domingo, 17 de noviembre de 2013

LA BATALLA DE LEPANTO, OTROS HÉROES OLVIDADOS

Con arcabuz, espada, y el arrojo típico de un militar venido de la Península Ibérica. Así combatieron los soldados españoles que, un siete de octubre de 1571, derramaron su sangre sobre la cubierta de decenas de buques para detener, en el golfo de Lepanto, las pretensiones expansionistas turcas.

No obstante, lo que no sabían todos aquellos soldados es que no sólo habían aplastado a la gran flota otomana que amenazaba el Mediterráneo, sino que también se habían ganado, a base de cañonazo y mandoble, un hueco en los libros de historia. Así, después de que se disipara el humo de las piezas de artillería, el mar quedó como testigo de una de las mayores victorias navales españolas.

Piratería y esclavitud, la antesala de Lepanto

Para llegar hasta esta gran victoria es necesario viajar unos años atrás, un tiempo en el que la sangre manchaba casi a diario las costas mediterráneas. «Cuesta creer hoy día que las tranquilas aguas del mar Mediterráneo fueran en otro tiempo escenario de asedios, batallas y guerras, y que miles de personas sufrieran el drama del cautiverio y la esclavitud. Y sin embargo, así fue», determina en declaraciones el periodista y experto en historia militar española Miguel Renuncio.

«A mediados del siglo XVI, dos potencias se disputaban el control del Mare Nostrum: España (dueña de Sicilia, Cerdeña y Nápoles) y el Imperio Otomano (cuyos dominios se extendían desde los Balcanes hasta Egipto). Los intereses contrapuestos de Madrid y Estambul habían desembocado en una guerra continua, que se englobaba en el esfuerzo general de los estados cristianos europeos por frenar el imparable avance turco», añade el experto.

A su vez, los españoles encontraron en esta época a unos fuertes enemigos en los piratas, que saqueaban sin piedad decenas de ciudades cristianas. «Mientras las tropas del sultán Solimán I conquistaban Hungría y llegaban incluso a asediar Viena, los estados berberiscos del norte de África (vasallos del Imperio Otomano) vivían de la piratería saqueando los puertos de España e Italia y asaltando sus barcos en alta mar. En definitiva, la situación llegó a ser tan crítica que se esperaba que, tarde o temprano, los turcos intentarían invadir Italia», señala Renuncio.

En este clima de tensión, los turcos pusieron, unos pocos años después, la guinda a este conjunto de afrentas contra los cristianos. «En mayo de 1565, la armada otomana llegó a las costas de Malta e inició el asedio a la isla, defendida por los caballeros de la Orden de San Juan u Orden de Malta. El asedio fue durísimo y se luchó palmo a palmo», determina el periodista. Por suerte, este gran ataque fue detenido por los miles de soldados que envió España para socorrer a los sitiados, pues en la Península Ibérica se conocía la importancia estratégica de este territorio, como bien explica Renuncio: «De haber caído en manos del Imperio Otomano, Malta se hubiera convertido en el trampolín perfecto para asaltar Italia».

La gota que colmó la paciencia cristiana

Sin embargo, lo que finalmente hizo entrar en cólera a los cristianos fueron las exigencias planteadas por el nuevo sultán Solimán I (quien sucedió en el trono de Estambul a su padre). Concretamente, en 1570 el nuevo mandatario pidió la entrega de Chipre –contraria a los turcos- a su imperio.

Los cristianos consideraron esta petición como la gota que colmó el vaso. «En previsión de un
ataque a la isla, el papa Pío V solicitó a España y Venecia la creación de una alianza militar con los Estados Pontificios con el objetivo de frenar la expansión otomana en el Mediterráneo», determina Renuncio.

De esta forma, y aunque fue dificultoso por la diversidad de opiniones entre ambos países, Pío V terminó «convenciendo» a ambos imperios para frenar la expansión del Islam en Europa. «En mayo de 1571, Madrid, Venecia y Roma crearon la Santa Liga (la alianza deseada por Pío V)», explica el experto, que añade además que hubiera sido imposible derrotar a la inmensa flota turca si no hubiera sido aunando fuerzas.

