jueves, 11 de agosto de 2016

IZQUIERDA Y DERECHA, UNA DISTINCIÓN OBSOLETA EN ESTADOS UNIDOS, Y EN EUROPA

Probablemente deberíamos adoptar una nueva forma de entender la política, distinguiendo entre los partidarios de la sociedad abierta, por un lado (la de Hillary Clinton, que resulta ser demócrata), frente a los adeptos de la sociedad privada, detrás de Donald Trump, que se relaciona vagamente con el Partido Republicano

SI seguimos las elecciones en Estados Unidos, es difícil aplicar la distinción entre derecha e izquierda como parrilla de lectura. La división a la europea entre liberales y socialistas ya no funciona, puesto que el socialismo no está representado en EE.UU. y todos los candidatos, o casi, apoyan un capitalismo más o menos regulado. Probablemente deberíamos adoptar una nueva forma de entender la política, distinguiendo entre los partidarios de la sociedad abierta, por un lado (la de Hillary Clinton, que resulta ser demócrata), frente a los adeptos de la sociedad privada, detrás de Donald Trump, que se relaciona vagamente con el Partido Republicano.

Creo que estos dos conceptos permiten aclarar algo las posiciones de uno y otra. Trump, que, a falta de conocimiento, no carece de coherencia, está en contra de la inmigración, en contra de las religiones no estadounidenses (islam), en contra de los no blancos (los mexicanos), en contra las importaciones (sobre todo chinas) y en contra de los compromisos del Ejército estadounidense fuera del país. Su visión de la sociedad es casi tribal. Es partidario de un Estado centralizado y fuerte, que tome todas las decisiones sin consultar demasiado ni con la oposición ni con la sociedad civil. No es de extrañar, ya que Trump manifiesta simpatía por los dictadores que comparten sus concepciones nacionalistas, autárquicas y estatistas, empezando por Putin.

A lo que se puede oponer, punto por punto, el programa de Hillary Clinton, abierta a la diversidad cultural de la nación, étnica, religiosa y sexual, y bastante favorable a los intercambios internacionales y al activismo diplomático y militar. También está dispuesta a negociar con sus adversarios políticos, a los que no denuncia como enemigos; esto, sin embargo, no significa que sea una liberal clásica, ya que se inclina por un Estado intervencionista y regulador.

Ambos candidatos ilustran una reclasificación de las normas políticas, adoptando cada uno algo de la izquierda, algo de la derecha, algo de la tradición republicana y algo de la tradición demócrata, sin coincidir completamente con los partidos con el que uno y otra se alinean. Trump rompe con la preferencia de los republicanos tradicionales, desde Reagan hasta Jeb Bush, en lo que respecta a la inmigración, el comercio internacional y la propagación internacional de la democracia. Clinton rompe también, pero de forma menos espectacular que su oponente, con la cautela de los demócratas (Obama en particular) sobre el uso del Ejército para resolver los conflictos internacionales.

Se me objetará que esta reclasificación entre sociedad abierta y sociedad cerrada es un incidente circunstancial, específico de EE.UU., una consecuencia de la personalidad extravagante de Trump. Esta interpretación es viable, pero no segura; también podemos adivinar en estas elecciones una especie de laboratorio del futuro que valdría para Europa. Así, el reciente referéndum británico sobre la salida de la UE no ha opuesto a la derecha conservadora con la izquierda laborista, sino a los partidarios de la apertura y a los favorables al cierre

En España, nos preguntamos si la fragmentación del Parlamento por segunda vez consecutiva no se deberá a un sistema de partidos a la vieja usanza que ya no reflejan la nueva división entre abierto o cerrado. Mario Vargas Llosa, entre otros, sugería para España un gobierno de coalición entre los partidarios «abiertos» de Europa contra los defensores «cerrados» del tribalismo

Y lo mismo ocurre en Francia, donde los militantes de la apertura o del cierre se encuentran dispersos entre partidos arcaicos heredados del pasado revolucionario, al que debemos los términos de «derecha» (partidarios del Rey en 1792) e «izquierda» (partidarios de la República), pero que ya no reflejan las apuestas y los temperamentos contemporáneos.

