España está infectada de populismo y demagogia. La infección ha alcanzado el nivel de plaga. Como escribió Camus, las plagas son comunes pero es difícil reconocerlas y cogen a las gentes siempre desprevenidas; se dicen que la plaga es irreal, un mal sueño que tiene que pasar; pero son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no son más culpables que otros, sólo olvidan ser modestos: se creen libres y nadie es libre mientras haya plagas. Para argumentar esta tesis y proponer soluciones es preciso diferenciar síntomas, estrategias, causas y consecuencias de la plaga.
Para identificar los síntomas del populismo y de la demagogia que anegan nuestra democracia basta con aclarar qué se entiende por ambos. La demagogia es un instrumento populista y, en este sentido, un índice y un factor de populismo. Consiste en manipular y ganarse a la gente aprovechando su indignación y su miedo, radicalizando y exagerando los motivos de crítica, reclamando el monopolio de sus aspiraciones e intereses -que justifica aunque sean irrealizables tachando de elitistas a quienes los cuestionan-, adulándola y acaparando su representación. Pero la demagogia sólo es una herramienta; el populismo es la esencia de la infección convertida en plaga. Más allá de las diferencias ideológicas tradicionales (afecta a todos los partidos y hay populismo de izquierdas y de derechas), su principio clave es el cuestionamiento y el desprecio de la mayoría de las mediaciones institucionales, que pueden ser violadas si al populista le conviene; por ejemplo, las normas garantes de la propiedad privada, las advertencias de los organismos internacionales, los consejos de las asociaciones empresariales, las resoluciones judiciales, las recomendaciones de las fuerzas de seguridad, la lógica propia de las transacciones económicas o, en suma, la racionalidad y la legalidad vigentes sin más.
Incluso la gran mediación institucional, el lenguaje cotidiano, es violentado por los populistas, con los que suele ser imposible debatir porque prostituyen el sentido tradicional de los conceptos sociales, políticos y económicos, enlodando la opinión pública de retórica vacía, sentimental, radicalizada y efectista. Por no hablar de gestos violentos como los escraches, que demuestran que el populista se salta los procedimientos establecidos porque se siente moralmente superior. En definitiva, el populismo menosprecia los controlables y discutibles principios racionales instrumentales (jurídicos, económicos, históricos, científicos, …) e idealiza los evanescentes e infalsables principios voluntaristas finalistas (ideológicos, políticos, morales, religiosos, …).
Según esta descripción, serían populistas gestos políticos como, por ejemplo, declarar que no se cumplirán las leyes injustas, u oponer a una resolución judicial la voluntad del pueblo, o elevar la mera imputación judicial a criterio de inhabilitación política, o reclamar de los gobiernos más política y menos gestión, o idealizar como más auténticas las manifestaciones populares que la acción ordinaria de los representantes legales, o interpretar con simplificaciones maniqueas los problemas más graves (distinguiendo entre buenos y malos, honestos y corruptos, progresistas y conservadores, pueblo y casta, …) o, en definitiva, menospreciar los datos y los hechos y argumentar escupiendo eslóganes, mitos y tópicos. El populismo es gobernar según el españolísimo lema «esto lo arreglaba yo en cinco minutos».
El populismo critica radicalmente las instituciones, a las que considera coactivas, asfixiantes y no representativas. Frente a ellas, idealiza la supuestamente pura voluntad del pueblo, cuya representatividad reclama en exclusiva y a la que considera directamente realizable sin mediación alguna. La estrategia principal de este afirmacionismo populista es hoy la propaganda realizada a través del medio de comunicación más relativista y relativizador, y que más eficazmente anestesia nuestro sentido crítico: la televisión. Ningún otro medio es tan igualador y en ningún otro es tan fácil anular el principio de realidad, que siempre es frustrante y limitador, un aguafiestas para el populista. En la televisión, en cambio, todo es posible y hasta la realidad más fea o falsa puede mostrarse como bella o certera apariencia. Por ello mismo, la televisión es idónea para construir y expandir la otra gran estrategia populista: el carisma del líder. El liderazgo es indispensable para la homogeneización y hegemonía populista, para abrir la brecha y sembrar el germen del cambio del sentir mayoritario.
¿Cuáles son las causas de la plaga? Las hay teóricas y sociales. Los fundamentos teóricos clásicos del populismo están en el pensamiento de Marx, en concreto en su crítica al Estado de derecho liberal, que consideraba ilegítimo por estar al servicio del capitalismo y enmascarar los conflictos reales. Dicha crítica ha experimentado sucesivas modificaciones alcanzando una versión máximamente moralista en la idealización de mayo del 68, supuestamente un acaecimiento político inmaculado. La línea de reflexión contemporánea más afín y más usada por el populismo es la del marxismo gramsciano elaborado y enriquecido en la teoría de la hegemonía de Laclau. Pero la teoría acompaña y refuerza otros factores.
En el caso de España, la extensión de la plaga debe mucho a un clima de crisis de la representatividad de los partidos políticos en general, y de los gobernantes en particular, debido fundamentalmente a la corrupción de los mismos (tan real como a la vez sobredimensionada por los populistas) y a la crisis económica, y que está siendo aprovechado por líderes populistas y demagogos. Es preciso subrayar que ni las causas son irreales ni todos los mensajes populistas carecen de verdad y de legitimidad. Su carácter infeccioso proviene justamente de mezclar juicios y soluciones ciertos y rigurosos con otros demagógicos y manipuladores.
Por último, las consecuencias de la plaga son imposibles de determinar con precisión. Pero tanto el conocimiento de la historia como el de países recientemente infectados ilustra acerca de los efectos devastadores del triunfo del populismo. Los mismos pueden sintetizarse en el deterioro, sumamente grave por lo que implica, de los principios fundamentales de las democracias liberales occidentales, a saber: pluralidad de la sociedad civil, división y autonomía de los poderes, equilibrio de las cuentas públicas, respeto a la legalidad interna e internacional, etc.
Aun con sus limitaciones, la cultura política liberal que defiendo demuestra su superioridad, entre otras cosas, al admitir que es perfectible y reformable. Su plasticidad y su respeto a la libertad es tan alto que llega incluso a reconocer la legitimidad de la vida política más allá de los cauces establecidos. Lo que, sin embargo, es incompatible con una cultura política liberal es que los valores de la homogeneidad y de la identidad colectiva anulen los de la pluralidad y la libertad. Una sociedad demócrata-liberal no permitirá que el terror moralista e ideológico de los mitos se impongan a la autonomía de la razón.
EL MUNDO Alfonso Galindo es profesor de Filosofía de la Universidad de Murcia y autor de Pensamiento impolítico contemporáneo (Sequitur, 2015)
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