CATALUÑA SAGRADA
GABRIEL ALBIAC. ABC
El tiempo que no pasa, el tiempo siempre anclado de las mitologías, es el heraldo oscuro de un mundo putrefacto. Va siempre revestido de ornamentos solemnes: de patria, lengua, sangre... Pero es una piltrafa que no habita el espíritu. El tiempo congelado de las mitologías condena a Cataluña a un naufragio anacrónico en el alucinado mar de las creencias. Nacionalismo es sólo religión sucedánea. La salvación mundana, que promete el caudillo, es una vieja historia en la Europa del tiempo de entreguerras: sólo inventar el odio a un perverso enemigo de leyenda infantil puede fundir al pueblo en torno al sacro líder, que alumbrará el destino luminoso del país. Que el líder sea un ladrón ya desenmascarado, o bien sea el heredero de todas sus hazañas, da lo mismo: la patria los premiará, en las cumbres en donde alienta el mito, fuera del tiempo, impávido, con una vida de héroe.
Es todo tan ridículo, que da un poco de vergüenza volver a formularlo: no, no hay la menor renovación en la religión laica de cuya exaltación vive el nacionalismo. Ni un solo gesto de Pujol o de su aprendiz Mas, ni una tilde o una coma de quienes cantan su epopeya, se diferencian un átomo de los gestos y palabras que escenificara Riefenstahl o teorizara Rosenberg. Con la específica peculiaridad de que, allá donde el arrebato nacionalista centroeuropeo colocó el asesinato como rito de paso, los de Pujol pusieron el robo. Es una diferencia. Y no hay que menospreciarla. Pero tampoco deberíamos menospreciar al Hitler que cuenta, en 1933, a Hermann Rauschning lo políticamente rentable de su llamamiento a los suyos para que roben en masa: el robo compartido une aún más que la sangre.
El nacionalismo actual nace en Cataluña con Jordi Pujol. De quien el primer y tan señorial presidente autónomo, Josep Tarradellas, vaticinaba hasta qué punto haría añorar a Franco. Hoy, tras decenios de poder monolítico y tras haber impuesto como heredero a su hombre de confianza, el jubilado Pujol aparece como el patriarca de un impune clan de estafadores. Modélica familia. Numerosa y unánime. Próspera en los negocios. Y virtuosa en la sutil ingeniería que hace invisible el dinero multiplicado, de paraíso fiscal en alcantarilla financiera.
Todo el mundo sabía eso. Desde siempre. No desde estos doce meses en los que la Justicia ha ido cerrando sus redes en torno a todos los Pujol y Ferrusolas. ¿Por qué, sabiéndolo, nadie en uso del automatismo del Estado quiso cortar aquello? A lo largo de cuatro décadas, el poderío de esa gente fue bastante para imponer terror a los fiscales, jueces, a los mismos gobernantes españoles. ¿Qué poseían para dar tanto miedo? El mito. Aquel que, cuando fue tocado por el escándalo de Banca Catalana, permitió a los Pujol identificar a su Patriarca con la Patria misma. Y hacerlo cosa sagrada. Y dar como evidencia que cualquier exigir cuentas al presidente era escupir al rostro de Cataluña.
Es algo tan idiota que resulta difícil entender que funcionara. Funcionó. Ninguno de nosotros es inocente de ello. Nos dio miedo ser tachados de «españolistas»: insulto supremo. Nos lo sigue dando. No hay un solo país en la Unión Europea en el cual alguien que hubiera violado principios constitucionales como los que Mas viene saltándose no estuviera en la cárcel. Pero nadie en la UE se avergüenza, como nos avergonzamos en España, de ser nosotros mismos. Es nuestra maldición. Y, en este otoño, que cristalizará el tiempo que no pasa, podrá ser nuestra tragedia. Vulgarísima.
EL TOLERANTE
LUIS VENTOSO, ABC
Buscando votos bajo las piedras, Sánchez decidió un día mercadear con su intimidad familiar. Metió en su piso al extravertido alpinista Calleja y sus cámaras, compartiendo velada y cena con su mujer y sus dos hijas. Como parte del «reality», incluso invitó al montañero a dormir en el sofá, reto menor para un aventurero que alardea de más ventiscas en el Himalaya que el Yeti y Juanito Oiarzabal juntos.
Toda vez que Sánchez ha decidido que su intimidad doméstica es de interés público, podría resultarnos politológicamente útil para intentar entender sus esfuerzos por construir el círculo cuadrado. Y es que este prodigio de la estrategia quiere obligar a los sediciosos catalanes a cumplir la ley, pero desde el diálogo, sin decirles que no, a diferencia del inmovilista Mariano, un ultra carpetovetónico, empecinado en la excentricidad de que las normas democráticas nos obligan a todos por igual.