Esto no detuvo a los turcos que, de forma osada y sin temor a las consecuencias, iniciaron el asedio a Chipre. Ante esta afrenta, la flota de la nueva y flamante «Santa Liga» decidió iniciar los preparativos para acabar de una vez por todas con sus enemigos del este. «Aunque el ejército otomano había acabado ya con el último reducto de la resistencia veneciana en Chipre (Famagusta), se decidió buscar y destruir la armada del sultán, dirigida por Alí Pachá o Alí Bajá», completa el periodista.

Preparando la guerra

Para hacer frente al islam, la «Santa Liga» juntó una de las mayores flotas que han surcado los mares a través de la historia. «Contaban con 228 galeras, 6 galeazas, 26 naves y 76 menores. (234 de ellas de combate)», explica el Capitán de navío José María Blanco Núñez, Asesor del Instituto de Historia y Cultura Naval. «Por su parte, los turcos contaban con 210 galeras, 42 galeotas y 21 fustas (252 de combate)», completa el militar.

A su vez, y además del número de buques, la «Santa Liga» tenía a su favor la tecnología, pues sus tropas contaban con multitud de arcabuceros. Estos, partían con ventaja con respecto a los arqueros otomanos, ya que la pólvora tenía más alcance y causaba más daño que las flechas, las cuales solían rebotar contra las gruesas corazas cristianas. «Además, entre las tropas de la Santa Liga destacaban los famosos Tercios españoles. Felipe II había ordenado el embarque de unas 40 compañías procedentes de cuatro Tercios distintos, mandados por Lope de Figueroa, Pedro de Padilla, Diego Enríquez y Miguel de Moncada», determina por su parte Renuncio.

A pesar de todo, el número de combatientes no era muy desigual, según completa el periodista: «En total, la Santa Liga sumaba unos 90.000 hombres, entre soldados, marineros y remeros. En cuanto a la armada del Imperio Otomano, el número de hombres era muy similar, y entre sus soldados sobresalían los temidos jenízaros (cristianos que, tras ser capturados de pequeños, se convertían al islam y eran educados para la guerra)».

Una curiosa forma de batallar

Que la cantidad de soldados fuera similar era muy significativo, pues, en el SXVI, un combate naval no era como el que nos vende ahora la factoría Hollywood. «Los barcos actuaban como plataformas para el combate. Por aquellos años, la galera, el buque más utilizado, era una embarcación larga y estrecha, provista de una o dos enormes velas latinas. Sus dimensiones rondaban los 40 metros de eslora y los cinco de manga, y apenas levantaba un metro del nivel del mar. La artillería estaba formada, casi exclusivamente, por tres o cinco cañones fijos situados en la proa. Por lo tanto, se trataba de un barco cuya función principal consistía en servir de plataforma para la lucha cuerpo a cuerpo», añade el experto.

El uso de las Galeazas fue determinante para los cristianos

De hecho, y según comenta Renuncio, los cañones de las galeras –que se encontraban ubicados en proa y popa- no servían tanto para atacar desde cierta distancia a sus enemigos como para acabar con los soldados enemigos cuando se entablaba el combate cuerpo a cuerpo. Así, lo más usual era que una embarcación embistiera a otra, ambas dispararan entonces su artillería, y la infantería entrara entonces en la lucha.

Sin embargo, para suplir esta escasa cadencia de fuego, Venecia también aportó su granito de arena a la «Santa Liga» con uno de sus más novedosos proyectos. «La galeaza era una auténtica fortaleza flotante. Se trataba de un invento veneciano, consistente en una galera de mayores dimensiones y, sobre todo, dotada de una artillería mucho más potente, con cañones móviles situados en las bandas. No obstante, estas naves eran difíciles de mover, por lo que muchas veces tenían que ser remolcadas», finaliza el periodista español.

