir que el drama de la España actual estriba en que se han apropiado del poder sujetos que carecen de cualidades y valores y, por tanto, de auctoritas, del respeto y la admiración de la ciudadanía. Esta anomalía, junto con la ausencia de adecuados controles sobre el poder, se traduce en decisiones políticas nefastas, muy alejadas del interés general.

La selección perversa 
Pero ¿por qué sólo llegan los peores a la política, esos que son corrompidos rápidamente por el poder? La clave, uno de nuestros graves problemas, se encuentra en el proceso de selección de los gobernantes. Los partidos se caracterizan por la falta de transparencia, la ausencia de democracia interna y el desprecio a las normas. Sus criterios de selección y promoción no son la excelencia, el mérito o la cualificación profesional. Mucho menos la honradez o los principios. Son, más bien, las afinidades personales, la carencia de espíritu crítico, la conducta oportunista y conspiradora, la disposición a guardar silencio ante el abuso y, sobre todo, la inclinación al peloteo. Las personas honradas, idealistas, preparadas, con altura de miras, suelen rehuir esos ambientes dominados por la corruptela, la pobreza intelectual y la indignidad.

La gestión de lo público ha atraído mayoritariamente a sujetos que no viven para la política sino de la política, individuos que tienen en los cargos públicos su mejor opción profesional, cuando no la única. Difícilmente compartirán intereses, valores y visión con los electores a los que, teóricamente, representan. Su inclinación por promover políticas absurdas o contraproducentes se debe en parte a ignorancia y desconocimiento, sí, pero sobre todo a su egoísmo, a una fuerte inclinación a adoptar cualquier medida que, por irresponsable que sea, asegure su permanencia en el poder.

Si el voto permitiera a los ciudadanos elegir a los candidatos más capaces y honrados, se compensaría en buena medida la perversa selección que realizan los partidos. Pero las listas impiden discriminar entre candidatos individuales. Es necesario, pues, reformar el sistema electoral, establecer distritos uninominales, circunscripciones pequeñas con diputado único, que obliguen a cada candidato a someterse individualmente al control de los votantes. Expuesto personalmente al escrutinio público, los actos del candidato, sus valores, su trayectoria vital, su valía personal y su competencia profesional, en una palabra, su auctoritas, serían la clave para la elección.

El drama de la España actual, también las dificultades para formar un gobierno, tiene su origen en la falta de auténtico liderazgo. Escasea la generosidad, la sabiduría, la visión elevada, la voluntad de servir, los principios, el fair play. A pesar de que unos y otros se acusen de actuar con criterios únicamente demoscópicos, lo cierto es que todos, sean veteranos o recién llegados, tienen como único objetivo acceder al sillón o mantenerlo. Los políticos españoles no lideran; se orientan, cual veleta, a favor del viento. Por eso, lejos de reformar lo que no funciona, abundan con singular contumacia en el error.

LA LIBERTAD, SANCHO

«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos» (Miguel de Cervantes)

El oficio de periodista nunca fue fácil; en esto no te metes para hacer amigos. Y menos entre políticos, cuyo grado de tolerancia a la crítica es inversamente proporcional a su narcisismo. Decía Jean Daniel, confidente de Mitterrand, que no se puede ser amigo de un hombre de poder si tienes que escribir de él a menudo: amicus Plato, sed plus amica veritas. La verdad, en periodismo y en la vida, parece un concepto demasiado ambicioso; conformémonos con el de veracidad, y en todo caso con los de honestidad e independencia. Sin demasiada alharaca ni la solemnidad heroica que tendemos a dar a este trabajo que sólo consiste, según el maestro Raúl del Pozo, en limpiar los cristales de la libertad. Poniéndote perdido de mierda, las más de las veces.

Pero hay tiempos y tiempos, y estos no son los mejores. La crisis económica ha coincidido en la prensa con otra de modelo: las nuevas tecnologías, el rollo de la gratuidad en internet y todo eso. Llevamos años de ajustes masivos en los medios. De ingresos, de audiencias, de publicidad y, ay, de empleo. Para sobrevivir a este aprieto es preciso defender un intangible: el prestigio, que tiene que ver con el ejercicio de la conciencia. Por eso el menor de nuestros problemas es que los políticos presionen como siempre han hecho. Como ahora Pablo Iglesias, que a la menor ocasión deja ver su egolatría mesiánica, su jaez totalitario. Esa cosa suya de los señalamientos y los ciberescraches es algo incómodo pero llevadero; de toda la vida, los caciques nos han azuzado a sus jaurías, que ahora aúllan en las redes sociales. Más peligrosa era la ETA –esa ETA que, por cierto, solía elogiar Iglesias como clarividente debeladora del régimen del 78– y no logró intimidar aunque nos pusiese a mirar los bajos del coche. La historia de esta profesión es la historia de una resistencia. No he de callar por más que con el dedo, etcétera.

El auténtico problema consiste en que la sociedad democrática olvide la importancia de su sistema civil de contrapesos y sustituya la libre circulación de noticias e ideas por un falso debate de consignas teledirigidas y bulos aventados en la red. Que la Justicia se haga un lío –¿verdad, Pablo, verdad, Cruz?– con el derecho de la información y lo vuelva del revés. Que el propio periodismo confunda sus prioridades y se convierta en un espectáculo. Y que una opinión pública aturdida por la cháchara demagógica llegue a creer que la libertad de prensa es una extravagancia prescindible.

Lo demás, las amenazas, el matonismo y tal, son gajes del oficio. Lo sabemos. La independencia de un periodista –¿verdad, Álvaro, verdad, Javier?– y de paso la de sus editores depende, como sentenció Montanelli, de una sola cosa. De sus coglioni.

ABC 23/04/16
IGNACIO CAMACHO

ESPAÑA. ¿UN ESTADO FALLIDO?

«La experiencia republicana, la de la cruel guerra que la siguió y las del también cruel régimen franquista aconsejan no volver a las andadas, no poner en duda la legitimidad de la Constitución de 1978»

El pasado 21 de abril, en estas mismas páginas, Josep Ramon Bosch, José Rosiñol y Ferran Brunet, miembros de Sociedad Civil Catalana, escribían que, «si no se afronta la conformación de un gobierno fuerte y estable, si no se confronta un programa de reformas que fortalezcan nuestras instituciones, si no se toman decisiones audaces y valientes ante el desafío separatista, si no continúan las políticas económicas adecuadas, entonces, España podría resultar una democracia fallida, un Estado fallido, explosionando en un buen número de Estados gamberros, abriendo un nuevo foco de desestabilización en la Unión Europea».

Ese riesgo, que me parece muy real, pone en cuestión el éxito de la única experiencia democrática española estable, que es, en mi opinión, el régimen construido a partir de un amplio consenso nacional desde 1977. La querencia de los nuevos partidos, como Ciudadanos o Podemos, por una segunda transición, parece no tener en cuenta ese éxito y, desde luego, en el caso de la formación morada y de sus intelectuales gramsciano-bolivarianos, considera que nuestra democracia actual sería más bien el «establishment» de la casta que no hizo sino sustituir, con el asenso de las fuerzas sustentadoras del franquismo, una dominación política por otra.