En realidad, los candidatos a las elecciones legislativas o presidenciales se sitúan bajo la pancarta de los viejos partidos solo por razones prácticas y oportunistas: estos partidos siguen controlando la organización y los recursos necesarios para ser candidato. ¿Los electores? Ya no se orientan y los resultados no permiten formar gobiernos coherentes: lo comprobamos en Gran Bretaña igual que en España y Francia.

¿Cómo salir de esta grisalla y restaurar opciones claras en democracia? Se pueden crear nuevos partidos: en España, Podemos cerrado, Ciudadanos abierto. En Francia, esta es la tentación de Emmanuel Macron, ni derecha ni izquierda, sino abierto. En EE.UU., Trump ha acabado con el Partido Republicano que, necesariamente, deberá renacer de otra forma, después de elegir entre la apertura y el cierre. En casi toda Europa, los nombres de los partidos no coinciden con la elección abierto o cerrado; la distorsión es general.

Vamos a hacer una sugerencia que quizá permitiría restaurar en Europa la continuidad entre los partidos y la opinión: aprovechar las próximas elecciones al Parlamento Europeo en 2019 para que las listas de las candidaturas se clasifiquen según esta escala que va de la apertura al cierre. Este ejemplo llegado de lo alto podría propagarse entre los países miembros. Al final, llegaremos. Si no lo conseguimos, la democracia ya no será viable.

ABC 08/08/16 GUY SORMAN

LA IZQUIERDA MÁS RETRÓGRADA DE EUROPA

Ética o ideología. El viejo debate de los filósofos se ha trasladado a la política. Se piensa más en las siguientes elecciones que en los problemas actuales

El antiguo dirigente socialista José Martínez Cobo ha escrito para la Fundación Sistema un lúcido artículo sobre la figura del exprimer ministro francés Michel Rocard, recientemente fallecido. 

Rocard, como se sabe, representaba el ala más moderada del Partido Socialista, y, como sostiene Martínez Cobo, había sido capaz de sustituir la ideología por la ética. El político francés aconsejaba a los socialistas que en lugar de polemizar sobre el futuro se preocuparan más por el presente, porque de lo contrario sería la derecha quien gobernara. Y el tiempo le ha dado la razón.

La socialdemocracia tradicional ha dejado de seducir a millones de trabajadores y otros partidos han ocupado buena parte de su espacio político. Entre otras cosas, porque el propio centroderecha europeo ha hecho suyo los principios esenciales del Estado de bienestar.

Aunque Rocard fue varias veces ministro de Mitterrand, su gran antagonista, siempre mantuvo una formidable autoridad intelectual sobre el conjunto de la izquierda. De hecho, Mitterrand, el viejo canalla de la política francesa, lo nombró primer ministro para neutralizarlo políticamente.

Buena parte de esa izquierda lo odiaba políticamente como una especie de traidor a la causa de la clase obrera. Pero Rocard, acostumbrado a nadar a contracorriente, se despidió de este mundo con una frase lapidaria. En su testamento político dejó dicho que la izquierda francesa era la “más retrógrada de Europa”.

La disyuntiva entre ética e ideología forma parte de un viejo dilema entre filósofos. Y de forma sucinta puede definirse como el debate entre el fin y los medios. O lo que es lo mismo, a través de la ideología se pretende alcanzar unos objetivos políticos, lo que presupone que los medios utilizados para lograr ese fin son irrelevantes (el cielo suele estar empedrado de cadáveres); mientras que desde el lado de la ética, tan importante es el fin como los medios. Y si para lograr determinados horizontes de bienestar hay que sacrificar la dignidad humana, pues es mejor no hacer la ‘revolución’.

