domingo, 28 de febrero de 2016

HERNANDO DE SOTO, LA ODISEA DE UN HOMBRE QUE SOLO POSEÍA UN ESCUDO Y UNA ESPADA

"Hay un momento en que hay que abandonar las ropas que tienen la forma de nuestro cuerpo y olvidar los caminos que nos llevan a los mismos lugares". Es lo que pensó el extremeño de joven

Dante dijo una vez que los lugares más calientes del infierno están reservados para aquellos que en un periodo de crisis moral mantienen su neutralidadSuele ocurrir que los ideales, en el caldo de su propia naturaleza, son pacíficos, pero su materialización, por lo general y salvo honrosas excepciones, es con frecuencia bastante violenta. La traducción de esta secuencia no tiene por qué ser necesariamente lógica y obedece a sus propias leyes.

El shock que supuso el Descubrimiento de América, no solo en la península, sino en el conjunto de reinos europeos, fue de tal magnitud que hubo que darle al mapa una vuelta del revés como si de un calcetín se tratara.

Ptolomeo en primera instancia, Brahe, Copérnico y Galileo más tarde, salieron triunfantes ante las descalificadoras invectivas que todo lo fiaban a la religión, mientras, desde foros protegidos por la carta blanca de las excomuniones, se les defenestraba inmisericordemente. Esto o algo parecido fue lo que le ocurrió a Hernando de Soto en su intento de explorar la enormidad de los mundos fantásticos que pululaban en su jovencísima cabeza.

Decía Pessoa, el gran poeta y hermano luso, que “hay un momento en que es necesario abandonar las ropas usadas que ya tienen la forma de nuestro cuerpo y olvidar los caminos que nos llevan siempre a los mismos lugares. Es el momento de la travesía. Y, si no osamos emprenderla, nos habremos quedado para siempre al margen de nosotros mismos". 

Eso es al parecer lo que debió de pensar Hernando de Soto al abandonar su encogida y depauperada tierra extremeña. Era un chaval cuando volvió la vista atrás por última vez y esto ocurría en el año 1514. Sus únicas posesiones eran un escudo, una espada y un enorme capital de sueños en la República de la Utopía, en la que una criatura de tan solo 14 años en el momento del adiós, tenía por delante muchas apuestas por ganar y ningún miedo que lo atenazara.

En uno de sus primeros lances, allá por el año 1523 en lo que hoy es Panamá, metido de lleno en uno de los tantos conflictos de intereses a los que se abonaban los conquistadores con bastante facilidad, este extraordinario líder natural y táctico incontestable, se vio sometido a su bautismo de fidelidad. Fue entonces cuando defendiendo los intereses de “Pedrarias”, Pedro Arias Dávila, tuvo que enfrentarse a un rival de su “jefe”, que quería hacer negocios por su cuenta. Al final, el resultado es que los reflejos y la cintura de este soldado y diplomático convencieron al desafecto, eso sí, tras una soberana paliza en las llanuras de Toreba, allá por donde está Honduras, ante una ingente masa de espectadores nativos que asistían atónitos al enfrentamiento entre españoles.

Amigos para siempre

El caprichoso azar le llevaría un tiempo más tarde a codearse con Pizarro, personaje avieso donde los haya, que ni de lejos tenía la talla de Cortés. El caso es que Hernando de Soto y Pizarro se hicieron amigos de toda la vida y este, entre otras acciones, le otorgaría el cuidado de Atahualpa tras su rendición e ingente y tremebunda redención aurífera.

Pizarro, como quien no quiere la cosa, aprovechando un despiste de Hernando de Soto, le hizo una avería de tamaño natural al Rey Sol local

Como es sabido, Atahualpa prometió a Pizarro que a cambio de su libertad le daría todo el oro que cupiera en la celda en donde estaba en cautividad hasta donde le alcanzara la altura del brazo extendido generosamente, y de puntillas por si acaso. Atahualpa cumplió lo suyo rigurosamente, pero Pizarro en un despiste no solamente no lo liberó, sino que fue más allá y ordenó ejecutarlo. Es necesario destacar en este punto que Hernando de Soto, a la sazón capitán en la tropa de Pizarro, había trabado una sólida y sincera amistad con el inca en cautiverio, y hasta le enseñaría a jugar al ajedrez. Cuentan las crónicas que de Soto se plantó ante Pizarro argumentando que Atahualpa había cumplido lo pactado y tenía, por ende, derecho a la libertad. Pero Pizarro, que al parecer había tenido una noche toledana con la hermosa y díscola hermana del rey inca, dada como presente de buena voluntad al conquistador, no había consumado de manera satisfactoria su exigente y libidinoso repertorio horizontal, de tal manera que al día siguiente como quien no quiere la cosa, aprovechando un despiste de Hernando de Soto, le hizo una avería de tamaño natural al Rey Sol local y lo mandó a la región de donde nunca se vuelve.

Pero el soñador no daba abasto en su fértil factoría de aventuras. En 1536, con 100.000 pesos de oro –su parte de la tarta en la conquista del imperio inca–, vuelve a España en olor de multitudes. De Soto es famoso por la captura de Atahualpa en Cajamarca. Su presencia se convierte en un acontecimiento desbordante y las multitudes lo tocan como si de un semidiós se tratara. La dulce, bellísima y etérea Inés de Bobadilla, mujer creada en medio de un éxtasis estético por el intangible y elusivo Dios de los humanos, hija de Dávila, y de familia de rancio abolengo con fuerte influencia en la corte española –Carlos I estaba por entonces al timón–, cae rendida ante el conquistador y firma en Sevilla con las dos manos.

Pero la llamada de la fama y su arrolladora reputación de explorador forjado y militar avezado, buscaban una Tenochtitlan o Cuzco para rematar la gloria incomparable de Cortés o Pizarro.

Las primeras piedras de la nación americana

Nuestro enorme imperio que por entonces no padecía aún de avitaminosis y funcionaba a pleno rendimiento con las pilas de ese famoso anuncio tan en boga hace unos años, enviaría a Hernando de Soto en uno de esos alambicados procesos de decisión de la caprichosa lotería regia y tras algunas diferencias añadidas con Almagro –otro grande–, a unos miles de kilómetros más allá: hacia el norte, creando parte de los fundamentos de otro gran imperio, hoy negados por sus despistados y en ocasiones desagradecidos habitantes para con aquellos que formaron parte de su espíritu medular como la gran nación que son hoy, EEUU.


Aunque bien es cierto que Hernando de Soto bien podía haber seguido jugando en la Liga Sudamericana, él no era un segundón, por lo que tras una serie de carambolas acabaría financiando su gran sueño. Con una madurez asentada y con el aún vivo joven soñador que había salido pensativo del vientre de esa austera pero digna madre que ha sido siempre Extremadura, una involuntaria centrifugadora de nobles hijos que han dado lustre a esta gran nación, Hernando de Soto maridaría el salto a la gloria con una odisea heroica.

Hacia 1539 desembarca en el sur de Florida con 700 hombres con la pretensión de emular a los grandes cuando su fama ya le había hecho justicia y sin aparente necesidad de más. Pero como Shakespeare decía en su infinita sabiduría, “en la vida de cada hombre hay una ola que debidamente tomada conduce a la fortuna”. Unos años antes, la expedición de Pánfilo de Narváez había pasado por allá con resultados más que discutibles en lo tocante al tratamiento de los indios nativos.

Estos habían tenido malas experiencias con la mencionada expedición anterior y estaban algo calentitos y ojo avizor. Las tropas de Hernando De Soto fueron bastante más educadas. No esclavizaron indios, cosa bastante normal por aquel entonces, fueron respetuosos con las féminas, y no saquearon ni incendiaron como lo había hecho profusamente la expedición de Narváez.