De ahí el predicamento que, tanto entre políticos como intelectuales –entre ellos muchos historiadores profesionales–, ha adquirido en los últimos años la II República. Es verdad que, como ha escrito Juan Pablo Fusi, «la República fue un gran momento histórico» y que «la coalición republicano-socialista, bajo la dirección de Manuel Azaña, inició un ambicioso programa de reformas de los que, desde su perspectiva, eran los grandes problemas de España», social, religioso, educativo, militar, regional.

Todo eso es verdad; pero también lo es que los planes del Gobierno dividieron profundamente la vida política y social y que dicha división no fue fruto únicamente de la reacción de los sectores que se veían afectados por ellos (católicos, militares, grupos sociales privilegiados). Muchas de las reformas emprendidas estaban mal concebidas o se revistieron de un excesivo sectarismo. Y las reformas laborales de los ministros socialistas (Prieto, Largo Caballero) se encontraron ya desde 1931 con la oposición violenta de los anarcosindicalistas, hasta llegar a sucesos tan controvertidos como los de Casas Viejas que narró, entre otros, Ramón J. Sender.

La II República fue, sin duda, un régimen democrático. Pero su legitimidad democrática mostraba dos importantes déficits: al primero se le puede llamar constitucional, y es que no hay que olvidar que la República fue el fruto de un proceso revolucionario –el movimiento de diciembre de 1930 que promovió la Conjunción Republicano-Socialista, el llamado Pacto de San Sebastián–. Lo de menos es que el intento revolucionario fracasase pero que consiguiera sus objetivos a través del triunfo de las candidaturas republicanas en las elecciones municipales de 12 de abril de 1931. Lo importante es que, como todo movimiento revolucionario, llegaba al poder contra un sector muy notable de la población: el que apoyaba a la Monarquía de la Restauración representada entonces por Alfonso XIII.

La legitimidad democrática del régimen republicano se hizo más dudosa a partir de 1933-1934 cuando, ante el éxito electoral de las derechas republicanas y no republicanas, quienes no habían dudado en recurrir a la violencia para traer la República no dudaron tampoco en volver a ella para no perder el control del país y lograr sus objetivos máximos. Es lo que recientemente ha denominado Víctor Manuel Arbeloa el «quiebro del PSOE», que en 1934 opta por la revolución, socialista-marxista, y es también la rebelión de la Generalitat de Companys, que no se conforma con el Estatuto de Nuria: ambas lesionan seriamente la legitimidad del régimen republicano y abren un periodo convulso que ha vuelto a narrar recientemente Stanley Payne. El origen de nuestra última guerra civil no es simplemente un golpe militar. El Ejército estaba dividido, pero también lo estaban las clases media y las clases trabajadoras después de cinco años de una vida social y política no asentada en consensos amplios entre la población española.

La experiencia republicana, la de la cruel guerra que la siguió –acompañada por un nuevo y profundo experimento revolucionario en la zona gubernamental– y las del también cruel régimen franquista aconsejan no volver a las andadas, no poner en duda la legitimidad de la Constitución de 1978 –indudablemente reformable, pero a través del mismo consenso que la inspiró–, porque, como ha afirmado hace unos días el presidente de la Conferencia Episcopal Española, «sin esta casa común quedaríamos a la intemperie y la convivencia podría volverse insegura». Desde la Francesada hemos estado buscando un régimen integrador para todos los españoles y hemos fracasado demasiadas veces en nuestro empeño. Es lógico que todos aspiremos a un futuro mejor, pero no lo intentemos a costa del mejor instrumento de convivencia pacífica del que nos hemos dotado al menos en dos siglos.

ABC 23/04/16
IGNACIO OLÁBARRI GORTÁZAR, CATEDRÁTICO EMÉRITO DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA

jueves, 14 de abril de 2016

QUÉ ES UN SOCIALISTA?

La mejor definición que he encontrado de socialista es: “Persona que cree que puede decidir mejor qué es bueno para los demás.

Ser socialista se deriva de la arrogancia de pensar que los demás no pueden valerse por sí mismos. Asume que la libertad de decisión es peligrosa para las personas, pues si las dejamos decidir terminarán peor que antes. Entonces el socialista parte de un “complejo de superioridad”: por una razón que no explica, él sabe más de mí que yo mismo.

Sabe mejor qué debo comprar y qué no. Sabe mejor bajo qué condiciones me conviene trabajar y a qué me debo dedicar. Sabe mejor que los consumidores lo que deben consumir y mejor que las empresas cómo deben producir. Y si el socialista da el pasito que lo separa del comunista, sabe mejor quién debe gobernar, qué puede o no puede expresar alguien públicamente y en qué país debo vivir.

El socialismo debe limitar nuestra libertad, porque en esencia la libertad es la facultad de decidir sobre nuestro destino. El socialista se apropia de ese destino.

Pero no solo nos priva de nuestra libertad. Nos priva de la otra cara de la moneda. No hay libertad sin responsabilidad. Si otro decide por mí, me liberan de la responsabilidad sobre las consecuencias de mis decisiones: si elijo mal no asumo los costos de mis decisiones. Equivocarse ya no es mi problema, es problema de los demás, a los que les traslado dicho costo.

Por eso es que los socialistas no hablan de responsabilidad a secas sino de responsabilidad social: el resto de la sociedad está obligada a asumir las consecuencias de mis decisiones, sean buenas o malas.

Pero la responsabilidad social es un sinsentido. Hayek decía que la palabra ‘social’ es una palabra envenenada (una palabra “comadreja”), pues añadida a cualquier otra la convierte en su antónimo: “democracia social” es precisamente la negación del sistema democrático, “derecho social” es justamente un derecho vaciado de la individualidad que le da sentido, “propiedad social” es la ausencia de propiedad. Responsabilidad social es irresponsabilidad pura.

La libertad y la responsabilidad son en esencia individuales. Cuando dejan de serlo se convierten en su antónimo, como ocurre en la Cuba de los hermanos Castro o la Venezuela de Nicolás Maduro.

Así, el socialismo genera un problema moral y un problema práctico.

El problema moral es la expropiación de la dignidad humana al negar la libertad y la responsabilidad. Nos convierte en esclavos del gobernante (socialista) de turno. En eso no se diferencia de otras expresiones de signo ideológico distinto, como el fascismo. La diferencia está solo en los énfasis. No soy digno si no soy libre y no respeto la dignidad de los demás si no soy responsable.

El problema práctico es que destruye todo el sistema de incentivos que genera el progreso. ¿Por qué esforzarme si el resultado del ejercicio libre de una actividad será expropiado por los demás mediante impuestos, prohibiciones, regulaciones? ¿Y por qué ser cuidadoso en decidir si el sistema político o legal me convertirá en irresponsable ante las consecuencias protegiéndome de mis propios errores? ¿Por qué esforzarme en mejorar mi vida si será el Estado el que se encargará de mejorarla?

