jueves, 23 de julio de 2015

EL DESAFÍO DE UNA CATALUÑA CUTRE

CATALUÑA SAGRADA
GABRIEL ALBIAC. ABC
El tiempo que no pasa, el tiempo siempre anclado de las mitologías, es el heraldo oscuro de un mundo putrefacto. Va siempre revestido de ornamentos solemnes: de patria, lengua, sangre... Pero es una piltrafa que no habita el espíritu. El tiempo congelado de las mitologías condena a Cataluña a un naufragio anacrónico en el alucinado mar de las creencias. Nacionalismo es sólo religión sucedánea. La salvación mundana, que promete el caudillo, es una vieja historia en la Europa del tiempo de entreguerras: sólo inventar el odio a un perverso enemigo de leyenda infantil puede fundir al pueblo en torno al sacro líder, que alumbrará el destino luminoso del país. Que el líder sea un ladrón ya desenmascarado, o bien sea el heredero de todas sus hazañas, da lo mismo: la patria los premiará, en las cumbres en donde alienta el mito, fuera del tiempo, impávido, con una vida de héroe.

Es todo tan ridículo, que da un poco de vergüenza volver a formularlo: no, no hay la menor renovación en la religión laica de cuya exaltación vive el nacionalismo. Ni un solo gesto de Pujol o de su aprendiz Mas, ni una tilde o una coma de quienes cantan su epopeya, se diferencian un átomo de los gestos y palabras que escenificara Riefenstahl o teorizara Rosenberg. Con la específica peculiaridad de que, allá donde el arrebato nacionalista centroeuropeo colocó el asesinato como rito de paso, los de Pujol pusieron el robo. Es una diferencia. Y no hay que menospreciarla. Pero tampoco deberíamos menospreciar al Hitler que cuenta, en 1933, a Hermann Rauschning lo políticamente rentable de su llamamiento a los suyos para que roben en masa: el robo compartido une aún más que la sangre.

El nacionalismo actual nace en Cataluña con Jordi Pujol. De quien el primer –y tan señorial– presidente autónomo, Josep Tarradellas, vaticinaba hasta qué punto haría añorar a Franco. Hoy, tras decenios de poder monolítico y tras haber impuesto como heredero a su hombre de confianza, el jubilado Pujol aparece como el patriarca de un impune clan de estafadores. Modélica familia. Numerosa y unánime. Próspera en los negocios. Y virtuosa en la sutil ingeniería que hace invisible el dinero multiplicado, de paraíso fiscal en alcantarilla financiera.

Todo el mundo sabía eso. Desde siempre. No desde estos doce meses en los que la Justicia ha ido cerrando sus redes en torno a todos los Pujol y Ferrusolas. ¿Por qué, sabiéndolo, nadie en uso del automatismo del Estado quiso cortar aquello? A lo largo de cuatro décadas, el poderío de esa gente fue bastante para imponer terror a los fiscales, jueces, a los mismos gobernantes españoles. ¿Qué poseían para dar tanto miedo? El mito. Aquel que, cuando fue tocado por el escándalo de Banca Catalana, permitió a los Pujol identificar a su Patriarca con la Patria misma. Y hacerlo cosa sagrada. Y dar como evidencia que cualquier exigir cuentas al presidente era escupir al rostro de Cataluña.

Es algo tan idiota que resulta difícil entender que funcionara. Funcionó. Ninguno de nosotros es inocente de ello. Nos dio miedo ser tachados de «españolistas»: insulto supremo. Nos lo sigue dando. No hay un solo país en la Unión Europea en el cual alguien que hubiera violado principios constitucionales como los que Mas viene saltándose no estuviera en la cárcel. Pero nadie en la UE se avergüenza, como nos avergonzamos en España, de ser nosotros mismos. Es nuestra maldición. Y, en este otoño, que cristalizará el tiempo que no pasa, podrá ser nuestra tragedia. Vulgarísima.


EL TOLERANTE
LUIS VENTOSO, ABC
Buscando votos bajo las piedras, Sánchez decidió un día mercadear con su intimidad familiar. Metió en su piso al extravertido alpinista Calleja y sus cámaras, compartiendo velada y cena con su mujer y sus dos hijas. Como parte del «reality», incluso invitó al montañero a dormir en el sofá, reto menor para un aventurero que alardea de más ventiscas en el Himalaya que el Yeti y Juanito Oiarzabal juntos.

Toda vez que Sánchez ha decidido que su intimidad doméstica es de interés público, podría resultarnos politológicamente útil para intentar entender sus esfuerzos por construir el círculo cuadrado. Y es que este prodigio de la estrategia quiere obligar a los sediciosos catalanes a cumplir la ley, pero desde el diálogo, sin decirles que no, a diferencia del inmovilista Mariano, un ultra carpetovetónico, empecinado en la excentricidad de que las normas democráticas nos obligan a todos por igual.

Veamos. Los Sánchez-Fernández, Pedro y Begoña, tienen dos hijas pequeñas. Por lo que se atisbó en la incursión de Calleja, aquel es un hogar típico de una familia española educada y de clase media. Deducimos que imperan unas normas de conducta regladas que obligan a las niñas; lo habitual: a la cama en hora prudente, tele dosificada, comidas saludables, modales mínimos y un tiempo para los deberes. 

Pero hete aquí que un día una de las pequeñas Sánchez Fernández proclama airada que ella es libre, así que abre la despensa y comienza a ponerse tibia de chocolate. Cuando va ya por una tableta, anuncia además que esta noche se va a quedar viendo MasterChef hasta las mil, que se acabó lavarse los piños y que demanda un iPad extraplano para darle al Facebook y un móvil Samsung tamaño zapatilla para guasapear con su pandi. Su hermana suscribe la revuelta y comienza a jugar al tenis en la sala, con riesgo de derribar una placa que acredita el más alto cargo que ha tenido hasta ahora Sánchez: concejal. Las nenas están desbocadas. ¿Qué hace nuestro Sánchez? Suponemos que fiel a su filosofía les advierte que «no voy a permitir ningún desafío a las normas». Pero añade que entiende su protesta y que asume que como han montado un pollo algo debe darles, porque, aunque en casa imperan unas normas, toca revisarlas para satisfacer los deseos súbitos de las insumisas de acostarse a la una, no hacer los deberes, pegarse atracones de comida guarra y vivir enchufadas al móvil. Y es entonces –ay– cuando Begoña se levanta, pone cara de palo, propina a las nenas media suave colleja, les ordena irse a la cama y se acaba el astracán.

Querido Sánchez, por caridad, aterrice:

—- No se puede dialogar sobre nada con quien solo se conforma con la destrucción de tu país.

—- No se puede cambiar la ley democrática española al dictado de los sediciosos.

—Su estéril propuesta federalista es una mueca vacía y desleal, que solo busca diferenciarse electoralmente del PP, pero que hace mucho daño a España en un momento en que se requiere unidad sin matices ante un pulso mayor.

Más lealtad, patriotismo democrático y sentido común. Menos felonía oportunista y menos postureo. Gracias.


PERDIÉNDONOS LA FIESTA
SANTIAGO RONCAGLIOLO, EL PAÍS

Hace un par de meses, me desplacé de Barcelona a Madrid para la presentación del poeta peruano Carlos Germán Belli. Lo hice por admiración pero también por solidaridad, porque pensé que un poeta extranjero y difícil no iba a ser precisamente un éxito de público. Cada asistente era importante. Por suerte, me equivoqué.

Al acto, celebrado en la Casa de América, asistieron cerca de 150 personas. Sobre Belli flota el rumor del premio Cervantes, de modo que había representantes de las instituciones culturales como la Real Academia o el propio Instituto Cervantes. Pero también asistieron otros escritores peruanos y latinoamericanos, que encontraron un punto de encuentro. Y público en general con interés por el Perú o la poesía. Mario Vargas Llosa recitó un texto de Belli. José Manuel Caballero Bonald trazó un mapa de las relaciones entre su poesía y la del homenajeado. Apenas lo conocía personalmente, pero se sentía unido a él por una lengua y una tradición literaria común.

Para mí, fue emocionante. Y a la vez, triste. Porque comprendí que, en Cataluña, una fiesta así sería imposible.

Sí. Este año se organizó en Barcelona un bello homenaje a Gabriel García Márquez. Pero cualquier escritor que no tenga un Nobel, esté muerto, y sobre todo, haya residido en Cataluña, tiene pocas posibilidades. La lengua española no recibe apoyo del Estado, y el mundo cultural tiene la cabeza en su propia historia. Hay una Casa de América catalana que hace lo que puede, pero sus recursos son mínimos. Es muy gráfico que esta Casa ni siquiera tenga un local individual: está en un entresuelo. Y durante años, ni siquiera pudo tener un cartel visible desde la calle (tampoco es muy visible el que tienen ahora, la verdad).

