martes, 28 de abril de 2015

EL MITO DEL GENOCIDIO ESPAÑOL EN IBEROAMÉRICA: LAS ENFERMEDADES PROVOCARON LA MUERTE DEL 95% DE LA POBLACIÓN

Lejos de lo vertido por la Leyenda Negra contra España, la catástrofe demográfica estuvo causada por las epidemias portadas por los europeos. Los habitantes de América habían permanecido aislados del resto del mundo y pagaron a un alto precio su fragilidad biológica.

El término anacrónico de «Genocidio Americano» es uno de los puntales de la leyenda negra que vertieron los enemigos del Imperio español para menoscabar su prestigio. En un grabado holandés del siglo XVII aparece Don Juan de Austria, héroe de la batalla de Lepanto, vanagloriándose del martirio de un grupo de indígenas americanos. La mentira es insultantemente estúpida: el hijo bastardo de Carlos I de España jamás participó de la conquista ni siquiera piso suelo americano. 

Así, entre mentiras, cifras exageradas y episodios novelados, se gestó el mito que pervive hasta la actualidad de que los españoles perpetraron una matanza masiva y ordenada de la población americana. La verdad detrás de esta controversia histórica muestra que el auténtico genocidio, pese a que los españoles no escatimaron en brutalidad para llevar a cabo sus propósitos, lo causaron las enfermedades portadas por los europeos.

La catástrofe demográfica que sufrió el continente americano desde 1492, el año del Descubrimiento de Cristóbal Colón, es un hecho irrefutable. Antes de la llegada de los españoles se ha estimado tradicionalmente que la población del continente se encontraba entre los 40 millones y 100 millones. No obstante, el hispanista venezolano Ángel Rosenblat argumenta en su estudio «La población de América en 1492: viejos y nuevos cálculos» (1967) que la cifra no pasaría de 13 millones, concentrándose los mayor grupos en las actuales regiones de México y de Perú, ocupadas por el Imperio azteca y el Inca respectivamente. Sea una cifra u otra, la disminución demográfica fue dramática: el 95 % de la población total de América murió en los primeros 130 años después de la llegada de Colón, según el investigador estadounidense H. F. Dobyns.


La sangría demográfica hay que buscarla en dos factores: el traumatismo de la conquista (las bajas causadas por la guerra, el desplome de las actividades económicas y los grandes desplazamientos poblaciones) y las enfermedades. Los habitantes de América habían permanecido aislados del resto del mundo y pagaron a un alto precio el choque biológico. Cuando las enfermedades traídas desde Europa, que habían evolucionado durante miles de años de Humanidad, entraron en contacto con el Nuevo Mundo causaron miles de muertes ante la fragilidad biológica de sus pobladores. Un sencillo catarro nasal resultaba mortal para muchos indígenas. El resultado fue la muerte de un porcentaje estimado del 95% de la población nativa americana existente a la llegada de Colón debido a las enfermedades, según los cálculos del ecólogo Jared Diamond.

No obstante, fueron las grandes epidemias las que provocaron el mayor impacto. Una epidemia de viruela que se desató en Santo Domingo entre 1518 y 1519 acabó con prácticamente toda la población local. Esta misma epidemia fue introducida por los hombres de Hernán Cortés en México y, tras arrasar Guatemala, bajo hasta el corazón del Imperio Inca en 1525, donde diezmó a la mitad de la población. Precedido por la viruela, la llegada de Francisco Pizarro a Perú fue el golpe final a un imperio que se encontraba colapsado por las enfermedades. La epidemia de viruela fue seguida por el sarampión (1530-31), el tifus en 1546, y la gripe en 1558. La difteria, las paperas, la sífilis y la peste neumónica también golpearon fuerte en la población.

«Los españoles han causado una muerte miserable a 20 millones de personas», escribió en su texto «Apología» el holandés Guillermo de Orange, esforzado padre de la propaganda negativa del Imperio español. Con la intención de menoscabar el prestigio de la Monarquía hispánica, dueña absoluta del continente durante casi un siglo, los holandeses, los ingleses y los hugonotes franceses exageraron las conclusiones del libro «Brevísima relación de la destrucción de las Indias», escrito por el fraile dominico Bartolomé de Las Casas. Este fraile que acompañó a Cristóbal Colón en su segundo viaje no había imaginado que su texto iba a ser la piedra central de los ataques a España cuando denunció el maltrato que estaban sufriendo los indígenas. Como explica Joseph Pérez, autor de «La Leyenda negra» (GADIR, 2012), Las Casas pretendía «denunciar las contradicciones entre el fin –la evangelización de los indios– y los medios utilizados. Esos medios (la guerra, la conquista, la esclavitud, los malos tratos) no eran dignos de cristianos; el hecho de que los conquistadores fueran españoles era secundario».