El socialismo lastra el crecimiento, genera pobreza, retraso, pero, sobre todo, pérdida de dignidad. Curiosamente, en nombre de la libertad, nos priva de ella, pues la confunde con la capacidad de hacer lo que uno quiere sin la responsabilidad de asumir sus consecuencias. Es, por tanto, inherentemente irresponsable. Como decía Frédéric Bastiat, el socialismo no se conforma con que la ley sea justa. Quiere que la ley sea filantrópica. Pero, en realidad, niega la filantropía como acto de desprendimiento y la convierte en una solidaridad forzada por la ley, lo que es una contradicción en términos.

Por eso todos los políticos, sin excepción, son un poco socialistas. A todos les gusta dejarse seducir por el poder de hacer regalos con el patrimonio ajeno. A todos les gusta jugar a ser Robin Hood. El problema es que gobernar no es un juego.

Como decía Churchill, “El socialismo es la filosofía del fracaso, el credo a la ignorancia, la prédica a la envidia. Su virtud inherente es la distribución igualitaria de la miseria”.

*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios ElCato.org.

Alfredo Bullard es un reconocido arbitrador latinoamericano y autor de "Derecho y economía: El análisis económico de las instituciones legales". Es socio del estudio Bullard Falla y Ezcurra Abogados.

sábado, 9 de abril de 2016

EL NEOFASCISMO LINGÜÍSTICO EN CATALUÑA

Cataluña está viviendo uno de los momentos más alucinantes de su historia. No hay experto que pueda calibrar el deterioro que se ha ido produciendo en las cosas más sencillas de la vida como son la conversación y la escritura, esa magnífica invención que nos permite no sólo comunicar nuestros sentimientos, sino compartir ideas o contrastarlas sin necesidad de obligar al otro a pagar peajes.

Lo digo sinceramente y sin ninguna acritud. Yo no escribo en catalán sino en castellano, exactamente como se hizo este periódico durante periodos democráticos como la República o la reciente democracia. Confieso que nunca he escrito “Catalunya”, porque para mí es una expresión tan ajena como escribir “Astúries”, cuando siempre escribí siguiendo la norma literaria correcta de Cataluña y Asturias. ¿Ustedes creen que merece la pena? O se trata de una convención social instaurada por quienes hablaron catalán en su casa, ni siquiera en la intimidad, como dijo con arrogancia José María Aznar.

La sociedad catalana vive una crisis total de objetivos, no de identidades, como asegura la facción talibán que ha crecido como los hongos, siempre que los hongos fueran plantados por dirigentes bien remunerados. Si algo ha caracterizado a esta sociedad, antaño, fue su radicalidad. Una gran masa pequeñoburguesa entre islas anarquistas o aventureras. Todavía no se había instalado la cobardía ética como virtud social. Cuando hace unos meses encontré casualmente por la calle a Raimon, el bardo esencial de este país, y nos tomamos unos cafés después de años de no vernos, me reprochó levemente, al estilo levantino, que algunos artículos míos eran muy duros con los hábitos de este país. ¿Qué pensará ahora cuando una simple frase –“yo no soy independentista”– le generó los insultos más viles, a una persona que entregó su vida y su obra a hacer gozar a la que creía que era su gente? No hay países buenos ni malos, sólo existe gente decente y gente indecente.

Hay que reconstruir la sociedad civil catalana y esa es una tarea tras el virreinato pujoliano, el derrumbe de la dignidad social que fue Millet y el caso Palau; el mejor abogado del mundo mundial, Piqué Vidal, maestro de generaciones de abogados de tronío, convertido en extorsionador, y el mejor juez, Pascual Estevill, implacable mantenedor de la justicia y devenido en un miserable comisionista. Es verdad que eso pasa y pasó en muchas partes, pero ellos no eran la sal de la tierra. Un país que un día podía ser Suecia y otro Holanda, como decía el gran falsificador, que no sólo había quebrado un banco en beneficio propio sino que consiguió que se le considerara la vara de medir honestidades (hecha excepción de su señora, demasiado inclinada a la floricultura de alto rango y a unos hijos que preferían la delincuencia de élite).

Desde que quebraron las leyendas, y las economías del país, y las subvenciones dignas de emperadores romanos, entramos en una crisis de la que muchos, no la mayoría, pero sí los suficientes, han decidido crear un conflicto civil. Hay que romper la sociedad catalana, porque no les sirve a sus intereses ni a sus proyectos. En el fondo intereses de capilla, de perder la asesoría, la tertulia, la cátedra ganada a pulso de trampa y cartón –a la manera española, diríamos, si no les pareciera una comparación ofensiva–.

Primero disolvieron la izquierda, la mítica izquierda de Cataluña, el faro de la primera transición, y lo hicieron a un precio de saldo. Como se trata de un país pequeño, seleccionadas las patums de hojalata, las fueron colocando en una compra nada sutil pero tampoco escandalosa. Desde Eugenio d’Ors, si no antes, este país descubrió lo barato que es un intelectual; se alimentan de vanidad y pocos recursos. Nunca tenerlo parado; no se le ocurra pensar y romper la baraja y pasarse al enemigo, que hay muchos casos.

Pero la cosa empieza a ponerse un poco fea. Nadie sabe quién manda. Cataluña tiene un president salido de la nada en una jugada tan extraña y chumacera que uno no sabe muy bien si se trata de un candidato de repuesto, un milagro virginal o sencillamente un pacto entre la casta más corrupta e incompetente desde los tiempos de Cambó. Baste decir que al president Puigdemont, un segundón funcionarial del mundo trepador de provincias, se le conoce entre los suyos como el Mocho ,y no porque limpie nada sino por su personal tratamiento capilar.

Y entonces aparece “el documento de los 280 académicos, repito el título de la prensa. Ya me llamó la atención cuando, en la Feria literaria de Frankfurt, la cantidad de supuestos escritores que aparecieron por allá superó a cualquier país del orbe, eran más de cien. Ahora resulta que existen 280 académicos, de los cuales conozco a un puñado que son tan académicos como yo fontanero, incluida quien dio lectura al texto en marco tan incomparable como el paraninfo de la Universitat de Barcelona. Se llama Txe Arana, y confieso mi ignorancia, jamás había oído hablar de ella, y eso que vivo de la información.

De todos los elementos del texto, que intelectualmente es de una penuria digna de Òmnium Cultural o de la Assemblea Nacional Catalana, instituciones que para irritación de algunos no me canso de considerar reaccionarias y racistas, hay dos en las que merece la pena detenerse.

