viernes, 30 de noviembre de 2012

FRANCISCO DE ALDANA, MÁS HÉROES ESPAÑOLES OLVIDADOS


Francisco de Aldana fue uno de esos tipos que nos forjaron como nación. Uno de esos hombres cuajados en acero, que siempre supo por dónde se ponen los pantalones, o las calzas, por mejor decir. Uno de esos españoles con las gónadas bien puestas y generosísimas en su ánimo y su esfuerzo. Un español de aquellos del siglo XVI, valientes, titánicos y hercúleos, que derrochando su sangre, su sudor y sus lágrimas levantaron en nombre de Dios y de España aquel Imperio en el que no se ponía el sol.

Francisco de Aldana se ganó la vida repartiendo estopa a manos llenas, espadazo va espadazo viene, jugándose una y otra vez el pellejo ante los herejes, primero, más tarde ante la morisma, que sería la encargada de finiquitarle en Marruecos, en la trágica derrota de los portugueses en Alcazarquivir.

Más de una vez le escabecharon el cuerpo en el combate, más de una vez fue objeto de envidia, más de una vez también le tocó lidiar con los bravos y feroces soldados de los Tercios, cuando a estos las exhaustas arcas de Felipe II no les pudieron abastecer de sus pagas.

La bandera en los dientes

Aunque viniera de gente de moderada alcurnia, el capitán era querido por la tropa, el mayor halago para un militar, probablemente más allá del valor y la fiereza en el combate. El coraje le venía de antiguo. Uno de sus tíos, Juan de Dios de Aldana, a la sazón alférez del rey Alfonso V de Portugal, fue espanzurrado y pasó a mejor vida en la batalla de Toro, sosteniendo la bandera de su señor con los dientes, pues ya le habían desmembrado los brazos. Y su padre, fue oficial de altísimo rango de la tropa española en la Florencia de Cosme I de Médicis.

Pero no solo fue uno de nuestros más brillantísimos comandantes, uno de nuestros más firmes adalides, uno de nuestros más aventajados militares. Porque Francisco de Aldana fue también uno de los más grandísimos literatos de su época, un hombre renacentista, políglota, educado en la enjundia, la fineza y la sabiduría de la cultura clásica.

Fue poeta de pro, además de combatiente. Como lo había sido el gran Garcilaso, como lo serían después soldados y vates en una misma piel española: Quevedo (más bien espía que militar), Cervantes, Lope de Vega y Calderón. Tipos que empuñaban con el mismo ánimo y envite el arcabuz y la pluma, la daga y el tintero. Cervantes tenía a Aldana por «El Divino», Quevedo lo llamó «doctísimo español, elegantísimo soldado, valiente y famoso soldado en muerte y en vida» y Lope de Vega le dedicó encendidos versos: «Tenga lugar el Capitán Aldana / entre tantos científicos señores, / que bien merece aquí tales loores / tal pluma y tal espada castellana».

Poco se sabe sin embargo de la vida de este héroe que se dejó la piel en media Europa batiéndose por España como un titán. Algo nos informa el propio memorial que un día el mismísimo Aldana le remitiera a Felipe II, manuscrito que ahora descansa en el Archivo General de Simancas. Y sobre todo nos ponen al día las vibrantes páginas que Fernando Martínez Laínez dedica a este literato y soldado en su libro «Escritores 007» (Atanor Editores). Del hilo de Laínez tiraremos de aquí en adelante para perfilar el dibujo de aquel español de verso y estocada.

Fiel acero toledano

En 1537 llegó Francisco de Aldana a este mundanal ruido. Unos apuntan que en Alcántara, otros que en Valencia de Alcántara, y no faltan los que sugieren que su alumbramiento sería en la villa de Nápoles, donde su padre servía entonces al Duque de Alba. Coinciden todos en que de una u otra manera el origen de su familia era extremeño. Su vida estaba destinada a la milicia, y su bravura no se hizo esperar, y antes de los dieciséis años ya calzaba peto, se jalonaba la testa con un casco y orlaba su cintura un espadón de fiel acero toledano, fiel espada triunfadora.