Pero en el acto del poeta Belli descubrí algo mucho más alarmante: los latinoamericanos de mi medio —escritores, editores, periodistas— están abandonando Barcelona. He pasado tiempo creyendo que se marchaban de España por la crisis. Pero ahí me encontré con que muchos de ellos se han trasladado a la capital. En cambio, ya ninguno hace la ruta contraria, la que yo mismo hice, la que antes era normal.

Ninguno de estos amigos y conocidos se ha marchado por ser anticatalán o antinacionalista. Ninguno diría que la política ha tenido algo que ver con su decisión, Simplemente, han encontrado trabajo allá. Pero precisamente eso es la consecuencia de lo que está pasando en la política catalana: hoy, si escribes en español, tu vida está en otra parte.

Cuando comento estas cosas en Cataluña, los más nacionalistas me responden que eso ocurre porque Madrid es la capital: hay más dinero, más movimiento, más todo. Pero ese argumento ignora su propia historia. Para los escritores en lengua española, Barcelona siempre fue mucho más importante que cualquier capital. Como recuerda Xavi Ayén en su monumental Aquellos años del boom, el gran momento de la literatura latinoamericana se forjó en Cataluña. Lejos de Franco y cerca de Francia, esta ciudad se convirtió en la puerta del español hacia Europa. Y cuando yo llegué aquí hace diez años, aún lo era. Los intelectuales que hoy abandonan Barcelona prueban precisamente que antes estaban aquí. Madrid nunca había podido llevárselos. Hoy Barcelona se los regala, renunciando con convicción a su propio lugar de privilegio.

El crítico y editor Andreu Jaume advirtió en estas mismas páginas el 19 de junio que la capitalidad editorial de Barcelona “peligra ahora por una desidia política que ya está empezando a propiciar una diáspora cultural”. Yo añadiría a la desidia, ceguera. Porque esta ruptura responde al conflicto de algunos políticos catalanes con España, pero el español no es la lengua de España: es la lengua de quinientos millones de personas y la segunda más hablada en el mundo. La española ni siquiera es la mayor comunidad de hablantes de ella, tampoco la más importante. Si los hispanos de Estados Unidos fuesen un país, formarían parte del G20. En este gigantesco universo, lleno de energía creativa, Barcelona siempre fue la Nueva York. Hoy está empeñada en convertirse en la Letonia.

Me temo que no se trata de un error, o de un daño colateral, sino de un acto voluntario y deliberado. Como todo nacionalismo, el catalán se basa en el convencimiento de su propia superioridad respecto de quienes lo rodean. El nacionalista catalán cree que los suyos son más eficientes, modernos y cultos que un andaluz o un gallego, y resume todas esas cualidades en el concepto “más europeo”. En general, muchos europeos están convencidos de ser mejores que los demás y ya no reparan en el tufillo xenófobo de considerar su origen como una cualidad. A eso me he acostumbrado. Pero ante gente que se considera más europea que otros europeos ¿Qué podemos esperar los americanos? Todo lo que un nacionalista catalán desprecia de España es lo que nosotros representamos.

Ahora bien, independientemente de cuestiones de sensibilidad: ¿De verdad es viable desdeñar a toda esta gente? ¿A todos esos países? El español es la segunda lengua de Estados Unidos. Es una puerta a Japón y China a través de las relaciones entre los países del Pacífico. El impacto cultural de este fenómeno no se limita a los libros, sino a todos los ámbitos de la comunicación. Un país hispano, México, alberga la segunda feria editorial más grande del mundo en Guadalajara. El español es la segunda lengua en Twitter. La ficción latinoamericana se emite en pantallas de televisión de Croacia, Rusia o Australia ¿Es posible menospreciar a todo el planeta?

La respuesta es no. Lo que sí es posible es que quedarse solo. En la medida en que Cataluña defiende su identidad como diferente de la de todos los demás, pierde referentes para hacerse oír en el mundo. Hay una fiesta allá afuera. Y los que vivimos aquí nos la estamos perdiendo.

Cataluña nunca fue esa provincia encerrada en sí misma que los nacionalistas quieren construir. Si algo ha admirado de ella el mundo hispano es su espíritu cosmopolita y su apertura. Durante décadas, su bilingüismo perfecto ha sido la señal de una sociedad culta, orgullosa de sí misma y dialogante a la vez. La protección del catalán en la educación fue un ejemplo para las lenguas autóctonas americanas, antes de convertirse en todo lo contrario: un esfuerzo por borrar al otro.

La paradoja es desoladora: basados en un elevado concepto de su propio cosmopolitismo, los nacionalistas están construyendo una sociedad más provinciana. Por enormes que sean sus banderas en plazas y estadios. Por fuerte que griten en catalán e inglés. Por muchas embajadas que quieran abrir. Su único proyecto cultural es precipitar a Cataluña orgullosamente hacia la irrelevancia.

Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) es escritor.

miércoles, 22 de julio de 2015

RESPUESTA DEL GOBIERNO ANTE EL INDEPENDENTISMO

La ola de desobediencia a las leyes está llegando en Cataluña a peligrosos límites. La Constitución, sin embargo, tiene previstas respuestas que permiten garantizar los derechos y libertades de los españoles ante una amenaza de secesión

Hace ya varios años que el desprecio al derecho —a la Constitución, leyes y sentencias— se ha instalado cómodamente en la Cataluña oficial. El presidente de la Generalitat, consellers, diputados y dirigentes de partidos nacionalistas, declaran con frecuencia que están dispuestos a saltarse la ley o incumplir una sentencia y aquí no pasa nada. Los editoriales de los periódicos, los columnistas de referencia, las tertulias de radio y televisión, salvo muy contadas excepciones, no prestan especial atención a las constantes vulneraciones del Estado de derecho. Por lo visto, lo consideran como algo normal, habitual, un detalle nimio sin importancia.

Cuando a finales de 2009 un editorial conjunto de los diarios catalanes, encabezados por La Vanguardia y El Periódico, pidieron al Tribunal Constitucional, en nombre de Cataluña, que declarara el nuevo Estatuto conforme a la Constitución por motivos políticos, ya podía preverse que aquellos que dirigen y conforman la opinión pública catalana tenían, o bien escasos conocimientos políticos, o bien un gran menosprecio por la democracia y el derecho. Lo que ha sucedido después no puede sorprender a nadie: al huevo de la serpiente, incubado desde hacía 30 años, comenzaba a rompérsele el cascarón.

Por tanto, que las autoridades catalanas vulneren el derecho ante la complacencia general, ya forma parte de la normalidad catalana, no es noticia. Además, los sectores influyentes de la sociedad —sindicatos, patronal, asociaciones conocidas, empresarios relevantes, mandarines culturales o presidentes del Barça—, o están de acuerdo con quienes incumplen la ley o se mantienen cómodamente callados para no meterse en líos: se quejan en privado pero enmudecen en público, como durante el franquismo, tampoco nada nuevo. Ante el poder, cobardía: ¿es siempre así la condición humana?

Pero esta ola de desobediencia al derecho está llegando a peligrosos límites. La deslealtad se exhibe con desenfado. Oriol Junqueras dijo hace unos días en una entrevista radiofónica que estaban procurando “colarle goles al Estado” y añadió, en referencia al llamado proceso independentista, que la intención era ir esquivando las decisiones del Ejecutivo: “No daré pistas al Gobierno español de lo que decimos en las conversaciones para esquivarlo”. Así es como se trata a los enemigos.

Para remachar el clavo, Francesc Homs, conseller de Presidencia de la Generalitat, abogó por ignorar la legalidad española si choca con el “mandato democrático del pueblo de Cataluña” que se expresará en las próximas elecciones. Tras contraponer la legalidad catalana (sic) a la española, dijo que esta última era la legalidad de “los otros (…), de una arbitrariedad absoluta y de poco respeto a la voluntad democrática”. Supeditarse a ella, concluyó, significaría que Cataluña no sería “nunca libre”. Los nuestros y los otros, los catalanes y los españoles: un lenguaje de ruptura y confrontación, el lenguaje que a diario, constantemente, se ve y escucha en las radios y televisiones catalanas. Así se envenena la atmósfera en Cataluña.

Con este malsano ambiente cívico estamos entrando en campaña electoral. Convergència, Esquerra y las asociaciones que manejan, se ha unido en una extraña lista electoral que, por el momento, en caso de tener mayoría, propone aprobar rápidamente una ley, llamada de transitoriedad, que se aplicaría de forma preferente a lo que denominan legalidad española, quedando ésta como derecho subsidiario, es decir, sólo aplicable en defecto de que no sea contradictorio con la citada ley de transitoriedad que, además, incluiría los instrumentos necesarios para saltarse las “trabas” que pudiera poner el Estado. Con esta delirante fórmula, una especie de golpe posmoderno de Estado, en caso de obtener una mayoría favorable, Cataluña se separaría de España y se declararía independiente.