El primero, la declaración del catalán como lengua oficial única, lo que nos obligaría a más de la mitad de la población catalana a apelar a estos letrados académicos para cualquier requerimiento. En otras palabras, que les daríamos trabajo. A mí me impresionó mucho saber que la Universitat de Girona tiene más profesores de catalán que alumnos de lingüística catalana. Lo entiendo, nadie quiere perder su trabajo y la sociedad está muy chunga para ir por ahí y ponerse a la lista del paro: “licenciado en lingüística catalana”. Resumiendo, que en el documento hay un tufillo inconfundible de 280 académicos, en su inmensa mayoría dependientes de la Generalitat, como funcionarios, asesores o subvencionados, y que tal como han ido las cosas del famoso procés se pueden quedar en la calle.

El otro, en mi opinión de mayor fuste, porque se refiere al mundo de la ideología y sus creencias, es la denuncia de la emigración obrera de los años cincuenta y sesenta como “instrumentos del franquismo para la colonización lingüística. Por más que se diga, como señoritos equilibrados, que fue “involuntario”, constituye la ofensa y la calumnia más desaforada de unos académicos paniaguados del poder. ¿Hay alguno que dijera algo de la mafia pujoliana, no digamos del desfalco del Palau?

O sea que la clase obrera que contribuyó de manera decisiva a la riqueza de Cataluña, explotada, mal pagada, en condiciones infrahumanas durante más de una década, resulta ahora el agente definitivo del franquismo contra Cataluña y su lengua. ¿No hay nadie que lo haya vivido y que desenmascare esta tropelía de reaccionarios?

Había pues dos lenguas, que aún sobreviven, una blanca y otra negra. Los negros que no se adaptaron a la “lengua blanca” son culpables de colonizar Cataluña para estos académicos que viven del erario, no del sudor de su trabajo, como muchos de sus antecesores “colonizadores de fábricas y talleres. Porque lo patético es que buena parte de los firmantes son hijos o herederos de esa esclavitud de la huida del hambre, sin televisión que los retratara. ¿O no fue una esclavitud?

¡Que gentes, presuntamente de izquierdas, lleguen a sostener que en este país flagelado por el paro, los desahucios, los recortes, las estafas, “quizá el principal problema sea la cuestión lingüística”, es que se nos han roto todos los cristales y de pura vergüenza no nos atrevemos a mirarnos a ningún espejo que nos retrate de cuerpo entero! Son ustedes, señores firmantes, unos neofascistas sin conciencia de serlo. Por cierto, nunca conocí a ningún neofascista que reconociera ese tránsito entre la radicalidad de otrora y la miseria de defender sus privilegios ahora.

Gregorio Morán en La Vanguardia

lunes, 4 de abril de 2016

ESPAÑA EN COMÚN, ESPAÑA PLURAL

Se podía esperar. Muchas nuevas candidaturas que han concurrido a comicios en nuestro país optaron por incluir en su denominación la fórmula “en común”, adherida al nombre de ciudad o comunidad correspondiente. Así, tuvimos Barcelona en comú, Cádiz en común o Bilbao en común. Hubo más acuñaciones y ninguna dejó de incluir en su lema el topónimo adecuado. Tal regla conoció una conspicua excepción. Cuando hubo que plantear una plataforma de ámbito estatal nunca estuvo en la mente de sus promotores denominarla España en común (la fórmula acabó siendo Unidad Popular en Común). Ciertamente, nada sorprendente. El nombre de España es impronunciable para un sector de la izquierda, que prefiere expresiones como “Estado español” o “este país”. Desprecio este que corre en paralelo a la aversión a la bandera constitucional o al uso de la lengua española (también un símbolo de lo común) allí donde el nacionalismo periférico ha implantado su hegemonía cultural.

Este maltrato a un topónimo clásico y de uso universal asombraría a cualquier progresista anterior a 1939. Ningún liberal del siglo XIX tuvo problemas en decir España, como tampoco lo tuvieron los republicanos antifascistas. La palabra abundaba en los discursos de Azaña, de Prieto o de Pasionaria. Así también los poetas: Neruda tituló su libro de la guerra España en el corazón; Vallejo puso al suyo España, aparta de mí este cáliz; Auden publicó Spain en 1937. La mejor revista republicana de guerra se llamaba Hora de España. Más tarde, en la conmovedora La guerra ha terminado, película escrita por Jorge Semprún para Alain Resnais, los antifranquistas en Francia pronuncian el nombre con devoción. Y los exiliados regresaban diciendo España con alegría recobrada. España, en fin, fue también una idea de izquierdas desde 1812 a 1939. 

Tras el largo hiato de la dictadura, pudo volver a serlo. Pero no quisimos. Si la nueva moral lingüística es reseñable es por lo que tiene de síntoma de una mentalidad que se ha extendido en los últimos años: la idea de que España, en el fondo, como realidad histórica y política, no existe. Por razones evidentes, es un relato que favorece a los nacionalismos secesionistas en su empeño por deshacer la comunidad de ciudadanos que se interpone en su camino. Cuantas menos referencias comunes se tengan, tanto mejor. Y si cierta izquierda hace suyo el relato es porque les permite rebobinar la secuencia de los hechos hasta la dictadura, de la que mentalmente no han querido salir. Es una cantinela conocida: la Transición no tuvo lugar, seguimos viviendo en un régimen criptofranquista, y, en consecuencia, la guerra civil no ha terminado del todo. ¡Todavía se puede ganar!

Nosotros, españoles de todas las Españas, hablantes de todas sus lenguas, nacidos cuando expiraban la dictadura y su negra herencia, creemos que sí, que hay una España en común. Existe, desde luego, como realidad histórica, cifrada en un imponente legado cultural. Pero, en realidad, no es esto lo importante. Lo importante es que en 1978 España cristalizó por fin en lo que nuestros padres y abuelos quisieron y lucharon por conseguir: un Estado democrático, social y de derecho, unido y en paz con su innegable diversidad, que pudiera desarrollar sus potencialidades. Un Estado que no reclama sino el respeto a sus leyes e instituciones, no profesiones de amor ni adhesiones inquebrantables, y que, por lo mismo, no obliga a elegir entre identidades culturales perfectamente compatibles entre sí. A los que firmamos este escrito no hace falta que se nos recuerde que España es diversa. Para nosotros no es un eslogan, sino una verdad vivida. Querríamos que esa diversidad fuera todavía más conocida, pero recelamos de quien habla de diversidad como mero pretexto para la separación.

Es obvio que solo en la unión puede regir el pluralismo que permite sacar provecho de la pluralidad. La diversidad enriquece únicamente a quien la congrega. En otras palabras: la España plural tiene sentido si se reconoce una España en común como lugar de encuentro. De lo contrario, sólo es retórica al servicio del nacionalismo: se dan lecciones de pluralismo al Estado mientras se anula el pluralismo en el seno de cada comunidad. A una patria multinacional, en compartimentos que se quieren cultural y lingüísticamente estancos, oponemos una patria mestiza, en un mundo cada vez más mestizo, en la que la diversidad se predica de sus individuos y no de sus territorios. O, cuando menos, de territorios cuya diversidad es la de sus individuos.