Quiso la fortuna que Juan Ortiz, prisionero de los nativos en una accidentada historia que merece capítulo aparte, estaba allá en el momento preciso. La hija del jefe indio local, en un romántico arrebato, había intercedido por la vida del español prisionero, habida cuenta de que su recio padre quería hacerle vuelta y vuelta en una improvisada barbacoa. Esta gentil Pocahontas local salvaría al desdichado de una muerte segura. Pero Ortiz sobreviviría a las malas intenciones del emplumado jefe tras un largo cautiverio y el tarambana tomaría las de Villa Diego en cuanto hizo su aparición por aquellos pagos Hernado de Soto, dejando compuesta a la pobre princesa india.

Al final, la lógica de la guerra se impone y los héroes tienen sus flaquezas. El hambre, la sed, los mosquitos locales de tamaño king size, de a poco fueron erosionando a la aguerrida tropa; y para colmo, estaban los cabreados indios a los que les “levantaban” el ganado para paliar los efectos secundarios de tanta adversidad . El hambre apretaba.

A partir de ahí, el acoso permanente de literalmente miles de nativos que se turnaban en el noble oficio de cortar cabelleras, hizo que la ordenada retirada se convirtiera en una pesadilla. Llegando al Misisipi, a Hernando de Soto le dio un ataque de lucidez y se daría cuenta de que aquello se estaba convirtiendo en una insensatez. Además, el personal estaba algo cabreado.

Quiso la mala fortuna que al despuntar la primavera de 1542 aquel mozalbete extremeño que se fue de su tierra sin mirar atrás, cogiera unas fiebres palúdicas. Los indios, que le creían inmortal, impidieron un funeral de primera. Una noche estrellada, limpia y profunda, los españoles discretamente y para que no se descubriera el entuerto, lastraron el cuerpo del interfecto para hundirlo en la mitad del río.

La leyenda de Hernando de Soto ya era para entonces gigantesca.

Hernando de Soto, junto a Pánfilo de Narváez, Cabeza de Vaca y otros muchos insignes e ilustres exploradores españoles en sus correrías por lo que hoy es EEUU, pondrían las primeras piedras de la gran nación americana. Gracias a aquellos hombres y muchas otras circunstancias de largo enunciado, probablemente hoy el español es la segunda lengua más hablada en esta jaula de grillos. Montesquieu, uno de los padres fundadores de la nueva Francia, y de perfil un pelín cabroncete, ironizaba sobre el sentido último de las posesiones del rey de España, al que llamaba despectivamente el señor de las selvas y desiertos. A lo mejor es por ello que el elegante idioma francés a pesar de las generosas lluvias que riegan su feraz territorio, no está entre los diez idiomas más hablados en el mundo.


LA NECROFILIA IDEOLÓGICA DE NUESTRA EXTREMA IZQUIERDA

¿Qué es la necrofilia ideológica?

Las malas ideas persisten, a menudo por la necesidad de la sociedad de creer en un líder

Todos conocemos a alguien así. Una amiga que, una y otra vez, se enamora de hombres que la maltratan. O el talentoso colega que salta de un empleo a otro porque no logra controlar su propensión a insultar al jefe.

Sigmund Freud llamó esto la compulsión a la repetición: volver a hacer lo que ya se hizo y que se sabe que da malos resultados.

Pero esto no solo le pasa a los individuos. También le sucede a grupos políticos y hasta a naciones enteras, que se entusiasman con líderes cuyas propuestas ya han sido probadas y siempre han terminado mal. La sorpresa es que estas malas ideas, que deberían estar muertas y enterradas, suelen reaparecer periódicamente.

Hace años llamé a este fenómeno necrofilia ideológica: “La necrofilia es la atracción sexual por cadáveres. La necrofilia ideológica es el amor ciego por ideas muertas. Resulta que esta patología es más común en su vertiente política que en la sexual. Encienda su televisión esta noche y le apuesto que verá a algún político apasionadamente enamorado de ideas que ya han sido probadas y han fracasado. O defendiendo creencias cuya falsedad ha quedado demostrada con evidencias incontrovertibles”.

El maoísmo es un buen ejemplo de esto. Esta doctrina le costó la vida a más de 55 millones de chinos. En 1981 el Partido Comunista Chino emitió su diagnóstico final sobre la gestión de Mao: “Cometió errores de enorme magnitud y larga duración [...], y lejos de hacer un análisis acertado de muchos problemas, confundió lo correcto con lo incorrecto y al pueblo con el enemigo. En esto se centra su tragedia”. Uno pensaría que esta conclusión debería ser suficiente para que las ideas de Mao se quedaran sin seguidores. Y estaría cometiendo un error: en un sorprendente número de países aún hay agrupaciones políticas que con gran entusiasmo se definen como maoístas.

El peronismo es otro ejemplo de necrofilia ideológica. Argentina es el único país que, habiendo alcanzado niveles de vida equivalentes a los de países desarrollados, se las arregló para subdesarrollarse. En esa involución tuvo mucho que ver el prolongado entusiasmo nacional por el peronismo en sus diferentes corrientes y momentos. El presidente Juan Domingo Perón fue un virtuoso del populismo que tan común se ha hecho en América Latina y más allá. Prometer lo que de antemano se sabe que no se podrá cumplir o distribuir lo que no hay o despilfarrar ahora lo que se necesitará más adelante son algunas de las características del populismo. Hugo Chávez es el mejor ejemplo de esto en el siglo XXI.

Todos los políticos, en todas partes, prometen lo que saben que la gente quiere oír. Es lo normal. Pero los populistas van mucho más allá.

Donald Trump, por ejemplo, nos ha dado extraordinarias muestras de populismo turbocargado. Extraditar a 11 millones de latinos de EE UU, construir un muro con México o prohibir la inmigración de musulmanes son algunas de sus propuestas. ¿Verdad que suenan tenebrosamente conocidas? Y no solo no van a funcionar, sino que son imposibles de llevar a cabo, aun cuando Donald Trump ganara las elecciones, cosa que no va a pasar. Pero eso no importa. Esas pueden ser ideas muertas y sin futuro pero, para los seguidores de Trump, son las razones que justifican su entusiasta apoyo.

Otro ejemplo nos lo da Ted Cruz, el vencedor de las recientes elecciones primarias del Partido Republicano en Iowa y quien claramente padece de necrofilia ideológica. Según Cruz, la manera de acabar con el Estado Islámico es a través del carpet-bombing, el bombardeo hasta la saturación de una vasta zona de Siria donde opera el ISIS. Cruz ignora convenientemente el hecho de que las proclamas del ISIS —y sus adeptos— están floreciendo en Europa, EE UU y Asia, y que hoy el ISIS es más una idea que una organización. A Ted Cruz tampoco parece importarle que el uso de la “solución” militar en Vietnam, Afganistán, Irak y Libia no haya ayudado mucho a la seguridad de su país o a la estabilidad del mundo.

El punto es que la necrofilia ideológica aparece en todas las corrientes: en la derecha, la izquierda, los verdes, los secesionistas, los nacionalistas, los defensores del libre mercado, los promotores de más Estado, los partidarios de la austeridad económica y sus detractores.

En un mundo tan conectado, informado y donde con solo teclear breves frases en un ordenador se puede llegar a saber todo sobre los efectos de una propuesta económica o política cuando ha sido puesta en práctica, sorprende que la necrofilia ideológica sea aún tan común.

Las razones para la persistencia de las malas ideas son muchas, pero quizás la más importante es la necesidad que tiene una sociedad de creer en un líder cuando hay tantos cambios, ansiedad e incertidumbre. Y la disposición de los demagogos a prometer cualquier cosa con tal de obtener y retener el poder.

En la terrible frase del ensayista H. L. Mencken: “El demagogo es quien predica doctrinas que sabe que son falsas a personas que sabe que son idiotas”.