¿Qué puede y debe hacer el Estado ante tal situación? La respuesta constitucional es clara. Una de las posibilidades es que el Gobierno declare el estado de sitio, previsto en el artículo 116 CE, conforme a su ley reguladora, aprobada en 1981 tras el 23-F, dado que uno de los supuestos es que peligre “la integridad territorial del Estado. Sin embargo, esta posibilidad hay que desecharla, por el momento, ya que la misma ley prevé que sólo debe declararse el estado de sitio cuando la situación “no pueda resolverse por otros medios

Y, en este caso, la solución a estos otros medios los ofrece el artículo 155 CE que en un redactado muy parecido a la Constitución alemana establece el mecanismo de la llamada “coerción federal”Este mecanismo es menos grave para la autonomía que el previsto en Constituciones de otros Estados federales en que el Ejecutivo central, en supuestos semejantes, puede disolver los Parlamentos de los länder (Austria), aprobar unas indeterminadas medidas necesarias (Suiza) o destituir a los Gobiernos de las regiones (Italia). En el caso español se trata, simplemente, de que si una comunidad autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución o la ley le imponga, o actuare de forma que atente gravemente contra el interés general de España, el Gobierno, tras cumplir ciertos requisitos formales, pueda adoptar las medidas necesarias para el cumplimiento de dichas obligaciones o la protección del mencionado interés general. Para ello, según la Constitución, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de la comunidad.

Queda claro, por tanto, que no se trata de una suspensión de la autonomía, ni de la disolución de alguno de sus órganos, sino de la modificación de la relación jerárquica de las autoridades autonómicas —legislativas, gubernativas y administrativas— por el hecho de incumplir reiteradamente sus obligaciones. Como ya hemos dicho, ello sólo puede darse en supuestos extraordinarios, cuando los recursos judiciales ordinarios no puedan ser eficaces y, por tanto, las medidas adoptadas deben ser prudentes, aplicadas de acuerdo con los principios de necesidad, proporcionalidad e intervención mínima. Sólo en el caso de que, mediante actos de insurrección o violencia, se opusiera resistencia a estas medidas, podría declararse el estado de sitio.

Ni Junqueras, ni Mas, ni cualquier otra autoridad autonómica, pueden colar goles al Estado, que está bien pertrechado jurídicamente para defenderse, es decir, para garantizar los derechos y libertades de los españoles, que es su único objetivo. Y si determinados partidos quieren separarse de España —y, por consiguiente, de Europa— también hay procedimientos para ello. Sin embargo, como todo en la vida, para alcanzar unos objetivos siempre hay que cumplir ciertos requisitos y, también en la vida sucede lo mismo, éstos nunca pueden estar basados en el engaño, la ocultación, la mentira y la deslealtad.

EL PAÍS 20/07/15 FRANCESC DE CARRERAS

LAS MENTIRAS DEL NACIONALISMO, LAS NACIONALIDADES Y SUS BALANZAS FISCALES

ESTADÍSTICAS CONTRA FE
IGNACIO CAMACHO (ABC)

En la sociedad de la propaganda a las estadísticas les pasa aquello que decía un personaje de Clint Eastwood sobre las opiniones y los culos: que todo el mundo tiene la suya. Pensadas como demostración aritmética y tabulada de una cierta objetividad factual han quedado reducidas a un mero instrumento doctrinario que cada cual esgrime a su conveniencia: simples, contundentes y a ser posible falsas o sesgadas para que penetren mejor en el magma imbécil, crédulo y poroso de las redes sociales. En el debate político el valor de una estadística consiste en publicarla primero y hacer con ella el ruido suficiente para crear un marco mental ventajoso. El dato ya no es el portador frío de la verdad, sino el celofán manipulado que envuelve su apariencia.

Por eso la publicación oficial de las balanzas fiscales –según la moda de las «webs de la verdad», es un puro oxímoron– que carece a estas alturas de virtualidad argumental para frenar la gran mentira catalana del expolio. El breve sintagma de «España nos roba» arrasó hace tiempo cualquier intento de objetivación con una potencia publicitaria de muchos megatones. El soberanismo creó un eslogan a la medida del sentimiento victimista y lo catapultó a categoría con una tenaz repetición goebbelsiana. No se movía en el plano racional sino en el emotivo, aprovechando además el absentismo de los constitucionalistas. La premisa era falsa, pero circulaba a favor de corriente: sus cuentas torcidas constituían la demostración tomista que necesitaba la teología de la emancipación para construir la verdad revelada de una independencia necesaria. Ya no tiene sentido rebatirla porque no se trata de un pensamiento o de un criterio, sino de una fe.

Además, al entrar en el debate de los balances financieros autonómicos el Gobierno se sitúa en el marco intelectual nacionalista. El Estado de las autonomías se construyó a partir de un mecanismo de redistribución y transferencias internas de renta similar al que sostiene los principios de recaudación fiscal. Ese equilibrio se llama solidaridad y es el que quiere romper el nacionalismo identitario, que bajo su disfraz emocional oculta una rebelión de los ricos contra los pobres.

Las inversiones se ejecutan en los territorios, pero los impuestos los pagan los ciudadanos, los contribuyentes; son una contribución individual, no colectiva. La perversión conceptual de medirlos por regiones ataca en la raíz al Estado igualitario y constituye la médula argumental del fraccionalismo político. Crea agravios y fomenta estereotipos. Pero sobre todo supone un error de planteamiento discursivo: cuando te acusan de ladrón para intimidarte lo último que puedes hacer es intentar demostrar que no has robado. La ventaja de la calumnia ante su refutación es que no necesita apoyarse en gráficos ni en tablas. La mentira da la vuelta al mundo mientras la verdad se pone los zapatos.


¿QÚE HA FALLADO?
JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC

La lectura del libro «El guionista de la Transición», sobre Torcuato Fernández-Miranda, escrito por su sobrino nieto Juan, me ha dejado envuelto en la pesadumbre. Aquel hombre de gesto adusto, mente afilada y grandeza de espíritu que le permitía prescindir de la ambición personal acertó dos veces: al diseñar la Transición y al predecir que, tal como se había llevado a la práctica, portaba en sí los gérmenes de su propia destrucción. Antes de seguir, dos palabras sobre el autor: Juan Fernández-Miranda, redactor jefe de la sección de España de este periódico, demuestra una madurez impropia de su juventud, al no dejarse arrastrar por la querencia familiar y avalar con hechos cuanto escribe. Posiblemente le venga del tío abuelo, cuya figura no necesita ditirambos para destacar sobre sus contemporáneos.

La Transición fue obra de tres hombres: el Rey Don Juan Carlos como motor, Suárez como ejecutor y Fernández-Miranda como diseñador del plan para pasar de un régimen totalitario o autoritario –no vamos ahora a discutir sobre eso– a uno democrático, «de la ley a la ley». Justo lo contrario de lo que se intenta en Cataluña para lograr la independencia: «del fraude de ley al fraude de ley», presumiendo incluso de ello, como si burlar la ley fuera un mérito.

Fue un éxito. Un éxito tan grande que nos impidió ver los errores cometidos. A quien no podían escapar era al padre del invento, que nada más puesto en marcha los detectó. El primero y más grave de ellos, la nueva articulación del Estado. Eso de crear «nacionalidades», término espurio, no podía acabar bien en un pueblo sin la menor experiencia democrática, y encima, con dos rangos, las «históricas» y las no históricas, fomentando el vicio nacional, la envidia, con el resultado del «café para todos», que no dejó satisfecho a nadie. Torcuato Fernández-Miranda lo adivinó y lo advirtió muy seriamente, pero no le hicieron caso. Ante lo que se fue a morir a Londres, pienso, para no ver el fracaso de su obra, que hoy comprobamos. España no puede permitirse un Estado de la Autonomías con 17 Parlamentos, 17 Tribunales Superiores de Justicia, 17 Defensores del Pueblo y toda una burocracia estatal, no ya por razones económicas –tenemos más funcionarios que Alemania, con la mitad de la población–, sino porque las «nacionalidades» derivan de las naciones, y las naciones devienen en estados, empezando por las tres que se creen más que las demás, aunque a estas alturas todas tienen ya su himno, su bandera, su día de fiesta nacional y el resto de los atributos estatales. ¡Qué cada autonomía! Cada ciudad, y, por el camino que vamos, pronto lo tendrá cada pueblo. Buenos somos los españoles para ser menos que los vecinos.

Tu tío abuelo, Juan, no fue un político. De haberlo sido, hubiera aceptado la presidencia del Gobierno que le ofreció el Rey. Pero prefirió ser presidente de las Cortes, porque en ese puesto podía servir mejor al Rey y a España. Con lo que demostró ser un hombre de Estado. Y Estado es lo que falta hoy en España, en la clase política y en la ciudadanía.


Hacienda desvela ahora que Madrid aporta el doble que Cataluña al Estado
EL CONFIDENCIAL 21.07.2015

La Comunidad de Madrid da 19.015 millones de euros más de los que recibe, un saldo fiscal negativo que es 2,5 veces superior al de Cataluña, con 7.439 millones de euros.