Las elecciones del 20-D hicieron aflorar dos ideas distintas de España, acaso irreconciliables. Detrás del tradicional eje izquierda-derecha, despunta una creciente oposición, que está en el centro del actual bloqueo institucional. Por un lado, los partidarios de la España constitucional de 1978, abiertos a reformas y aun deseosos de acometerlas, pero convencidos de que la soberanía del Estado es una y eso lo convierte en una comunidad de ciudadanos libres donde cada identidad cultural es respetada. Es conveniente subrayar que defender el espíritu del 78 no es aferrarse a su letra: los cambios constitucionales, evolución a un más explícito federalismo incluido, son bienvenidos si resultan de un proceso de deliberación. Por otro lado, están quienes, de forma difusa y poco articulada, creen que las soberanías son múltiples y que cada identidad lingüística dentro del Estado tendría el derecho a segregarse políticamente del resto

Para los primeros, lo común y lo propio son elementos igualmente valiosos y necesarios del autogobierno democrático. Para los segundos, solo lo propio dignifica y cualquier reivindicación de lo común (leyes e impuestos pero también nombre, lengua y bandera) es sospechosa de un centralismo opresivo y trasnochado.

Según lo vemos los autores de este artículo la idea de 1978 es la única moderna y fecunda. No parece ventajoso arruinar la potencia de un país diverso y unido en beneficio de una concepción etnolingüística del Estado. Una potencia que colapsaría de iniciar una cadena de referendos de autodeterminación por cada lengua con suficiente arraigo. Pero hay ciudadanos que piensan de otro modo y por eso es conveniente que se aclaren las posturas. Tanto si nos vemos abocados a nuevas elecciones como si éstas se retrasan, agradeceríamos a los líderes políticos que tomaran partido sobre esta grave cuestión. A Podemos y la izquierda soberanista les pedimos que expliciten su postura de que España como la conocemos no existe y que por tanto el Estado debe ser refundido en una nueva patria multinacional, a la yugoslava, tal vez desprendida de pedazos de territorio. Y a los partidarios de la España constitucional les pedimos que no se arruguen en la defensa de una España en común y plural, una buena idea que ha traído estabilidad y prosperidad a todos sus ciudadanos.

Firman este texto Manuel Arias Maldonado (profesor de Ciencia Política), Mikel Arteta (doctor en Filosofía Moral y Política), Jordi Bernal (periodista), Daniel Capó (periodista), Andrés González (economista), Joseba Louzao (historiador), Ramón Mateo (economista), Pilar Mera Costas (historiadora), Aurora Nacarino-Brabo (politóloga), Miguel Ángel Quintana Paz (filósofo), Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst (ensayista) y Pilar Rodríguez-Losantos (estudiante de Ciencia Política).

LAS TESIS DE ABRIL, EL FRACASO SOCIALISTA

Hoy se cumplen 99 años de las Tesis de abril, una serie de puntos expuestos por Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin, en un discurso pronunciado en el Palacio Táuride, sede del gobierno provisional ruso, el 4 de abril de 1917. En ellas Lenin propone su plan de gobierno.

Las tesis trataron diferentes áreas, pero lo más importante fue que se estableció cómo Rusia debería ser gobernada en su futuro. Lenin tuvo éxito al persuadir a todos con los argumentos presentados en las tesis y puso los fundamentos ideológicos de la actuación de los bolcheviques, tras su ascenso al poder durante la revolución de octubre.

De modo que hoy se cumplen 99 años de la primera promulgación de lo que luego sería el plan de gobierno de la primera aplicación del socialismo real, en la historia de la humanidad. El lector dirá que hablar del fracaso del socialismo real, en este contexto, no tiene sentido, porque es evidente que el socialismo fracasó. El asunto es que todavía existe quien dice que el problema no es el socialismo teórico, sino su implementación, y que es mera casualidad que todas las puestas en práctica han fracasado. Es decir, por muy increíble que le parezca al lector, el socialismo todavía tiene defensores.

La imposibilidad del socialismo teórico y práctico se documentó en una fecha tan temprana como 1920, es decir tan solo tres años luego del triunfo de la revolución de octubre, de modo que si hubieran prestado atención a Ludwig von Mises, la humanidad se hubiera ahorrado los más de 100 millones de muertos que el comunismo causó durante el siglo XX.

El debate sobre la imposibilidad del socialismo nació con el artículo de Von Mises El cálculo económico en la comunidad socialista, escrito en 1920. El asunto central de la imposibilidad del socialismo consiste en que la propiedad privada y el comercio permiten crear oportunidades de ganancia en el mercado porque existe una necesidad: hay algo que los consumidores desean y no obtienen. El empresario ofrecerá ese producto, gracias a que tiene libertad y medios para lograrlo, y le pondrá un precio que le permita obtener ganancias. Esos precios actúan como señales: otros empresarios se darán cuenta de esas ganancias y competirán por obtenerlas, bajando los precios y beneficiando a todos, cuando en realidad solo querían beneficiarse a sí mismos, debido al conocido mecanismo de la mano invisible.

Esto tiene otra consecuencia: los medios de producción también son propiedad privada. Los recursos, la maquinaria, los trabajadores y, en definitiva, lo necesario para la producción, se trasladará hacia aquellos negocios más lucrativos y, por tanto, más necesarios, puesto que pagarán más por ellos. El uso racional de los recursos y el capital es lo que se denomina cálculo económico: la propiedad privada ha generado la información necesaria, a través del sistema de precios, que permite transmitir las preferencias de los consumidores a los productores.

Mediante la abolición de la propiedad privada y el comercio libre llevada a cabo cuando se implementa el socialismo, desaparece todo incentivo para producir y vender. Sin esos productos a la venta, no existe oferta ni, por tanto, intercambio en el mercado. Sin ese intercambio, no se crean precios en el mercado libre. Sin esos precios, no existe la información que permite conocer los intereses de los consumidores y la forma más eficiente de producir los bienes que consumimos. El socialismo, entendido como propiedad pública de los medios de producción, elimina la posibilidad de generar el conocimiento necesario para que la economía funcione. De hecho, en la antigua URSS los precios oficiales consistían en la aplicación de múltiples fórmulas que tomaban como base los precios de mercado de los “malvados” países capitalistas. Incluso su incapacidad hubiera sido mayor si el capitalismo no le hubiera prestado una de sus mayores creaciones: el conocimiento que produce el mercado. El resultado es la pobreza y la hambruna, mayores cuanto más lejos se lleva el paradigma socialista, como sucedió en la Rusia de Lenin.