AMBROSIO DE SPINOLA, EL FERVOROSO CATÓLICO QUE LLEVÓ EL ARTE DE LA GUERRA A LO MÁS ALTO

Breda era la encrucijada, la clave, la madre de todas las batallas, y allá se iba a librar algo tan crucial como el mantenimiento del prestigio de una nación laureada de éxitos


Cuando el cuarto Felipe de la dinastía Habsburgo, rey de España, subió al trono en 1621, la tregua de doce años acordada por las partes, entre holandeses y españoles, expiró y la interminable guerra de Flandes –el mayor error estratégico de nuestro país en siglos–, se reanudó como si tal cosa y con bríos renovados.

La guerra de los Treinta Años librada en la Europa Central entre los años 1618 y1648, fue un ensayo general de los cruentos e interminables enfrentamientos que desangrarían a Europa durante los siglos venideros. La mayoría de las grandes potencias europeas de la época se metieron en la melé de cabeza, ya fuera para echar al hegemon (España) de su dilatado dominio internacional, ya fuera por fastidiar al vecino de al lado, por obtener ínfimas ganancias territoriales o por, simplemente, evitar unas collejas de alguna otra potencia en litigio. Aunque inicialmente se trataba de un conflicto político entre Estados partidarios de la reforma y la contrarreforma, al final aquello acabó como el rosario de la aurora.

Breda era la encrucijada, la clave, la madre de todas las batallas, y allá se iba a librar algo tan crucial como el mantenimiento del prestigio de una nación laureada de éxitos o, por el contrario, el declive que la naturaleza de las cosas impone al que porta canas.

Aunque, al final la Paz de Westfalia y la Paz de los Pirineos, dejarían la cosa en tablas técnicas y al conjunto de los intervinientes con unos soberanos agujeros en la línea de flotación –España hubo de suspender pagos, emitir juros (bonos), pedir préstamos a diestro y siniestro; etc.–, en fin, nada nuevo bajo el sol. Para más INRI, los catalanes instalados en su clara y sempiterna vocación mercantil, no querían ni oír hablar del peluquín y contribuir al gasto militar que devoraba al país. Para cuando el Conde Duque de Olivares, valido a la sazón de Felipe IV, le entró un calentón ante la negativa de los díscolos mediterráneos a apoquinar la pasta, estos amenazaron con pasarse con todas las armas al lado de los franceses cosa que acabó bastante mal para los más antiguos fenicios de Europa. Pero esa es otra cuestión.

Una plaza de alto valor estratégico

Para dar un susto y de paso una llamada de atención a los alborotados holandeses, la intención de Felipe IV era recuperar Breda, esa plaza tan importante desde la cual se podría centrifugar fuerzas en cualquier dirección, dado su alto valor estratégico, para posteriormente maniobrar desde una posición dinámica y favorable. Pero las colosales defensas y fortificaciones, además de una motivada tropa de irreductibles flamencos que jugaban en casa, eran un obstáculo nada desdeñable. Hacia falta alguien con carácter, prestigio y con un bagaje militar impecable para asaltar aquella posición y poner las cosas en su sitio.

Los primeros años de su reinado (gobernó cuarenta y cuatro en total siendo el más longevo en la poltrona de entre todos los Austrias), auguraron la restauración de la hegemonía universal de los Habsburgo, pero la agotadora e interminable guerra de la Europa protestante y la católica Francia y sus socios de conveniencia contra España, condujeron a la ruina de la Monarquía Hispánica, que hubo de ceder el arbitraje de los asuntos en Europa a la pujante Francia de Luis XIV, y reconocer de paso la independencia de Portugal y las Provincias Unidas.

Hubiera bastado con llegar a un acuerdo de mínimos para tributar y hacer caja y dejarles que rezaran a un Dios menos exigente y liante que el nuestro

La guerra de Flandes consumía ingentes recursos e iba mucho más allá que la mera sangría económica insostenible. Fue un enfrentamiento cerril entre dos concepciones, no solo antagónicas, si no entre una visión práctica de la cosa mercantil y mediata, y otra desacompasada que cabalgaba en un rocín algo cansado y con alguna gotera. Hubiera bastado con llegar a un acuerdo de mínimos para tributar y hacer caja y dejarles que rezaran a un Dios menos exigente y liante que el nuestro. Está visto que no acabamos de aprender a la luz de los actuales acontecimientos.

El caso es que lo que entraba por la Casa de Contratación de Sevilla, los ingentes ingresos en oro, plata, especias, etc., de las prolíficas tierras Americanas, con sus riquezas en apariencia interminables, se volatilizaban 'in ictu oculi' a la hora de financiar aquel despropósito. Una filosofía que en lo canónico propiciaba la paz y el amor, se imponía a sangre y fuego una vez más, dejando a su fundador espiritual en paños menores y a sus estrábicos padres de la iglesia, con menos dimensión encefálica que una reducida calavera tras un tratamiento jíbaro.

“El único propósito de la existencia humana, es encender una luz en la oscuridad del mero ser”. Esto decía Carl Jung –como aviso a navegantes– (y antes que él, Buda, Cristo, Marco Aurelio y otros grandes) cerca de cuatro siglos después de que Breda se convirtiera en un lugar de peregrinación para todos los observadores militares de la época.



Un caballero inusual

Spínola no era un soldado cualquiera. Era un fervoroso católico con más hechuras cristianas que vaticanas y que, fuera de las paredes de los templos dedicados a esquilmar a los asustados creyentes, era notorio que fue un practicante de la doctrina cristiana hasta donde el corsé de la formalidad canónica se lo permitía. Buscador empedernido de una verdad superior sin agravios, sin malos ni buenos, llevo el arte de la guerra a un sitial donde los perdedores no eran los malos, ni los ganadores, los buenos. Un caballero inusual que nunca humilló a sus adversarios, algo poco frecuente en una disciplina, la militar, donde estos modos no están muy bien vistos por su naturaleza compasiva.

La capitulación fue honrosa en extremo ya que el ejército español no quería erosionar aún más su deteriorada imagen en los Países Bajos

Ambrosio de Spínola, aristócrata genovés de rancio abolengo, era el único que podía someter Breda, como así fue, y se puso manos a la obra.


La defensa de Breda llegó a ser heroica, y la guarnición se batió en condiciones de extrema dureza allá donde las calamidades, el frio, el hambre, la erosión de las minas, el colapso de la logística, y una impecable estrategia por parte del general designado al mando (anegó todos los diques de acceso a la ciudad) provocando la rendición y colapso de Breda y la admiración de propios y extraños. El príncipe de Nassau capituló el 5 de junio de 1625, rindiendo la plaza y alrededor de veinte mil famélicos soldados extenuados y con un pie en las fronteras de la nada. La capitulación fue honrosa en extremo ya que el ejército español no quería erosionar aún más su deteriorada imagen en los Países Bajos. Admirando en su enemigo la valentía de los asediados, tanto Spínola como el gran Coloma, otro de los generales intervinientes en el asedio, permitirían que la guarnición saliera formada en orden militar, con sus banderas al frente. Los generales españoles dieron la orden de que los vencidos fueran rigurosamente respetados y tratados con dignidad. Cuentan las crónicas, que el general Spínola esperó fuera de las fortificaciones al general holandés Nassau. La entrevista fue un acto de cortesía a la vieja usanza entre caballeros y el enemigo fue tratado sin humillación alguna.

Probablemente, este es el momento histórico que eligió Velázquez para pintar su célebre cuadro, 'Las Lanzas', en el cual se ve un claro guiño al Conde Duque de Olivares, que le sugiere en una amigable entrevista en palacio –con una propiciatoria mano en el hombro para reforzar la petición–, que cargue con más lanzas y tensión bélica la parte derecha del famoso lienzo.



España estaba en la cumbre de su apogeo y era el pueblo el que alimentaba la gloria de aquella formidable nación que fuimos con sus inmensos sacrificios y unos soldados hechos de una madera especial. Pero una dirección con serios problemas cognitivos y ambiciones planetarias delirantes, era incapaz de ver la mugre que se iba acumulando en el patio de atrás. La inmensa estructura del imperio, no tenía plan B.