Las Cuentas Públicas Territorializadas (CPTE), conocidas como informe sobre las balanzas fiscales, que han sido publicadas este martes por el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, desvela que el déficit fiscal de Cataluña disminuye y el de Madrid aumenta en plena crisis.

De este modo, la Comunidad de Madrid aporta al Estado 19.015 millones de euros más de los que recibe, un saldo fiscal negativo que es 2,5 veces superior al de Cataluña, con 7.439 millones de euros, con datos de 2012.

De acuerdo con el estudio, los flujos redistributivos entre las regiones ascendieron en ese año a más de 29.238 millones de euros, casi el 2,8 por ciento del PIB de toda España.

Tras Madrid y Cataluña se sitúa la Comunidad Valenciana con un mayor saldo fiscal negativo, con 1.453 millones de euros, y Baleares, con 1.330. Estas cuatro comunidades han expresado numerosas veces su desacuerdo con el actual sistema de financiación y reclaman otro distinto.

El resto de comunidades autónomas presentan saldos fiscales positivos, especialmente Andalucía, con 8.531 millones de euros. Galicia tiene una diferencia positiva de 3.946 millones de euros, seguida de Canarias, con 3.749, y Castilla y León, con 2.933 millones de euros.

El Ministerio señala que para las comunidades receptoras netas -las de saldos fiscales positivos-, los flujos de entrada representan un 5,5 por ciento de su PIB, mientras que para las contribuyentes netas, los flujos de salida eran el 5,6 por ciento del PIB en el año analizado.

Destaca que el saldo fiscal "tiende a empeorar" según aumenta la renta per cápita, de forma que los territorios más ricos generalmente presentan déficit fiscales, mientras que los de menor renta suelen disfrutar de superávit.

Según estos datos, cada madrileño tiene un saldo fiscal negativo de casi 3.000 euros y casi mil cada catalán, cifra que se eleva hasta los 1.192 por cada balear y a 284 por cada valencianoEl saldo relativo negativo quiere decir que la región paga más impuestos por habitante que la media o recibe menos gasto, recuerda el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas.


LA IZQUIERDA DEBE MOJARSE, PERO SIEMPRE LO HACE A FAVOR DE POPULISTAS E INDEPENDENTISTAS

Esta semana tuve la agradable ocasión de conversar en Londres con la soprano Ainhoa Arteta Ibarrolaburu, que como proclaman sus apellidos es más vasca que el Cabo Machichaco. Hablando con un aplomo tranquilo, con la mirada ancha de una ciudadana que recorre el mundo, aquella cantante triunfadora, una mujer risueña, todavía hermosa en la primera gran curva de la edad, me dijo lo siguiente: «España es un país que hemos hecho entre todos. Tenemos tantísimas cosas en común… Yo tengo no ocho, sino 32 apellidos vascos, pero creo que deberíamos mezclarnos todavía más». Y luego añadió algo: «Es imposible que España se rompa, porque nos necesitamos más de lo que creemos». Después hablamos de música y también, sin necesidad de citarlo, me puso pingando a Montoro y su malhadado IVA cultural. Es decir, expresó libremente sus legítimos puntos de vista políticos, que en su caso no concordaban con los del Gobierno.

Entre buena parte de nuestra intelectualidad no existe ese ejercicio tan natural que hizo Ainhoa de separar lo que es su país de los avatares de la refriega partidaria. En España se ha llegado a la aberrante situación de que el «buen intelectual» de izquierda, el zejista al uso, considera que hablar bien de su nación, defenderla, poner en valor de manera ecuánime sus cosas buenas, lo tizna de derechismo sospechoso. No escucharán jamás a don Pedro Almodóvar, que es la patria chica de Don Quijote, levantando su voz siempre peleona para hacer el más mínimo reproche a un separatismo que pregona abiertamente que quiere destruir su nación. Otro tanto vale para docenas de novelistas, actores, directores, deportistas o músicos madrileños, silentes ante el ataque frontal a su país, como si fuesen de Oklahoma y nada se jugasen en el envite. El problema se extrema si nos trasladamos al País Vasco, Galicia o Cataluña: solo se atreven a levantar la voz contra la regresión nacionalista quienes se han exiliado en Madrid tras ser machacados por el separatismo, tipo Albert Boadella.

La ley del silencio también impera en nuestro empresariado, incluidos muchos legendarios clásicos del Ibex 35, conferenciantes perennes, a los que asombrosamente no les merece opinión que el comunismo gobierne en Madrid y Barcelona, o que sus empresas puedan verse frenadas de manera traumática si llega al poder la coalición Sánchez-Podemos, que es la alternativa a Rajoy. Sobre el PSOE no me extiendo. Ha elegido la alocada vía de dar aire al separatismo con concesiones antiespañolas, en lugar de ir de la mano con el PP en defensa de la legalidad democrática y de la idea de España, que es la solidaria y avanzada (salvo que ahora resulte que lo «progresista» es fomentar el odio al vecino y el privilegio medieval de unos ciudadanos sobre otros).

Toda esta triste situación es de patente exclusivamente española, debido tal vez a que todavía impera un delirante paradigma que lleva a pensar que España la inventó Franco. Nada así ocurre en Francia, o en el Reino Unido, donde sus empresarios, banqueros, intelectuales y medios se pringaron hasta las cejas para salvar la Unión en el referéndum de Escocia. Y ganaron, claro ¿Mojándose? Por supuesto.

ABC 17/07/15 LUIS VENTOSO

jueves, 16 de julio de 2015

LA ARROGANCIA DEL CONDOTIERO

«La persistencia del pasado es una de esas bendiciones tragicómicas de las que reniega cada nueva era al subir a escena con arrogancia, para pronunciar con afectación su derecho a una novedad completa». La afirmación es del novelista John Galsworthy, que comparaba con pesimismo y nostalgia las condiciones de la Inglaterra de entreguerras y la plenitud del régimen victoriano. Ahora, cuando sufrimos un asalto sin rubor a lo que hicimos para construir la democracia en España, y cuando se trata de arrojar a las tinieblas exteriores el parlamentarismo europeo, nuestra preocupación no es fruto de un sentimiento de turbación emocional e inmovilismo político. Nuestra actitud responde a la defensa de todo aquello que sigue teniendo vigencia frente a las maniobras de demolición que se empeñan en añadir desnudez cultural al despojo de derechos sociales y niveles de vida que esta crisis ha acarreado.

Nuestro sentido de la historia, nuestra confianza en las posibilidades representativas, reformistas e integradoras de nuestra constitución, nada tienen que ver con esa tierra baldía donde se refugian quienes tienen miedo al futuro y prefieren la esterilidad del culto a los recuerdos. Es pura sensatez para encarar el porvenir, es la demanda justa de la seguridad que nos ofrece un régimen que trajo el restablecimiento de la convivencia entre los españoles. Es el sentido común con el que se veneran los aciertos para solucionar los graves problemas políticos que España arrastró durante décadas. Es la racionalidad con la que se manifiesta la plena disposición a reformar lo que haga falta y la esperanza de recuperar el bienestar desmantelado por la crisis.

Esa «persistencia del pasado» no es el temor a la adaptación a los nuevos tiempos, sino el deseo de afrontarlos con las elementales garantías que hemos de disponer en nuestro viaje hacia el mañana. Una voz liberadora, dos mil años atrás, exigió a sus discípulos que lo dejaran todo para seguirle. Y lo que hizo el cristianismo fue precisamente desnudarse de cuanto convertía al hombre en un elemento más de la naturaleza, para alentar las raíces de la civilización en la que nos reconocemos desde entonces. ¿Es eso lo que nos sugieren desde la impertinencia superficial y falsamente valerosa algunos caudillos de nuestro tiempo? ¿No estaremos ante un movimiento milenarista que, aprovechando la desesperación causada por la crisis, banaliza aquellas inmensas palabras de redención para echar abajo un orden moral del que son herederos directos los valores políticos, principios sociales y fundamentos culturales de la democracia occidental?

Porque, por si alguien no se ha enterado todavía, lo que se nos está urgiendo no es que atendamos mejor nuestras obligaciones con los que sufren, ni que aceleremos la rehabilitación de un país sofocado por la crisis, y ni siquiera que mejoremos la musculatura de la decencia cívica, ante las situaciones de indignidad que padecen tantos españoles. Lo que se nos está diciendo es que todo aquello que emprendimos hace cuarenta años, tanto en su resultado como en sus intenciones, es pura morralla, materia de olvido, carne de hoguera. Ni siquiera fue un bien provisional, sino un error que ahora se tiene la oportunidad de rectificar. Y, claro está, la propuesta no se dirige solamente a las condiciones exclusivas de nuestra transición, sino al conjunto de los regímenes políticos europeos moldeados en la esforzada tarea de reconstrucción de la democracia.

