Con el arcabuz en ristre, decenas de balas en el zurrón y la sangre del enemigo sobre sus camisas. Así combatieron los soldados hispanos que, en 1.525 y en las afueras de la ciudad de Pavía, se enfrentaron a la que, por entonces, era la mejor caballería de Europa: la francesa. Aquella jornada, los territorios italianos fueron testigos no sólo de una victoria aplastante del ejército imperial de Carlos I, sino de un cambio de mentalidad, pues se constituyeron las bases de los que, en un futuro, serían los temibles tercios españoles.
El cetro hispano era sujetado entonces por las reales manos de Su Majestad Imperial Carlos I, quien, desde 1519, ostentaba el título deemperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V. Los territorios del soberano se extendían además por media Europa, pues, testamento por aquí, herencia por allá, el rey había logrado aunar bajo su corona a España, parte de Italia, Austria, Alemania y Flandes. Sin duda, un imponente legado para un joven de tan sólo 19 años.
Sin embargo, no todo era jolgorio en el territorio europeo pues, desde tierras galas, se abalanzaban vientos de guerra guiados por el monarca francés Francisco I. Y es que, el coronamiento de Carlos no fue precisamente una alegre noticia para el gabacho, quien, desde hacía años, buscaba para sí el título de emperador. A su vez, tampoco ayudó a mantener la paz entre ambos reinos el que «la France» se viera rodeada casi en su totalidad por los territorios del Sacro Imperio. No había más que hablar. Transpirando envidia, el franco decidió meter su gran nariz en los asuntos militares del país y lanzó a su ejército contra las huestes imperiales.
Huir o morir
Así pues, el calendario marcaba el año 1524 cuando el galo cruzó los Alpes en busca de venganza. Su objetivo: la conquista de Milán y sus territorios limítrofes (una zona conocida también como Milanesado y que, en aquel tiempo, estaba controlada por las tropas de Carlos I). El derramamiento de sangre era seguro entre ambos contingentes. No obstante, y ante tal número de enemigos, las huestes imperiales prefirieron poner pies en polvorosa (una retirada táctica que se dice, o más bien huida) y refugiarse en las fortalezas y ciudades cercanas.
«Las fuerzas imperiales, en inferioridad de condiciones, se replegaron a Lodi, dejando enla ciudad fortificada de Pavía una guarnición de dos mil españoles (la mayoría arcabuceros) y cinco mil alemanes al mando del navarro Antonio de Leyva, un veterano de las campañas del Gran Capitán, que se aprestó para resistir en esa plaza el asalto de los (…) hombres del ejército francés», determinan el periodista Fernando Martínez Laínez y el experto en historia militar José María Sánchez de Toca en su obra «Tercios de España. La infantería legendaria».
A pesar de estar atrincherado en una ciudad fortificada, la situación distaba mucho de ser idónea para Leyva. Y es que, no sólo disponía de un escaso contingente con el que resistir hasta la llegada de refuerzos, sino que la mayoría de sus hombres eran lansquenetes alemanes –mercenarios que no tendrían reparos en abandonar la defensa de Pavía en el caso de no recibir su sueldo periódicamente-.
La bolsa o la vida
Los defensores no tuvieron que esperar mucho para observar los pendones decorados con la flor de lis cortando el horizonte. Concretamente, fue en noviembre cuando Francisco I hizo su aparición frente a la pequeña Pavía con más de 17.000 infantes, una cincuentena de cañones y 6.500 de sus más temibles caballeros acorazados. Pocos días después pusieron sitio a la ciudad y, pólvora en mano, iniciaron un bombardeo constante contra los hombres de Leyva.
Con todo, parece que en aquellas jornadas la suerte estaba del lado de Carlos I, pues ni los soldados ni los proyectiles galos lograron atravesar las murallas hispanas. «Los repetidos ataques a Pavía de las tropas francesas no consiguieron nada salvo acabar con un creciente número de bajas. Además, el mal tiempo y las pésimas condiciones del terreno, cada vez más embarrado, comenzaron a pasar factura entre los sitiadores. Para empeorar las cosas, la artillería comenzó a perder efectividad a causa de la escasez de pólvora, por las dificultades logísticas y la humedad reinante», señalan Juan Vázquez y Lucas Molina en su obra «Grandes batallas de España».
Aquel fue un asedio sangriento en el que los soldados no pidieron cuartel ni clemencia, pues sabían que lo único que obtendrían como respuesta sería una cuchillada. Sin embargo, la valentía y el arrojo de los defensores tenía un límite: el dinero. Y es que, conforme pasaban los días, se acrecentaban las posibilidades de que los lansquenetes, al no recibir sus pagas, se revelaran contra los mandos españoles.