El Confidencial


LA BATALLA NAVAL EN LA QUE SE HUNDIÓ EL TESORO PERDIDO DE NAPOLEÓN

Cuenta la leyenda que, el 1 de agosto de 1798, el navío de 120 cañones «L’Orient» se fue a pique cargado con una gran cantidad de oro, plata y joyas a bordo. Un dinero destinado a sufragar la campaña egipcia de Bonaparte.

Uno de agosto de 1798. Desde la bahía de Aboukir –ubicada al norte de Alejandría- la armada francesa observa, fondeada en formación de media luna, cómo se abalanzan sobre ella los navíos británicos comandados por el todavía vicealmirante Horatio Nelson. Son aproximadamente las cinco y media de la tarde y, lo cierto, es que la «Royal Navy» ha pillado por sorpresa a los revolucionarios, quienes apenas cuentan con la mitad de sus hombres a bordo. Sin embargo, los defensores tienen la certeza de que –en el centro de su línea- se encuentra uno de los bajeles más grandes del mundo: el «L’Orient» (de 120 cañones). Por ello, no sienten miedo ante su posible destino (que se abalanza sobre ellos bajo un pabellón azul con una cruz blanca y roja) y se aprestan para defenderse en nombre de Napoleón, su general. Comienzan los tiros, pasan varias horas y, aproximadamente a las diez de la noche y tras múltiples andanadas de proyectiles macizos… el orgullo de la flota gabacha explota en una gigantesca bola de fuego llevándose consigo la vida de cientos de marinos.



Este aciago pasaje es el que, según nos dice la Historia, se vivió en la bahía de Aboukir hace más de dos siglos. Sus consecuencias fueron pasmosas para Bonaparte pues, con los 11 navíos que se fueron al fondo de las aguas en dicha batalla, perdió no solo la iniciativa militar por mar, sino también la posibilidad de recibir más soldados, vituallas o munición para su campaña de Egipto. Además, cuenta la leyenda que Napoleón tuvo que decir también «au revoir» a un gigantesco tesoro de oro, plata y joyas que se encontraba embarcado a bordo del «L’Orient» y que él mismo había robado a los caballeros de Malta durante el asedio de la Valleta (sucedido meses antes). Unas riquezas que iban a ser usadas por el francés para sufragar su campaña a orillas del Nilo contra los mamelucos y que acabaron desperdigadas por todo el fondo marino debido a la explosión del buque insignia francés. Con todo, y a pesar de las investigaciones posteriores de arqueólogos tan reputados como Franck Goddio (quien logró encontrar en la zona restos de monedas de múltiples nacionalidades), saber a día de hoy el lugar en el que reposa esta fortuna (o si simplemente existió) se antoja difícil.

La aventura egipcia de Bonaparte

Para llegar hasta el origen del plan que acabó con un supuesto tesoro desparramado por Aboukir es necesario viajar en el tiempo hasta los últimos años del S.XVIII. Por entonces, Napoleón Bonaparte no era más que un general de 28 años que –aunque había logrado ganarse el cariño del pueblo en su exitosa campaña italiana- aún se encontraba a las órdenes de un poder superior. Este no era otro que el Directorio, un organismo heredero de la Revolución Francesa y que, formado por cinco dignatarios, regía el destino del país desde la capital. Eran años de nuevos regímenes políticos, en definitiva, pero también de antiguas tradiciones. Alguna tan introducida en la genética francesa que difícilmente podía ser eliminada por un mero golpe de estado y un par de cabezas reales cortadas. ¿De cuál estamos hablando? Como no podía ser de otra forma, del eterno odio entre gabachos y ingleses. Una aversión que superó las nuevas ideas de gobierno y se avivó cuando Gran Bretaña declaró la guerra a la «France» en 1792 para luchar contra la Revolución.



La toma de Malta

En esas andaba la situación política internacional, cuando el Directorio solicitó a Napoleón organizar la invasión de Gran Bretaña por mar. Bonaparte, que de valor andaba sobrado pero de estúpido no tenía ni un pelo del pelucón, respondió inmediatamente que «non» (se desconoce si con un sonoro «merde» detrás). No andaba falto de razón el pequeño galo, pues su armada –además de estar descuidada- se encontraba al mando de nuevos oficiales carentes todavía de la suficiente experiencia como para invadir las islas y no salir trasquilados en el intento. Eso sí, el gabacho no iba a dejar pasar la oportunidad frente a sus narices, por lo que sugirió que todo aquel dinero podría ser utilizado para invadir Egipto. De esta forma, pretendía cumplir un objetivo algo más complejo, pero no por ello falto de lógica: entrar «por la puerta de atrás» (la tierra de las Pirámides, para ser más exactos) en la India. Todo ello buscando algo muy concreto. «Se podría llevar a cabo una expedición hacia el Levante que amenazara el comercio [inglés] con la India», explicó en una ocasión el propio líder.

Dicho y hecho (o «diché» y heché», en este caso). Meses después se organizó una gigantesca expedición formada por 32.300 hombres, 175 ingenieros y científicos y 13 navíos de línea. Entre ellos se hallaba el «L’Orient», el buque insignia de la flota francesa al contar con 120 cañones (lo que le convertía en uno de los más grandes del mundo). El 19 de mayo, aquella armada partió –con Napoleón sentando sus reales en el «L’Orient»- del puerto de Tolón, al sur de Francia. Muy pocos sabían hacia donde se dirigía. «El destino del ejército de Napoleón era un secreto bien guardado. En París se especulaba con que la flota se dirigiría a Sicilia, posesión […] de Inglaterra. Más tarde los periódicos informaron de que el destino era Irlanda», explica el Profesor de Historia Contemporánea de la UNED Julio Gil Pecharromán en su dossier «Sólo fue un sueño». El objetivo de todo aquel secretismo era, simplemente, evitar que la flota inglesa del Mediterráneo al mando de Nelson –al acecho ante cualquier movimiento- les encontrase.

Malta, una conquista de horas

A bordo del «L’Orient», y ya cabalgando las aguas, Napoleón fijó su vista en su primer objetivo antes de pisar las tierras de los faraones: Malta. Regida por los caballeros de la Orden de San Juan, la ciudad que se alzaba en el interior de esta isla era casi inexpugnable y un bastión que, bajo pabellón francés, podía ser un importante escollo para los ingleses de estar del lado de la Revolución. Por ello, y a pesar de que contravenía varios tratados de no agresión, el franchute se decidió a volverla gala por las bravas. «En el plan secreto de Napoleón entraba la conquista de Malta, a cuyo fin su intriga maquiavélica había ya encontrado árbitros para ganar a algunos caballeros de la Orden que habían prometido vender a su patria», explica el historiador Joseph Pons Fortian en su libro «Historia política y militar de Napoleón Bonaparte». El 9 de junio, la armada gabacha hizo su aparición frente a las costas de esta ciudad. No obstante, y como no podía atacar por las buenas los dominios de esta Orden religiosa, el general buscó un pretexto bastante absurdo.

Esta «excusa» la dejó patente en una carta enviada al Directorio el 13 de junio de 1798: «Hemos llegado el 21 de prairial, al amanecer […]. Por la tarde envié a uno de mis edecanes a pedir al gran-maestre de la orden la facultad de hacer aguada en diferentes fondeadores de la isla. El cónsul de la república me trajo respuesta, que fue negativa, y fundada en que no podía permitir la entrada a más de dos barcos cada vez; esto, calculando, hubiésemos necesitado 300 días para hacer la aguada. La necesidad del ejército era urgente y me obligaba a emplear la fuerza para satisfacerla». Pretextos aparte, Bonaparte hizo desembarcar a sus generales (Lannes, Marinont, Belliard, Regnier, y d’Hilliers) en las diferentes islas que conforman los dominios de la Orden. Tras hacerse fácilmente con las tierras anexas, solo quedó por tomar la plaza principal: una prominente fortaleza defendida por unos 7.000 Caballeros, soldados y milicianos (la mayoría, alistados de los ciudadanos de la urbe).