Hace unas semanas, el líder de Podemos lanzó a sus competidores más próximos, los dirigentes de Izquierda Unida, una sarta de insultos de los que se apresuró a disculparse, con la boca pequeña. Que nadie se equivoque, creyendo que se trata de un simple episodio de la querella de nuestra izquierda, bregando por obtener la hegemonía en un espacio común. A lo que disparaba Pablo Iglesias es a la línea de flotación estratégica del Partido Comunista de España, pero también al papel desempeñado por Carrillo y sus seguidores en la transición. Lo que quería proclamar es la invalidez original de unas actitudes que correspondían a todas las culturas políticas en las que los europeos se han visto representados desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Ese es el trámite de voladura de una legitimación institucional sobre cuyas cenizas aspira a edificar una nueva forma de entender la sociedad.

Desde la caída del fascismo, el Occidente europeo construyó su sistema político con muchos más materiales y mejores recursos ideológicos que la simple politización de las frustraciones de quienes peor lo estaban pasando, como ahora propone Pablo Iglesias. Europa se construyó sobre la esperanza, no sobre el resentimiento. Europa se construyó sobre el fervor del futuro alimentado en un duro aprendizaje, no sobre el miedo al pasado estéril. Los hombres y mujeres que decidieron fabricar un régimen de bienestar y tolerancia habían aprendido lo que significaban los tambores cercanos del fanatismo totalitario. Y se organizaron en una sociedad plural que, precisamente, deseaba olvidar la farsante unanimidad con que se les sometió a la tiranía. Por ello, la democracia cristiana, el liberalismo y el reformismo obrero –incluyendo un comunismo que en muchos lugares en poco se distinguía de la cultura socialdemócrata– ofrecieron opciones caracterizadas por el vigor de las ideologías, concepciones políticas, distintas y complementarias siempre acompañadas del respeto a las ajenas. La ideología no era un obstáculo, sino la fuerza movilizadora con la que esta nuestra Europa regularizó su convivencia y se enriqueció constantemente en el debate entre las alternativas presentadas al voto de los ciudadanos y a la militancia de los más comprometidos.

¿Son estas páginas de nuestra historia las que debemos arrojar a la crítica implacable de los ratones? ¿Es esta la civilización que hemos de abandonar para seguir, despojados de cualquier atavío tradicional, a quien nos promete un mundo nuevo? Esa llamada de Pablo Iglesias y la fortuna que ahora le sostiene no es hija de la esperanza, como lo fue en 1945 o en 1978. Es un vástago directo de la crisis y de la descomposición de valores que la ha acompañado, bien cocinada en los años de extensa frivolidad cultural que precedieron a estos tiempos de cólera. Una de las mentes más brillantes de la izquierda del siglo XX, Gramsci, escribió en su largo y letal cautiverio unas palabras que podrían aplicarse al líder en cuestión y a su entorno inmediato: «Formulado el principio de que existen dirigidos y dirigentes, gobernantes y gobernados, es innegable que los “partidos” son, hasta ahora, el modo más adecuado para formar a los dirigentes y la capacidad de dirección. Los “partidos” pueden presentarse bajo los nombres más diversos, incluso bajo el de antipartido y de “negación de los partidos”; en realidad, hasta los llamados “individualistas” son hombres de partido; lo único que ocurre es que quisieran ser “jefes de partido” por la gracia de Dios o por la imbecilidad de sus seguidores».

Falta por saber si nuestra sociedad dispone aún del «sentido crítico y la corrosividad irónica», a los que también se refería Gramsci para acabar con las ambiciones de un condotiero y defender los fundamentos de un sistema democrático que, hoy por hoy, es portador del significado de una civilización.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento, en ABC

CRISIS GRIEGA, EL PROBLEMA NO ES EUROPA, SINO LA ESTUPIDEZ Y LA MALA GESTIÓN

«España es el problema; Europa, la solución» fue la frase con que Ortega encandiló a dos generaciones de españoles intelectualmente huérfanos. De ahí el alborozo que nos produjo el ingreso en la Comunidad Europea. ¡Albricias, ni África empezaba en los Pirineos ni Europa acababa en ellos! Y ahora resulta que el problema es Europa. También es mala suerte.

De la decadencia europea, identificada con Occidente, se viene hablando desde que, hace un siglo, Spengler escribió su famoso libro sobre ella, y las dos guerras mundiales, que en realidad fueron guerras civiles europeas, vinieron a ratificarlo. Tras la segunda, los europeos se dieron cuenta de que o se unían o desaparecían por el escotillón de la historia. Muchos lo habían intentado antes, Carlomagno, nuestro Carlos I, Napoleón, Hitler, sin conseguirlo. El problema es el de la Grecia antigua: que si las ciudades griegas se resistían a unirse, a las naciones europeas les ocurre lo mismo. Sólo después de los dos palizones en el siglo XX, comprendieron que el único camino era aliarse, comenzando por un consorcio sobre el carbón y el acero, para pasar a un mercado común, que ha desembocado en una confederación de 28 miembros que, por calidad de vida, es la envidia del mundo. Incluso ha creado una moneda común. Pero ha sido precisamente su éxito lo que ha traído sus dificultades. Tan bien iban las cosas, tan rápida era la expansión y tan fácil estaba resultando todo que no tomaron las más elementales precauciones

La primera, que crear una nueva moneda sin haber montado antes una hacienda y una fiscalidad común es como empezar una casa por el tejado. Una moneda depende de la economía que tiene debajo, y el euro se hizo a imagen y semejanza del marco, haciendo ricos de repente a millones de europeos que no lo eran. Fue como los irlandeses, portugueses, españoles y bastantes más empezaron a encontrar barato Nueva York, lo que era una herejía económica, pues sus economías ni de lejos daban para tanto. La cosa se agravó con la prisa en ampliar la comunidad, dando entrada en ella a países que no reunían las condiciones necesarias, Grecia a la cabeza, que entró en el euro mintiendo y desde entonces no ha hecho más que pedir dinero a sus socios, sin que estos quisieran verlo. La crisis, que no ha sido más que una enorme burbuja de especulación y endeudamiento, fue el tsunami que arrasó aquella orgía de gasto que dejó al descubierto la bancarrota de personas, empresas y países, con tragedias colectivas e individuales que rompen el corazón.

Como siempre ocurre en tiempos de desconcierto y turbulencia, surgen profetas que si, por una parte, están dispuestos a barrer cuanto hay en el escenario, por la otra aseguran tener fórmulas milagrosas para solucionar todos los problemas. Con gentes que, en su desesperación, están dispuestas a creerles. La experiencia nos advierte de que nunca hay que tener más cuidado ni tener la cabeza más fría que en las situaciones críticas. Se habrán ustedes hartado de leer y escuchar que la salida de Grecia del euro acabaría con este y, a la postre, con la UE. 

Pues bien, es una majadería, a más de una mentira como una casa, por más premios Nobel que lo digan. Nueve países de la UE, algunos tan dispares como Polonia y el Reino Unido, no están en el euro y les va tan bien. Es incluso posible que a Grecia también le fuera, al permitirle devaluar su moneda, cosa que no puede hacer en el euro, y hacer las reformas que necesitan su administración, finanzas y política. Eso sí, con sacrificios. Pero sacrificios tendrán que hacerlos tanto en el euro como fuera de él.

La segunda gran mentira es que la salida de Grecia significará que «Europa pierde su alma», como he leído a uno de esos comentaristas que presumen de enterados y sensibles sin saber de lo que hablan. Ya Ortega arremetió contra ellos con la indignación y desprecio del que sabe distinguir lo verdadero de lo falso. Al comentar el libro de Gerhard Hauptmann Primavera griega, escribe: «Si un español visita las ruinas del Ática, no se crea más cerca de Platón porque en la rota silueta de la Acrópolis reconozca el jocundo mediodía balear. Los griegos mismos vieron pronto que no constituía su valor histórico la condicionalidad de su clima y de sus cráneos. Griegos son, dice Isócrates, no los que vienen de una familia, sino los que participan de la cultura helénica». Para descargar el mazazo: «En este sentido –certifica el maestro–, un alemán se halla más cerca de Grecia que cualquiera de nosotros. El alma alemana encierra hoy la más elevada interpretación de lo humano, es decir, de la cultura europea. Gracias a Alemania, tenemos alguna sospecha de lo que Grecia fue. Ellos, con su proverbial pesadez, lentitud, cerveza, castidad, pietismo, han ido ensayando las fórmulas preciosas para aprehender aquel esplendor sobre el mar Egeo

Sólo tienen ustedes que cambiar español por griego, cultura por política y principios del siglo XX por principios del siglo XXI, y tendrán el reciente debate en Bruselas. Visto y oído el mismo, Tsipras y Varufakis, con sus desplantes, trucos, insultos, chantajes, no representan lo que se viene entendiendo como pensamiento clásico griego, sino más bien lo contrario: la marrullería levantina mintiendo a todo el mundo para salirse con la suya


Mientras que el respeto a la norma, a la realidad y a la palabra dada la representó ese señor ensilla de ruedas, sin motor eléctrico, que es el ministro alemán de Finanzas, Schäuble, respaldado por su canciller. Son los que han defendido que Europa, si quiere unirse y seguir interpretando un papel importante en la historia, tiene que empezar por respetarse a sí misma y cumplir las normas que se ha dado. El populismo anarquizante de los actuales dirigentes griegos sólo la llevaría a su disolución.