Ante esta difícil situación, los oficiales hispanos no tuvieron más remedio que recurrir a medidas desesperadas. «En Pavía, los mercenarios (…) comenzaban a sentirse molestos porque no recibían sus pagas. Tras repartir la plata obtenida en las iglesias locales, los comandantes españoles empeñaron sus fortunas personales para pagar a los mercenarios. Viendo la situación, los dos mil arcabuceros españoles decidieron que seguirían defendiendo Pavía aún sin cobrar», señalan Vázquez y Molina.
¿Una ayuda suficiente?
Por otro lado, y mientras Leyva hacía frente a base de arcabuz y pica a un contingente casi cuatro veces superior al suyo, Carlos I organizó a marchas forzadas los refuerzos que acudirían en socorro de Pavía y en escarmiento del francés. Su Majestad Imperial constituyó un ejército de4.000 españoles, 10.000 alemanes, 3.000 italianos, 2.000 jinetes y 16 piezas de artillería. Arma en el brazo y valentía en el zurrón, este ejército partió en enero de ese mismo año hacía Milán bajo el pendón de la Cruz de Borgoña y el águila bicéfala de Carlos I.
Al parecer, el galo no valoró en ningún momento que Leyva o el ejército que venía en su ayuda pudieran hacer frente a su «armée». De hecho, tal era el grado de confianza que tenía en sus soldados, que no abandonó sus posiciones cuando, a principios de febrero, llegó el contingente imperial al mando del marqués de Pescara, Carlos de Lannoy y George von Frundsberg. Fuera por su voluntad inquebrantable, fuera por su orgullo, lo único cierto es que Francisco I se encontró repentinamente entre dos ejércitos: el de la ciudad de Pavía y el enviado por Carlos I –este último en su retaguardia-.
Con todo, la victoria tampoco se planteaba fácil para los imperiales, pues Francisco tenía a sus órdenes un gran número de soldados (aproximadamente 25.000), unos buenos pertrechos y, sobre todo, a miles de los mejores caballeros acorazados de Europa. Unos temibles jinetes que, con la lanza en ristre y con Francia en el corazón, dejaban tras su paso un reguero de muerte y destrucción allí por donde pisaban sus monturas.
Por ello, el galo no lo dudó: se aprestaría a la defensa hasta que el enemigo decidiera atacar. «El monarca francés tenía a su ejército protegido por una doble línea de fortificaciones (una rodeando la ciudad y otra haciendo frente a los imperiales) y decidió esperar el ataque. Sabía que los imperiales andaban escasos de dinero y víveres, y daba por hecho que los sitiados, hambrientos, se rendirían pronto», destacan Laínez y Sánchez de Toca en su obra.
El plan de acción
Así pues, las jornadas fueron pasando entre constantes duelos de artillería hasta el 21 de febrero, día en que los oficiales del ejército de refuerzo decidieron lanzar un ataque contra las líneas francesas. No había otro remedio, pues sabían que, si se limitaban a esperar, sus compañeros en Pavía podían flaquear y rendirse. Únicamente quedaba matar o morir.
Tras profundas deliberaciones, los asaltantes establecieron un curioso plan de ataque. Durante la noche, un contingente imperial abriría una brecha en las defensas francesas con el mayor sigilo posible. A continuación, el grueso del ejército de Pescara pasaría a través de ese hueco y asaltaría la sección norte del campamento galo.
A su vez, se darían órdenes a Leyva para que, desde Pavía, hiciese una salida con sus hombres y se encontrara cerca del campamento francés con las tropas de Pescara para que, de esta forma, los sitiados pudieran recibir munición y alimentos. Finalmente, y como método de distracción, se estableció que varias unidades de arcabuceros iniciarían un intercambio de disparos con tropas galas en otro punto del campo de batalla.
Comienza la batalla
Establecido el plan de acción, ya sólo quedaba llevarlo a la práctica. «La noche del 23 al 24 de febrero, Pescara envió varias compañías de soldados “encamisados” (así llamados por llevar camisas blancas sobre las armaduras que les permitieran reconocerse en los combates nocturnos) para abrir brecha en los muros de las defensas francesas. Por ahí se lanzó el ejército de Pescara», señalan los autores españoles en su obra «Tercios de España. La infantería legendaria».
Una vez tomada la posición y rotas las defensas, una buena parte del ejército imperial se adentró en territorio francés. «Entraron primero 1.400 caballos ligeros y el Marqués del Vasto con 3.000 arcabuceros (2.000 españoles y 1.000 italianos); tras ellos, lo hicieron la caballería imperial apoyada por el resto de los españoles de Pescara y los alemanes que constituían el grueso, finalmente, los italianos con 16 piezas de artillería ligera», destaca Andrés Más Chao en el volumen titulado «La infantería en torno al Siglo de Oro» de la obra conjunta «Historia de la infantería española».