Veamos. Los Sánchez-Fernández, Pedro y Begoña, tienen dos hijas pequeñas. Por lo que se atisbó en la incursión de Calleja, aquel es un hogar típico de una familia española educada y de clase media. Deducimos que imperan unas normas de conducta regladas que obligan a las niñas; lo habitual: a la cama en hora prudente, tele dosificada, comidas saludables, modales mínimos y un tiempo para los deberes.
Pero hete aquí que un día una de las pequeñas Sánchez Fernández proclama airada que ella es libre, así que abre la despensa y comienza a ponerse tibia de chocolate. Cuando va ya por una tableta, anuncia además que esta noche se va a quedar viendo MasterChef hasta las mil, que se acabó lavarse los piños y que demanda un iPad extraplano para darle al Facebook y un móvil Samsung tamaño zapatilla para guasapear con su pandi. Su hermana suscribe la revuelta y comienza a jugar al tenis en la sala, con riesgo de derribar una placa que acredita el más alto cargo que ha tenido hasta ahora Sánchez: concejal. Las nenas están desbocadas. ¿Qué hace nuestro Sánchez? Suponemos que fiel a su filosofía les advierte que «no voy a permitir ningún desafío a las normas». Pero añade que entiende su protesta y que asume que como han montado un pollo algo debe darles, porque, aunque en casa imperan unas normas, toca revisarlas para satisfacer los deseos súbitos de las insumisas de acostarse a la una, no hacer los deberes, pegarse atracones de comida guarra y vivir enchufadas al móvil. Y es entonces ay cuando Begoña se levanta, pone cara de palo, propina a las nenas media suave colleja, les ordena irse a la cama y se acaba el astracán.
Querido Sánchez, por caridad, aterrice:
- No se puede dialogar sobre nada con quien solo se conforma con la destrucción de tu país.
- No se puede cambiar la ley democrática española al dictado de los sediciosos.
Su estéril propuesta federalista es una mueca vacía y desleal, que solo busca diferenciarse electoralmente del PP, pero que hace mucho daño a España en un momento en que se requiere unidad sin matices ante un pulso mayor.
Más lealtad, patriotismo democrático y sentido común. Menos felonía oportunista y menos postureo. Gracias.
PERDIÉNDONOS LA FIESTA
SANTIAGO RONCAGLIOLO, EL PAÍS
Hace un par de meses, me desplacé de Barcelona a Madrid para la presentación del poeta peruano Carlos Germán Belli. Lo hice por admiración pero también por solidaridad, porque pensé que un poeta extranjero y difícil no iba a ser precisamente un éxito de público. Cada asistente era importante. Por suerte, me equivoqué.
Al acto, celebrado en la Casa de América, asistieron cerca de 150 personas. Sobre Belli flota el rumor del premio Cervantes, de modo que había representantes de las instituciones culturales como la Real Academia o el propio Instituto Cervantes. Pero también asistieron otros escritores peruanos y latinoamericanos, que encontraron un punto de encuentro. Y público en general con interés por el Perú o la poesía. Mario Vargas Llosa recitó un texto de Belli. José Manuel Caballero Bonald trazó un mapa de las relaciones entre su poesía y la del homenajeado. Apenas lo conocía personalmente, pero se sentía unido a él por una lengua y una tradición literaria común.
Para mí, fue emocionante. Y a la vez, triste. Porque comprendí que, en Cataluña, una fiesta así sería imposible.
Sí. Este año se organizó en Barcelona un bello homenaje a Gabriel García Márquez. Pero cualquier escritor que no tenga un Nobel, esté muerto, y sobre todo, haya residido en Cataluña, tiene pocas posibilidades. La lengua española no recibe apoyo del Estado, y el mundo cultural tiene la cabeza en su propia historia. Hay una Casa de América catalana que hace lo que puede, pero sus recursos son mínimos. Es muy gráfico que esta Casa ni siquiera tenga un local individual: está en un entresuelo. Y durante años, ni siquiera pudo tener un cartel visible desde la calle (tampoco es muy visible el que tienen ahora, la verdad).
Pero en el acto del poeta Belli descubrí algo mucho más alarmante: los latinoamericanos de mi medio —escritores, editores, periodistas— están abandonando Barcelona. He pasado tiempo creyendo que se marchaban de España por la crisis. Pero ahí me encontré con que muchos de ellos se han trasladado a la capital. En cambio, ya ninguno hace la ruta contraria, la que yo mismo hice, la que antes era normal.