El siglo XX significó el triunfo trágico de las ideologías en estado puro, sin matices, cimentadas sobre una absurda superioridad moral de unos y de otros; mientras que el siglo XXI está preñado de pragmatismo, lo que ha dado carta de naturaleza a la existencia de sistemas económicos mixtos en los que conviven una fuerte presencia del Estado (casi la mitad del PIB es gasto público) y unos más que aceptables niveles de libertad económica.

Miseria intelectual
Es evidente, sin embargo, que ética e ideología no tienen que ser necesariamente términos contrapuestos. La democracia, de hecho, se legitima cuando es capaz de ofrecer un pacto entre ambos conceptos, pero se diluye, se agrieta, cuando se plantean falsas contradicciones que, en realidad, enmascaran toneladas de miseria intelectual. Una especie de regreso a disquisiciones teológicas -el bien y el mal, el cielo y el infierno- anterior a la Ilustración y a la edad de la razón. En lugar de vivir el presente para transformarlo racionalmente, se opta por quimeras destinadas a construir un futuro idílico que nunca se alcanzará.

Partidos como Podemos han construido su discurso no sobre el presente, sino sobre cómo ganar el futuro, lo que le ha llevado a la inutilidad

Este falso dualismo, en términos políticos, conduce al fracaso. Y eso explica que en España, en línea con lo que sugería Rocard, la izquierda tenga más votos que la derecha (10,4 millones entre el PSOE y Unidos Podemos, frente a los 7,9 millones del Partido Popular), pero que Rajoy haya sido, por dos veces, el político más votado. Probablemente, porque sus votantes quieren ganar el presente -la ética del pragmatismo- y no entienden de discursos abstractos: la ideología desnuda de realismo. Sin contar, obviamente, con el efecto de la ley electoral.

Partidos como Podemos, en este sentido, han construido su discurso no sobre el presente, sino sobre cómo ganar el futuro, lo que le ha llevado a la inutilidad. Si el partido de Pablo Iglesias hubiera entendido que se hace política para gobernar ahora y para resolver los problemas de la gente, hay razones para creer que hoy un pacto PSOE-Podemos hubiera estado en condiciones de intentar formar Gobierno, incluso con el respaldo de Ciudadanos en aras de regenerar la vida pública. Algo que explica que Podemos se haya convertido, finalmente, en Pudimos. O lo que es lo mismo, 71 diputados -más de cinco millones de votos- con los que nadie quiere pactar.

La ética de la responsabilidad
El resultado concreto, en todo caso, es un bloqueo institucional sin precedentes. Precisamente, porque la ideología -sin duda esencial para el discurso político como instrumento de análisis y de coherencia política- se ha impuesto a la célebre ética de la responsabilidad de Max Weber, que consiste, frente a la ética de la convicción kantiana, en asumir las acciones que libremente se han decidido. Una especie de autonomía del individuo destinada a resolver los problemas no ocultándolos bajo la lona de la ideología.

Los líderes actuales entienden la política como un fin en sí mismo cuando no es más que un instrumento de transformación de la realidad: pensiones, educación…

Pero además, en el caso español, con una paradoja. Las discrepancias no surgen de la negociación, lo que sería algo más que razonable, sino de la no negociación. Es decir, se hace política a partir de un complejo sistema de sospechas mutuas que impide a los líderes políticos centrarse en la parte esencial de la negociación.

Todos saben lo que votarán con carácter previo ante un hipotético debate de investidura, pero nadie conoce las razones -más allá de las generales o las puramente ideológicas- que expliquen el sentido del voto. Simplemente, porque no hay negociaciones con propuestas concretas y sin vaguedades, lo cual es de aurora boreal. Máxime cuando ni el propio candidato Rajoy garantiza que acudirá a la investidura, lo cual impediría conocer las razones concretas del voto negativo o de la abstención una vez que se hiciera público el programa de gobierno.

Weber recomendaba a quien buscara la salvación de su alma y la de los demás que no transitara por el camino de la política, y lo cierto es que este país se ha llenado de ‘patriotas’ incapaces de formar gobierno, lo que revela dos cosas.