Quiero decir que si de algo ha servido esta crisis es de advertencia, no sólo a los griegos, sino a todos los europeos. Necesitamos más Europa, no menos. Quiero decir, menos nacionalismo y más europeísmo, más vínculos y menos excepciones, más normas comunes y menos hechos diferenciales. Hay que corregir lo que se ha hecho mal –empezando por crear una fiscalidad comunitariay reforzar lo que se ha hecho bien –convertir Europa en una isla de libertades individuales y responsabilidades colectivas–, sin olvidar nunca que una Europa pequeña, pero respetuosa de los valores clásicos griegos, vale más que una gran Europa que los ha olvidado.

José María Carrascal, periodista. ABC 

lunes, 13 de julio de 2015

LA PLAGA DEL POPULISMO EN ESPAÑA

España está infectada de populismo y demagogia. La infección ha alcanzado el nivel de plaga. Como escribió Camus, las plagas son comunes pero es difícil reconocerlas y cogen a las gentes siempre desprevenidas; se dicen que la plaga es irreal, un mal sueño que tiene que pasar; pero son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no son más culpables que otros, sólo olvidan ser modestos: se creen libres y nadie es libre mientras haya plagas. Para argumentar esta tesis y proponer soluciones es preciso diferenciar síntomas, estrategias, causas y consecuencias de la plaga.

Para identificar los síntomas del populismo y de la demagogia que anegan nuestra democracia basta con aclarar qué se entiende por ambos. La demagogia es un instrumento populista y, en este sentido, un índice y un factor de populismo. Consiste en manipular y ganarse a la gente aprovechando su indignación y su miedo, radicalizando y exagerando los motivos de crítica, reclamando el monopolio de sus aspiraciones e intereses -que justifica aunque sean irrealizables tachando de elitistas a quienes los cuestionan-, adulándola y acaparando su representación. Pero la demagogia sólo es una herramienta; el populismo es la esencia de la infección convertida en plaga. Más allá de las diferencias ideológicas tradicionales (afecta a todos los partidos y hay populismo de izquierdas y de derechas), su principio clave es el cuestionamiento y el desprecio de la mayoría de las mediaciones institucionales, que pueden ser violadas si al populista le conviene; por ejemplo, las normas garantes de la propiedad privada, las advertencias de los organismos internacionales, los consejos de las asociaciones empresariales, las resoluciones judiciales, las recomendaciones de las fuerzas de seguridad, la lógica propia de las transacciones económicas o, en suma, la racionalidad y la legalidad vigentes sin más.

Incluso la gran mediación institucional, el lenguaje cotidiano, es violentado por los populistas, con los que suele ser imposible debatir porque prostituyen el sentido tradicional de los conceptos sociales, políticos y económicos, enlodando la opinión pública de retórica vacía, sentimental, radicalizada y efectista. Por no hablar de gestos violentos como los escraches, que demuestran que el populista se salta los procedimientos establecidos porque se siente moralmente superior. En definitiva, el populismo menosprecia los controlables y discutibles principios racionales instrumentales (jurídicos, económicos, históricos, científicos, …) e idealiza los evanescentes e infalsables principios voluntaristas finalistas (ideológicos, políticos, morales, religiosos, …).

Según esta descripción, serían populistas gestos políticos como, por ejemplo, declarar que no se cumplirán las leyes injustas, u oponer a una resolución judicial la voluntad del pueblo, o elevar la mera imputación judicial a criterio de inhabilitación política, o reclamar de los gobiernos más política y menos gestión, o idealizar como más auténticas las manifestaciones populares que la acción ordinaria de los representantes legales, o interpretar con simplificaciones maniqueas los problemas más graves (distinguiendo entre buenos y malos, honestos y corruptos, progresistas y conservadores, pueblo y casta, …) o, en definitiva, menospreciar los datos y los hechos y argumentar escupiendo eslóganes, mitos y tópicos. El populismo es gobernar según el españolísimo lema «esto lo arreglaba yo en cinco minutos».

El populismo critica radicalmente las instituciones, a las que considera coactivas, asfixiantes y no representativas. Frente a ellas, idealiza la supuestamente pura voluntad del pueblo, cuya representatividad reclama en exclusiva y a la que considera directamente realizable sin mediación alguna. La estrategia principal de este afirmacionismo populista es hoy la propaganda realizada a través del medio de comunicación más relativista y relativizador, y que más eficazmente anestesia nuestro sentido crítico: la televisión. Ningún otro medio es tan igualador y en ningún otro es tan fácil anular el principio de realidad, que siempre es frustrante y limitador, un aguafiestas para el populista. En la televisión, en cambio, todo es posible y hasta la realidad más fea o falsa puede mostrarse como bella o certera apariencia. Por ello mismo, la televisión es idónea para construir y expandir la otra gran estrategia populista: el carisma del líder. El liderazgo es indispensable para la homogeneización y hegemonía populista, para abrir la brecha y sembrar el germen del cambio del sentir mayoritario.

¿Cuáles son las causas de la plaga? Las hay teóricas y sociales. Los fundamentos teóricos clásicos del populismo están en el pensamiento de Marx, en concreto en su crítica al Estado de derecho liberal, que consideraba ilegítimo por estar al servicio del capitalismo y enmascarar los conflictos reales. Dicha crítica ha experimentado sucesivas modificaciones alcanzando una versión máximamente moralista en la idealización de mayo del 68, supuestamente un acaecimiento político inmaculado. La línea de reflexión contemporánea más afín y más usada por el populismo es la del marxismo gramsciano elaborado y enriquecido en la teoría de la hegemonía de Laclau. Pero la teoría acompaña y refuerza otros factores.

En el caso de España, la extensión de la plaga debe mucho a un clima de crisis de la representatividad de los partidos políticos en general, y de los gobernantes en particular, debido fundamentalmente a la corrupción de los mismos (tan real como a la vez sobredimensionada por los populistas) y a la crisis económica, y que está siendo aprovechado por líderes populistas y demagogos. Es preciso subrayar que ni las causas son irreales ni todos los mensajes populistas carecen de verdad y de legitimidad. Su carácter infeccioso proviene justamente de mezclar juicios y soluciones ciertos y rigurosos con otros demagógicos y manipuladores.

Por último, las consecuencias de la plaga son imposibles de determinar con precisión. Pero tanto el conocimiento de la historia como el de países recientemente infectados ilustra acerca de los efectos devastadores del triunfo del populismo. Los mismos pueden sintetizarse en el deterioro, sumamente grave por lo que implica, de los principios fundamentales de las democracias liberales occidentales, a saber: pluralidad de la sociedad civil, división y autonomía de los poderes, equilibrio de las cuentas públicas, respeto a la legalidad interna e internacional, etc.

Aun con sus limitaciones, la cultura política liberal que defiendo demuestra su superioridad, entre otras cosas, al admitir que es perfectible y reformable. Su plasticidad y su respeto a la libertad es tan alto que llega incluso a reconocer la legitimidad de la vida política más allá de los cauces establecidos. Lo que, sin embargo, es incompatible con una cultura política liberal es que los valores de la homogeneidad y de la identidad colectiva anulen los de la pluralidad y la libertad. Una sociedad demócrata-liberal no permitirá que el terror moralista e ideológico de los mitos se impongan a la autonomía de la razón.

EL MUNDO Alfonso Galindo es profesor de Filosofía de la Universidad de Murcia y autor de Pensamiento impolítico contemporáneo (Sequitur, 2015)

LA BATALLA DE TETUÁN - LA GUERRA DE ÁFRICA

Valentía, arrojo, buena capacidad estratégica o, incluso, suerte. Fueron muchas las causas que se aunaron para que aquel 4 de febrero de 1860, 25.000 soldados españoles al mando del general O'Donnell lograran tomar el campamento marroquí del comandante Muley Achmed, el cual estaba protegido por 35.000 musulmanes y defendía Tetuán. Sin embargo, ya fuese por un golpe del destino o por el buen hacer de la artillería hispana, lo cierto es que no sólo se logró el objetivo, sino que aquella victoria cambió el destino de la que, a la postre, fue denominada como la Guerra de África, pues permitió a las tropas de nuestro país entrar en una de las ciudades enemigas de mayor importancia estratégica.

Batalla de Tetuan . Fortuny
Corría por entonces 1859, época en la que Leopoldo O'Donnell –político de profesión y soldado de carrera- se encontraba al frente de España, un país que, desde hacía varios años, se había acostumbrado ya al cambio de mandatarios y a los pronunciamientos militares (rebeliones castrenses, que se podría decir también). Era, en definitiva, una época en la que los cambios de gobierno por la fuerza eran muchos más de los deseados.

