La historia le debe un reconocimiento a la reina Juana por ser lo que fue, una mujer enamorada que rompió los estereotipos y prejuicios de la época. Esta es su historia, desde otro punto de vista
Según Glyn Redworth, erudita doctora en historia española de la universidad de Oxford, la legitima reina de España, Doña Juana la Loca, estuvo confinada en el Palacio de Tordesillas (Valladolid), durante cerca de cuarenta y seis años; según algunos, víctima de una muy probable conspiración por parte de su todopoderosa familia paterna –y otros intereses yuxtapuestos–, o tal vez, por una coartada que les permitiría argumentar, que por algo tan baladí como una melancolía tan humana como la que cualquier bicho viviente puede padecer en este mundo tan carente de comprensión por las cosas del otro, bastaría para hacerse de manera subrepticia de forma absolutamente natural –con un poder ilegitimo a todas luces para los asaltantes– ejecutado de forma absolutamente artera; como si esta desgraciada reina no pudiera tener validos y consejeros capaces entre los castellanos para sacarle las castañas del fuego. Pero como tantas veces, las órdenes venían del norte.
Ya en las postrimerías de la vida de su madre, es probable que entre el tiempo que pasó con ella (entonces muy venida a menos), Isabel la Católica, en el Alcázar de Segovia en el otoño de 1503 y más tarde en el Castillo de la Mota, las trifulcas se incrementaran notablemente. La pertinaz y temperamental madre, no quería que la sentimental hija fuera a Flandes en un momento tan crítico, pues su enfermedad la tenía postrada y el momento era más que delicado de cara a la sucesión.
Vamos, que por sus devaneos con la tristeza –algo inherente al factor humano en un mundo sin concesiones–, la encerraron por padecer un comportamiento común y corriente que se exageró deliberadamente en virtud de intereses de Estado, cuando curiosamente en el largo ámbito de nuestra historia ha habido “meritorios” a punta pala para ser encerrados de por vida con más motivos. Pero eso es otra cosa…
Bastaría con tener unos intereses muy bien sustentados para aprovecharse de la debilidad de esta mujer por sus largos periodos de tristeza, ocasionados por el zascandil de su maridito, un mujeriego a ultranza. Seis hijos legales le hizo sin despeinarse, sin contar la progenie de naturales que al parecer eran incontables; un crápula el elemento. Era ella solamente una mujer enamorada en su totalidad de una idea entregada, que su 'partenaire' no compartía más que a tiempo parcial.
La mano que mueve la cuna de la guerra
Una trágica pulmonía adquirida en un partido de pelota vasca, curiosamente en Burgos, dio al traste con este elemento de la naturaleza cuya especialidad era la persecución de féminas incautas, o dicho de otro modo, criaturas celestes que no podían escapar a la permanente ingravidez de sus revoltosos, caprichosos e imperativos genitales bien dispuestos a la profusa y generosa jarana espermicida.
Carlos, el llamado Iº de España, según tiraran los hilos de la historia y los vientos de conveniencia, o V de Alemania, si el intérprete era teutón, hijo de Juana la Cuerda y Felipe, llamado el Hermoso, –cuya transitoria y dudosa masculinidad acabó en una presumible pulmonía que lo dejó de aquella manera–, un sujeto que llego desde del brumoso norte por una de aquellas loteras casualidades para arrasar Castilla, un reino antiguo, añejo y con la solera de una Europa que pocas veces había parido una corona tan prestigiosa, luchando durante siglos para ascender a lo más alto del pináculo del poder continental.
Castilla se había hecho con un prestigio descomunal e incontestable, desde que había “descubierto” América, había vapuleado a los ingleses a domicilio en varias ocasiones, y echado a los nazaríes –los últimos musulmanes del continente–. A los temibles navarros les había hecho un descosido meciendo la cuna en una guerra interna, y finalmente estaba repartiendo estopa en el norte de África para seguir las buenas costumbres y mantener el pabellón alto.