La primera, que los líderes actuales entienden la política como un fin en sí mismo, cuando no es más que un instrumento de transformación de la realidad: las pensiones, la educación, la sanidad o la política cultural.

La razón de ser de algunos partidos, de hecho, es su propia supervivencia. O dicho de otra manera, lo que interesa es si el pacto les beneficia o les perjudica de cara a las siguientes elecciones. Sin duda, una extraña competencia electoral que margina el presente para garantizarse el futuro.

La segunda lección es que este país sigue instalado en el siglo XX, en el de las ideologías pedestres y rotundas. O, incluso, en el XIX, marcado por los filósofos de la sospecha. Algo que justifica la ausencia de diálogo fértil entre distintas formaciones políticas. Y para llegar a esta conclusión solo hay que echar un vistazo a lo que pasó en la legislatura de Mariano Rajoy con mayoría absoluta (también en las anteriores). De aquellos barros, estos lodos (trufados de falsa ideología).

EL CONFIDENCIAL 07/08/16 CARLOS SÁNCHEZ

domingo, 7 de agosto de 2016

LA ESPAÑA INFANTIL

La situación política que soporta España es consecuencia de un proceso de infantilización de la sociedad actual, en el que todos tenemos algo que ver, cuando no alta responsabilidad. Resulta complejo diagnosticar con exactitud las causas de esta regresión en nuestra madurez. Son varios y distintos los factores que intervienen para llegar hasta aquí. Tampoco el mal es exclusivo nuestro: lo padece el Occidente desarrollado en general, aunque una de sus mayores expresiones es el callejón sin salida por el que transita ahora mismo la gobernabilidad de este país.

Una de las causas de ese proceso de trivialización y puerilización, en la que coinciden analistas y sociólogos, es la excesiva protección de unos ciudadanos que se han acostumbrado a que se les facilite la vida sin apenas exigirles nada a cambio. Servicios garantizados, dinero fácil y subvencionado, diversión y ocio sin límites, aprobados sin esfuerzo, derechos sin deberes. Sobre tan tupida red, se ha debilitado a la sociedad, que tiende a llorar con enfado y aspavientos sus problemas, a buscar culpables de sus propios fracasos, mientras olvida con demasiada frecuencia asumir sus responsabilidades. Hemos auspiciado una sociedad, en definitiva, que no está preparada para los contratiempos. Al contrario, se ha reemplazado el trabajo por el disfrute como aspiración social. Al mismo tiempo, hemos desincentivado el mérito y fomentado la reivindicación y la exigencia. Se ha consumado una pérdida de valores, eclipsados por intereses o modas puntuales. Y así hemos llegado al paroxismo de una ciudadanía que no cesa de exigir a los demás, cuando ella se perdona todo.

Lo hemos comprobado en España en los últimos años. Tanto en el acoso al Ejecutivo de Mariano Rajoy –hasta el punto de llamar «gobierno de la crueldad» al que destina el 38 por ciento del PIB al Estado del bienestar– como en el enfado e imputación a los demás de los problemas que nos atañen.

En ese caldo de cultivo germinan los movimientos populistas. Todo se vuelve más simple, hasta el discurso ideológico. Todo es más primario. Se ofrece venganza en lugar de cooperación para un futuro mejor. Los dirigentes solo dicen lo que la gente quiere oír. Nadie se atreve a contradecir a la masa. Faltan líderes de altura, comprometidos con el bien común. Solo puntúa lo inmediato. Estamos, por tanto, ante la involución e inmadurez de la política, reflejo de una sociedad pueril, al mismo tiempo que frágil. Se rehúye el compromiso cívico y se penaliza el patriotismo. Se llega a creer que en cualquier otro país viviríamos igual, o mejor. Engordan las tentaciones feudales de los nacionalistas, que pretenden gobernar su pequeña finca, mientras alardean del incumplimiento de las leyes.

