domingo, 17 de noviembre de 2013

LA SENTENCIA DEL PRESTIGE, Y LA MANIPULACIÓN POLÍTICA

La contrariedad que ha creado en los nostálgicos del chapapote que la Justicia haya sido incapaz de declarar que el Gobierno rompió el barco...
Una de las inolvidables portadas del semanario satírico «Por Favor», escisión del viejo e impagable «Hermano Lobo», reproducía la cara siniestra de un tipo tocado por un sombrero y unas gafas oscuras a la que se le añadía, como sello ministerial, la palabra «Confirmado». Era tiempo de pertinaz sequía, y los geniales autores de la revista titularon a toda plana: «Los Rojos Se Beben El Agua». Tiempos de Perich, Vázquez Montalbán, Forges, Marsé, Máximo, todos en una misma entrega semanal… Casi nada. Alguien debería haber recordado la portada once años atrás al objeto de homenajear a los sublimes creadores de aquella publicación que tan buenos ratos nos dio y haber titulado su crónica como se titula esta columna. La foto podría haber sido la de un buzo con la cara de Aznar sorprendido en plena maniobra de introducir carga explosiva en el Prestige con la intención de volarlo y bañar las costas occidentales españolas y portuguesas con setenta mil toneladas de fuel.
Fue lo único que faltó. Siendo un accidente, en sí mismo, sensacional, fue víctima de un calamitoso sensacionalismo en el que toda demagogia se hizo posible. La clamorosa manipulación con la que se aderezó la crítica contó, es cierto, con una primera vacilación confusa de las autoridades que resultaban competentes. Se cometieron errores, pero ninguno de ellos justificó la reacción populista y victimista de diversos colectivos y de la oposición política del PSOE. Asustado por el papel dirigente en la indignación que estaban asumiendo el chalado de Beiras y su gente del BNG, el sanedrín socialista decidió pisar el acelerador y considerar que todo valía contra un gobierno de derechas que dos años atrás les había humillado en las urnas con una aplastante mayoría absoluta. Todo valía y todo se hizo: el salto valorativo de la crítica razonable a la cohetería y la agitación fue inmediato.
Aznar, es cierto, perdió una oportunidad excelente de hacerse un «Schröder», es decir, calzarse unas botas de caña como el canciller alemán en plenas inundaciones y visitar los riscos petroleados de la Costa de la Muerte. No lo hizo y no sé si lo lamenta. Aunque ni siquiera sé si le habría servido de algo frente a la maquinaria acusatoria que se desencadenó prácticamente de inmediato: el Gobierno de España y el de Galicia habían dejado abandonados a su suerte a los gallegos. Galicia perdería PIB, la zona sufriría despoblación, la emigración sería un hecho, las especies marinas jamás regresarían a la zona y la desolación se instalaría para siempre en todas las Rías Altas, como poco. Afortunadamente no fue así. Se limpiaron las playas, se ayudó a los moradores, hubo peces y al poco el Prestige fue un mal sueño. Los catastrofistas pasaron, pues, una mala época.
La sentencia –de difícil comprensión para quienes estamos alejados del divertículo judicial– ha venido a decir que aquello fue un accidente encadenado y que ninguna de las soluciones a poner en marcha era inocua. Si el barco se llevaba a La Coruña el desastre era fácil de imaginar; si se volaba por los aires al objeto de incendiar el fuel, también; y si se alejaba había que contar con que parte de la carga llegaría antes o después a tierra. Posiblemente se optó por la menos mala de todas ellas, pero para la agitación quedó que cada gota de petróleo era consecuencia de la inoperancia malvada de gobernantes irresponsables.
Cualquier análisis desapasionado es, en cualquier caso, melancólico. El Prestige está en el fondo del mar, y Aznar, en sus asuntos. Pero llama la atención, once años después, la contrariedad manifiesta que ha creado en los nostálgicos del chapapote que la Justicia haya sido incapaz de declarar que, efectivamente, el Gobierno rompió el barco y no cejó de maniobrar hasta que, por fin, consiguió hundirlo. «Por Favor» lo habría asumido, al menos, con mucha más gracia.
Carlos Herrera en ABC



Sólo por curiosidad: ¿dónde estarán ahora los profetas del apocalipsis gallego? No la gente alarmada que sin dudar se echó a las playas a quitar chapapote con sus manos, no; hablo de los presuntos expertos que en sus confortables gabinetes pronosticaron décadas de perjuicio medioambiental, años de inviabilidad pesquera y hasta mutaciones de la fauna volátil. De todos aquellos comités de sabios convertidos en augures que con la complacencia acrítica del periodismo aventuraron para Galicia una especie de devastación a lo Mad Max. De los engolados cocineros vascos que con toda seriedad entonaron un gorigori coral por el sabroso mejillón que jamás volvería a las mesas de sus acomodados comensales. De los vertiginosos ventajistas que tras las pancartas del Nunca Mais vaticinaron un duradero holocausto ecológico.

Todo ese oportunismo de aluvión no ha necesitado esperar los once años de la sentencia para certificar su fracaso. Le debieron haber bastado con los doce o dieciocho meses que siguieron a la catástrofe. Fue tiempo suficiente para comprobar la regeneración de las playas, el retorno de la pesca, la lustrosa condición de los percebes de las rías. Dinero nos costó, cierto es, y dinero que a tenor del veredicto no recuperaremos. Pero el desastre del Prestige tuvo las dimensiones que tuvo, y como no fueron en absoluto pequeñas hay que preguntarse si era necesario extremarlas con la gigantesca falacia profética que aquellos días se apoderó de una opinión pública extasiada. Fue un circo de magnitudes; no pasaba día sin que algún gurú ambientalista predijese plagas egipcias sobre el maltratado litoral galaico. Como si no bastase la calamidad del oportunismo político de la oposición y de la atropellada incompetencia de un Gobierno desbordado.

Nadie ha entonado en esta década la fe de erratas de tanto auspicio jeremíaco, de tanta y tan severa conjetura formulada con el rigor de un horóscopo. De tanto estudio universitario y tanta falsa erudición científica aplicada al esfuerzo de aventar el catastrofismo de conveniencia. No se ha oído palinodia alguna por el fiasco aventurero que exageró las consecuencias del siniestro con el sobreactuado paroxismo de un tarot barato. Y menos que en ninguna parte en los medios que cada mañana competían por alejar el horizonte de la normalidad hasta un futuro remoto, capaz de trascender a las generaciones que bregaban con el maldito alquitrán pegajoso. Aquel trompeteo apocalíptico que a los dos meses hizo el petate y abandonó a los gallegos a la desdichada suerte que les había sido pronosticada.

Ni siquiera se han conformado con un discreto silencio de disimulo; hoy truenan contra un fallo judicial que desbroza los términos de la realidad de toda la farfolla adherida por aquel victimismo hiperbólico. Que no hay responsabilidades, lamentan en su mundo sin espejos. ¿Seguro que no hay culpables?

Ignacio Camacho en ABC

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