De modo que hoy más que nunca debemos recordar, no que el socialismo ha fracasado, sino que siempre fracasará porque es imposible de implementar en la práctica

José Ramón Acosta  |  04 abr 2016

domingo, 3 de abril de 2016

LA DERECHA ES IGNORANTE, PERO LA IZQUIERDA ES MALVADA

Al leer unas declaraciones de Cristina Pedroche me vino a la cabeza el filósofo norteamericano John Searle. Que es como si un selfie subido a Instagram por Gerard Piqué hiciera pensar en un plano secuencia de Andréi Tarkovski o llegar a rememorar los siete tomos de En busca del tiempo perdido con un tuit de Donald Trump. El caso es que la guapa presentadora, además de apostar porque siempre querría más a David Muñoz que a los posibles hijos que pudieran tener (algo tan arriesgado como el tatuaje que se hizo Melanie Griffith con el nombre de Banderas), se proclamaba fan política de Alberto Garzón definiendo “ser de izquierdas” como “querer el bien para todo el mundo”. En ese momento, me zambullí en el recuerdo de otra entrevista como una magdalena proustiana en té.

Todo empezó en Berkeley, a principios de los 60. Recién llegado de Oxford, donde había estudiado bajo la dirección de John Austin e Isaiah Berlin, John Searle era un profesor interino en una Universidad en la que predominaba el autoritarismo aunque pretendía llegar a ser la mejor pública del país. Se convirtió en uno de los líderes del movimiento estudiantil que trataba de renovar un sistema caduco, fomentando las libertades, sobre todo el “free speech”. Lo consiguieron y el rector tuvo que dimitir. Hasta entonces las cosas habían resultado difíciles para Searle pero con el triunfo empezó la pesadilla.

Porque llegaron a amenazarlo de muerte. No el ex-rector y la camarilla que había defendido el statu quo sino sus compañeros de “revolución”. El caso es que Searle había luchado para mejorar la Universidad, no para destruirla. Su proyecto consistía en una renovación del espíritu elitista universitario, consistente en la excelencia del conocimiento y en la vanguardia de la investigación. Sin embargo, desde la extrema izquierda académica que ahora lo atacaba se trataba de deconstruir la “estructura intelectual” de la universidad.

Como años después en su polémica con Jacques Derrida, Searle se dedicó con la claridad y el rigor del pensamiento analítico a “deconstruir la deconstrucción”, en semejanza a como siglos antes Averroes había liquidado, en Destruyendo la destrucción, el pensamiento torvo y totalitario de Algazel. Sin embargo, en el siglo XII el filósofo persa venció sociológicamente al filósofo andaluz, lo que condenó a la cultura musulmana al integrismo y la indigencia intelectual durante siglos. ¿Quién ganará ahora en la lucha entre el pensamiento claro y el turbio, entre las luces y las tinieblas?

En España, políticamente hablando, también nos encontramos en una pinza. Entre la ignorancia y la representación de los intereses espurios, el PP con Mariano Rajoy, y la maldad del resentimiento y el odio, encarnada en Podemos con Pablo Iglesias. Entre la desvergüenza de alguien que, como Mariano Rajoy, se aferra al poder sentado en una poltrona que se eleva sobre una montaña de corrupción y quien, como Pablo Iglesias, es capaz de saludar desde su programa de televisión a terroristas como Carlos “El Chacal” o pontifica que la izquierda escoge la vía de las armas o los votos dependiendo de las circunstancias.

En los sesenta John Searle era considerado un traidor por aquellos que habían hecho la revolución, pero él se sentía traicionado por la revolución. Años después, en una entrevista en Los Angeles Times, declaró: “La derecha es tan estúpida que no vale la pena ni discutir con ella; pero la izquierda es malvada”. Hoy en día también vale la pena mantenerse alejado tanto de los fans de 13TV como de los groupies de La Sexta. Los primeros considerarían a Searle un rojo peligroso y los segundos un facha nauseabundo. Un “rojofacha”, digamos, como etiqueta para los que, como el filósofo analítico, simplemente tratan de insuflar un poco de racionalidad y de sentido común en el globo pinchado y arrugado del pensamiento populista y la política trapacera.

ZAPATERO O LA CONTUMACIA DEL NECIO

Zapatero pertenece a ese tipo de políticos, demasiado común en España, que no sólo ignora las complejas interacciones políticas y sociales... tampoco le interesa conocerlas. Una caterva que se mueve en el terreno de los lemas, en la infantil dimensión del bueno o malo sin matices, esa visión maniquea que desconoce la explicación de las causas profundas.

En una reciente entrevista al diario La Vanguardia , más dirigida a adictos a las consignas, a ese público entusiasta de las simplezas, de la telebasura, que a lectores críticos, con capacidad de raciocinio, el expresidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, se ha reafirmado en las bondades del Estatuto de Cataluña de 2006, ése que él mismo impulsó. Y ha expuesto las soluciones infalibles para superar el presente reto independentista. Afirma haber descubierto el remedio definitivo, el milagroso parche Sor Virginia que salvará a España de la peligrosa deriva que conduce a la desintegración. Su gran invento del TBO, la moderna piedra filosofal, consiste en regresar al Estatuto que desestimó el Tribunal Constitucional y conceder a Cataluña el reconocimiento de "Comunidad Nacional", un término más propio de las películas de Berlanga que de un pensamiento político con un mínimo de seriedad y profundidad.

Zapatero no generó el problema independentista en Cataluña pero, con su denodada estulticia, aceleró notablemente un proceso que avanzaba lentamente desde la Transición

El ex presidente del gobierno pertenece a ese tipo de políticos, demasiado común en España, que no sólo ignora las complejas interacciones políticas y sociales... tampoco le interesa conocerlas. Una caterva que se mueve en el terreno de los lemas, en la infantil dimensión del bueno o malo sin matices, esa visión maniquea que desconoce la explicación de las causas profundas. Zapatero, como hombre de partido, continuó la acostumbrada línea de acción política en España, que consiste en crear un problema... para aplicar la solución equivocada. Y siempre para justificar un incremento presupuestario, un descontrolado crecimiento de la administración en beneficio de las oligarquías y las élites, nunca del ciudadano de a pie.

Zapatero no generó el problema independentista en Cataluña pero, con su denodada estulticia, aceleró notablemente un proceso que avanzaba lentamente desde la Transición. La semilla de la desintegración estaba sembrada en un sistema autonómico caótico, completamente abierto, con rumbo y destino imprecisos, al albur de apaños, componendas e intercambios de favores entre políticos. La descentralización descontrolada y sin límite en un entorno político esencialmente corrupto, sin adecuados controles sobre el poder, dio alas al secesionismo, estimulando a ciertas oligarquías locales que vieron ahí la oportunidad de incrementar su poder, sus ingresos ilegales y, por supuesto, de alcanzar la impunidad definitiva.

Zapatero comparte esas tesis nacionalistas que explican el independentismo como una reacción ante las traiciones

Los nacionalistas catalanes siempre fueron secesionistas

Zapatero comparte esas tesis nacionalistas que explican el independentismo como una reacción ante las traiciones, desprecios y maltratos del gobierno de España, entre ellas el fallo del Tribunal Constitucional declarando nulos algunos aspectos del Estatuto de 2006. Pero se trata de meras excusas, señuelos para justificar un plan trazado desde hace décadas. Los nacionalistas catalanes no son secesionistas sobrevenidos. Sus ansias de ruptura no surgen de supuestos ultrajes o afrentas: la independencia fue, desde el principio, su meta final. Pero fueron pacientes. Aceptaron el sistema autonómico como medio para alcanzar sus objetivos últimos, una vía que proporcionaría ingentes recursos para ir convenciendo, lavando el cerebro, a unos ciudadanos que, en su inmensa mayoría, no compartían tales metas.

