Es zafio, es burdo, es mendaz, es virulento y es sectario. Pero no es nuevo. Recuérdese, tan mezquina, la campaña de descrédito personal contra Aguirre cuando llegó al Ministerio. Algo que igual ocurriría con cuantos políticos de la derecha osaron ocupar la cartera de Educación sin limitarse a administrar respetuosamente el legado de la pedagogía progresista auspiciada por el PSOE. Empezando por Pilar del Castillo y terminando por Wert, los que negaron sumisa pleitesía al imperialismo moral de la izquierda en lo que cree su coto privado, la red de instrucción pública. Ya lo dejara escrito en su día Rodolfo Llopis: "¡Cueste lo que cueste, hay que apoderarse del alma de los niños!". No es nuevo lo de Wert, decía, aunque tampoco extraño.
Nada tiene de chocante, ya no, que los que se postulaban hijos de la Ilustración, de Voltaire y de Rousseau anden ahora alarmados al ver amenazada la preeminencia del espíritu del terruño y el monopolio de la gramática de la aldea en las aulas. Acaso el pensador liberal más notable que produjo el siglo XX, Michael Oakeshott, solía decir que la escuela no tiene por qué adaptarse al entorno del alumno, a su barrio, a su provincia o al medio social o económico del que procediese. Bien al contrario, el valor supremo de la formación residiría en invitar a desligarse, "por un tiempo, de las urgencias del aquí y ahora, y a escuchar la conversación en la que los seres humanos buscan eternamente comprenderse a sí mismos". Al cabo, no otra cosa es la cultura.
Es la diferencia entre producir individuos y moldear masa amorfa, carne de cañón audiovisual, audiencia futura para Telecinco. De ahí que, en España, el liberalismo siga siendo pecado a ojos de la inquisición psicopedagógica. Que nadie pueda destacar por su esfuerzo e intelecto, la inteligencia como permanente objeto de sospecha. Que todos lleguen igualados a la meta, la igualdad no como inexcusable punto de partida sino como resultado final. Que ninguno deje nunca de ser adolescente, la juventud concebida no como mero estadio cronológico sino como un valor per se. Anti-intelectualismo, igualitarismo y efebolatría, según el profesor Sánchez Tortosa la tríada que asola nuestras aulas. Pobres imbéciles gregarios, sí, pero uniformes y felices. Así los quieren.
Insultos gruesos a Wert por intentar mejorar los pavorosos resultados educativos
Un político puede tener ademanes modosos, sonrisa afable, una voz honda y bien modulada, una agradable mirada aguamarina
y resultar una nulidad en el ejercicio de sus tareas (en efecto, si se están acordando del expresidente Zapatero, me temo que aciertan). En contra de la opinión general, la cordialidad es el menos relevante de los atributos que han de adornar al gobernante. Lo importante es que tome medidas con tino y decisión para que las cosas mejoren en su ámbito. Juan Ignacio Wert gasta un cierto porte retador, que seguramente no le ayuda a granjearse simpatías. Su cráneo pelado y sus facciones duras completan una imagen de tío echao palante, que diría el castizo. Pero no le pagamos su sueldo para que triunfe en el club de la comedia. Lo que esperamos de él es que intente atajar la pavorosa situación de la educación española: 30% de fracaso escolar y ninguna universidad entre las doscientas mejores del mundo.
Aquí todos somos estupendos. Los rectores se ponen magníficos, pero no cuentan que sus universidades fabrican parados en serie, que sus centros carecen del más mínimo prestigio internacional, que su gestión manirrota las ha sumido en la quiebra y que hay catedráticos -muchos- que trabajan menos de seis horas por semana. Algunos profesores se enfundan la camiseta verde. Se lanzan a la manifa porque, vaya por Dios, les están haciendo trabajar ¡dos horas más a la semana!, en un país con cinco millones de parados, donde gozan de un empleo asegurado de por vida mientras al resto de la población la crujen a ERES o ve cómo merman sus nóminas para que puedan sobrevivir sus empresas. Pero esos profesores no nos cuentan que, según enfatiza la OCDE, nuestros niños de cuarto de Primaria andan de matemáticas peor que los de Malta y Kazajistán; en ciencias, peor que Rumanía o Portugal y en capacidad de lectura, por debajo de Bulgaria y Lituania. Un papelón, que es garantía total de una cosa: a la vuelta de quince años seremos uno de los países menos competitivos de nuestro entorno, porque aunque suene a tópico y a bostezo, la educación de calidad es la única garantía del buen futuro de un país (en su particular pulso por el cetro mundial, uno de los ratios que miran cada año China y Estados Unidos es comparar cuál de los dos ha formado a más ingenieros).
No sé si Wert es simpático. Tal vez no. Pero repasando sus reformas, no se vislumbran las abracadabrantes insensateces que le achaca la oposición, pues no ha hecho más que intentar mejorar un sistema educativo que, digan lo que digan quienes viven de él, es una calamidad en sus resultados. En relación al español en Cataluña, el nefando pecado del ministro se reduce a que intenta que se cumplan las sentencias del Supremo que ordenan que se pueda estudiar en castellano en esa comunidad. Lo aberrante, inaudito y casi psicodélico es que a día de hoy en Cataluña esté prohibido estudiar en una lengua oficial y que además es, todavía, la más hablada allí.
Ayer, la siempre entusiasta Soraya Rodríguez, portavoz en el Congreso del alicaído PSOE, tildó a Wert de «inepto», «inútil» y «desastre». Dinamitera alocución que viene a confirmar todo lo dicho: este país tiene un gravísimo problema de educación.
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