Brueys, el último valiente del Orient

Listos los atacantes y preparados los defensores, comenzaron los combates. «Durante toda la tarde y parte de la noche del 22, la plaza tiró con la mayor actividad, y los sitiadores quisieron hacer una salida; pero el gefe de la brigada Marmont, a la cabeza de la 19ª, les tomó el estandarte de la Orden», señaló Napoleón en esa misma carta enviada al Directorio. Aquello, junto a los disparos realizados por la infantería francesa, debió desmoralizar a los Caballeros, que no tardaron en parlamentar con Bonaparte. «El gran-maestre me envía a pedir el 23 por la mañana una suspensión del arma, y le despachó mi edecán, gefe de la brigada, Junot, con facultad de firmarla. […] El 23 por la noche, los enviados con poder del gran-maestre vinieron a bordo del “Orient”, en donde confluyeron antes del día un convenio que yo remito», señalaba Napoleón en la misiva. Poco después, y amparándose en la idea de que Dios les había ordenado luchar contra los musulmanes, y no contra sus iguales, los defensores entregaron la ciudad sin apenas haber opuesto resistencia.

El tesoro de Malta

Tomada la ciudad, Napoleón hizo firmar a los Caballeros el siguiente tratado a cambio de ciertos privilegios (entre ellos, una pensión vitalicia para los miembros más antiguos de la Orden): «Los caballeros de la orden de San Juan de Jerusalén entregarán al ejército francés la ciudad y los fuertes de Malta. Renuncian, al mismo tiempo, en favor de la República francesa, a los derechos de soberanía y de propiedad que tienen, tanto sobre esta ciudad, como sobre las islas de Malta, el Gozo y Cumino». Además, y como parte de su «recompensa» por haber conquistado la plaza, el general francés hizo desembarcar en la región a los mismos expertos que habían inventariado las riquezas del Vaticano para que cogieran (robaran sería quizá un término más exacto) toda aquello de valor que hubiese en la zona. Así lo determina el historiador Tom Reiss en su obra «El conde negro. Gloria, revolución, traición y el verdadero Conde de Montecristo» (una biografía novelada del famoso personaje).

En palabras de Reiss, los expertos de Bonaparte lograron obtener 1.227.129 francos en todo tipo de joyas. A partir de este punto comenzó una gran leyenda sobre su paradero que, hasta hoy, no ha sido descubierta. En palabras de este historiador, Bonaparte ordenó que se estribaran todas las riquezas en su buque insignia, el «L’Orient». De esta forma, se hallarían ubicadas en el bajel más seguro. De la misma opinión son los historiadores José Gregorio Cayuela Fernández y Ángel Pozuelo Reina quienes, en su obra «Trafalgar: hombres y naves entre dos épocas», señalan que «el inmenso tesoro de los Caballeros de Malta fue cargado en las bodegas del “L'0rient”». Sin embargo, estos autores aumentan la cantidad del dinero robado por los galos hasta 7 millones de francos y oro. Por su parte, y a nivel oficial, Napoleón se refirió al tesoro saqueado en una carta enviado al Directorio el 16 de junio. «Toda la plata de aquí, contando el tesoro de San Juan, no nos dará más de un millón. Este dinero se quedará para los gastos de la guarnición y para la construcción del navío San Juan».

Comienza la batalla

Día va, día viene, Napoleón cerró sus asuntos en Malta tras dejar en la región un nuevo mandamás gabacho y, viento en popa, dirigió a sus buques hacia el norte de Egipto. Todo ello, por cierto, con la flota de Nelson pisando la toldilla a sus bajeles enarbolados con la tricolor. Con todo, el 27 de junio sus vigías avistaron la costa de Marubu, cerca de Alejandría, sin encontrarse con el infame «british» de Horatio, ávido de repartir cañonazos entre los cascarones galos. «El desembarco francés se realizó, sin apenas resistencia, en las proximidades de los tres principales puertos: Alejandría, Damiella y Rosetta. Las tropas se extendieron con rapidez por la costa. Solo dos días después, Alejandría caía en su poder», explica el experto español. Sin embargo, las buenas noticias de la exitosa maniobra quedaron rápidamente ensombrecidas por la escasez de víveres y agua. De hecho, la necesidad del líquido elemento fue tan severa que, mientras los soldados se adentraban más y más en la tierra de los faraones, una buena parte de los marineros de la armada (fondeada en la bahía de Aboukir, al norte de Alejandría) tuvieron que desembarcar para excavar pozos de agua.


Casi un mes después, y tras haber revisado el Mediterráneo de cabo a rabo, Nelson –acompañado de una docena de navíos de línea- avistó finalmente a los bajeles galos fondeados en la bahía de Aboukir. Al fin les había encontrado y, si acababa con ellos, terminaría de un plumazo con una de las pocas posibilidades del «Pequeño corso» de recibir refuerzos, víveres o munición desde Francia. Sin embargo, supo instantáneamente que la contienda no iba a ser sencilla, pues el almirante François-Paul Brueys D'Aigalliers (al mando del contingente) había posicionado a sus buques en paralelo a la costa, siguiendo la línea de la bahía. De esta forma, y según las normas navales, se conseguía que el enemigo solo pudiese atacar a los defensores por una banda, pues –si los navíos estaban lo suficientemente pegados a tierra- era imposible para el enemigo introducirse entre ellos y la playa. A su vez, y si los bajeles estaban lo suficientemente juntos, se lograba un muro de madera imposible de ser rodeado con la capacidad de escupir una gran cantidad de balas contra todo aquel que se acercase.

Sin embargo, los franceses habían cometido un grave error. «Cuando fondeas y te defiendes al ancla sabes que tienes que cumplir dos condiciones: que no te envuelvan por la costa (que no haya calado entre tu barco y tierra) y que no se estorben unos barcos a otros. Los franceses no cumplieron ni una ni otra. Fondearon lejos de tierra pensando que con eso era suficiente para acabar con los ingleses», explica, en declaraciones a ABC, Víctor San Juan, autor de «22 derrotas navales británicas» (Navalmil, 2014). El error fue visto inmediatamente por Nelson quien –engreído y arrojado como el que más- determinó que su plan sería el siguiente: atacar a la línea francesa desde un flanco en dos columnas. La primera sería la encargada de cañonear a los gabachos por su banda de estribor (llegando desde el mar). La segunda, formada por aquellos con más gónadas que cabeza, tendría la misión de tratar de introducirse entre la costa y los bajeles revolucionarios para atacarles desde su babor. De esta forma, y accediendo a la formación desde un lateral de la bahía, lograrían ir aniquilando a los barcos enemigos uno por uno en un terrible fuego cruzado.

Brueys posicionó a sus buques, de derecha a izquierda de la bahía de Aboukir (observando el despliegue desde la costa), en el siguiente orden: «Guerrier» (74 cañones); «Conquerant» (74); «Goliath» (74); «Spartiate» (74); «Aquilon» (74); «Peuple Souverain» (74); «Franklin» (80); «L’Orient» (120); «Tonnant» (80); «Heureux» (74); «Mercure» (74); «Guillaume Tell» (80); «Genereux» (74) y «Timoleón» (74). A su vez, los franceses estaban reforzados con cuatro fragatas (fondeadas y casi sin tripulación en el momento del ataque) y algunas baterías ubicadas en tierra. Por su parte, los británicos contaban con 15 navíos de línea, todos ellos de 74 cañones, y ninguna fragata (las cuales eran utilizadas usualmente en labores de observación).