Las traducciones y reediciones de la «Brevísima relación de la destrucción de las Indias» se multiplicaron entre 1579 y 1700: de ellas 29 fueron escritas en neerlandés, 13 en francés y seis en inglés. Lo que todos obviaron cuando emplearon a Las Casas para atacar al Imperio español es que él mismo representaba a un grupo de españoles con el coraje de denunciar el asunto, la mayoría misioneros, y a una creciente preocupación que atrajo el interés de las autoridades. Los críticos consiguieron que en 1542 las leyes nuevas recordaran la prohibición de reducir a los indios a esclavitud y sancionaron el fin del trabajo forzoso, la encomienda. En la controversia de Valladolid, donde por desgracia se sacaron pocas conclusiones finales, se enfrentaron quienes defendían que los indígenas tenían los mismos derechos que cualquier cristiano contra los que creían que estaba justificado que un pueblo superior impusiera su tutela a pueblos inferiores para permitirles acceder a un grado más elevado de desarrollo.

Curiosamente, los enciclopedistas franceses, muy críticos con todo lo referido a España en otras cuestiones, fueron los primeros en ver que las cifras presentadas por de Las Casas –20 millones de muertos causados por los métodos de los conquistadores– eran del todo imprecisas. En «El Ensayo sobre las costumbres» (1756), Voltaire afirma que Las Casas exageró de forma premeditada el número de muertos e idealizó a los indios para llamar la atención sobre lo que consideraba una injusticia. «Sabido es que la voluntad de Isabel, de Fernando, del cardenal Cisneros, de Carlos V, fue constantemente la de tratar con consideración a los indios», expuso en 1777 el escritor francés Jean-François Marmontel en una obra, «Les Incas», que por lo demás está llena de reproches hacia la actitud de los conquistadores. La Revolución francesa y la emancipación de las colonias en América elevaron a Las Casas a la categoría benefactor de la Humanidad.

Más allá del brutal impacto de las enfermedades, es cierto que la violencia de la Conquista de América provocó la muerte directa e indiferente de miles de personas. El que existiera un grupo de personas críticas con los métodos empleados por los conquistadores –un grupo de hombres que perseguían como principal objetivo el hacerse ricos– o que los Reyes españoles plantearan soluciones –aunque fueran incompletas e incluso hipócritas– no exime a España de sus pecados y del daño cometido, pero sí la diferencia de precisamente los países que censuraron una actuación que luego ellos mismos practicaron. Sin entrar a valorar el fangoso proceso llevado a cabo por los anglosajones en Norteamérica, la explotación de caucho en el África negra dejó a sus espaldas 10 millones de muertos en el Congo Belga. «La colonización europea de los siglos XIX y XX fue culpable de crímenes semejantes a los cometidos por los conquistadores españoles. La única diferencia es que no encontraron a un Las Casas para denunciar las injusticias con tanta repercusión», sentencia el hispanista Joseph Pérez en el citado libro.

martes, 14 de abril de 2015

LAS NAVAS DE TOLOSA, OTRA HISTORIA

En 1195 el ejército cristiano había sucumbido estrepitosamente ante los vecinos del sur, con los que compartíamos patio y siglos de convivencia en una relación de amor-odio. Era una época en que se había elevado a la excelencia la doctrina del palo y tente tieso, y las razias, incursiones y escaramuzas por un lado y otro de la inestable frontera, eran más que frecuentes. La paz brillaba por su ausencia desde que unos belicosos invasores procedentes del Maghreb habían desplazado a los apoltronados almorávides en su placida existencia andalusí.


Tras la durísima batalla de Alarcos, donde las tropas cristianas morderían el polvo severamente, una norteafricana horda almohade se estaba infiltrando a través de los Montes de Toledo y aproximándose peligrosamente a la antigua e inexpugnable ciudad bañada por el Tajo, encrucijada de culturas. La preocupación era más que seria y el éxodo de refugiados que acudían hacia las tierras del norte era incontable y hacía presagiar lo peor. Los asentamientos tan costosamente ganados durante la centuria anterior se habían volatilizado tras la acción de nuestros correosos convecinos de turbante que estaban decididos a mantener una sostenida iniciativa militar. La sofisticada Al-Andalus estaba arrasando y la suerte de las armas les sonreía de momento.

