Desde las lindes del bosque, cerca de la Sierra de Urbasa, junto a los primeros árboles, el viento batía la hierba crecida en ondulaciones rítmicas y acompasadas. Era un viento del este, acompañando un hermoso día de la mediada primavera.
Algunos nidos de pájaros locales, los llamados txantxangorris –una especie de petirrojos–, estaban efervescentes de vida, y parecía aquello un trajín en hora punta ante la eclosión de vida propia de la estación. Mas, de pronto, se hizo un silencio sepulcral, un silencio anormal en un bosque tan bullicioso minutos antes.
A la entrada del valle, una gruesa columna de infantes y caballería con su impedimenta iban a reforzar la línea de fuertes fronterizos del Reino de Navarra con Castilla. Todo transcurría con normalidad. A la altura de un recodo muy virado, allá donde el espeso bajo bosque autóctono se hace impenetrable, cubiertos con sacos de arpillera y embarrados profusamente con una fuerte dotación de hierba adherida, docenas de observadores perfectamente mimetizados con el entorno seguían el lento caminar de la tropa. El camuflaje era perfecto.
Cuando el silencio se había hecho intensamente lacerante, trescientos arqueros, a una orden precisa y convenida de antemano, descargaron toda la furia de su habilidad sobre aquella tropa confiada. Una descarga tras otra, una lluvia ingente de precisas flechas, sin cesar, como un diluvio. La mortandad era escalofriante, era lo más parecido al tiro al blanco. Aquello solo duró un breve cuarto de hora. Al cabo de este tiempo, cerca de un millar de cadáveres yacían esparcidos en la traicionera vereda a la espera del Gran Tránsito. Un etéreo espectador intangible –El que Todo lo Ocupa–, sobrevolaba la carnicería desde un punto cada vez más elevado, hasta desvanecerse lentamente en lo infinito.
Para colmo de males, una lluvia pertinaz se había apoderado de los surcos de la tierra, por donde drenaba la sangre de los caídos. Parecía una escaramuza más, pero era una Guerra Civil en toda regla.
Una merienda de blancos
El enfrentamiento entre estas dos facciones navarras era de largo recorrido. Agramonteses y beamonteses venían litigando por unos derechos sucesorios enormemente complejos que ora yacían soterrados y latentes, ora se traducían en agrias disputas que normalmente desembocaban en copiosos derramamientos de sangre. Hasta la Corona de Aragón se había visto implicada y Castilla no era ajena a esta merienda de blancos, y en la tramoya también estaba al acecho la Francia temprana.
Este reino que en sus fundamentos fue, según los historiadores Estrabón y Plinio, el lugar en donde Roma en su momento álgido de expansión en la península arrinconó a los vascones en esa tupida red de malla pirenaica formada por sus mágicos bosques, tuvo un desarrollo sólido y sostenido bajo la dirección de reyes valientes y decididos. Encajonada entre la grandeza de Aragón y Castilla, tenía una proyección geográfica transpirenaica inserta en territorio franco, el llamado Bearne, al sur de Aquitania.
Su historia, la historia de Navarra, no necesita mistificaciones en beneficio de sentimentalismos ocasionales. Era un reino todopoderoso y bien asentado con una reputación de inexpugnable y un ejército de temer. Eran gente valiente y noble que no necesitaba mostrar la hoja más allá de la empuñadura.
Los beamonteses o partidarios del antiguo bando nobiliario de los Beaumont eran al parecer un linaje de trampantojo, creado por Carlos III el Noble con un pastiche de familiares ilegítimos, saltándose todas las leyes de la sangre y las líneas rojas hereditarias más convencionales. Detallar esto y sus entresijos daría para dejar a la Biblia a la altura de un libro de bolsillo.