Los franceses avistaron las velas británicas a las 18:00 de la tarde y, a las 18:30, comenzó el combate. Curiosamente, el almirante galo pensaba que, con lo cercana que estaba la noche, los ingleses esperarían al día siguiente para atacar, pero nada más lejos. Haciendo gala de su temeridad (o, según otros, para evitar que sus enemigos se reforzasen), Nelson decidió mover ficha. Así pues, con el «Goliath» de 74 cañones en cabeza, la «Royal Navy» comenzó su aproximación por el flanco derecho de la bahía de Aboukir y, en el último momento, su línea se dividió en dos para cumplir el plan de su oficial al mando. Lo cierto es que este tuvo suerte, pues –en contra de lo que creían los galos- sus buques no encallaron en aguas tan poco profundas y pudieron, por tanto, atrapar en un fuego cruzado a los hombres de Brueys. Uno por uno, los bajeles que enarbolaban la tricolor fueron desarbolados y destrozados por el fuego. El primero en recibir los susodichos bolazos y quedar lleno de agujeros fue el «Guerrier», que solo pudo defenderse unos minutos ante el ingente asedio «british». A él le siguieron el «Conquerant», el «Spartiate», el «Aquilos» y el «Peouple Souverain».

La tumba del «L’Orient»

Aquella sangría de navíos franceses cañoneados acabó cuando los buques ingleses comenzaron a tener que vérselas contra el centro de la línea francesa. Y es que, en esta zona se encontraban los navíos más pesados. Entre ellos, el «Franklin» y el «Tonnant» (de 80 cañones) y el «L’Orient», el coloso de los mares. «Ya caía la noche cuando aparecieron los buques británicos que atacarían el centro francés. Primero el “Majestic”; que no maniobró bien y terminó ante otro buque de 74 cañones que se encontraba más lejos; después el “Bellerophon”, el “Alexander” y el “Switsure”», explica el historiador militar británico John Keegan en su obra «Inteligencia militar: conocer al enemigo, de Napoleón a Al Qaeda». Los dos últimos tuvieron la suerte (o la pericia) de ubicarse en la popa (la parte más débil de un buque) de sus enemigos y disparar desde allí, pero no le sucedió lo mismo al «Bellerophon». Este, por una desgraciada maniobra, acabó viéndoselas con una de las bandas del buque insignia de Brueys y, como cabía esperar, este le descerrajó varias andanadas que le dejaron hecho una boya.

«El “Bellerophon” tuvo pérdidas considerables al entablar combate con el buque más potente de la línea, perdiendo el palo mayor y la mesana, y sufriendo daños en el trinquete», añade el experto. Aunque el británico acabó severamente dañado, a los pocos minutos recibió la ayuda de sus colegas, el «Swiftsure» y el «Alexander», que comenzaron a cañonear como si no hubiera un mañana al coloso galo. Aquellos tres ingleses provocaron una brutal matanza a bordo del «L’Orient». Decenas de marinos cayeron muertos. También fue presa de metralla primero, y una bala después, el almirante Brueys. Este acabó sus días partido literalmente por la mitad por un proyectil tras negarse a dejar su puesto. Después de que se sumaran otros dos bajeles británicos a la lucha contra el gigante de 120 cañones, este no pudo resistir más. A los pocos minutos se terminó declarando un incendio a bordo, algo que los capitanes ingleses no estaban dispuestos a pasar por alto. «El capitán del “Switsure” ordenó que apuntasen hacia el centro de las llamas, para así evitar que la tripulación francesa pudiese apagarlas», completa.



A las nueve y media de la noche el barco estaba sentenciado. Debido a las balas, los marineros no habían podido evitar que el fuego se propagase en el interior del «L’Orient», y era cuestión de tiempo que las llamas llegasen hasta la Santa Bárbara del bajel (el polvorín) e hiciesen estallar el navío por los aires. Los hombres del coloso francés no eran los únicos que sabían el triste final que les esperaba. También eran conscientes de ello los barcos que estaban combatiendo alrededor suyo. Al menos, así quedó patente cuando el «Alexander», el «Tonnant», el «Heureux» y el «Mercure» sacaron trapo para salir a toda prisa de allí y evitar que la explosión les mandase al fondo de la bahía. El único que le puso gónadas fue el capitán del «Swiftsure», quien calculó que todos los despojos del insignia de Brueys le pasarían por encima y que, si se apartaba en ese momento, su bajel acabaría muy dañado. Tenía razón, y se libró de una buena.

Al final, el orgullo de la armada francesa, uno de los buques más grandes y poderosos del mundo, estalló cubriendo el cielo de la bahía de Aboukir de llamas y ceniza para asombro de franceses y británicos. «La enorme explosión lanzó al aire a cientos de metros de altura pedazos de maderos, mástiles, sogas y cuerpos, que después cayeron sobre la bahía en un radio de dos kilómetros, deteniendo temporalmente la batalla. El ruido se oyó en Alejandría, a 16 kilómetros de distancia», añade Keegan. Cuando el humo se disipó y los capitanes volvieron en sí, la situación era dantesca. Ya no solo porque el mar estuviese lleno de cadáveres sino porque, con la explosión del «L’Orient», la línea revolucionaria se había roto. Sin ya más duros escollos que superar, los hombres de Nelson dieron buena cuenta de los bajeles que quedaban. La victoria estaba asegurada y se saldó con unos números desastrosos para los gabachos: 2 navíos hundidos, 9 capturados o encallados y solo 2 huidos. Los ingleses no tuvieron que lamentar la destrucción de ninguno de sus cascarones.

¿Qué fue del tesoro?

Tras la batalla, la leyenda del tesoro de los Caballeros de Malta comenzó a correr como la pólvora en Europa. ¿Qué había sido de él? ¿Realmente se había ido a pique con el «L’Orient»? A día de hoy, las opiniones son encontradas. Reiss, por ejemplo, es partidario de que el insignia francés explotó cargado de riquezas. Así lo determina en su obra: «El tesoro robado a los caballeros de Malta, un tesoro acumulado a lo largo de mil años –lingotes de oro, piedras preciosas de un valor incalculable, antigüedad, riquezas todas con las que Napoleón contaba para financiar la expedición- desapareció en el fondo de la bahía de Aboukir. Junto con los cañones, los maderos ardientes y las extremidades de los marineros, monedas y joyas llovieron sobre las cubiertas de los barcos franceses e ingleses». Los autores de «Trafalgar: hombres y naves entre dos épocas», son de la misma opinión: «Junto a la infinidad de despojos humanos proyectados a lo largo de la bahía por la explosión de L'Orient, en macabra mezcla, fueron dispersados el oro y las piedras preciosas del tesoro de los Caballeros de Malta, ubicados en las bodegas».

Fuera como fuese, lo acontecido con el supuesto tesoro perdido de los Caballeros de Malta quedó olvidado en la Historia hasta que, en el año 1983, el arqueólogo submarino Jacques Dumas inició una exploración de la Bahía de Aboukir con el objetivo de desvelar sus secretos. Sin embargo, este experto falleció a los pocos años. Su testigo lo cogió su colega Franck Goddio quien –en colaboración con el Consejo Supremo de Antigüedades de Egipto- logró hacer un mapa subterráneo de la batalla y descubrió que el «L’Orient» había sido hundido por dos explosiones (una de ella, la de la Santa Bárbara), y no únicamente una. A su vez, el galo volvió a reabrir hace una década el misterio de las riquezas saqueadas por Napoleón al encontrar en el fondo marino decenas de monedas de procedencias muy diversas (principalmente francesas –de los reinados de Luis XIV, Luis XV y Luis XVI-, pero también de Malta, del Imperio Otomano, de Venecia, de España y de Portugal). ¿Piezas del antiguo tesoro de los Caballeros de Malta? Sólo el tiempo lo dirá.