La gravedad de la situación haría que los reyes cristianos aparcaran sus diferencias internas para hacer frente común contra los almohades. Toda la cristiandad occidental estaba en estado de alerta ante la previsible invasión de las hordas de Allah más allá de los Pirineos. Por entonces, el rey castellano Alfonso VIII, que arrastraba evidentes cicatrices por la contundente derrota infligida en Alarcos, había solicitado al Papa Inocencio III que amalgamara voluntades contra los belicosos almohades que campaban a sus anchas por los territorios conquistados recientemente. Dicho y hecho. El alto preboste vaticano se puso manos a la obra y conseguiría que castellanos, navarros, aragoneses y una nutrida representación de nuestros hermanos portugueses, consumaran una alianza sin precedentes para dar la que posiblemente fuera la batalla más decisiva de la reconquista.

La paz brillaba por su ausencia desde que unos belicosos invasores procedentes del Maghreb habían desplazado a los apoltronados almorávides
Como consecuencia del cautivador énfasis del discurso del pontífice, a última hora, algunas partidas de francos y leoneses, más testimoniales que otra cosa, se insertaron junto con las siempre comprometidas órdenes militares de Santiago, Calatrava, el Temple y Malta. Curiosamente, el abanderado, puesto de extrema confianza en cualquier batalla medieval, recayó sobre el gran amigo de infancia del rey castellano, el Sr. de Vizcaya, Don Diego Lope de Haro que, a la postre, sería el que iniciaría la épica carga contra los sureños.

Baile de cifras

Con estos mimbres se pergeñaría una de las gestas más audaces de la historia militar de nuestro país, que a su vez sería el comienzo inexorable del declive y presencia en la península de los que durante siglos fueron nuestros vecinos; que todo hay que decirlo, nunca fueron invitados ni llamaron a la puerta con la cortesía indispensable como para ser acogidos de buen grado.

Las crónicas cristianas de la época inflaron de manera exagerada antes y después de la batalla el número de adversarios
Es importante poner en contexto apreciaciones y cifras que hagan que la verdad sea cierta y creíble. Las crónicas cristianas de la época inflaron de manera exagerada antes y después de la batalla el número de adversarios, exageración que se ha repetido como un mantra sagrado durante los siglos posteriores. Es escandaloso aceptar que la coalición del norte peninsular se llegase a enfrentar a la alianza del sur con un monto estimado de cerca de medio millón de soldados adversarios, ya que un mínimo de sentido común nos revela que el avituallamiento de esa muchedumbre requería una logística inasumible y desproporcionada a todas luces. Más cierto y manejable es hacer un sumatorio modesto y realista.

Según diferentes historiadores (Martin Alvira Cabrer y Vara Thorbeck) que han puesto la lupa y un esfuerzo razonable en la investigación de este episodio, es más que probable que en aquel durísimo enfrentamiento, colisionaran alrededor de cincuenta mil combatientes al margen de la servidumbre que componía el sostén de la enorme impedimenta que suponía la logística de ambos bandos.

El número de cristianos no superaría las veinte mil almas a juzgar por la disposición del campamento que levantaron en su momento. También es cierto que, puestos a inflar la contabilidad, se podrían añadir otros cincuenta mil ad lateres que contribuían en mayor o menor medida como aguadores, conductores de la impedimenta, captadores de vituallas, carpinteros, soporte de retaguardia, etc. En ningún caso, y a la luz de los estudios de diferentes historiadores locales y foráneos, se superó nunca la cifra de cien mil combatientes entre ambos bandos. La cifra inicial por si misma puede o no ser impresionante, pero a la conclusión de la batalla, la mitad de los contendientes tenían los párpados cerrados y habían iniciado el gran viaje.

Brechas en la Alianza del Norte

En el lado de los devotos de Mahoma, la composición no era menos heterogénea. Arqueros turcos, caballería almohade, infantería andalusí, guerreros del Atlas y una turbamulta de santones que habían acudido al llamado de la Guerra Santa invocando con piadosas plegarias a Allah para llamar su atención ante aquel lance. Por si fuera poco, Miramamolin, el líder mahometano que dirigía aquel concierto, se había hecho rodear de una guardia senegalesa de trescientos elementos de colosal estatura seleccionados ad hoc para la defensa de la tienda de su líder.

A la conclusión de la batalla, la mitad de los contendientes tenían los párpados cerrados y habían iniciado el gran viaje
Era un 16 de julio de 1212 y el creador se aprestaba a asistir desde su plácido balcón cósmico a una nueva velada en el kindergarten humano. La trifulca prometía ser antológica.