Cuando Juan II de Aragón "el Usurpador" se quedó para sí el trono a la muerte de la reina Blanca I de Navarra en 1441, era rey 'jure uxoris' (por matrimonio) y tal como estaba establecido, debía ceder la corona a su hijo Carlos, príncipe de Viana. Los beamonteses inicialmente apoyaron al príncipe de Viana para recuperar la legitimidad perdida, pero años después, en un giro de 180º, en su ambición casi obsesiva por deshacerse de sus rivales a cualquier precio, se pondrían al lado de Fernando el Católico en la conquista de Navarra contra los agramonteses. La guerra continuaría tras la muerte de Carlos, Príncipe de Viana en 1461 y a la de Juan II en 1479, dado el enconamiento y la tremenda agarrada entre ambos bandos.
El pacto con el diablo
Los beamonteses, que no repararían en aliarse con el mismísimo diablo, tuvieron como aliados a la Corona de Castilla y a los oñacinos, una facción nobiliaria muy arraigada en la Vasconia oriental que estaba enfrentada a su vez con los gamboinos. Estos últimos,. por afinidad lingüística y cultural, conformaban “el núcleo duro” de las cada vez más arrinconadas tradiciones autóctonas, y se aliarían a su vez con los agramonteses. En el marco de esta alianza con los beamonteses, la Corona de Castilla llevaría finalmente a cabo la conquista del Reino de Navarra en 1512.
Entre las muchas contradicciones de esta guerra, la más surrealista fue que Fernando el Católico, regente de Castilla tras la muerte de Isabel la Católica, y un pieza de armas tomar (Maquiavelo dixit), era ni más ni menos que hijo de Juan II (con quien había comenzado todo el follón) y de su segundo matrimonio con Juana Enríquez. Pero el esperpento alcanza cotas de ópera bufa, si tomamos en cuenta que los que se alzaron contra el rey aragonés, defendiendo la independencia del Reino de Navarra, acabarían ayudando a los castellanos, que a su vez liquidarían la ancestral Navarra de las mil raíces.
Como dice el historiador Boissonnade a colación de los enfrentamientos civiles “la causa determinante para liarse bajo una u otra bandera, no era otra que los odios personales, las rivalidades locales y la política de campanario… y con pretexto de defender un derecho sucesorio, entre ambos bandos se combatía con frenético encarnizamiento y cólera implacable, por saciar sus odios de clan”.
Una época mágica
El Reino de Navarra heredero del Reino de Pamplona, que en sus inicios fue una Marca Carolingia (Estado tapón para amortiguar las razias musulmanas), en el momento de su mayor expansión territorial durante la Edad Media, abarcó partes de lo que hoy es Aragón, una pequeña parte de Cantabria, Castilla, La Rioja, País Vasco, y las antiguas provincias de Gascuña y Occitania en la gran Aquitania.
Este reino, al que antes de que Iñigo Arista le diera forma, ya era un lugar conformado por rituales de un sofisticado paganismo occidental y enormes dólmenes y menhires, que desde el silencio de la historia perdida y su anónima soledad, todavía hoy siguen hablando en voz alta de una época mágica, ya perdida ante el avance del cada vez más impersonal rodillo de la civilización expropiadora de cualquier tipo de identidad. Reino que se benefició de la construcción de calzadas, pesos y medidas, y del orden romano en las clásicas civitas o unidades organizadas autónomas. La vid y el olivo y el uso del arado romano dan fe de su riqueza agrícola, germen del actual, vanguardista y pujante agro navarro.
Muchos fueron los nombres vascones entre los integrantes de las legiones (Cohortes II Vasconum y Bronce de Ascoli) con inscripciones de su participación en Germania, Britania, Mali y Mauritania. En el caso del Bronce de Ascoli –placa inscrita en bronce del año 89 a. C.–, el cónsul Pompeyo Estrabón contó con una caballería extremadamente diestra en el ataque –por su peculiar forma de escamotear al adversario, jinete y equino–, compuesta de vascones del sur e Íberos del Alto Ebro, llamada Turma Salluitana.
Navarra, un gran reino que fue, y que perdura por su grandeza en la memoria de la historia.
ÁLVARO VAN DEN BRULE El Confidencial
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