No tardaría Aldana en conocer la gloria castrense apenas siendo un veinteañero (entonces los hombres crecían más deprisa), en aquella batalla llamada de San Quintín (1557), gran victoria sobre la tropa gabacha que conmemoraría Felipe II construyendo la octava maravilla del mundo, el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

Después de ser lugarteniente de su propio padre, aquel descollante soldado no podía ya escapar al imperial destino y marchó a Flandes para servir al tercer Duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, esforzado entonces en dura pelea con los rebeldes holandeses. Francisco de Aldana fue uno de sus principales oficiales y así se le encomendó dirigir la artillería en uno de los momentos más terribles de aquella contienda, el sitio de Haarlem, comenzado en diciembre de 1572, una escabechina de proporciones gigantescas entre la gente de los Países Bajos y los nuestros.

Una carnicería en la que no faltaron toques a degüello, decapitaciones y crueldades terribles por ambas partes. Nuestro propio Aldana tampoco salió indemne de la espeluznante refriega, un disparo de mosquete le atravesó un pie. Mientras se curaba en el hospital, calló el soldado y habló el genial poeta: «¡Oh galanamente y bien / está mi mal remediado. / Herido y despedazado / y habrá de quedar también / tras cornudo, apaleado». Se refería con cruel ironía a las críticas recibidas por su gestión artillera en aquella industria de Haarlem.

El Saco de Amberes

Siguió Aldana en Flandes, como principal ayudante del duque hasta que el de Alba fue sustituido por Luis de Requesens, y el bravo oficial recibió un encargo lejos de sus dotes guerreras, aunque no humanas: intermediar con la soldadesca que andaba rebelada por no cobrar durante meses y meses su soldada. Los amotinados acabaron organizando una gresca formidable conocida como el Saco de Amberes, donde se dieron a descoyuntar holandeses de lo lindo, con aquella terrorífica frase que pasó a la Historia para mostrar su ira: «Cenaremos en Amberes o desayunaremos en el infierno».

A la postre, Francisco de Aldana consiguió mediar ante la tropa, pero la desilusión entre lo que veía en la guerra y lo que se imaginaba que vivían otros en la corte afiló su lengua y su pluma: «Mientras, cual nuevo sol, por la mañana / todo compuesto andáis ventaneando / en jaca sin parar, lucia y galana, / yo voy sobre un jinete acá saltando / el andén, el barranco, el foso, el lodo, / al cercano enemigo amenazando».

Aldana estaba cansado. Habían sido veinte años partirse la crisma por Dios, por España, por el Rey, por el Imperio. Había matado por doquiera, había peleado como gato panza arriba a cientos de leguas de la Patria, las cicatrices, los resquebrajos, los destrozos en el cuerpo y en el alma recordaban las dos décadas de encarnizada lucha en los Tercios. Y en los momentos libres, apenas un rato para sus tercetos encadenados. Ya era hora de volver al terruño, y esperar la merecida recompensa por su denuedo, y por su generosa demostración de agallas en la lucha.

El reposo del guerrero

Llegado a Madrid, Su Majestad Católica le tiene por uno de sus más bravos capitanes, le tiene en alta estima, y también sus versos comienzan a ser conocidos más que bien reconocidos. Escribe entonces Gil de Polo, otro escritor de la época: «Este es Aldana, el único monarca que junto ordena versos y soldados». Pero aquel soldado ha perdido media vida en sus esfuerzos. Y quiere soledad, quiere sosiego, quiere la paz que no ha tenido, sentirse a gusto en contacto con la Madre Natura, acercarse por fin a Dios. Y así escribe su Epístola a Arias Montano, el sabio secretario de Felipe II: «Y porque vano error más no me asombre,/ en algún alto y solitario nido / pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre...».

Pero el viejo guerrero no descansa. El combatiente imperial permanece atento, siempre alerta ante los manejos de los muchos enemigos de España y dado su carisma ante el monarca le avisa vivamente, y da nombres de los que acechan: Francia, El Turco, los protestantes europeos, los ingleses y Marruecos. Incluso, presiente que hasta los moriscos puedan rebelarse: «Entonces la morisma que está dentro/ de nuestra España temo que a la clara/ ha de salir con belicoso encuentro». Por si no fuera suficiente prevenir al rey, también lo hace con el gran jefe militar Don Juan de Austria: «Dígote que la ibera monarquía / veo a los pies caer de la fortuna; / crece la rebelión y la herejía..». Se cuenta que se le hizo caso, y que la Armada Invencible que cruelmente destrozaría la Mar Océana fue una de las consecuencias de sus avisos y cautelas.