La antigua Hispania y la futura España se enfrentaban no sólo a sus demonios seculares (o sea a si mismos), pues la coalición estaba cogida con alfileres dadas las zarandajas de patio de corrala tan habituales en esta esquina del mundo que es nuestra piel de toro. Además se demostraría que, cuando dejamos de meternos el dedo en el ojo y logramos llegar a acuerdos, podemos superar obstáculos insalvables.

Para entonces se habían producido algunas deserciones en el bando cristiano por parte de los francos, que primaban el botín y el saqueo por encima de la disciplina de grupo y el propósito último para el que habían sido llamados a capítulo por el Papa. Los saqueos previos de Malagón y Toledo, entremeses antes de la transcendental batalla de las Navas de Tolosa habían abierto una brecha entre los integrantes de la Alianza del Norte. Los ultramontanos estaban más por la labor de ir haciendo caja por el camino, que de seguir el plan preestablecido por el rey castellano, que no era otro que el de mantener la iniciativa sin pérdidas de tiempo.

El día señalado

Durante toda la aproximación al escenario donde se dirimiría aquel épico lance, los cruzados (así había sido investida la acción por el pontífice) estaban siendo intensamente vigilados desde las alturas por destacamentos de la caballería almohade con lo que la sorpresa táctica se disipaba a pasos agigantados. Las bien pertrechadas huestes de Al-Nasir ( Miramamolin para los cristianos) aguardaban en el desfiladero de la Losa, en Sierra Morena, defendiendo este angosto y estratégico paso aparentemente inaccesible para cualquier forma de tránsito.

El infernal griterío se mezclaba con la procedencia ubícua y discrecional de los ataques
El grave problema de avituallamiento que venía padeciendo el ejército cristiano fue de alguna manera el detonante de la decisión de los tres reyes para enfrentar con premura el ataque sin más dilaciones. Un largo silencio casi místico, sólo roto por las oraciones que musitaban los soldados y los rezos de los ulemas y los orates de ambos bandos rubricaban la transcendencia del momento. De esta guisa y tras algunas escaramuzas de tanteo preliminares, el día 16 de julio se inició una carga frontal y sin retroceso posible, pues los llamados a este primer asalto sabían que iban a una muerte segura ante la tremenda avalancha de jabalinas, saetas, lanzas y proyectiles de toda laya, que incontables cruzaban aquel cielo de desamparo que bañaba la llanura. Aquello era una tormenta perfecta. La lluvia de flechas de los arqueros turcos, alcanzaba tintes de plaga bíblica; humanos y equinos, eran atravesados sin piedad por la precisión de la infantería Anatolia.

Todos eran muy conscientes a la vez de que no podían caer prisioneros pues acabarían en los mercados de Damasco o Marrakech si conseguían sobrevivir a uno de los días mas señalados de la historia. La solemnidad de que estaban imbuidos ambos contendientes por la ferocidad del combate, no dejaba lugar a dudas. El infernal griterío se mezclaba con la procedencia  ubicua y discrecional de los ataques, maniobras y contracargas, cuerpo a cuerpo desgarradores y el cruel metal rasgando entrañas a un ritmo vertiginoso al que solo el sello de la locura podía dar sentido. La escurridiza e intermitente presencia de la muerte, lo mismo estaba al lado, que arrancaba su ultimo aliento al compañero que un segundo antes te había salvado de una estocada letal. No había lugar para la fatiga en medio de aquel escenario de horror.

Mientras aragoneses y castellanos estaban enzarzados en la contención de aquella marea humana y Lope de Haro y su bisoño hijo rozaban los límites de la resistencia; mientras los portugueses que se habían batido con singular bravura estaban siendo rebasados y las ordenes de Calatrava y Santiago estaban acorraladas en un perímetro muy reducido y menguante; los tres reyes con lo más escogido de sus caballeros lanzan una crítica última carga. Como presididos y guiados por una poderosa fuerza invisible, consiguen atravesar las líneas almohades  de manera  incontestable en dirección a la monumental jaima de Miramamolín.

Una atroz carnicería

Sancho VII de Navarra encuentra la brecha fatal por la que se cuelan quinientos de los suyos. La carnicería será atroz. El hacinamiento de hombres de los dos bandos dentro del perímetro de la tienda del Califa es de tal magnitud que resulta imposible identificar a propios y extraños. La escogida guardia de inmortales de Al Nasir-Miramamolín que estaba conectada  en un destino común por una red de cadenas que los fijaba indefectiblemente a tierra, mueren hasta el último hombre fieles a su juramento.