ABC

POBREZA, DESIGUALDAD, IMPUESTOS Y MENTIRAS POLÍTICAS

LOS HÉROES OLVIDADOS

En La rebelión de Atlas, Ayn Rand cuenta una fábula política. En América con una economía con un alto grado de intervención estatal y con una presión fiscal expoliadora, los individuos más productivos del país deciden abandonar sus empleos y sus empresas y dejar de realizar trabajos forzados para los demás. El resultado es el desplome económico norteamericano y la necesidad de reconstruir el país sobre los cimientos que hicieron posible su prosperidad: Un Estado con poderes limitados garante de las libertades individuales, de los derechos de propiedad, del cumplimiento de los contratos y del mantenimiento de una red mínima de seguridad para quienes no son capaces de satisfacer un conjunto de necesidades básicas en el mercado. El recordatorio a la novela de Rand, el libro más leído en EEUU junto a la Biblia viene a cuento de la "orgía compasiva y de autoflagelación" que parece haberse apoderado de la escena política española

El centrar el foco de atención en quienes lo pasan mal, en las personas más desfavorecidas de la sociedad es un ejercicio de solidaridad natural, de simpatía hacia quienes tienen dificultades, pero tiende a convertir un problema minoritario con el estado general del país. Esta desfiguración de la realidad, distorsionada por razones ideológicas o partidistas, tiende a ignorar a quienes trabajan duro, ganan su dinero a base de talento y de esfuerzo tratándoles como activos explotables en beneficio de otros

Esta enfermedad moral, de hipnosis colectiva se ha transformado en el eje del debate nacional, en el corazón de los programas de casi todos los partidos y en el principio inspirador de las políticas públicas que se proponen. ¿Cuál es la realidad? De entrada se confunde con frecuencia desigualdad con pobreza. Eurostat define la tasa de riesgo de incurrir en ese estado como el porcentaje de personas cuyos ingresos después de transferencias sociales e impuestos se sitúa por debajo del 60% de la mediana nacional. 

Éste es un indicador relativo que refleja el número de gente que vive peor que el total de la población, pero ello no implica que sean necesariamente pobres, esto es, que carezcan de los bienes esenciales para disponer de un mínimo de bienestar irrenunciable. Si se introduce esta precisión, el porcentaje de los ciudadanos españoles que sufre una privación material severa es el 7,1% de la población, inferior a la media de la UE que se situó en 2014 en el 8,9%. Sobre esta cuestión merece la pena leer el magnífico informe de Miguel Marín y de Elisa Rodríguez, Desigualdad, pobreza y oportunidades, publicado por FAES el pasado 16 de febrero. En este contexto, la meta de cualquier iniciativa destinada a combatir la pobreza debería centrarse en mejorar las condiciones de vida de ese colectivo.

Por desgracia, el diseño de los programas sociales y de los impuestos en España no está orientado a esa finalidad, sino a practicar una redistribución arbitraria de la renta en función de criterios ideológicos que empobrecen de manera directa a las clases medias, medias altas y altas sin conseguir ayudar a los verdaderamente necesitados. Esta estrategia se sostiene sobre una falacia, a saber, los "ricos" no pagan lo suficiente y, por tanto, hay que hacer efectiva la progresividad fiscal. Esta verdad popular, mutada en sabiduría convencional de manera acrítica es una leyenda y no se compadece con los hechos de acuerdo con los datos publicados por el Ministerio de Hacienda, los últimos disponibles, en su Memoria de la Administración Tributaria publicada el 31 de diciembre de 2014.

En España, los contribuyentes con bases imponibles superiores a 60.000 euros representan el 4,4% de los declarantes del IRPF y aportan el 30,8% de la recaudación total del impuesto. La franja comprendida entre 36.000 y 60.000 euros supone el 11,4% de los declarantes y pagan el 17,8% del total recaudado por ese tributo. En suma, el 15,8% de los declarantes aporta el 48,6% de lo que se recauda a través del impuesto de la renta

Por añadidura, los ingresos de los españoles incluidos en ese grupo proceden en un 83,9% de los rendimientos del trabajo; esto es y permítase la licencia castiza, de los currantes. Con estas cifras hablar de que el IRPF no tiene la suficiente progresividad es una broma de mal gusto. Si en un ejercicio teórico, se arrebatase a quienes ganan más de 60.000 euros año la totalidad de sus ingresos y se repartiesen los fondos resultantes hacia quienes ganan menos, esto supondría un aumento de la renta anual de aquellos de 2.800 euros al año. Pero ahí no acaba la historia.

En esta España insolidaria, 16.699.302 españoles viven del Presupuesto mientras obtienen sus remuneración en la actividad productiva, en el mercado 15.245.196. Alguien puede señalar con razón que esas magnitudes incluyen a los parados a quienes no se les puede dejar en la estacada y tienen razón pero, si se excluye a los desempleados, por cada dependiente de las arcas públicas hay 1,44 ciudadanos que cotizan para financiarlo. Un 60% de la población paga al 40% restante. Si se suma a quienes están en el desempleo, un 47,75% de quienes trabajan en el sector privado financia a un 52,5% que vive del Presupuesto. Esta situación es injusta e insostenible. La España productiva está asfixiada y hay quien pretende ahogarla más

En la España de 2016, nadie parece ocuparse de defender los intereses de la burguesía patria. Este término en apariencia anacrónico y demodé tiene una especial trascendencia porque agrupa esos millones de españoles que encarnan los valores y virtudes que han hecho posible la creación de una sociedad abierta, libre y próspera en España y que muestran una clara predilección por una agenda reformista, orientada a adelgazar el Estado y a aumentar la libertad individual; esos héroes anónimos que desde el sector privado soportan sobre sus espaldas, cada día, el peso de un Estado manifiestamente mejorable que son las grandes olvidados de esta hora.

LORENZO B. DE QUIRÓS El Mundo 28/02/2016

QUERIDO PEDRO, VETE A CASA POR FAVOR

Tú lo sabes y nosotros también: todo es una patochada.

Querido Pedro: El último paso del PSOE por el Gobierno fue una exhibición de incompetencia ante la crisis y un alarde de corrupción (los ERE), por eso obtuvo la mayoría absoluta Rajoy. Heredar el PSOE tras el paso de un político tal nocivo como Zapatero obligaba a una tarea ingente de reconstrucción. Y ahí llegaste tú. Como vivimos en un país algo frívolo, lo que más se ensalzó tras tu victoria en las primarias fue que eras joven y guapo. Llegaba un «tiempo nuevo», como te gusta repetir, con tu querencia por los eslóganes huecos. El problema es que apostura habrá mucha, pero ideas… En economía no lograste articular una alternativa consistente.

Todo tu discurso se quedó en un mantra facilón (vamos a desmontar las leyes de Rajoy), que refleja bastante pereza intelectual. Ante el separatismo catalán, cometiste la felonía con España de situarte a medio camino entre los sediciosos y el presidente que defendía la observancia de nuestra Constitución. «Ni Mas ni Rajoy», proclamabas, igualando así al que quería violentar la ley con el que la defendía. Como alternativa, ofrecías «el federalismo», fórmula que nada arregla frente a quienes ya solo aceptan la independencia. Además, ni siquiera has sido capaz de explicar en qué consiste.

Con tan endeble bagaje te presentaste a las elecciones y pasó lo esperable: batacazo, el peor resultado del PSOE. Los españoles no te vieron ni fondo ni formas (como sé que estás encantado de haberte conocido, sé que esto no te va a gustar, pero en la calle no caes precisamente bien). Con menos votos de los que hicieron dimitir a Almunia al instante, proclamaste que habías logrado un resultado «histórico» y te propusiste ser presidente, pues era la única manera de que no te desalojasen de Ferraz. Tu plan era evidente: asociarte con Podemos y gobernar, repetir la jugada que ya habías hecho en ayuntamientos y comunidades. Dado que a los barones más cuerdos de tu partido no les gustaba la coalición con Podemos, hasta te inventaste sobre la marcha un referéndum entre las bases para bendecir la alianza.

