domingo, 16 de diciembre de 2012

CONTRA LA MEMORIA


Rieff es uno de los intelectuales norteamericanos de mejor fuste y de expresión más preclara. Hijo de Susan Sontag, discutido premio Príncipe de Asturias de las Letras, tiene la virtud de parecerse poco a su madre en sectarismo y amargura y, sin embargo, la suerte de haber heredado el gusto por el trabajo y el método de análisis de la desaparecida intelectual norteamericana. 

David Rieff, reportero del New York Times Magazine, ah escrito un libro breve e intenso sobre la pasión por el pasado y su influencia maléfica sobre la historia más nacionalista. 

Rieff presenta un conmovedor alegato contra nuestra pasión por el pasado. Analiza cómo la memoria colectiva sirve a la historia más nacionalista, y en su extremo, cómo la memoria de horrores pasados enciende profundos odios étnicos, violencia y guerras. Las matanzas que Rieff presenció en Bosnia tiñeron de sangre para siempre la idea del recuerdo. Este libro es el resultado de esa experiencia. Al cuestionar esa idea central de muchas sociedades,

Confiesa Rieff que en las colinas de Bosnia aprendió a detestar -y sobre todo a temer- la memoria histórica colectiva. Es enormemente sencillo revisar y reescribir dicha memoria y situarla cerca del mito, antes que hacerlo de la propia historia, deformando y reconstruyendo el pasado de tal manera que pueda enfurecer y alborotar una comunidad a favor de la cultura del agravio y resentimiento. Se trata de crear una proximidad psicológica antes que favorecer precisión histórica. 

Se trata del nacionalismo: una emoción que a lo único que lleva es al amor propio y a no reconocer que las naciones no son eternas, que tuvieron un principio y tendrán su fin, y a constatar que siempre eligen el mito -decía Renan- por encima de la historia.

Es evidente que la historia y la memoria son cosas distintas. Sostiene Rieff que la ingeniería de tradiciones y el modelo de nación como comunidad imaginaria hacen que la memoria colectiva no sea ni lo uno ni lo otro y que como tal, como memoria histórica colectiva, ello conduzca con demasiada frecuencia a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la reconciliación y a la resolución de vengarse en lugar de obligarse a la ardua labor del perdón

En la España más actual, la que recorre el agitado siglo XX y la que llega a los albores del XXI, se hace especialmente cierto que la memoria es un arma arrojadiza con la que lesionar los cimientos de los nuevos tiempos. En nombre de la misma se ha cercenado mucho intento de regeneración social y política nacida en el seno de la Transición española. La rememoración no solo se fortalece con las penas, pero sí se sustenta en el sentimiento de victimismo. 

En el franquismo sabíamos que la bazofia que nos suministraban como material de la memoria había que contrastarla con una realidad apabullante. Partíamos de que nada era como nos lo contaban. ¿Y ahora? ¿Alguien osaría decir lo mismo? Queridos, hemos terminado en algo parecido, pero sin el elemento dialéctico. No hay otra verdad que la que te enseñan.

Hay en el luminoso libro de David Rieff dos ideas que desasosiegan. La primera: que los pueblos avanzan cuando tienen más capacidad para olvidar que para recordar. De ser cierto, nos plantea un dilema trascendental. No se trata de hacer ciencia ficción, sino de someter nuestro recuerdo implacable a una sociedad que prefiere rememorar las navidades, no las visitas al cementerio. Detrás de esa efervescencia de la memoria de tanto asesinato en las cunetas del franquismo, detrás de esa legítima búsqueda de los restos de los parientes desaparecidos, hay algo de orgullo generacional y de reproche. Los nietos no están dispuestos a asumir el miedo de sus padres. Y eso les dignifica pero plantea una cruel realidad; la democracia se instauró en 1977. Por tanto, la larga espera de 30 años significa dos generaciones acojonadas. Dos generaciones con la memoria suspendida son mucho para una sociedad.

La otra idea de David Rieff es aún más inquietante. “No hay nada más socialmente incontrolable y, por ende, peligroso políticamente que un pueblo que se tiene a sí mismo por víctima”. Aquí nos encontramos con una paradoja interesante y de una actualidad vibrante. La conciencia de víctima consiente una legitimidad ilimitada para cometer las mayores barbaridades de la historia. El victimario del siglo XX, el menos tratado y el de mayores consecuencias, fue la campaña política que llevo a la victoria del partido nazi en 1933. Los verdugos, en un tiempo récord, se trasmutaron en víctimas de las potencias vecinas y de los poderes financieros que ellos atribuían a los judíos. No les dejaban ser lo que querían porque se lo impedían los tratados, la historia y la confabulación del comunismo y el sionismo. Toda la teoría sobre la Guerra Civil que desarrolló el franquismo estaba basada en el victimario. Los políticos, cuando manejan la historia, amasan goma 2, y cuando explota, aseguran que no era culpa suya.


No sostiene Rieff que lo mejor sea prescribir un alzhéimer moral, ya que estar desprovisto de memoria es estar desprovisto de un mundo y sería absurdo imaginar que la memoria será alguna vez otra cosa que un acto social. Ni siquiera mantiene que no haya que rendir memoria a los propios muertos, ya que sería un empobrecimiento moral y psicológico de proporciones trágicas. Afirma que la conmemoración es un riesgo político, incluso la de aquellos hechos que son ciertos, no simple leyenda barata: al olvidar, en verdad, se comete una injusticia con el pasado, pero ello no implica que al recordar no se cometa una injusticia con el presente, condenándonos a sentir el dolor de nuestras heridas históricas y la amargura de nuestros resentimientos mucho más allá del extremo en el que debimos dejarlos atrás.

Un libro breve pero intenso (Contra la memoria, Editorial Debate, 2012). 


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