Hacia las ocho de la tarde de aquel aciago día, la mitad de los combatientes, esto es, cerca de cincuenta mil soldados y caballeros, habían iniciado el postrer tránsito. El botín era incalculable, pero el saldo en vidas también era terrible. La imagen dantesca de miles de cadáveres contemplando el crepúsculo del sol, trascendía ampliamente el significado de la palabra tragedia.

Las consecuencias para Al –Andalus serian terribles. En el plazo de las dos décadas siguientes, caerían por el efecto dominó y el impulso dado tras la exitosa victoria de las Navas de Tolosa más del cincuenta por ciento de los territorios al sur del Tajo, recibiendo la Reconquista un espaldarazo definitivo. Se había pasado de una permanente guerra defensiva a la de erosión constante del adversario.

Las Navas de Tolosa es, probablemente, el golpe militar más severo recibido por el Islam en toda su historia. Como en los cuadros de Turner, una encolerizada y gigantesca ola, arrasaría aquel ejército de creyentes. Allah ese día estaba en otros menesteres.

A día de hoy, todavía me asalta una pregunta recurrente ¿Será cierto que para ponernos de acuerdo en algo es necesario que nos invadan de vez en cuando?.

lunes, 13 de abril de 2015

LA VOLUNTAD DE SER NACIÓN

En último término, el nacionalismo justifica el actual proceso soberanista en Cataluña en “la voluntad de ser nación” del pueblo catalán. Ya no se trata tanto de definir las esencias distintivas de un territorio y sus habitantes en términos clásicos de todo nacionalismo (tales como una lengua propia y diferente del Estado del que forman parte, una historia y unas instituciones diferenciadas, etcétera), y que en el pasado podrían haber servido para justificar la formación de un nuevo Estado-nación. 

Primero, porque ese afán diferenciador con respecto al resto de territorios y ciudadanos del Estado suena a rancio, a justificación etnicista, y, por tanto, difícil de vender en el seno de las democracias europeas, en un mundo donde se espera ser recibido. Pero, además, porque es difícil de justificar en un contexto donde la globalización impone la interdependencia y demanda altos niveles de cooperación entre los diferentes territorios y Gobiernos existentes para asegurar su propia supervivencia, porque desestima la propia diversidad y pluralidad dentro de Cataluña y porque no explica la inexistencia de ese mismo afán por parte de otros territorios colindantes con características similares (en particular, Valencia y Baleares). 

De ahí que lo que de verdad importaría es la voluntad, indiscutible según el nacionalismo, del pueblo catalán de ser nación, una voluntad que, además, hunde sus raíces en el pasado y perdura en el tiempo pues, de lo contrario, sería difícilmente explicable su aparición en los últimos años. 

Es decir, los catalanes tendremos un Estado propio ante todo porque así lo queremos, porque esa es y ha sido nuestra voluntad. Es cierto que para ello, cuando menos, habrá que organizar un referéndum que ratifique su existencia, pero ello en el fondo es un trámite ante la obcecación del Estado español en impedir el ejercicio de este derecho y voluntad evidentes.

Es muy difícil rebatir una argumentación de este tipo, dado su carácter autoexplicativo: se es nación no porque objetivamente seamos una nación (según unos parámetros determinados que lo justificarían) sino porque tenemos la voluntad de serlo; así, cualquier colectivo o territorio podría reclamar ser considerado como nación siempre que tuviera la voluntad de serlo. En todo caso, se podría hacer de una manera instrumental en el supuesto de que no hubiera un número suficiente de ciudadanos que votaran a favor de la formación de dicho Estado en una consulta planteada a tal efecto, como así parecen indicarlo los resultados del 9-N.

En nuestro entorno, esta cuestión ha podido estudiarse en un caso concreto. Efectivamente, en el Tratado de los Pirineos (1659), las monarquías francesa y española acordaron cambiar la línea de demarcación existente hasta entonces entre ambos reinos, de tal manera que todos los territorios al norte de los Pirineos, es decir, la hoy llamada Cataluña Norte (el Rosellón, el Conflent y el Vallespir), pasaron a estar bajo la jurisdicción del monarca francés. Extrañamente, no así el Valle de Arán, que aun cuando se sitúa en la vertiente septentrional de los Pirineos, siguió bajo la jurisdicción del Monarca español. El problema se planteó con respecto al valle de la Cerdaña, cuya ubicación geográfica (norte o sur de la línea de los Pirineos) no era clara. Finalmente, se acordó la partición de la Cerdaña por el medio del valle en una especie de decisión salomónica. Este hecho supuso que, de la noche a la mañana, los habitantes de la parte norte del valle pasaron a convertirse en súbditos del rey francés. Poco importó que los habitantes de la Cerdaña compartieran la misma lengua (el catalán), que mantuvieran unos fuertes lazos familiares forjados a través del tiempo, que consideraran Puigcerdà como su “capital”, etcétera. El equivalente en la época actual sería que de un día para otro dejaron de ser conciudadanos para convertirse en extranjeros. El libro Bounderies, The Making of France and Spain in the Pyrenees de Peter Sahlins (1989, University of California Press, Berkeley, Los Ángeles, Oxford) hace un recuento de lo sucedido y analiza los avatares de los habitantes de la Cerdaña ante un cambio de tales características: el análisis de una realidad, convertida en experimento social real, y su evolución en el tiempo.

