«La persistencia del pasado es una de esas bendiciones tragicómicas de las que reniega cada nueva era al subir a escena con arrogancia, para pronunciar con afectación su derecho a una novedad completa». La afirmación es del novelista John Galsworthy, que comparaba con pesimismo y nostalgia las condiciones de la Inglaterra de entreguerras y la plenitud del régimen victoriano. Ahora, cuando sufrimos un asalto sin rubor a lo que hicimos para construir la democracia en España, y cuando se trata de arrojar a las tinieblas exteriores el parlamentarismo europeo, nuestra preocupación no es fruto de un sentimiento de turbación emocional e inmovilismo político. Nuestra actitud responde a la defensa de todo aquello que sigue teniendo vigencia frente a las maniobras de demolición que se empeñan en añadir desnudez cultural al despojo de derechos sociales y niveles de vida que esta crisis ha acarreado.
Nuestro sentido de la historia, nuestra confianza en las posibilidades representativas, reformistas e integradoras de nuestra constitución, nada tienen que ver con esa tierra baldía donde se refugian quienes tienen miedo al futuro y prefieren la esterilidad del culto a los recuerdos. Es pura sensatez para encarar el porvenir, es la demanda justa de la seguridad que nos ofrece un régimen que trajo el restablecimiento de la convivencia entre los españoles. Es el sentido común con el que se veneran los aciertos para solucionar los graves problemas políticos que España arrastró durante décadas. Es la racionalidad con la que se manifiesta la plena disposición a reformar lo que haga falta y la esperanza de recuperar el bienestar desmantelado por la crisis.
Esa «persistencia del pasado» no es el temor a la adaptación a los nuevos tiempos, sino el deseo de afrontarlos con las elementales garantías que hemos de disponer en nuestro viaje hacia el mañana. Una voz liberadora, dos mil años atrás, exigió a sus discípulos que lo dejaran todo para seguirle. Y lo que hizo el cristianismo fue precisamente desnudarse de cuanto convertía al hombre en un elemento más de la naturaleza, para alentar las raíces de la civilización en la que nos reconocemos desde entonces. ¿Es eso lo que nos sugieren desde la impertinencia superficial y falsamente valerosa algunos caudillos de nuestro tiempo? ¿No estaremos ante un movimiento milenarista que, aprovechando la desesperación causada por la crisis, banaliza aquellas inmensas palabras de redención para echar abajo un orden moral del que son herederos directos los valores políticos, principios sociales y fundamentos culturales de la democracia occidental?
Porque, por si alguien no se ha enterado todavía, lo que se nos está urgiendo no es que atendamos mejor nuestras obligaciones con los que sufren, ni que aceleremos la rehabilitación de un país sofocado por la crisis, y ni siquiera que mejoremos la musculatura de la decencia cívica, ante las situaciones de indignidad que padecen tantos españoles. Lo que se nos está diciendo es que todo aquello que emprendimos hace cuarenta años, tanto en su resultado como en sus intenciones, es pura morralla, materia de olvido, carne de hoguera. Ni siquiera fue un bien provisional, sino un error que ahora se tiene la oportunidad de rectificar. Y, claro está, la propuesta no se dirige solamente a las condiciones exclusivas de nuestra transición, sino al conjunto de los regímenes políticos europeos moldeados en la esforzada tarea de reconstrucción de la democracia.
Hace unas semanas, el líder de Podemos lanzó a sus competidores más próximos, los dirigentes de Izquierda Unida, una sarta de insultos de los que se apresuró a disculparse, con la boca pequeña. Que nadie se equivoque, creyendo que se trata de un simple episodio de la querella de nuestra izquierda, bregando por obtener la hegemonía en un espacio común. A lo que disparaba Pablo Iglesias es a la línea de flotación estratégica del Partido Comunista de España, pero también al papel desempeñado por Carrillo y sus seguidores en la transición. Lo que quería proclamar es la invalidez original de unas actitudes que correspondían a todas las culturas políticas en las que los europeos se han visto representados desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Ese es el trámite de voladura de una legitimación institucional sobre cuyas cenizas aspira a edificar una nueva forma de entender la sociedad.
Desde la caída del fascismo, el Occidente europeo construyó su sistema político con muchos más materiales y mejores recursos ideológicos que la simple politización de las frustraciones de quienes peor lo estaban pasando, como ahora propone Pablo Iglesias. Europa se construyó sobre la esperanza, no sobre el resentimiento. Europa se construyó sobre el fervor del futuro alimentado en un duro aprendizaje, no sobre el miedo al pasado estéril. Los hombres y mujeres que decidieron fabricar un régimen de bienestar y tolerancia habían aprendido lo que significaban los tambores cercanos del fanatismo totalitario. Y se organizaron en una sociedad plural que, precisamente, deseaba olvidar la farsante unanimidad con que se les sometió a la tiranía. Por ello, la democracia cristiana, el liberalismo y el reformismo obrero –incluyendo un comunismo que en muchos lugares en poco se distinguía de la cultura socialdemócrata– ofrecieron opciones caracterizadas por el vigor de las ideologías, concepciones políticas, distintas y complementarias siempre acompañadas del respeto a las ajenas. La ideología no era un obstáculo, sino la fuerza movilizadora con la que esta nuestra Europa regularizó su convivencia y se enriqueció constantemente en el debate entre las alternativas presentadas al voto de los ciudadanos y a la militancia de los más comprometidos.
¿Son estas páginas de nuestra historia las que debemos arrojar a la crítica implacable de los ratones? ¿Es esta la civilización que hemos de abandonar para seguir, despojados de cualquier atavío tradicional, a quien nos promete un mundo nuevo? Esa llamada de Pablo Iglesias y la fortuna que ahora le sostiene no es hija de la esperanza, como lo fue en 1945 o en 1978. Es un vástago directo de la crisis y de la descomposición de valores que la ha acompañado, bien cocinada en los años de extensa frivolidad cultural que precedieron a estos tiempos de cólera. Una de las mentes más brillantes de la izquierda del siglo XX, Gramsci, escribió en su largo y letal cautiverio unas palabras que podrían aplicarse al líder en cuestión y a su entorno inmediato: «Formulado el principio de que existen dirigidos y dirigentes, gobernantes y gobernados, es innegable que los “partidos” son, hasta ahora, el modo más adecuado para formar a los dirigentes y la capacidad de dirección. Los “partidos” pueden presentarse bajo los nombres más diversos, incluso bajo el de antipartido y de “negación de los partidos”; en realidad, hasta los llamados “individualistas” son hombres de partido; lo único que ocurre es que quisieran ser “jefes de partido” por la gracia de Dios o por la imbecilidad de sus seguidores».
Falta por saber si nuestra sociedad dispone aún del «sentido crítico y la corrosividad irónica», a los que también se refería Gramsci para acabar con las ambiciones de un condotiero y defender los fundamentos de un sistema democrático que, hoy por hoy, es portador del significado de una civilización.
Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento, en ABC
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