Cuando Carlos I, V o lo que sea, llegó en 1517 a España para tomar posesión de sus reino; no iba muy sobrado de sensibilidad. Visitó a su madre en Tordesillas, pero no la liberaría; eso sí, le llevó unos mantecados a los que era muy aficionada. Llenaría la primera España temprana de subordinados flamencos fieles, olvidándose de los locales, tan competentes como preparados y mejores conocedores de los temas de “la cocina interna”. Se cepilló a los Comuneros, desmontó a una Castilla demográfica, económicamente y con una dirección administrativa esplendida, y a continuación arrasó cualquier vestigio de respeto a través del reconocimiento. El miedo se instaló de Norte a Sur y de Este a Oeste. Mientras, el mundo se iba ensanchando como un globo en manos de un niño ilusionado por la inercia de los acontecimientos, Castilla se expandía hacia el Oeste Atlántico como un torrente y la sorpresa de los cartógrafos y exploradores no daba abasto.
No se sabe cómo ni porque, en un momento dado, a esta mujer algo le patina en las entendederas
La tragedia y los vericuetos del destino con sus requiebros y loterías inversas, quisieron que la tercera hija de los fundacionales Reyes Católicos asumiera en Toledo, en el año del Señor de 1502 dos años antes de la muerte de su madre Isabel, la herencia de la Corona Castellana y Aragonesa, que era algo así como decir la mitad de medio mundo por las influencias solapadas.
Una familia de armas tomar
Su hermano Juan, el mayor (marido de Margarita de Austria) que vivía en un desenfreno sexual permanente, al parecer infartó durante uno de los actos, quizás por exceso de énfasis. Para colmo de males, su hermana Isabel, a su vez casada con el Rey Manuel I de Portugal, la palmó al año siguiente.
No se sabe cómo ni porque, en un momento dado a esta mujer, quizás por el exceso de angustias acumuladas y la enorme responsabilidad de pasar de ser una bella criatura ornamental y poderosamente llamativa, a toda una reina de lo que prometía ser un imperio ni más ni menos, algo le patina en las entendederas. Puede que su padre conspirara a la muerte de Isabel l Católica para defenestrar a una hija que podía haber ejecutado la acción de gobierno a través de cualificadas representaciones o quizás, tal vez, se quebró antes sí misma, y despojada o no de la secuencia dinástica legal y de la erosión del canibalismo hermanado y consustancial al poder perdiera sus “aptitudes”.
Cuando muere su marido, Felipe el Hermoso, ya el ínclito Cardenal Cisneros, por delegación al parecer de Fernando el Católico –ausente en Italia por tareas de gobierno–, le hace algunas verónicas y chicuelinas.
Más tarde viene la inhabilitación descarada, tras los surrealistas episodios de su acompañamiento por media Castilla del cadáver de su infiel amado. Esto al parecer rebosa lo admitido.
Investido por el hijo de esta, Carlos I, el Marques de Denia, un sádico aristócrata excedido en sus funciones por inmisericorde –al que la historia no perdone–, priva a Juana la Cuerda, del conocimiento de la muerte de su padre y le arrebata el cadáver en salazón de su ex maridito (ya había iniciado el Gran transito cuatro años antes), enterrándolo en Granada. A la luz de la historia, objeto de estudio a veces con candil por falta de otra iluminación, quizás no se pueda juzgar con tanta severidad al marqués, pero lo que si es cierto, es que tanto él como su familia a cargo de esta enorme responsabilidad, no fueron ni de lejos la compañía que le hacía falta a esta enorme y maltratada mujer por los avatares del destino. Nunca tuvo mano izquierda ni compasión con tan ilustre personaje por mucho que se la acusara de perder los papeles.
Entre 1535 y 1555 año de su muerte, Juana la Cuerda recibió más de una veintena de prolongadas visitas por parte de su familia más allegada, mientras su hijo Carlitos –el emperador–, estaba a por uvas. Parece que los oficios de la mujer del Marques de Denia ablandaron el corazón de esta piedra humana.
Murió sin confesarse, quizás porque no había nada más que decir. La historia le debe un reconocimiento por ser lo que fue, su verdad frente a los estereotipos y prejuicios de la época.
ÁLVARO VAN DEN BRULE en El Confidencial
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