Espiando a la morisma

Mientras don Francisco de Aldana combate desde la razón, sin armas de por medio, otros y cercanos se preparan para la lucha: el rey Sebastián de Portugal quiere tirar de espada contra el Moro que anda liándola y jorobándola en tierras marroquíes. Sebastián quiere echarse al mar por el Alentejo y el Algarve y plantarse allá por Larache a darle escarmiento al sarraceno. Al menos tiene la precaución de mandar antes allí al bueno de Aldana para que eche un buen vistazo. Nuestro querido caballero no dice que no, y disfrazado de comerciante judío y aprovechando su don de lenguas (y unas cuantas triquiñuelas que le enseñara su nodriza, una negra africana) inicia las pesquisas.

Volverá con un detallado informe de la tropa musulmana que pronostica duros quebrantos para los cristianos si se afanan en combatir allí. El rey, joven, impetuoso y valiente cruzado no se arredra aunque su tío Felipe le pide que desista. Pero el cuerpo le pide sangre al audaz lusitano, le pide sangre del Islam. La tropa se embarca, con Francisco de Aldana al frente de la infantería. Sus designios se cumplen. Un calor insoportable se incrusta en las corazas y los cascos cristianos, la marcha es agónica, los moros acechan, aunque nuestro poeta soldado aún tenga palabras de ánimo para el rey portugués: «Guárdele Dios y proporcione su poder a su valor, que es el que tiene menester la soldadesca cristiana para levantarse del abismo a do va cayendo».

Sin embargo, el enemigo es cuantioso en caballos y en peones y está bien mandado por un militar experto: Abdel Malik. Las tropas de unos y de otros por fin se ven las caras en el lugar que acabaría siendo el camposanto de los nuestro y que la historia llamará Alcazarquivir. Los infantes más que lusos son ilusos, gente novata, apenas preparada, que no ha visto un moro en su vida. Aldana se lamenta: «Los portugueses no tenían la rigurosa obediencia que profesa la nación española en la guerra».

El capitán castellano viendo que todo se ponía más negro que el carbón insta a Sebastián a que abandone la batalla, porque «no quedará hoy hombre con vida de nosotros». Pero Sebastián, aunque fuera imprudente y harto osado, los tenía en su sitio. Bien puestos, y se apresta a morir como un caballero, como un valiente, como un cristiano con las entrañas bien curtidas. Y allí que los morunos lo pasaportan al lado de Dios Padre, finiquitado como un héroe, muerto en plena lid. Francisco de Aldana no le va a la zaga. Con la «espada tinta en sangre» como recordará alguno de los pocos testigos «se metió a morir matando entre la morisma y allí quedó».

En tierra mora y sin cristiana sepultura per secula seculorum, carne de las alimañas quien fuera bravísimo alférez y adalid de nuestros Tercios. Allí moría el poeta y el soldado castellano, sin dar un paso atrás, peleando como un poseso, con la mano sobre la Cruz de San Andrés, la bandera de la Patria y del Imperio.

El poeta Aldana nunca quiso publicar sus poesías, que bien se las guardaba nada más que para los grandes amigos. Pero su hermano Cosme tenía otras y mejores intenciones. Recopiló todo lo que encontró y consiguió hacer dos ediciones, una en Milán, en 1589, y la segunda en Madrid, en 1591. Desde entonces quedaron entre lo más florido y admirado de la lengua y la literatura españolas. No lejos del talento de Boscán, de Garcilaso, ni de los que luego vinieran con Cervantes y Lope a la cabeza.

Allá, en tierra extraña, los huesos de Francisco de Aldana quedaron para la eternidad. Su orgullo, su patriotismo, su audacia, su valor de soldado español hasta los huesos jamás debemos olvidarlo. Si lo hacemos, entonces sí que Francisco de Aldana habrá muerto para siempre.

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