Si la voluntad de ser nación fuera insoslayable como pretende el nacionalismo catalán, los habitantes de la Cerdaña francesa también deberían participar de esa voluntad tanto en el pasado como actualmente. En cuanto al presente, la respuesta está al alcance de cualquiera. Basta con visitarla, pero me temo que dicha voluntad está lejos de manifestarse claramente. En cuanto al pasado, no hay más que leer el libro, escrito por un doctor de la Universidad de Princeton a quien difícilmente se le podría tachar de nacionalista español, para constatar que raramente existió. Más bien al contrario, el sentido de pertenencia al Estado francés de los habitantes de la Cerdaña francesa (primero bajo la jurisdicción del monarca francés bajo el Antiguo Régimen y, más tarde, bajo el concepto de ciudadanía introducido por la Revolución Francesa) se desarrolló de una manera instrumental por la necesidad de obtener el apoyo de las autoridades francesas para la resolución de sus problemas y disputas con los habitantes del otro lado de la frontera (que pasaron a ser extranjeros) y cuya resolución exigía la intervención de éstas debido a que ya no eran meramente disputas entre vecinos, sino disputas internacionales. Algo muy similar ocurrió en la Cerdaña española. Así, los habitantes de ambas Cerdañas resaltaban su fidelidad al rey y reafirmaban su identidad francesa y española cada vez que reclamaban la intervención de sus autoridades respectivas con el fin de obtener la atención y el favor de las mismas. Si bien esta situación se prolongó durante dos siglos (la utilización instrumental de la identidad nacional), al final los habitantes de la Cerdaña acabaron por interiorizar su afiliación a Francia y a España. En resumen, los habitantes de un mismo valle con lengua e historia comunes y estrechos lazos familiares pasaron a definir sus identidades nacionales, ser franceses o españoles (como denominación propia y de los “otros”), no tanto por su “participación” en la vida y valores de sus respectivos Estados sino como medio para la satisfacción de sus propias necesidades, lo que acabó transformándose en su identidad nacional. Pero, además, Peter Sahlins añade: “In many ways, the sense of difference is strongest where some historical sense of cooperation and relatedness remains, as in the Catalan borderland of France and Spain”. Ni rastro de la voluntad de ser nación catalana insoslayable y perdurable en el tiempo.

Se podría aducir que este “experimento” es un caso particular y no extrapolable a otras situaciones y circunstancias debido a la existencia de una frontera y a la dependencia que se deriva de ello de las autoridades de un Estado “ajeno” a su verdadera identidad nacional catalana. El caso es que los que eran conciudadanos dejaron de serlo y se transformaron en extranjeros.

Me temo que las raíces de “la voluntad de ser nación” habrá que encontrarlas no en una irrefrenable pulsión que anida en el interior de los ciudadanos catalanes, sino en el poso de una ideología concebida por unas élites nacionalistas con el altavoz de unos medios de comunicación oficiales o debidamente subvencionados y orientados hacia la construcción nacional.


Víctor Andrés Maldonado es licenciado y MBA por ESADE. Fue funcionario de las instituciones de la UE durante el periodo 1986-2012.

sábado, 11 de abril de 2015

OBAMA Y SUS ANSIAS DE HISTORIA DAN LA VICTORIA A CUBA EN IBEROAMÉRICA

Obama necesita fotografías históricas para ser recordado por algo más que por ser el primer presidente mulato.

La VII Cumbre de las Américas va a ser en verdad histórica, aunque no sean pocos los que crean que lo será por las razones equivocadas. Porque el principal acto de la cumbre de jefes de Estado de los treinta y cuatro países no será para celebrar la democracia, sino para honrar a una dictadura. Esto no era exactamente lo que tenía «in mente» Washington cuando, bajo el paraguas de la Organización de Estados Americanos (OEA), auspició estas cumbres. Se trataba de encauzar el impulso hacia la democracia y la libertad surgido de la caída de los regímenes comunistas europeos y la URSS. Con un tratado para el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que se soñaba con tener en 2005. Sucedió lo contrario.

