«España es el problema; Europa, la solución» fue la frase con que Ortega encandiló a dos generaciones de españoles intelectualmente huérfanos. De ahí el alborozo que nos produjo el ingreso en la Comunidad Europea. ¡Albricias, ni África empezaba en los Pirineos ni Europa acababa en ellos! Y ahora resulta que el problema es Europa. También es mala suerte.
De la decadencia europea, identificada con Occidente, se viene hablando desde que, hace un siglo, Spengler escribió su famoso libro sobre ella, y las dos guerras mundiales, que en realidad fueron guerras civiles europeas, vinieron a ratificarlo. Tras la segunda, los europeos se dieron cuenta de que o se unían o desaparecían por el escotillón de la historia. Muchos lo habían intentado antes, Carlomagno, nuestro Carlos I, Napoleón, Hitler, sin conseguirlo. El problema es el de la Grecia antigua: que si las ciudades griegas se resistían a unirse, a las naciones europeas les ocurre lo mismo. Sólo después de los dos palizones en el siglo XX, comprendieron que el único camino era aliarse, comenzando por un consorcio sobre el carbón y el acero, para pasar a un mercado común, que ha desembocado en una confederación de 28 miembros que, por calidad de vida, es la envidia del mundo. Incluso ha creado una moneda común. Pero ha sido precisamente su éxito lo que ha traído sus dificultades. Tan bien iban las cosas, tan rápida era la expansión y tan fácil estaba resultando todo que no tomaron las más elementales precauciones.
La primera, que crear una nueva moneda sin haber montado antes una hacienda y una fiscalidad común es como empezar una casa por el tejado. Una moneda depende de la economía que tiene debajo, y el euro se hizo a imagen y semejanza del marco, haciendo ricos de repente a millones de europeos que no lo eran. Fue como los irlandeses, portugueses, españoles y bastantes más empezaron a encontrar barato Nueva York, lo que era una herejía económica, pues sus economías ni de lejos daban para tanto. La cosa se agravó con la prisa en ampliar la comunidad, dando entrada en ella a países que no reunían las condiciones necesarias, Grecia a la cabeza, que entró en el euro mintiendo y desde entonces no ha hecho más que pedir dinero a sus socios, sin que estos quisieran verlo. La crisis, que no ha sido más que una enorme burbuja de especulación y endeudamiento, fue el tsunami que arrasó aquella orgía de gasto que dejó al descubierto la bancarrota de personas, empresas y países, con tragedias colectivas e individuales que rompen el corazón.
Como siempre ocurre en tiempos de desconcierto y turbulencia, surgen profetas que si, por una parte, están dispuestos a barrer cuanto hay en el escenario, por la otra aseguran tener fórmulas milagrosas para solucionar todos los problemas. Con gentes que, en su desesperación, están dispuestas a creerles. La experiencia nos advierte de que nunca hay que tener más cuidado ni tener la cabeza más fría que en las situaciones críticas. Se habrán ustedes hartado de leer y escuchar que la salida de Grecia del euro acabaría con este y, a la postre, con la UE.
Pues bien, es una majadería, a más de una mentira como una casa, por más premios Nobel que lo digan. Nueve países de la UE, algunos tan dispares como Polonia y el Reino Unido, no están en el euro y les va tan bien. Es incluso posible que a Grecia también le fuera, al permitirle devaluar su moneda, cosa que no puede hacer en el euro, y hacer las reformas que necesitan su administración, finanzas y política. Eso sí, con sacrificios. Pero sacrificios tendrán que hacerlos tanto en el euro como fuera de él.
La segunda gran mentira es que la salida de Grecia significará que «Europa pierde su alma», como he leído a uno de esos comentaristas que presumen de enterados y sensibles sin saber de lo que hablan. Ya Ortega arremetió contra ellos con la indignación y desprecio del que sabe distinguir lo verdadero de lo falso. Al comentar el libro de Gerhard Hauptmann Primavera griega, escribe: «Si un español visita las ruinas del Ática, no se crea más cerca de Platón porque en la rota silueta de la Acrópolis reconozca el jocundo mediodía balear. Los griegos mismos vieron pronto que no constituía su valor histórico la condicionalidad de su clima y de sus cráneos. Griegos son, dice Isócrates, no los que vienen de una familia, sino los que participan de la cultura helénica». Para descargar el mazazo: «En este sentido –certifica el maestro–, un alemán se halla más cerca de Grecia que cualquiera de nosotros. El alma alemana encierra hoy la más elevada interpretación de lo humano, es decir, de la cultura europea. Gracias a Alemania, tenemos alguna sospecha de lo que Grecia fue. Ellos, con su proverbial pesadez, lentitud, cerveza, castidad, pietismo, han ido ensayando las fórmulas preciosas para aprehender aquel esplendor sobre el mar Egeo.»
Sólo tienen ustedes que cambiar español por griego, cultura por política y principios del siglo XX por principios del siglo XXI, y tendrán el reciente debate en Bruselas. Visto y oído el mismo, Tsipras y Varufakis, con sus desplantes, trucos, insultos, chantajes, no representan lo que se viene entendiendo como pensamiento clásico griego, sino más bien lo contrario: la marrullería levantina mintiendo a todo el mundo para salirse con la suya.
Mientras que el respeto a la norma, a la realidad y a la palabra dada la representó ese señor ensilla de ruedas, sin motor eléctrico, que es el ministro alemán de Finanzas, Schäuble, respaldado por su canciller. Son los que han defendido que Europa, si quiere unirse y seguir interpretando un papel importante en la historia, tiene que empezar por respetarse a sí misma y cumplir las normas que se ha dado. El populismo anarquizante de los actuales dirigentes griegos sólo la llevaría a su disolución.
Quiero decir que si de algo ha servido esta crisis es de advertencia, no sólo a los griegos, sino a todos los europeos. Necesitamos más Europa, no menos. Quiero decir, menos nacionalismo y más europeísmo, más vínculos y menos excepciones, más normas comunes y menos hechos diferenciales. Hay que corregir lo que se ha hecho mal –empezando por crear una fiscalidad comunitaria– y reforzar lo que se ha hecho bien –convertir Europa en una isla de libertades individuales y responsabilidades colectivas–, sin olvidar nunca que una Europa pequeña, pero respetuosa de los valores clásicos griegos, vale más que una gran Europa que los ha olvidado.
José María Carrascal, periodista. ABC
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