Sin embargo, la fragilidad del poder no era el único problema que resonaba en la cabeza de O'Donnell. Y es que, este militar estaba también hasta las fosas nasales de que los territorios españoles ubicados en África (Ceuta y Melilla) sufrieran ataques constantes por parte de grupos armados locales. En todas esas cosas debería estar pensando este general cuando, en agosto de 1859, una partida marroquí de una cabila cercana no tuvo mejor idea que asaltar espada y fusil en mano a unos operarios hispanos cerca del territorio ceutí.

Esto acabó con la paciencia de Prim quien (casi seguro que con algún que otro «hijo de…») exigió al sultán de Marruecos que castigara de forma ejemplar a aquellos molestos súbditos. En cambio, parece que la idea no gustó demasiado al regente, que denegó aquella petición. No había más que hablar y, sin dudarlo, el presidente del gobierno pidió autorización a Francia e Inglaterra para declarar la guerra al territorio africano. Con un «oui» gabacho y un «yes» británico bastó, y el 22 de octubre comenzó la Guerra de África.

Sin embargo, y a pesar de que ese ataque fue la causa oficial de la guerra, parece que, a día de hoy, todavía existe controversia sobre si hubo o no algún origen oculto que motivara esta contienda. «Varios autores consideran (al propio O'Donnell) el instigador de la Guerra de África de 1859 - 1860, con la que pretendía mantener ocupado a un ejército demasiado acostumbrado a los pronunciamientos, unificar los diferentes partidos políticos y recuperar el prestigio de España como nación», destaca Salvador Acaso Deltell en su obra «Una guerra olvidada. Marruecos 1859-1860».

Camino a África
Fuera por la causa que fuese, lo cierto es que todos los partidos políticos apoyaron la contienda. Lo mismo sucedió con los ciudadanos (especialmente vascos y catalanes), los cuales abarrotaron los centros de reclutamiento en un breve período de tiempo. Así pues, semanas más tarde partió desde Algeciras en dirección a las costas Marroquíes una hueste formado por 36.000 hombres, 75 piezas de artillería y 41 navíos. Su objetivo estaba claro: tomar la ciudad de Tetuán (a 40 Km de Ceuta). Aquel contingente, dirigido personalmente por el propio O'Donnell sería conocido como el Ejército de África.

Batalla de Tetuan . Fortuny
Tras desembarcar, los españoles participaron en distintas batallas hasta que, a principios de febrero y tras varias victorias, estaban listos para tomar Tetuán. Sin embargo, para ello necesitaban conquistar el campamento militar de Muley Achmed, ubicado cerca de la ciudad y en el que se atrincheraba un numeroso ejército. Durante las jornadas posteriores, el contingente hispano acampó a varios kilómetros del enclave –cerca del río Martín- e inició los preparativos para el ataque. La batalla estaba servida.

Llegan los refuerzos catalanes
Cuando el sol despuntó el 3 de febrero sobre aquel cálido páramo, el aire ya transportaba vientos de guerra. Y es que, ya fuera por el ajetreo constante que llegaba desde los buques –de los cuales no paraban de bajar suministros destinados al Ejército de África- o por las constantes idas y venidas de los oficiales, lo cierto es que no había un solo individuo en el campamento español que no supiera que, en pocas horas, se tendría que jugar el bigote, la barba y las gónadas por su país.
Esa misma jornada, y a la par que los pertrechos, desembarcaron también los voluntarios procedentes de Cataluña. Concretamente, de los buques de transporte bajaron medio millar de hombres que, aunque carecían de experiencia en combate, se mostraron decididos a entregar su vida por la tierra española y, como no, por cada uno de sus compañeros pertenecientes al Ejército de África. Los refuerzos, al fin, habían llegado, y justo a tiempo para la lucha.

Así recuerda aquel suceso Pedro Antonio de Alarcón, un periodista que, alistado también como soldado, plasmó en sus artículos los pasos de este episodio español en Marruecos: «Son las cinco de la tarde y vengo de presenciar una escena arrebatadora. Las compañías de voluntarios catalanes (,,,) acaban de desembarcar en este momento. (…) Son cerca de quinientos hombres. Visten el clásico traje de su país; calzón y chaqueta de pana azul, gorro frigio, botas amarillas, canana por cinturón, chaleco listado, pañuelo de colores anudado al cuello y manta a la bandolera. Sus armas son el fusil y la bayoneta. Sus cantineras, bellísimas. Su jefe es un comandante, joven todavía, llamado Victoriano Sugrañés. Tres cruces de San Fernando adornan su pecho».

Novatos, sí (bisoños, que dirían entonces), pero bravos, pues no dudaron en pedir de forma unánime que se les concediera el honor de combatir en vanguardia, algo que el general en jefe –O'Donnell- les concedió. De hecho, tal era su decisión de repartir balas por España que el general Prim –también catalán- movió los hilos para que ingresaran en su cuerpo de ejército. Así pues, y al día siguiente, este veterano oficial dispararía al lado de sus paisanos.

Un discurso por la victoria
Con todo, Prim sabía que el valor de las tropas bisoñas solía decaer tras los primeros disparos enemigos, por lo que, aquella tarde, se subió a lomos de su caballo y vistió sus mejores galas para arengar a sus nuevos soldados con el siguiente discurso: «Catalanes: Acabáis de ingresar en un ejército bravo y aguerrido; el Ejército de África, cuyo renombre llena ya el universo. Vuestra fortuna es grande; pues habéis llegado a tiempo de combatir al lado de estos valientes, Mañana mismo marcharéis con ellos sobre Tetuán. Catalanes, vuestra responsabilidad es inmensa; estos bravos que os rodean (…) son los vencedores de veinte combates; han sufrido todo género de fatigas y privaciones; han luchado con el hambre y con los elementos (….) y todo lo han soportado sin murmurar. Así lo habéis de soportar vosotros».

Acto seguido, el general terminó su alocución dejando claro a sus subordinados que era mejor morir en combate que sobrevivir tras una deshonrosa retirada: «Es menester sufrir y obedecer sin murmurar; es necesario que correspondáis con vuestras virtudes al amor que yo os profeso, y que os hagáis dignos con vuestra conducta de los honores con que os ha recibido este glorioso ejército. (…) Y no queda aquí la responsabilidad que pesa sobre vosotros. Pensad en la tierra que os ha (…) enviado a esta campaña; pensad en que representáis aquí el honor y la gloria de Cataluña. (…) Uno solo de vosotros que sea cobarde labrará la desgracia y la mengua de Cataluña –Yo no lo espero-. (…) Si correspondéis a mis esperanzas y a las de todos vuestros paisanos pronto tendréis la dicha de abrazar a vuestras familias (…) y (todos) dirán llenos de orgullo: (…): “Tu eres un bravo catalán”».

Hacia el combate
A la mañana siguiente, con la llegada del alba, los soldados iniciaron el desmantelamiento del campamento, pues no concebían volver allí esa noche. Por el contrario, pretendían encontrar cobijo en el campamento enemigo tras expulsar a sus actuales inquilinos a base de guantazos. No eran ni las nueve de la mañana cuando la infantería comenzó a formar en orden perfecto cerca del río Martín.

«Un momento después no había más tiendas a las orillas del Martín que las del cuerpo de reserva, que debía permanecer allí defendiendo los fuertes últimamente construidos y protegiendo nuestra retaguardia: nuestro campamento de diez y ocho días desapareció como por encanto (…) Entre tanto, la tropa había tomado un ligero rancho y se formaba ya por batallones en el lugar que antes ocupaban sus tiendas. Dióse, por último, la señal de partir, y las tropas empezaron su movimiento, atravesando el río Alcántara por cuatro puentes que el cuerpo de ingenieros había echado la noche anterior», señala Alarcón en sus escritos.

General Prim
Tras unos pocos minutos, los casi 25.000 hombres (fusil al hombro –la infantería- y lanza o espada en alto –la caballería-) se situaron en sus respectivos batallones. A la izquierda, cubriendo su flanco con el cauce del Martín, se ubicó el Tercer Cuerpo de Ejército comandado por el general Antonio Ros de Olano (el cual disponía, entre otras cosas, de tres escuadros de artillería a caballo). En el centro se posicionaron los temibles cañones pesados españoles, varias baterías dispuestas a hacer volar por los aires las convicciones marroquíes. A la derecha dispuso el Segundo Cuerpo de Ejército el general Juan Prim con los voluntarios catalanes a la cabeza. Más a la derecha -si cabe- se colocó el Cuarto Cuerpo de Ejército a cargo del general Ríos con el objetivo de evitar que el enemigo envolviera al grueso del Ejército de África. Finalmente, la División de Caballería del general Alcalá Galiano espoleó a sus monturas para instalarse en medio del contingente en retaguardia.

Al mando de todos los Cuerpos de Ejército se situó O'Donnell como general en jefe, quien no pudo más que vislumbrar con orgullo a su imponente fuerza. Sin embargo, frente a todos ellos se disponían más de 35.000 enemigos que ya habían comenzado a preparar sus defensas para, a base de espingarda (un fusil extremadamente largo) y cimitarra, obligar a los cristianos a reunirse con aquel Dios que tanto mencionaban. Sus órdenes eran simples: evitar que aquellos herejes no tomaran el acuartelamiento, pues, en ese caso, nada evitaría que entraran casi sin oposición en la próxima Tetuán.