Posiciones para el combate

Así, con las tropas preparadas para asestar el golpe definitivo a los turcos, la flota de la «Santa Liga» partió hacia Grecia. El grupo, formado en su mayoría por buques españoles, estaba dirigido de manera general por Don Juan de Austria. No obstante, cada nación aportó además un capitán para su facción. Tan sólo unos pocos días después de partir, el 7 de octubre, ambas armadas se encontraron cerca del Golfo de Lepanto dando lugar a lo que sería una de las batallas más sangrientas de la historia.


Durante la mañana, y con la extraña calma que suele preceder a la amarga batalla, ambas escuadras finalizaron su despliegue. En el bando español el centro estaba regido por «La Real», la nave de Don Juan de Austria. En el flanco izquierdo, se situaba amenazante el veneciano Agostino Barbarigo, a quién se le dieron órdenes de impedir que el enemigo les envolviera. Finalmente, el ala derecha estuvo regida por Juan Andrea Doria, genovés al servicio de España,

«Por último, el español Álvaro de Bazán tenía bajo su responsabilidad las galeras de la reserva, que debían socorrer un frente u otro en función de cómo se fuera desarrollando el combate», finaliza Renuncio. Sin embargo, lo que ninguno de los líderes sabía era que, en una de las galeras cristianas se hallaba, espada en mano, un joven literato que no superaba los 24 años: Miguel de Cervantes.

Frente a la armada de la «Santa Liga» se situaba desafiante la imponente flota turca. En el centro de la misma, a bordo de «La Sultana» se hallaba el terror de los cristianos: Alí Pachá. A su derecha, frente a Barbarigo, estaban ubicadas las fuerzas de Scirocco, bey de Alejandría. Finalmente, y para hacer frente a Andrea Doria, el líder turco seleccionó a Uluch Alí, bey de Argel.

Comienza la batalla

No cabía más espera. Después de que se arbolaran los crucifijos y estandartes y los sacerdotes absolvieran a los soldados por si morían en combate, los remeros comenzaron a sacar las palas. Desde «La Real», un grito, el de don Juan de Austria, ahuyentó el miedo de los marinos: «Hijos, a morir hemos venido, o a vencer si el cielo lo dispone».

Con celeridad, las naves turcas, como movidas por una única fuerza, comenzaron su avance inexorable hacia los buques de la «Santa Liga». Por suerte, los cristianos habían decidido que las galeazas, las fortalezas flotantes venecianas, se situaran por delante de la flota aliada para hacer blanco sobre los otomanos. El plan funcionó a la perfección pues, con un gran estruendo, estos navíos abrieron fuego con sus innumerables cañones sobre las tropas de Alí Pachá, mandando al fondo del mar a varias de sus galeras.

La fuerte acometida cogió por sorpresa a los otomanos, que se vieron obligados a romper su formación y tratar de acortar lo más velozmente la distancia que les separaba de los buques cristianos. No les quedaba más remedio, pues la potencia de fuego de las galeazas podía ser mortal para sus aspiraciones de conquista.

Una vez superada la primera línea de galeazas cristianas, comenzó la verdadera batalla. «Tras esto, las galeras de ambos bandos se trabaron unas con otras, barriendo al enemigo con el fuego de sus cañones, embistiéndose con sus espolones y lanzando a sus hombres al abordaje», determina Renuncio.

Pronto, y casi dirigidas por una fuerza extraña, «La Sultana» y «La Real» chocaron y se enzarzaron en un fiero combate cuerpo a cuerpo que se cobraría la vida de cientos de soldados. «Los hombres de ambas naves iniciaron una lucha sin cuartel, en la que “La Real” y “La Sultana” fueron socorridas por otras galeras, que hacían pasar a sus soldados a bordo de las dos capitanas» explica el experto. Ambas flotas sabían que no podían permitirse el lujo de perder sus buques de mando, pues sería algo nefasto para la moral de sus respectivas flotas.