En 1994 se creía que la dictadura de Cuba, aislada, caería. Pero en el 2000 el régimen comunista de la isla tenía ya un poderosísimo aliado en Venezuela. Desde entonces la libertad ha retrocedido sin cesar ante el «socialismo del siglo XXI». En 2012, una mayoría de países forman un compacto frente integrados en el Foro de Sao Paulo, donde en 1989 se había lanzado el proyecto revolucionario y antimperailista de nuevo cuño. La falta de condenas oficiales al régimen demente de Maduro en Venezuela revela hasta qué punto las democracias tienen más dificultad hoy que entonces en defender la libertad frente al socialismo.

Hoy se celebrará ese encuentro entre Barack Obama y Raúl Castro. La imagen que dará la vuelta al mundo será la escenificación del fin del aislamiento de Cuba como un hito de la presidencia de Obama. Se deberá básicamente al cúmulo de fracasos de Obama, que, a dos años de dejar la Casa Blanca, necesita con urgencia fechas y fotografías históricas para ser recordado por algo más que por ser el primer presidente mulato. El acuerdo con la dictadura de Cuba es uno de ellos. Otro es el acuerdo con Irán. Ambos los ha deseado Obama tanto que no ha sido exigente con el contrario. Las consecuencias se verán cuando él ya no esté.

HERMANN TERTSCH, ABC – 11/04/15

jueves, 9 de abril de 2015

PODEMOS - POPULISMO CONTRA DEMOCRACIA


No se habla hoy de populismo por una moda desconectada de la realidad, sino porque está ahí, en Europa y en España. Para muchos viejos demócratas españoles, el populismo es hoy una gran tentación: ya que la democracia liberal y pluralista no funciona bien y no se hacen esfuerzos suficientes para regenerarla, demos pasos hacia una democracia populista que será de mejor calidad, más directa y participativa, con el ciudadano como auténtico sujeto.

¿Es ello cierto? Es más, ¿podemos hablar de “democracia populista”? ¿El populismo es una forma de democracia tal como en Europa la entendemos desde la II Guerra Mundial? Pienso que no, creo que el populismo es algo bien distinto, tanto en sus fundamentos como en sus valores y fines. Es más, el populismo es una degeneración progresiva de la democracia misma y, si llega a ganar unas elecciones, siempre intenta hacerse con todo el poder del Estado y cambiar las reglas del juego político para instaurar un sistema distinto que, probablemente, ya no puede ser denominado democrático.

Por todo esto, en España el populismo pone en cuestión la Transición política, considerándola un simple cambio cosmético del franquismo, una mera continuidad del mismo, y se propone iniciar un nuevo proceso constituyente cuyo fin es aprobar una nueva Constitución. El populismo, así, no es una nueva manera de entender la democracia, sino un movimiento que pretende acabar con ella.

Ciertamente, el término populismo ha sido usado con distintos significados en diferentes contextos históricos y geográficos, algo que no es casual. ¿Hay alguna semejanza entre el populismo de los narodniquis rusos del siglo XIX con el fascismo y el nazismo, del anarquismo con el peronismo, del jacobinismo con el nacionalismo, de Pablo Iglesias con Artur Mas? Sin duda la hay, a pesar de tener contenidos tan diferenciados. Lo común a todo populismo no es una ideología substancial —derechas o izquierdas, por ejemplo— sino una estrategia para acceder y conservar el poder, lo cual le permite cobijar ideologías muy distintas, siempre que coincidan en que la causa de todos los males es una y sólo una, sea el zar o el rey, la propiedad, la religión, la oligarquía financiera, las élites políticas o la opresión nacional. Siempre debe ser una causa simple, emocionalmente sencilla de entender y racionalmente difícil de explicar con buenos argumentos.

Si es así, si se trata de algo tan simple, emocional y poco argumentado, ¿cómo es que el populismo prende con tanta facilidad? La razón está en su origen. Se justifica porque el sistema político de un determinado país funciona mal, no soluciona los problemas de amplios sectores sociales ni da respuestas a sus demandas. El éxito inicial de Podemos no se explica sin la crisis económica, el paro, la corrupción política y el desprestigio de los grandes partidos. Por tanto, hay causas para el cambio; la cuestión es si este cambio debe consistir en una reforma del sistema o en una ruptura del mismo.