La artillería, la heroína de la contienda
Aproximadamente a las 10 de la mañana O'Donnell dio la señal de ataque. A su orden, todos los cuerpos de ejército avanzaron como si fueran uno hacia el campamento marroquí, donde el enemigo comenzaba a cargar sus fusiles y afinaba su puntería tras la seguridad de sus muros y trincheras. Unos minutos después, los defensores iniciaron un incesante cañoneo sobre las tropas españolas, las cuales, a pesar del terror que provocaba ver caer cientos de bolardos metálicos cerca, continuaron la marcha.

Fue entonces cuando los marroquíes movieron ficha. Concretamente, de su acuartelamiento salieron 4.000 jinetes dispuestos a derramar sangre roja, amarilla y roja. Apoyados por el incesante fuego de su artillería, los caballeros giraron las riendas en dirección al flanco derecho español. Al parecer, pretendían flanquear al Ejército de África para atacarle por retaguardia. Por suerte, O'Donnell ya había previsto este movimiento y, para evitarlo, había ubicado en el extremo del campo de batalla al general Ríos, sobre quien ahora recaía la responsabilidad de detener a los caballeros. Así pues, salva tras salva, los soldados del Cuarto Cuerpo de Ejército barrieron las líneas enemigas lanzando una constante lluvia de plomo.

Mientras, la marcha española continuó impasible hasta que las tropas se encontraron a menos de un kilómetro del campamento moro. «(Los cañones marroquíes nos causaban) insignificantes pérdidas, pues casi siempre teníamos la fortuna de que sus proyectiles cayesen en los claros de los batallones: llegamos, en fin, a encontrarnos a un kilómetro de sus baterías, y sólo entonces mandó el general en jefe hacer alto a nuestras masas y avanzar la artillería de reserva. Diez y seis cañones ocuparon instantáneamente nuestra vanguardia y rompieron un vivísimo fuego contra la posición enemiga. Una densa cortina de humo nos robó por un instante la vista del campamento moro: un largo trueno ensordeció el espacio», señala el periodista hispano.

En los siguientes minutos, las piezas de artillería españolas lanzaron una constante lluvia de fuego sobre el campamento marroquí y, más concretamente, sobre los cañones enemigos, muchos de los cuales explotaron o quedaron inservibles ante tal ataque. A su vez, los obuses hispanos acribillaron los endebles muros enemigos y a sus defensores, cuyas extremidades, según el propio Alarcón, volaron en muchos casos por los aires segadas y amputadas.

General O'Donnell
Fue entonces cuando un disparo fortuito sobre un polvorín marroquí terminó con la moral de los defensores. «¡Oh, fortuna! ¡Una granada nuestra había caído en uno de sus repuestos de pólvora y lo había volado! – ¡Qué regocijo en nuestras filas! ¡Cómo se adivinan los estragos que habrá producido este contratiempo en los reales enemigos!», completa el reportero en sus artículos. O'Donnell sabía que debía aprovechar este golpe a la moral enemiga, y se preparó para dar la orden de ataque definitiva.

Al asalto
Con la mayoría de los cañones enemigos fuera de combate, los batallones siguieron avanzando -aunque esta vez sin oposición-, hacia los muros del campamento marroquí. Allí, los defensores se hallaban con el dedo sobre los gatillos de sus miles de espingardas, las cuales dispararían en cuanto las tropas españolas se encontrasen a una distancia recomendable. No obstante, la vista de estos fusiles no intimidó al Ejército de África y, cuando O'Donnell consideró que sus tropas se encontraban a una distancia de medio kilómetro, ordenó el asalto definitivo bayoneta en ristre.

«-¡Ahora!-¡Ya!-¡Viva la reina! ¡A la bayoneta! ¡A ellos!- grita de pronto el general O'Donnell, cuando calcula que nuestra infantería puede llegar de un solo aliento, de una sola carrera, a las trincheras moras, y saltarlas y penetrar en los campamentos. -¡A la bayoneta! ¡A ellos!- contestan veinte mil voces. Y todas las músicas, todas las cornetas, todos los tambores repiten la señal de ataque», señala Alarcón en su obra. Sin dudarlo, más de 15.000 hombres iniciaron a voz en grito el asedio bajo el fuego de los defensores que, ya sí, descargaron todas sus espingardas sobre los hispanos provocando multitud de muertos.

En vanguardia: el asedio catalán
Mientras los flancos del campamento eran rodeados por el resto del contingente español, el Segundo Cuerpo de Ejército de Prim avanzó de frente contra los marroquíes. «Los voluntarios catalanes marchaban en primera línea como solicitaron y se les concedió. En su ímpetu, llegaron a menos de veinte metros de los parapetos enemigos y se precipitaron en una zanja pantanosa disimulada con hierbas y ramas. Los marroquíes fusilaron sin piedad a los catalanes que se esforzaban en seguir avanzado. Cayeron muchos», comenta, en este caso, Salvador Acaso.

La trampa cumplió su cometido, pues los soldados bisoños se quedaron absolutamente desconcertados y dudaron entre seguir avanzado o retirarse. Por suerte, Prim, que se hallaba dirigiendo las operaciones desde la retaguardia de sus hombres, se percató de lo sucedido y, al galope vivo, se dirigió hacia la zanja en la que, a bala y plomo, estaban muriendo sus paisanos. Al hacer su aparición parece que los Voluntarios recuperaron el ímpetu y, bajo sus órdenes, pasaron por encima de sus compañeros caídos continuando el asalto a bayoneta sobre el ya cercano campamento.

Prim los acompañó en vanguardia. De hecho, la leyenda cuenta que este general accedió a través de la tronera de una batería al interior del campamento marroquí, donde causó estragos con su espada. Por entonces había pasado ya media hora de cruento combate que, de esta forma, narra Alarcón: «¡Cómo caían nuestros jefes, nuestros oficiales, nuestros soldados! ¡Cuántos, cuántos, Dios mío! – Fueron treinta minutos de lucha; treinta minutos solamente… y más de mil españoles se bañaban ya en su sangre generosa».

A continuación, los soldados españoles cayeron en masa sobre los asustados defensores. «Los Batallones de León y Saboya asaltaron igualmente los parapetos sin importarles las bajas sufridas. Los de Saboya recibieron, a cortísima distancia, la descarga de un cañón cargado de metralla y sufrieron, sólo en ese instante, más de cincuenta bajas. El resto de los batallones –Alba de Tormes, los de la Princesa y los de Córdoba- llegaron también al parapeto y lo tomaron por asalto», destaca por su parte Acaso.

La huida definitiva
A partir de ese momento los soldados de nuestro país no tuvieron más remedio que combatir dentro del campamento utilizando su fusil como espada. Allí, en ese pequeño espacio, cientos de bayonetas se tiñeron con la sangre de los marroquíes que, viendo superadas tan fácilmente sus defensas, quedaron absolutamente aturdidos. En ese momento la lucha se recrudeció ya que, a pesar de lo turbado de los defensores, ninguno de ellos estaba dispuesto a entregar su vida fácilmente. Por ello, cada militar del Ejército de África tuvo que luchar por cada centímetro de tierra.

Al ver que sus hombres estaban cayendo a cientos bajo las armas hispanas, el comandante musulmán Muley-Ahmed tocó a retirada. Así pues, en apenas un segundo toda la defensa se desmoronó y los marroquíes iniciaron una frenética carrera hasta los muros de Tetuán. «A primera hora de la tarde, Muley-Ahmed, pálido como la muerte, entró en Tetuán al galope gritando “¡Todo está perdido! ¡Tetuán es de los cristianos! No hace falta decir el efecto que tal comportamiento causó entre los habitantes de la ciudad y su ejército», destaca el autor español.

Con el campamento militar tomado por los españoles, en las jornadas siguientes los habitantes de la ciudad se reunieron y enviaron una comitiva al campamento que, hasta hacía pocas horas, estaba bajo poder musulmán. Allí, preguntaron por «El Gran Cristiano» (como llamaron a O'Donnell), con el que se reunieron y acordaron los términos para rendir la ciudad. Así acabó esta lucha, la cual hizo ganar al general en jefe el título de Duque de Tetuán.

Una vez finalizada la contienda era hora de contar los muertos, una tarea que no fue sencilla y que, a día de hoy, sigue creando controversia entre los autores. Así pues, Alarcón cifra los caídos españoles en miles (aunque no señala, por el contrario, cuántos de estos fueron únicamente heridos) mientras que, por su parte, Acaso afirma que el número no excedió los 300. A su vez, otros expertos como Juan Vázquez y Lucas Molina señalan que las bajas hispanas fueron exactamente 67. Con todo, en lo que sí coinciden es en los cientos de abatidos que hubo en el bando musulmán.