Los nacionalistas utilizaron el sistema educativo y los medios de comunicación para inocular odios y recelos hacia los vecinos. Crearon un enemigo exterior contra el que definirse, alguien a quien traspasar los defectos, la culpa de todos los males. Impulsaron una política lingüística cuyo principal objetivo no era fomentar el catalán sino erradicar el castellano. Colocaron en su órbita de intercambio de favores a muchos empresarios y asociaciones subvencionadas. Durante décadas, por la vía de los hechos consumados, a base de no cumplir leyes o sentencias, y ante la desidia de gobiernos y tribunales, disfrutaron de una autonomía muy superior a la que contemplaban las leyes.

Paso a paso, el nacionalismo catalán consiguió siempre sus propósitos, ganó todos los pulsos planteados al gobierno central. Su fuerza residía en ser el fiel de la balanza, esa minoría necesaria para formar gobiernos, pero también en poseer una estrategia de largo plazo frente al planteamiento cortoplacista de muchos políticos nacionales que, aun sabiendo que el proceso conduciría finalmente a tensiones secesionistas, vieron en ello un problema lejano en el tiempo. Ya lidiarían otros ese toro. Ellos se encontrarían ya jubilados, disfrutando de los fondos sustraídos en algún paraíso fiscal.

Su falta de perspicacia le llevó a tragarse la propaganda franquista, esa que identificaba España con el Caudillo
Zapatero se tragó la propaganda franquista

Pero apareció el inefable José Luis, que unía la miopía y el oportunismo a una inconmensurable necedad, tanta como para creerse a pies juntillas consignas y dogmas. Ahora resultaba que la causa del independentismo estaba en... una sentencia del Tribunal Constitucional. Su falta de perspicacia le llevó a tragarse la propaganda franquista, esa que identificaba España con el Caudillo. Y aplicar un razonamiento simplista, propio de un limitado entendimiento: si Franco era malo; España también, "un concepto discutido y discutible". Con un mero repaso de la historia habría averiguado que la idea de España no la inventó el dictador, que su existencia como nación es muy anterior incluso al nacimiento de Franco. Pero su ignorancia y sectarismo le impulsaron a intentar remediar la enfermedad secesionista administrando dosis muy superiores del veneno que la había causado: aplicando una descentralización mucho más radical. Y las consecuencias están a la vista.

Resolver el problema territorial significa abordarlo con un enfoque que prime los intereses de ciudadanos y contribuyentes, no los de esos caciques que salpican cada rincón de España. Implica cerrar el proceso autonómico, asignando las competencias de manera racional, con criterio de eficacia y economía en la prestación de los servicios. En contra de lo que pregonan los políticos, a los ciudadanos normales les importa un comino cuál sea la administración que gestiona un servicio mientras éste se preste de manera eficiente y barata. Pero, ya se sabe, hay personajes, como Zapatero, que ni rectifican ni aprenden, cuyo objetivo vital es revolcarse en el error. Tras acelerar el proceso independentista, y adelantarlo probablemente una década, ahora el obcecado José Luis, inasequible al desaliento, pretende apagar el fuego aferrándose a los mismos dogmas: aplicando otro generoso chorro de la misma gasolina que lo inició.

MENTES CAUTIVAS - LO QUE NOS DICE LA EXPERIENCIA COMUNISTA

«Los totalitarismos no se imponen de golpe. Avanzan poco a poco, tienen que convencer, seducir por fases, implantar minuciosamente el germen del odio: “El Partido – dirá Milosz– al observar la vida emocional de las masas, la enorme tensión que existe en su odio, nota que en este campo, el menos analizado por el marxismo, se esconden sorpresas”. Aunque se hayan dominado las mentes, ahí, en el control del odio, existe una enorme y primaria “energía” supletoria»

En el célebre ensayo aparecido por primera vez en 1953 La mente cautiva, su autor, el escritor y Premio Nobel de Literatura Czeslaw Milosz (Lituania 1911 –Cracovia 2004) rememoraba los primeros congresos organizados en su país, Polonia, por los comunistas tras la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de captar lo más rápido posible adeptos para la nueva fe totalitaria que se quería implantar. Las reuniones estaban destinadas a convencer a los artistas e intelectuales de aquellos días a que se «convirtieran» a las bondades del realismo socialismo.

Ninguno de los asistentes, afirma Milosz, estaba preparado para enfrentarse a la manipuladora, experta e «irrebatible» dialéctica marxista de los ponentes. Aunque casi ninguno de los oyentes creyera en aquella doctrina, muchos callaban. Los pocos que osaban expresar su desacuerdo eran rápidamente avasallados por los oradores con una cascada violenta y despectiva de argumentaciones, metódicamente preparadas. Y si no, dejaban caer sutiles amenazas a «aquellos a los que tenían que moldear», relativas a su sobrevivencia como artistas en un futuro cercano.

«Nadie de los presentes –añade Milosz– estaba preparado para una discusión de ese tipo». Existía una notable «desproporción entre el armamento teórico» esgrimido por unos puros fanáticos y unas mentes «desarmadas», atrapadas de improviso, que habían crecido hasta entonces en medio de una relativa libertad interior, a pesar de las crueldades y salvajismos de la guerra. Entonces, Milosz pronunciará una frase que es clave para entender la sumisión y «encantamiento» de grandes masas de la población, en cada momento histórico, a través de burdas mentiras («cultivadas siempre con una semilla de verdad») y más o menos perspicaces manipulaciones, esgrimidas por los regímenes totalitarios. «Tenía la sensación –dice Milosz– de que formaba parte de un espectáculo colectivo de hipnosis».

Publicado en París, cuando Stalin aún vivía, y cuando él ya había cortado todos los lazos que lo unían al régimen comunista, La mente cautiva de Czeslaw Milosz, antiguo agregado cultural en diversas embajadas polacas al finalizar la guerra mundial, se convertiría en uno de los primeros análisis en profundidad escritos sobre la «hipnótica» alienación cultural y mental ejercida por los comunistas –«las democracias populares» como eran llamadas eufemísticamente– de los países del antiguo Telón de Acero.

Traducido a multitud de lenguas, leído como un auténtico clásico a través de las épocas, como una especie de biblia pormenorizada y precisa de la sumisión y colaboración activa y entusiasta por parte de numerosos intelectuales (escritores, artistas, periodistas) a la ideología –o Nueva Fe, como la llamaba Milosz– implantada, el libro de Milosz alcanzaría rápidamente la fama internacional, sobre todo en la época de la Guerra Fría. Un ensayo que durante años oscurecería su inmensa labor como poeta, recompensada con toda justicia en 1980 con el Premio Nobel de Literatura. Su largo exilio, primero en París y luego en la Universidad de Berkeley en EE.UU., duraría hasta la caída del Muro. Cuando le otorgaron el Nobel, prohibidos sus libros en su país desde hacía tiempo, muchos eran los polacos que ignoraban totalmente su existencia.

