domingo, 23 de diciembre de 2012

EL DESAFÍO CATALÁN INDEPENDENTISTA CATALÁN


Solo un ciego o un tonto podría ignorar el salto cualitativo que la situación que se vive en Cataluña ha dado esta semana, tras el pacto alcanzado entre CiU y ERC, primero, y el discurso de investidura de Artur Mas, después. Un estado de cosas que ahora cabe calificar no ya de insumisión, sino de verdadera rebelión contra la legalidad consagrada en la Constitución de 1978. El programa de Gobierno desgranado por el nuevo President este jueves no deja lugar a dudas: se trata de construir “estructuras de Estado propio” para que estén a punto en el momento en que se convoque el referéndum. La guinda del proceso, asunto casi insignificante al final del camino, sería esa consulta. Y bien, hasta aquí hemos llegado. Hasta aquí ha llegado la crisis política española, crisis de agotamiento del modelo salido de la Transición, que ha venido a desembocar en el proceloso mar del riesgo de desmembramiento de España, en uno de esos episodios, una de esas crisis de identidad recurrentes en nuestra historia, que tanto recuerda lo ocurrido en los años 30 del pasado siglo.

La Segunda República fue entonces generosa con Cataluña: las cortes constituyentes aprobaron en septiembre de 1932 su primer Estatuto de Autonomía, que pretendía dar satisfacción a las aspiraciones catalanas sin poner en riesgo la unidad española. El objetivo no se consiguió: la deslealtad del nacionalismo catalán para con la República es juicio admitido y compartido por una mayoría de historiadores, reflejo, además, de una cortedad de miras que, en el contexto social y político de la época, puso al régimen republicano contra las cuerdas bastante antes del golpe de julio del 36. Tras renacer de sus cenizas –el talento y la laboriosidad no son fáciles de eliminar- con la liberalización económica de los 60, y convertirse en tierra de promisión de cientos de miles de españoles de otras regiones, Cataluña volvió 46 años después a contar con un segundo Estatuto de Autonomía, también amplísimo de facultades, al amparo de la Constitución de 1978.

Casi 35 años después de este renovado intento de dar satisfacción a sus demandas, se puede afirmar sin ambages que otra vez el nacionalismo catalán ha vuelto a vulnerar el espíritu y la letra de una Constitución, ha traicionado los afanes de concordia de sus redactores y de amplia mayoría del pueblo español –catalanes incluidos- que la ratificaron en referéndum, y ello a pesar de haber alcanzado un grado de autogobierno superior al de muchos Estados federales. La bancarrota financiera de la Generalitat y la corrupción galopante que amenaza ahogar a su elite dirigente –con la fiscalía pisándole los talones-, ha terminado actuando de espoleta en la escalada de reclamaciones de un nacionalismo que, al socaire de su tradicional lista de agravios, anuncia con descaro la creación de Estado propio capaz de actuar como bálsamo de fierabrás contra los males que le aquejan. 

Cabe decir, sin embargo, que la crisis ha sido apenas la espoleta de un fenómeno viejo que, como en el caso vasco, no ha nacido por generación espontánea. Como aseguraba Manuel Muela, columnista de este diario, en una reciente intervención en el Ateneo madrileño, ambos desafíos son “hijos aventajados de la Constitución de 1978 y de la dejación de responsabilidades de los sucesivos gobiernos constitucionales en beneficio de todo aquello, nacionalismos incluidos, que ha despojado al Estado de sus facultades y atributos, esenciales para velar por la solidaridad, la justicia y la libertad de los españoles”. Consecuencia de esa lenidad, en las últimas décadas ha tomado cuerpo un fortalecimiento social y político de las minorías nacionalistas que gobiernan en Cataluña y en el País Vasco, en paralelo con un desapego de los valores del Estado como factor de unidad nacional e igualdad social, olvidando las sabias palabras de Manuel Azaña según las cuales, “Votadas las autonomías, el organismo de gobierno de la región es una parte del Estado español, no es un organismo rival, ni defensivo ni agresivo, sino una parte integrante del Estado de la República Española. Y mientras esto no se comprenda así no entenderá nadie lo que es la autonomía”. A ese fortalecimiento han contribuido decisivamente unos Gobiernos centrales, tanto del PSOE como del PP que, por culpa de una Ley electoral torticera, han necesitado a CiU y a PNV para gobernar.