Ciertamente, el populismo, con sus pretensiones de radicalidad democrática, lo que quiere es cambiar el sistema de raíz aplicando unos criterios muy simples. Se trata de contraponer los malos a los buenos: el mal está en las élites, el bien en el pueblo; el objetivo es que dejen de gobernar las élites y pase a gobernar el pueblo. “Nosotros, los populistas, representamos al pueblo, no porque este nos haya votado, sino porque lo conocemos bien ya que somos parte del mismo y, por tanto, sabremos defender sus —nuestros— auténticos intereses”. Este es el planteamiento inicial, sencillo de comprender por la vía emocional.

Tanto Pablo Iglesias como Artur Mas plantean causas simples y emocionalmente sencillas

¿Quiénes forman parte de las élites? Los grandes poderes económicos, especialmente la banca y las grandes empresas globalizadas, y los políticos que alternativamente van ocupando los sucesivos Gobiernos. A ambos, a empresarios y políticos, a los que forman la casta, los unen intereses entrecruzados que son distintos y contrapuestos a los intereses del pueblo. ¿Y quién forma parte del pueblo? El resto de españoles, aquellos que no son casta, los expoliados por esta, la buena gente perjudicada por la voracidad de las élites económicas y políticas, corruptas por naturaleza. El pueblo, así, está unido porque tiene un enemigo común, la casta, y las contradicciones que pueda tener en su seno son de carácter secundario si las comparamos con la principal: el antagonismo casta/pueblo, élite/gente.

No hay que darle muchas vueltas a la cuestión, resolver el problema es sencillo: basta con que gobierne el pueblo y deje de gobernar la casta, hay que sustituir la una por el otro. Por ello, los populistas empiezan como partido pero enseguida quieren constituir un movimiento, no quieren ser parte de un todo sino el motor de ese todo. El pueblo, aquello que no es casta, no está dividido sino unificado por un interés común: su antagonismo con la élite. Este partido que debe convertirse en movimiento será el único capaz de defender ese interés, de defender al pueblo. Para ello no basta con tener representación en el Parlamento, ser oposición, coaligarse con otros partidos, en definitiva, hacer política: es preciso ocupar el Estado, hacerse con todo el poder, no en vano es el verdadero representante del pueblo.

La siguiente tentación de que el movimiento lo encarne un líder con el argumento de que el pueblo quiere rostros conocidos, confía más en las personas que en las ideas, necesita dirigentes que sólo con mirarles a la cara ya se adivine que se trata de hombres buenos y honrados, igual que quienes forman parte de la casta, sólo también con mirarles, ya se ve que son aviesos y corruptos, simples aprovechados, la pura encarnación del mal. Todo debe ser sencillo, transparente, al alcance de todos, como son la vida y la política en los malos canales de televisión.

El modelo democrático es liberal, mientras que el populista tiende a ser totalitario

La democracia, tal como la conocemos, es lo contrario. Se trata de un sistema político muy defectuoso, necesitado de correcciones, consciente de que nunca alcanzará la perfección. En la democracia, nada es sencillo sino que todo es complejo, es lenta en sus actuaciones pero segura en sus decisiones, tomadas tras un proceso público racional y argumentativo. Para la democracia, el pueblo no es un todo unificado sino un conjunto plural de personas y grupos con intereses diversos, conflictos internos continuos que, precisamente, intentan resolverse por las vías democráticas previstas, mediante componendas a veces nada fáciles. El Estado, por su parte, es un conjunto de órganos sometidos a normas jurídicas, no representa al pueblo —sólo uno de estos órganos, el Parlamento, es su representante—, y cada órgano emite mandatos vinculantes y, además, se controlan mutuamente desde el punto de vista político —el Parlamento al Gobierno— y jurídico —los jueces y magistrados a todos los demás—.

Por tanto, la democracia no es sólo el poder del pueblo sino, además, un sistema orgánico de controles mutuos. Las decisiones políticas no son producto de una sola voluntad sino de un proceso en el que actúan voluntades diversas con funciones —legislativas, ejecutivas y jurisdiccionales— muy distintas. Para la democracia el Estado es un engranaje complejo, un instrumento cuyo único objetivo es que las personas sean libres e iguales. Para el populismo, el Estado es un instrumento que conoce previamente cuáles son los intereses del pueblo y, por tanto, no necesita debates ni controles para garantizarlos.

El Estado democrático, además, es liberal, es decir, su objetivo sólo es asegurar la igual autonomía de los individuos; el Estado populista tiende a ser totalitario, es decir, sabe de antemano aquello que conviene a estos individuos y utiliza su poder para tomar las decisiones oportunas sin necesidad de utilizar procedimientos para consultarlos. 


No se trata, pues, de dos formas de gobierno distintas, sino de dos formas de Estado diferentes: la una, democrática, y la otra, no.



Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.