Sin más visión que la oscuridad de la noche, el contingente imperial avanzó a través del terreno francés con el firme objetivo de repartir todas las cuchilladas posibles a los franceses. Sin embargo, y como era de esperar, el plan tuvo un repentino fallo: los galos advirtieron al poco la presencia del ejército de Pescara.
Corrían las 6 de la mañana cuando, alertados por el ruido, los galos tomaron posiciones alrededor de la parte norte de su campamento. De hecho, las sospechas ante un posible ataque imperial inquietaron tanto a los centinelas que enviaron a una unidad de caballería ligera y a un contingente de infantería suiza para reconocer el terreno.
No habían pasado ni unos minutos cuando esta fuerza se encontró con la vanguardia del ejército de Pescara. «Pronto entraron en contacto la caballería ligera francesa con la española, y los piqueros suizos con los (…) alemanes, que les superaban en número. Los suizos consiguieron apoderarse de varios cañones imperiales antes de entrar en contacto con (…) los alemanes, pero pronto comenzaron a ceder terreno. La lucha fue a muerte», añaden Vázquez y Molina.
De esta forma, en plena noche y con una visibilidad nula debido al precario tiempo que castigaba las tierras italianas, se inició la contienda. Espada contra escudo y pica contra armadura, los franceses lograron en un principio acabar con muchos hombres de Pescara pero, finalmente, la tenacidad imperial se terminó imponiendo y, tajo aquí, sablazo allá, los galos acabaron perdiendo ímpetu y cedieron terreno.
La victoria del arcabuz
Mientras la vanguardia sostenía su propio combate, el grueso de la infantería española -seguida además por una unidad de caballería- recibió órdenes de girar y continuar la marcha hacia el campamento francés, pues era de vital importancia tomar esa posición. Sin atisbo de duda, los soldados iniciaron el camino sin saber que, a unos pocos kilómetros, se ubicaba la principal batería de artillería francesa.
No obstante, no tardaron mucho en descubrirlo pues, en cuanto vieron la primera pica, los galos iluminaron el cielo con los fogonazos de sus cañones, cuyas balas cayeron de forma implacable sobre los españoles. «Las mayores bajas imperiales se sucedieron en esta fase, tal vez unas 500, antes de que los veteranos infantes pudiesen ponerse a cubierto entre las desigualdades del terreno», completan los autores de «Grandes batallas de España».
Tal fue el zarpazo de la artillería francesa que Francisco I se decidió a dar el golpe de gracia a los españoles y, tras embutirse en su armadura, dirigió una devastadora carga sobre estos desafortunados enemigos. El ataque fue de tal virulencia que desbarató totalmente a los jinetes pesados de Pescara y desconcertó a la infantería aliada.
La contienda parecía perdida para el bando imperial. Desorganizados y en inferioridad numérica, poco podían hacer los españoles ante aquellos feroces caballeros de armadura completa. Sin embargo, en ese delicado momento una idea cruzó la cabeza de Pescara. A voz en grito, el oficial ordenó a 1.500 de sus arcabuceros retirarse hasta un bosque cercano a toda prisa y, desde allí, descargar todo el plomo y la pólvora posible contra los jinetes. Para sorpresa de los presentes, los disparos no sólo detuvieron la carga enemiga, sino que acabaron con muchos de los caballistas y desmontaron a tantos otros.
El asalto final
A su vez, y durante este momento de incertidumbre, Leyva sorprendió a Francisco I saliendo de Pavía con todos sus hombres y atacando el flanco francés, lo que permitió a los jinetes españoles reagruparse y lanzarse contra los enemigos con una fuerza renovada. En tan solo unos minutos, la batalla había dado un vuelco del lado imperial y, para desgracia de «sa majesté» gabacha, poco podían hacer ya sus tropas por remediar la situación.
Finalmente las tropas imperiales, apoyadas además por los disparos de los arcabuceros, obligaron a los franceses a poner pies en polvorosa. Con los galos huyendo y la línea de batalla enemiga rota, los soldados del bando imperial no tuvieron más que levantar sus brazos en señal de victoria.
«La derrota francesa fue aplastante. Más de 10.000 muertos y 3.000 suizos prisioneros, que fueron puestos en libertad a condición de no volver a combatir contra Carlos V. El rey Francisco I fue capturado después de que un arcabucero le matara el caballo, y sería trasladado cautivo a Madrid. Las pérdidas imperiales no superaron los 500 hombres contando muertos y heridos, entre éstos últimos el propio marqués de Pescara», finalizan Laínez y Sánchez de Toca.
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