Este proceso de radicalización de la opinión pública, ya sea de extrema izquierda o extrema derecha, no es privativo de España, como bien sabe el lector. Toda la geografía de los países desarrollados, incluidos los Estados Unidos, asiste a la ebullición de esa nueva variante de la patología política llamada populismo. Coincide con ese declinar del orgullo nacional bien entendido. El sentimiento patriótico es una idea que nace con la Ilustración y el Racionalismo. Un concepto que entronca con el pensamiento de progreso. Nada que ver con el nacionalismo.

Afortunadamente, sobre esta crisis meditan y escriben ya solventes pensadores. Uno de ellos es Todd Buchholz, un economista estadounidense vinculado a Harvard, que ayudó a su país a salir del cataclismo del crack de 2008 y que supo prever, por ejemplo, que el petróleo caería a 50 dólares cuando estaba a 100. Su nuevo libro lleva por título «El precio de la prosperidad: ¿por qué fracasan las naciones ricas y cómo renovarlas?». Sus reflexiones parecen hechas a la medida del complejo momento de España.

Parte de una premisa sencilla y certera. Según Buchholz, cuando los países se vuelven ricos, la natalidad cae y, en consecuencia, crece la media de edad de la población. «Para mantener el nivel de vida, se necesitan nuevos trabajadores, lo que supone abrir las puertas a más inmigrantes. A menos que el país disponga de unas instituciones culturales y cívicas muy fuertes, los inmigrantes arañan la cultura dominante, con lo que la riqueza relativa empieza a caer y se deshilacha el tejido cultural. Las naciones prósperas no pueden mantener su prosperidad si no se vuelven multiculturales, pero volviéndose multiculturales se vuelve más difícil que alcancen unas metas nacionales».

Es probable que sus reflexiones desaten polémica y controversia en la acomodada Europa. Sobre todo porque su antídoto es más patriotismo. Es decir, más compromiso, más responsabilidad, más trabajo y menos parásitos que viven del esfuerzo de otros. Buchholz sostiene que la única manera de paliar ese decaimiento pasa por renovar el sentimiento nacional, los símbolos rituales y la cultura común. Pero él mismo advierte que, en cuanto abogas por esto –que en el fondo es condenar la multiculturalidad– de inmediato te llaman «racista». «Celebremos la multiculturalidad» ese mantra tan en boga, es, en su opinión, del todo inadecuado porque las pruebas empíricas muestran que la multiculturalidad resulta muy nociva para las sociedades.

Podemos estar completamente de acuerdo, a medias, en parte o en absoluto con este autor norteamericano, pero su propuesta de debate es la que tendría que ocuparnos ahora mismo. Apunta directo a la raíz del problema. Pero nuestra infantil y candorosa visión de la sociedad nos impide enfrentarnos a los que de verdad son nuestros desafíos. ¿Podemos seguir manteniendo este nivel de bienestar? ¿Cómo hacerlo sostenible? ¿Cómo se pagarán las pensiones en una sociedad donde los ancianos serán mayoría? ¿Sólo con inmigrantes? ¿Dejamos a su libre albedrío a quienes proceden de otras culturas o pedimos que respeten nuestras leyes? ¿Apostamos por España? ¿Alguien parará los pies a los sediciosos? ¿Quién se atreverá a contar la verdad al inmaduro pueblo español?

«Una nación es una cosa frágil», escribió hace años Samuel P. Huntington. Qué gran verdad. Se puede comprobar en el momento actual de España: habiendo alcanzado una prosperidad con la que nunca soñó, se ha lanzado a ponerlo todo en cuestión en un peligrosísimo ejercicio de egotismo infantiloide.

¿Creen que algo de esto preocupa a nuestra clase política? Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias son una buena demostración y reflejo de esa España simplona. A la que ayudaron a propagarse de manera cómplice otros cuantos políticos, entre ellos también Mariano Rajoy. Muchos ciudadanos esperamos un discurso más realista, firme y alejado de cualquier coyuntura ventajista. Basta de pensar en las urnas y en la supervivencia personal.

Bieito Rubido, director de ABC.
Domingo, 07/Ago/2016