Problemas iniciales

Mientras, en el flanco izquierdo cristiano, Barbarigo vivió momento de tensión cuando las tropas de Sirocco se introdujeron en un hueco dejado por las tropas del veneciano. Este, vio en unos instantes como su nave era asediada por media docena de buques enemigos. La lucha fue tan cruenta que, finalmente, el cristiano murió cuando el disparo de un arquero turco le acertó en un ojo. A pesar de todo, y con la ayuda de varias galeras que fueron a socorrer a su líder fallecido, se logró resistir la embestida turca.

La situación no era mejor en el flanco contrario, donde Uluch Alí había conseguido atravesar la línea cristiana haciendo uso de una estratagema que alejó el ala derecha cristiana de la batalla. Por suerte, la escuadra de reserva acudió a socorrer el centro de «La Santa Liga». No obstante, no llegó lo suficientemente rápido como para salvar a varias galeras cristianas cuyos ocupantes fueron pasados a cuchillo sin piedad.

A partir de ese momento rindió la anarquía entre las diferentes naves, que trataban de resistir, junto al buque aliado más cercano, la acometida del enemigo. En este momento de incertidumbre, el joven Cervantes recibió varios disparos, uno de los cuales le alcanzó en la mano izquierda, dejándosela inútil para siempre. Por suerte, el posteriormente conocido como «el manco de Lepanto» pudo seguir escribiendo durante años con su brazo derecho.

Un final glorioso

«En esta situación, cuando la batalla se encontraba en el momento más decisivo, un disparo de arcabuz mató a Alí Pachá, lo que provocó el desmoronamiento de la resistencia a bordo de la Sultana. El estandarte musulmán fue arriado, al tiempo que los gritos de victoria en las filas cristianas iban pasando de una galera a otra», determina Renuncio.

Después de este golpe para los turcos, comenzó su retirada. «Uluch Alí consiguió escapar llevando consigo una pequeña parte de sus fuerzas y el estandarte arrebatado a los caballeros de la Orden de Malta, que también participaban en la armada cristiana», explica el experto.

«La victoria cristiana fue total. Entre 25.000 y 30.000 otomanos murieron en la batalla, frente a los 8.000 españoles, pontificios y venecianos. La batalla de Lepanto fue una matanza terrible, sin precedentes, pero sirvió para demostrar que el esfuerzo conjunto de las naciones cristianas podía frenar el avance del Imperio Otomano. Por fin, la armada del sultán había sido destruida, y con ella el mito de su invencibilidad», añade Renuncio.

Además del importantísimo valor militar, la batalla tuvo unas buenas consecuencias para España y la cristiandad. «Aunque aparentemente la batalla de Lepanto no tuvo consecuencias inmediatas, su importancia fue enorme desde el punto de vista moral y propagandístico, ya que sirvió para acabar en Europa con el mito de la invencibilidad otomana», finaliza el periodista.

Tras la batalla

A pesar de la gran derrota, el Imperio Otomano volvería a planta batalla tan sólo tres años más tarde, cuando consiguió conquistar Túnez a los españoles. A su vez, en 1574, Venecia firmó en secreto la paz con el sultán, rompiendo la Santa Liga y traicionando a España y al Papa. De esta forma, y aunque el pacto le ofrecía ventajas comerciales, también obligaba a esta república a pagar un tributo a Estambul y renunciar a Chipre.

«La paz era humillante para Venecia, pero, al fin y al cabo, era una república de mercaderes y prefería garantizar la seguridad de sus intercambios comerciales con Oriente antes que seguir aventurándose en inciertas campañas militares. Así pues, España volvía a estar sola en su lucha contra el expansionismo otomano, lo que parecía anunciar nuevas e inevitables guerras», explica Renuncio.

