La ola de desobediencia a las leyes está llegando en Cataluña a peligrosos límites. La Constitución, sin embargo, tiene previstas respuestas que permiten garantizar los derechos y libertades de los españoles ante una amenaza de secesión
Hace ya varios años que el desprecio al derecho —a la Constitución, leyes y sentencias— se ha instalado cómodamente en la Cataluña oficial. El presidente de la Generalitat, consellers, diputados y dirigentes de partidos nacionalistas, declaran con frecuencia que están dispuestos a saltarse la ley o incumplir una sentencia y aquí no pasa nada. Los editoriales de los periódicos, los columnistas de referencia, las tertulias de radio y televisión, salvo muy contadas excepciones, no prestan especial atención a las constantes vulneraciones del Estado de derecho. Por lo visto, lo consideran como algo normal, habitual, un detalle nimio sin importancia.
Cuando a finales de 2009 un editorial conjunto de los diarios catalanes, encabezados por La Vanguardia y El Periódico, pidieron al Tribunal Constitucional, en nombre de Cataluña, que declarara el nuevo Estatuto conforme a la Constitución por motivos políticos, ya podía preverse que aquellos que dirigen y conforman la opinión pública catalana tenían, o bien escasos conocimientos políticos, o bien un gran menosprecio por la democracia y el derecho. Lo que ha sucedido después no puede sorprender a nadie: al huevo de la serpiente, incubado desde hacía 30 años, comenzaba a rompérsele el cascarón.
Por tanto, que las autoridades catalanas vulneren el derecho ante la complacencia general, ya forma parte de la normalidad catalana, no es noticia. Además, los sectores influyentes de la sociedad —sindicatos, patronal, asociaciones conocidas, empresarios relevantes, mandarines culturales o presidentes del Barça—, o están de acuerdo con quienes incumplen la ley o se mantienen cómodamente callados para no meterse en líos: se quejan en privado pero enmudecen en público, como durante el franquismo, tampoco nada nuevo. Ante el poder, cobardía: ¿es siempre así la condición humana?
Pero esta ola de desobediencia al derecho está llegando a peligrosos límites. La deslealtad se exhibe con desenfado. Oriol Junqueras dijo hace unos días en una entrevista radiofónica que estaban procurando “colarle goles al Estado” y añadió, en referencia al llamado proceso independentista, que la intención era ir esquivando las decisiones del Ejecutivo: “No daré pistas al Gobierno español de lo que decimos en las conversaciones para esquivarlo”. Así es como se trata a los enemigos.
Para remachar el clavo, Francesc Homs, conseller de Presidencia de la Generalitat, abogó por ignorar la legalidad española si choca con el “mandato democrático del pueblo de Cataluña” que se expresará en las próximas elecciones. Tras contraponer la legalidad catalana (sic) a la española, dijo que esta última era la legalidad de “los otros (…), de una arbitrariedad absoluta y de poco respeto a la voluntad democrática”. Supeditarse a ella, concluyó, significaría que Cataluña no sería “nunca libre”. Los nuestros y los otros, los catalanes y los españoles: un lenguaje de ruptura y confrontación, el lenguaje que a diario, constantemente, se ve y escucha en las radios y televisiones catalanas. Así se envenena la atmósfera en Cataluña.
Con este malsano ambiente cívico estamos entrando en campaña electoral. Convergència, Esquerra y las asociaciones que manejan, se ha unido en una extraña lista electoral que, por el momento, en caso de tener mayoría, propone aprobar rápidamente una ley, llamada de transitoriedad, que se aplicaría de forma preferente a lo que denominan legalidad española, quedando ésta como derecho subsidiario, es decir, sólo aplicable en defecto de que no sea contradictorio con la citada ley de transitoriedad que, además, incluiría los instrumentos necesarios para saltarse las “trabas” que pudiera poner el Estado. Con esta delirante fórmula, una especie de golpe posmoderno de Estado, en caso de obtener una mayoría favorable, Cataluña se separaría de España y se declararía independiente.
¿Qué puede y debe hacer el Estado ante tal situación? La respuesta constitucional es clara. Una de las posibilidades es que el Gobierno declare el estado de sitio, previsto en el artículo 116 CE, conforme a su ley reguladora, aprobada en 1981 tras el 23-F, dado que uno de los supuestos es que peligre “la integridad territorial del Estado”. Sin embargo, esta posibilidad hay que desecharla, por el momento, ya que la misma ley prevé que sólo debe declararse el estado de sitio cuando la situación “no pueda resolverse por otros medios”.
Y, en este caso, la solución a estos otros medios los ofrece el artículo 155 CE que en un redactado muy parecido a la Constitución alemana establece el mecanismo de la llamada “coerción federal”. Este mecanismo es menos grave para la autonomía que el previsto en Constituciones de otros Estados federales en que el Ejecutivo central, en supuestos semejantes, puede disolver los Parlamentos de los länder (Austria), aprobar unas indeterminadas medidas necesarias (Suiza) o destituir a los Gobiernos de las regiones (Italia). En el caso español se trata, simplemente, de que si una comunidad autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución o la ley le imponga, o actuare de forma que atente gravemente contra el interés general de España, el Gobierno, tras cumplir ciertos requisitos formales, pueda adoptar las medidas necesarias para el cumplimiento de dichas obligaciones o la protección del mencionado interés general. Para ello, según la Constitución, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de la comunidad.
Queda claro, por tanto, que no se trata de una suspensión de la autonomía, ni de la disolución de alguno de sus órganos, sino de la modificación de la relación jerárquica de las autoridades autonómicas —legislativas, gubernativas y administrativas— por el hecho de incumplir reiteradamente sus obligaciones. Como ya hemos dicho, ello sólo puede darse en supuestos extraordinarios, cuando los recursos judiciales ordinarios no puedan ser eficaces y, por tanto, las medidas adoptadas deben ser prudentes, aplicadas de acuerdo con los principios de necesidad, proporcionalidad e intervención mínima. Sólo en el caso de que, mediante actos de insurrección o violencia, se opusiera resistencia a estas medidas, podría declararse el estado de sitio.
Ni Junqueras, ni Mas, ni cualquier otra autoridad autonómica, pueden colar goles al Estado, que está bien pertrechado jurídicamente para defenderse, es decir, para garantizar los derechos y libertades de los españoles, que es su único objetivo. Y si determinados partidos quieren separarse de España —y, por consiguiente, de Europa— también hay procedimientos para ello. Sin embargo, como todo en la vida, para alcanzar unos objetivos siempre hay que cumplir ciertos requisitos y, también en la vida sucede lo mismo, éstos nunca pueden estar basados en el engaño, la ocultación, la mentira y la deslealtad.
EL PAÍS 20/07/15 FRANCESC DE CARRERAS
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