Un libro, por otro lado, ausente del instinto de venganza o de odio, propio de antiguos acólitos arrepentidos. El suyo era sobre todo un análisis quirúrgico, desapasionado, sereno, que evitaba las demoliciones sangrientas, los sarcasmos revanchistas, los ajustes de cuentas personalizados y en general la superioridad moral del humanizado frente al bárbaro. «Quizá –escribe Milosz– sea mejor que no haya sido uno de los fieles (…) Esto no significa que tenga que esforzarme en entender la Nueva Fe que siguen personas desesperadas, amargadas y que no encuentran esperanza en ningún otro lugar. Pero entender no significa perdonarlo todo».

Porque Milosz sabía de los que hablaba: aquella Nueva Fe ideada por el comunismo, que reemplazaba fanáticamente a la religión, a las religiones y tradiciones que habían educado hasta el siglo XIX a inmensas capas de la población, prometía «serenidad y felicidad» libres de las «preocupaciones materiales» a quienes la abrazaban y la adoptaban. Con el tiempo, él, por el contrario, se convertiría cada vez más en un ferviente católico, traductor de textos sagrados, y practicante de un elevado misticismo en su poesía. Su famoso ensayo (ahora reeditado por Galaxia Gutenberg en nuestro país) narraba la «conversión» a la Nueva Fe por etapas. También, con letras tan sólo (Alfa, Beta, Gamma, Delta) ejemplificaba las distintas fases en la degradación personal más o menos cínica, más o menos interesada o más o menos idólatra, de varios escritores de aquellos días, no citados por el nombre, pero plenamente reconocibles por todos en Polonia.

Los totalitarismos no se imponen de golpe. Avanzan poco a poco, tienen que convencer, seducir por fases, inocular sus venenos, implantar minuciosamente el germen del odio: «El Partido –dirá Milosz– al observar la vida emocional de las masas, la enorme tensión que existe en su odio, nota que en este campo, el menos analizado por el marxismo, se esconden sorpresas». Aunque se hayan dominado las mentes, ahí, en el control del odio, existe una enorme y primaria «energía» supletoria.

Por increíbles que parezcan hoy aquellos métodos descritos por Milosz en su libro de forma visionaria, esos círculos crecientes de adeptos que avanzan como una secta, no dejan de ofrecernos pavorosos ejemplos cotidianos hoy día. Receptáculos ardorosos de «estados de hipnosis colectiva». Círculos de adeptos que se niegan a tener en consideración siquiera pruebas fehacientes y más que reveladoras, que se niegan a contemplar videos espeluznantes, que los comunistas fanáticos de aquellos días hubieran tenido mucho cuidado de expresar de forma tan tosca y elocuente.

Círculos estancados o crecientes, caóticos u organizados, que se niegan a recibir a los padres de presos políticos demócratas encerrados en siniestras cárceles venezolanas. O que, de forma mucho más terrorífica e inquietante, se niegan a condenar a terroristas internacionales. También entonces Milosz vio claramente que no sólo se dirigía al interior, al corazón mismo de aquellas cárceles totalitarias del Este de Europa. Su libro, como él mismo declaró, iba sobre todo dirigido a Occidente. A ese Occidente que daba la espalda, como si se tratara de un desgraciado «fatalismo histórico», al puñado de disidentes que, como él, habían decidido dedicar su vida a divulgar la realidad trágica, de cada día, de aquellos regímenes dictatoriales.

MERCEDES MONMANY ES ESCRITORA – ABC – 03/04/16

sábado, 2 de abril de 2016

LA BUENA RELACIÓN ENTRE LA IZQUIERDA EUROPEA Y TODA CLASE DE TERRORISTAS

AZOTES

David Gistau

¿Se puede empatizar con psicópatas así? La extrema izquierda europea hace todo lo posible por lograrlo

En la bipolaridad de la Guerra Fría, había soluciones fotogénicas para militar en la pulsión antioccidental. Véase el Che de Korda. El comunismo tenía coartadas intelectuales y era un bálsamo para la conciencia gracias a propósitos tales como la redención de los oprimidos. Casi era ir a misa de otra manera. Pese a su propio terrorismo en los años de plomo -Brigate, RAF, etc-, y pese a las guerras periféricas y las «black ops» de los servicios secretos, no traía a Occidente la noción de muerte indiscriminada, aniquiladora de toda una civilización, que tiene a los europeos haciendo lacitos y pegatinas de «Je suis», como en un concurso de creatividad mortuoria y de entreguismo sentimental, desde que el contrapeso de la siguiente bipolaridad lo ocupa el yihadismo.

Para comprender la empatía con los yihadistas de los «alcaldes del cambio», capaces de encontrar justificación para una bomba detonada en una cola de facturación o para un ametrallamiento durante un concierto de rock, hay que recordar que el esquema mental de esta extrema izquierda -¡lo nuevo!- no ha evolucionado un ápice desde la Guerra Fría

Siguen viendo en los Estados Unidos, y por añadidura en Occidente, un ente culpable, antagonista, que engendra violencia imperialista. Lo único que han alterado es el actor al que encomiendan el azote y la venganza de sus resentimientos. Y aquí es donde empieza el problema para ellos. Porque no es fácil tomar partido por la Yihad, que no es fotogénica como el Che ni está adornada por coartadas intelectuales, sino que reparte a domicilio muerte indiscriminada por una interpretación religiosa que nos convierte a todos en víctimas potenciales por el mero hecho de existir. Y cuando digo a todos, me refiero también a los musulmanes que luchan desde la primera hora contra el ISIS y cuyas cabezas fueron clavadas en las verjas de las plazas públicas.


¿Se puede empatizar con psicópatas así? ¿Con decapitadores, con asesinos en masa, con forjadores de un mundo en el que los homosexuales son arrojados desde azoteas? La extrema izquierda europea hace todo lo posible por lograrlo pese a la podredumbre del material humano de que dispone para perpetuar el rencor antioccidental que antaño estuvo encomendado al comunismo. Porque ése es su esquema mental: el que impone la idea de que, por definición, toda violencia ejercida contra Occidente tiene un componente de legitimidad porque es una respuesta al imperialismo y al capitalismo. Este automatismo comenzó con el mismo 11-S, cuando la pregunta podrida fue: «¿Qué habremos hecho a estos buenos salvajes para obligarlos a vengarse de esta manera?».


No deja de ser paradójico que, cuando más aislada y residual debería ser esta extrema izquierda en la Europa sometida a ataque, más cerca está de consagrarse como poder institucional en la España antojadiza, subyugada por la cuchilla purgante.