Ninguno de estos amigos y conocidos se ha marchado por ser anticatalán o antinacionalista. Ninguno diría que la política ha tenido algo que ver con su decisión, Simplemente, han encontrado trabajo allá. Pero precisamente eso es la consecuencia de lo que está pasando en la política catalana: hoy, si escribes en español, tu vida está en otra parte.
Cuando comento estas cosas en Cataluña, los más nacionalistas me responden que eso ocurre porque Madrid es la capital: hay más dinero, más movimiento, más todo. Pero ese argumento ignora su propia historia. Para los escritores en lengua española, Barcelona siempre fue mucho más importante que cualquier capital. Como recuerda Xavi Ayén en su monumental Aquellos años del boom, el gran momento de la literatura latinoamericana se forjó en Cataluña. Lejos de Franco y cerca de Francia, esta ciudad se convirtió en la puerta del español hacia Europa. Y cuando yo llegué aquí hace diez años, aún lo era. Los intelectuales que hoy abandonan Barcelona prueban precisamente que antes estaban aquí. Madrid nunca había podido llevárselos. Hoy Barcelona se los regala, renunciando con convicción a su propio lugar de privilegio.
El crítico y editor Andreu Jaume advirtió en estas mismas páginas el 19 de junio que la capitalidad editorial de Barcelona “peligra ahora por una desidia política que ya está empezando a propiciar una diáspora cultural”. Yo añadiría a la desidia, ceguera. Porque esta ruptura responde al conflicto de algunos políticos catalanes con España, pero el español no es la lengua de España: es la lengua de quinientos millones de personas y la segunda más hablada en el mundo. La española ni siquiera es la mayor comunidad de hablantes de ella, tampoco la más importante. Si los hispanos de Estados Unidos fuesen un país, formarían parte del G20. En este gigantesco universo, lleno de energía creativa, Barcelona siempre fue la Nueva York. Hoy está empeñada en convertirse en la Letonia.
Me temo que no se trata de un error, o de un daño colateral, sino de un acto voluntario y deliberado. Como todo nacionalismo, el catalán se basa en el convencimiento de su propia superioridad respecto de quienes lo rodean. El nacionalista catalán cree que los suyos son más eficientes, modernos y cultos que un andaluz o un gallego, y resume todas esas cualidades en el concepto “más europeo”. En general, muchos europeos están convencidos de ser mejores que los demás y ya no reparan en el tufillo xenófobo de considerar su origen como una cualidad. A eso me he acostumbrado. Pero ante gente que se considera más europea que otros europeos ¿Qué podemos esperar los americanos? Todo lo que un nacionalista catalán desprecia de España es lo que nosotros representamos.
Ahora bien, independientemente de cuestiones de sensibilidad: ¿De verdad es viable desdeñar a toda esta gente? ¿A todos esos países? El español es la segunda lengua de Estados Unidos. Es una puerta a Japón y China a través de las relaciones entre los países del Pacífico. El impacto cultural de este fenómeno no se limita a los libros, sino a todos los ámbitos de la comunicación. Un país hispano, México, alberga la segunda feria editorial más grande del mundo en Guadalajara. El español es la segunda lengua en Twitter. La ficción latinoamericana se emite en pantallas de televisión de Croacia, Rusia o Australia ¿Es posible menospreciar a todo el planeta?
La respuesta es no. Lo que sí es posible es que quedarse solo. En la medida en que Cataluña defiende su identidad como diferente de la de todos los demás, pierde referentes para hacerse oír en el mundo. Hay una fiesta allá afuera. Y los que vivimos aquí nos la estamos perdiendo.
Cataluña nunca fue esa provincia encerrada en sí misma que los nacionalistas quieren construir. Si algo ha admirado de ella el mundo hispano es su espíritu cosmopolita y su apertura. Durante décadas, su bilingüismo perfecto ha sido la señal de una sociedad culta, orgullosa de sí misma y dialogante a la vez. La protección del catalán en la educación fue un ejemplo para las lenguas autóctonas americanas, antes de convertirse en todo lo contrario: un esfuerzo por borrar al otro.
La paradoja es desoladora: basados en un elevado concepto de su propio cosmopolitismo, los nacionalistas están construyendo una sociedad más provinciana. Por enormes que sean sus banderas en plazas y estadios. Por fuerte que griten en catalán e inglés. Por muchas embajadas que quieran abrir. Su único proyecto cultural es precipitar a Cataluña orgullosamente hacia la irrelevancia.
Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) es escritor.
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