domingo, 14 de octubre de 2012



A Ramiro de Maeztu le fusilaron los republicanos, en el cementerio de Aravaca, en 1936, en una de aquellas sacas que, al parecer, no caben en la «memoria histórica». Su condición tradicionalista tampoco le granjeó muchas simpatías en el ámbito de Falange Española y, en consecuencia, es uno de los muchos talentos olvidados, casi proscritos, con los que engrandecemos nuestra ignorancia colectiva. Ahora, cuando en uno de sus espasmos acostumbrados los nacionalismos pretendidamente separatistas lucen su brío y dificultan la solución de otros problemas más urgentes, no menos graves, es conveniente acordarse de Maeztu. No solo porque, con monseñor Zacarías de Vizcarra, acuñó la palabra «Hispanidad», sino sobre todo porque conoció de cerca los procesos germinales de esos nacionalismos que hoy nos inquietan y que, sobre su sentido político, conllevan responsabilidad en el retraso de la solución que esperan y merecen los españoles -uno de cada cuatro- que están sin trabajo ni esperanza.

Maeztu tuvo el acierto de entender los separatismos vasco y catalán como un fenómeno urbano, no como un ensoñamiento rural y amorosamente tutelado por las madres, como apuntaban muchos analistas de su tiempo. «No ha nacido el separatismo -escribió en Hora de España- en Urgel o en Azpeitia, sino en Barcelona, ciudad de población heterogénea, y en Bilbao, villa en la que hace más de un siglo se ha olvidado el vascuence». Esa condición urbana del fenómeno niega muchas de las esencias literarias y románticas con las que tratan de disimular sus promotores lo que es, más prosaicamente, la defensa cerrada y xenófoba de la propia riqueza.

En esa pugna entre los separatistas y los partidarios de una España descentralizada, pero unida, aquellos parecen meter más goles que estos. Es natural. La verdad democrática se asienta sobre la debilidad que proporcionan la libertad y las muchas dudas que suelen acompañarla. Los vociferantes del independentismo no tienen incertidumbre alguna, funcionan desde la fanática certeza que es inevitable cuando se siente la posesión de la verdad y se pretende la exclusión de los diferentes, sea cual fuere la diferencia a considerar. El nacionalismo viaja siempre con un aroma fascistoide y un pretexto social. Tan amalgamada confusión entre el fondo y la forma nacionalistas fue la que llevó a un prócer, como Enric Prat de la Riba, a plantear la idea de una raça histórica. A orillas del Mediterráneo no cabe andarse con escrúpulos de ADN y la levedad de la idea permite evaporar el inconveniente antropológico. De ahí que convenga alejarse de los nacionalismos como del espiritismo. No es lo que prefieren nuestras autoridades nacionales, siempre dispuestas a sobredimensionar el problema; pero lo mejor es el desdén.


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