Pero Pablito, ay, te salió rana. Más inteligente que tú, te ofreció un pacto que le otorgaba a él todo el poder. Un acuerdo imposible. Pero eso tampoco le preocupaba, porque, dada tu endeblez, sabe que puede merendarse al PSOE si se repiten las elecciones. Entonces giraste a Rivera, la bisagra multiusos, de vocación: sus lecciones magistrales. Con vuestras corbatas estrechas firmasteis muy solemnes un pacto que en la práctica no sirve para nada, porque los escaños no suman, y con unas medidas imposibles de aplicar (unas, porque obligan a cambiar la Constitución y haría falta el PP; y otras, porque son utópicas, como los más de 20.000 millones de gasto público extra a que obligarían algunos de los subsidios que prometéis, en un momento en que la UE ya nos exige más ajustes). Ayer completaste tu última patochada: calificar también de «histórica» una consulta a las bases del partido que ha tenido una participación pírrica.

Querido Pedro. Ya eres famoso. Economista. Apuesto. Hablas inglés. Seguro que puedes encontrar un buen curro. Por el bien de tu país: ¿por qué no lo dejas y ponéis a alguien que sepa?

LUIS VENTOSO – ABC – 28/02/16

sábado, 27 de febrero de 2016

CUANDO QUIEN LEGISLA NO HA CREADO UN EMPLEO EN SU VIDA

Todo debe ser controlado por unos personajes que, alejados del mercado, de las complejas interacciones económicas que existen más allá de las paredes de los ministerios, imponen cada vez más trabas, más barreras al común, hasta el punto de que le impiden ganarse la vida dignamente.

A los avisos lanzados desde el Partido Popular de que el régimen de autónomos era claramente deficitario en el sistema de Seguridad Social ya se sumó en su día con gran entusiasmo Podemos, y en su último documento, titulado Un país para la gente, tomaban la delantera y decían que era necesario “establecer cuotas a la Seguridad Social porcentuales y progresivas en función del rendimiento neto para los autónomos que facturen por encima del salario mínimo”. Es la fijación del burócrata: siempre subir impuestos antes que recortar el gasto superfluo. Ahora, Ciudadanos y PSOE también se apuntan a la fiesta señalando con el dedo a los trabajadores por cuenta propia, último reducto de independencia que se escapa al sistemático control y expolio estatal.

Así, uno de los puntos del Acuerdo de Legislatura entre Ciudadanos y PSOE se refiere a los más de 3 millones de trabajadores autónomos de la manera siguiente: “El Régimen Especial de Trabajadores Autónomos (RETA) requiere una reforma en profundidad para, entre otras cosas, avanzar hacia un sistema más justo y equilibrado, en el que las cotizaciones de los autónomos se acerquen a la realidad de los ingresos.”

En otras palabras, Ciudadanos y PSOE proponen una subida generalizada de las cotizaciones a la Seguridad Social de los autónomos, incremento que según Lorenzo Amor, Presidente de la Federación Nacional de Trabajadores Autónomos (ATA), afectaría al 80% de estos trabajadores y que, para aquellos con ingresos reales aproximados de 30.000 euros al año (incluidas cotizaciones), supondría un aumento entre 1.000 y 1.200 euros anuales; es decir, 90 o 100 euros más cada mes. Además, según cálculos del economista Juan Ramón Rallo, colaborador de esta casa, 575.000 autónomos, cuyos ingresos reales exceden los 30.000 euros verían incrementada su cotización por encima de 3.000 euros anuales: nada menos que un aumento de 250 euros cada mes.

Lo paradójico del caso es que tal propuesta se encuentra incluida en el capítulo “Medidas para apoyar a los autónomos y emprendedores”. Si Orwell levantara la cabeza... Además, aquellos cuyos ingresos no superan el Salario Mínimo Interprofesional (SMI), y que hasta ahora, por sentencia del Tribunal Supremo, están exentos de cotizar, tendrían que afrontar de manera inmediata el pago de una cotización mínima obligatoria de 45 euros mensuales. A cuenta de todo este despropósito, un destacado personaje ha señalado: “Esto es lo que ocurre cuando quienes legislan no han generado un puto empleo en su vida”. No cabe duda que los firmantes se han puesto de acuerdo sobre lo que hay que hacer con los autónomos: echarles una mano... al cuello.

Los efectos no previstos

Un incremento de las cotizaciones implicará menos ingresos netos y mayor pobreza para aquellos trabajadores por cuenta propia que no puedan repercutir esta subida; o precios más elevados para los consumidores, en el caso de los que sí puedan repercutirla. La disminución de ingresos netos puede implicar que muchos autónomos deban suspender sus seguros médicos privados, sus planes de pensiones, etc., con grave impacto sobre estos sectores y también en el consumo en general. Y todo para tapar un agujero generado por la incompetencia, cuando no codicia, de los políticos.

Los burócratas tienden a pensar que un incremento de las cotizaciones a los autónomos implica simplemente una mera transferencia de estos trabajadores al Estado. No son conscientes de que para muchos puede suponer la diferencia entre continuar con la actividad o tener que suspenderla. O, para otros, la patada en el trasero que les desplazará directamente a la economía sumergida, con la merma para los ingresos públicos que ello supone.

El actual sistema, en que el autónomo tiene un mínimo de cotización y, a partir de ahí, puede elegir un nivel superior, sin ser perfecto, tiene sus ventajas. Cierto que a menor cotización corresponde una pensión estatal más baja pero, si el trabajador lo considera conveniente, puede colocar la diferencia y en un fondo de pensiones privado. De esta forma, esos recursos, en lugar de ser dilapidados ipso facto por los políticos, acaban constituyendo un fondo de ahorros que, canalizado convenientemente, ayuda a financiar la inversión productiva y el bienestar de la sociedad. Y en lugar de detraer ahorro disponible, tal cual sucede con la financiación del déficit público, contribuye a incrementarlo.

Además, ese fondo de pensiones privado contribuye a flexibilizar la edad de jubilación puesto que su percepción es compatible con un salario. Por el contrario, las pensiones estatales fomentan la retirada del empleo cuando se alcanza la edad legal de jubilación y desincentivan la actividad, pues el Estado puede retirárnoslas si volvemos a trabajar. Por tanto, una parte de los trabajadores pueden continuar produciendo, generando riqueza y contribuyendo con más impuestos, mientras disfrutan al tiempo de un salario y de su pensión privada. No está nuestra economía para dilapidar recursos humanos valiosos, personas con capacidad y disposición para seguir aportando a la sociedad.

Decía Milton Friedman que "quienes creen en la aristocracia o en el socialismo comparten la fe en la Administración, ese régimen burocrático que funciona por órdenes, no por decisiones voluntarias. Ambos afirman que persiguen el bienestar del hombre de la calle y que conocen mejor que éste el interés general y los medio para alcanzarlos. Los dos profesan una filosofía paternalista pero, si alcanzan el poder, acaban por promover los intereses de su propio grupo en nombre del 'bienestar general'". 

Y este es el fondo, la cuestión de fondo, el cada vez más intenso paternalismo, el más rígido control de los burócratas y la menor autonomía individual. Todo debe ser controlado por unos personajes que, alejados del mercado, de las complejas interacciones económicas que existen más allá de las paredes de los ministerios, imponen cada vez más trabas, más barreras al común, hasta el punto de que le impiden ganarse la vida dignamente. Obligar a una mayor cotización implica introducir toda la pensión dentro del sistema de reparto, un sistema al albur de decisiones políticas discrecionales que, de forma más o menos sutil, es una moneda de cambio en un sistema clientelar de compra de votos.

Javier Benegas - Juan M. Blanco http://vozpopuli.com/