El nacionalismo como única expresión ideológica legítima

La dejación de competencias, especialmente grave en materia de Educación, ha contribuido, en efecto, a consolidar al nacionalismo como la única expresión ideológica legítima en ambos territorios, sacrificando en el altar nacionalista la pluralidad y la tolerancia propias de cualquier sistema democrático. El fenómeno es particularmente grave en Cataluña donde todos los partidos –y los medios de comunicación- son nacionalistas, con excepción del PPC y de Ciudadanos, nacionalismo que ha dispuesto de generosos presupuestos para procurar el bienestar de sus ciudadanos. Su fracaso como gestor ha sido estrepitoso: en Cataluña no hay prosperidad y tampoco libertad, los dos ingredientes básicos que marcan el sentido de pertenencia –no las ensoñaciones de orden étnico o lingüístico- de los ciudadanos en una sociedad abierta. Hay, sí, corrupción a raudales y una pésima calidad de vida democrática, en medio de un paisaje agobiante y sin aire para todo aquel que no profese la fe identitaria. Como no podía ser de otra forma en tal ambiente opresivo, durante estos años se ha tejido en Cataluña una gigantesca tela de araña de intereses clientelares, fundamentalmente políticos y económicos, que hace muy difícil, si no imposible, cualquier tipo de negocio o actividad liberal al margen del patronazgo de CiU, lo que ha devenido en una corrupción galopante que todo el mundo conoce y que nadie denuncia dentro de la marca catalana.

Particularmente nefasto fue el pirómano Zapatero (“Apoyaré la reforma del Estatuto que salga del Parlamento de Cataluña”), una iniciativa más que osada irresponsable, por cuanto nadie reclamaba su necesidad –apenas uno de cada tres votantes catalanes lo refrendó-, que hirió de muerte al orden constitucional y marcó el principio de una carrera que ha terminado con la quiebra financiera de Cataluña. Naturalmente que los Gobiernos centrales tienen buena parte de culpa en lo ocurrido, aunque nadie debe llamarse a engaño: la verdadera responsabilidad incumbe a los políticos nacionalistas que, además de haber traicionado el espíritu de la Transición, han sido capaces de embarcarse en el viaje a ninguna parte de la independencia, un señuelo destinado a esconder su condición de pésimos gestores y su afición al enriquecimiento espurio.

Dos de las cinco patas sobre las que se asentó el edificio Constitucional en 1978, el nacionalismo de derechas catalán y vasco –con la Corona, el PP y el PSOE-, han decidido ahora romper la baraja y reclamar la independencia. Lo hacen en uno de los momentos más críticos de España, con el Estado exhausto y secuestrado por sus acreedores. Apostando a esa estrategia tan leninista del cuando peor mejor, el cogollo del poder convergente que rodea a Mas (“Nacionalismo es hambre de poder atemperada por el autoengaño” que dijo George Orwell), ha decidido que es ahora o nunca, porque el pulso de esta España enferma es tan débil que creen existe una alta probabilidad de que no sea capaz de reaccionar al reto.

Un atentado a la libertad y la prosperidad de los catalanes   

Se trata de un desafío a España, naturalmente, pero sobre todo se trata de un atentado al derecho a la paz y la felicidad, una seria amenaza a la libertad y la prosperidad de millones de ciudadanos catalanes no alienados por la ensoñación nacionalista de una minoría en el poder. “Vosotros lo veis como un problema para España, sin daros cuenta de que quienes vamos a pagar el pato somos los catalanes que no estamos por el independentismo y que seguimos siendo mayoría. Al final, la guerra de Kosovo no fue jodida para los serbios, sino para los kosovares”, cuenta un periodista barcelonés. La declaración de guerra que el jueves supuso el discurso de investidura de Mas marca un punto de inflexión en la Historia reciente de España, un punto de no retorno, un antes y un después. Es también, por desgracia, la constatación del fracaso de esa tercera España que no pudo ser y que, tras la guerra civil y la dictadura, pareció emerger en 1978 del brazo de la monarquía parlamentaria.

Se trata, de largo, del peor escenario de los posibles”, asegura un empresario barcelonés, “aunque no creo que esa alianza pueda durar más de un año. Mas se ha suicidado, que es quizá lo único que podía hacer, porque España nunca les dejará llevar a cabo lo que pretenden…” Es la hora de España, en efecto. Porque, a pesar de la profundidad de la crisis institucional y de valores, además de económica, que nos aqueja, a este país le sobra nervio y recursos para impedir tamaño desvarío. Solo víctima de un grado de pusilanimidad inimaginable por parte del Estado y sus responsables políticos podría la tropa de Mas salirse con la suya. Al Gobierno Rajoy le asiste la legalidad y, por si fuera poco, la razón, pero afrontar este desafío requerirá un consenso lo más amplio posible con el PSOE de Alfredo Pérez Rubalcaba.

Nada será igual después de este envite: asistimos al auténtico final del régimen político iniciado tras la muerte de Franco. Al Gobierno del PP le toca administrar el colapso de la Transición, y abordar el inicio de una nueva era cargada de incógnitas. Vale una cita del discurso pronunciado en las Cortes por Ortega y Gasset el 13 de mayo de 1932, con motivo de la discusión del proyecto de Estatuto Catalán: “Los nacionalismos solo pueden deprimirse cuando se envuelven en un gran movimiento ascensional de todo un país, cuando se crea un gran Estado, en el que van bien las cosas, en el que ilusiona embarcarse porque la fortuna sopla en sus velas. Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos: un Estado en buena ventura los desnutre y los reabsorbe”. Esa es la tarea por delante: alumbrar el nacimiento de una nueva España democrática y solidaria, capaz de cicatrizar heridas y recuperar lazos de entendimiento con quienes tanto han trabajado por romperlos.

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