Sin embargo, el conflicto entre ambos imperios sólo duró hasta 1577. «Paradójicamente, españoles y turcos empezaron a estar cada vez más interesados en poner fin a su enfrentamiento —al menos, a su enfrentamiento a gran escala—, para poder ocuparse cada uno, con mayor libertad, de sus asuntos en otros escenarios. Además, la inactividad otomana demostró ser su peor enemigo: las galeras del sultán se pudrieron en los puertos y nunca más volvieron a suponer una amenaza para la seguridad de los estados cristianos del Mediterráneo», añade el experto.

Tres preguntas al Capitán de navío José María Blanco Núñez, Asesor del Instituto de Historia y Cultura Naval

1-¿Qué significó la derrota para el imperio Otomano?
Supuso el final de su expansión hacia Occidente, su freno en Europa, donde llegó hasta Viena de donde saldrá derrotado un siglo más tarde, su cambió de teatro al Indico, donde hizo sufrir de los lindo a los portugueses, lo que contribuirá a la unión de los reinos peninsulares.

2-¿Qué marcó la diferencia en Lepanto?
Lo que definitivamente descalabró a los turcos fue el buen empleo de la artillería de las cuatro (de seis) galeazas venecianas (20 cañones y 30 pedreros, cada una, mientras que las galeras mayores llevaban solamente 5 cañones a proa, que se disparaban una sola vez inminentemente antes del abordaje) que iban en vanguardia y entraron en fuego, y al magnífico comportamiento de la reserva mandada por D. Álvaro de Bazán, que abortó la brillantísima maniobra del cuerno izquierdo otomano mandado por Uluch Alí.

3-¿Cómo describiría, en un único párrafo, el impacto de esta batalla para España?
Nos proporcionó seguridad en nuestras derrotas imperiales, Barcelona-Génova que, por mor de la actitud francesa, era vital para el sostenimiento de Flandes; Puerto de Santa María (después Cartagena)-Mesina-Nápoles, sin embargo el corso ejercido por argelinos continuará azotando nuestra costa mediterránea hasta la paz de 1785, aunque hubiese desaparecido el peligro de ver las Columnas de Hércules en manos del Sultán de la Sublime Puerta.

LA TRAICIÓN VENECIANA TRAS LA VICTORIA DE LEPANTO

Entre las miles de líneas que ocupan las hojas de la Historia, hay unas que, para los españoles, están escritas con letras de oro: las que cuentan la victoria que la Santa Liga infligió al Imperio Otomano en Lepanto. Sin embargo, también se han difuminado en el papel aquellos renglones que reflejan el devenir de cristianos y musulmanes tras la que, a la postre, sería considerada como una de las contiendas navales más grandes de todos los tiempos.

Y es que, la guerra no se detuvo después de que la Santa Liga –la alianza formada por España, Venecia y los Estados Pontificios- derrotara con sus galeras a la flota del sultán Selim II, sino que, a pesar del varapalo, los musulmanes siguieron plantando cara durante años a los cristianos por tierra y mar. «La batalla de Lepanto significó un duro golpe para el Imperio, que perdió en ella gran parte de su armada, pero no debemos olvidar que, por ejemplo en 1.574, tan solo tres años después de ser derrotados, los turcos consiguieron arrebatar Túnez a los españoles», afirma Renuncio.

Así pues, y en contra de la creencia popular, Lepanto no significó la caída en desgracia del Imperio Otomano. «La derrota no supuso por sí misma el declive de un Imperio poderosísimo que, con sus estados vasallos, abarcaba desde el Mediterráneo occidental hasta Mesopotamia y desde los Cárpatos hasta las cataratas del Nilo. Lo que sí es cierto es que la batalla de Lepanto coincidió en el tiempo con el inicio del declive político del Imperio Otomano, producido por el debilitamiento de la figura del sultán», comenta el experto.

Renuncio, a su vez, afirma que las causas que provocaron que el Imperio Otomano doblara la rodilla no fueron únicamente militares: «Existen ciertos paralelismos entre el progresivo declive que sufrió el Imperio Otomano tras la muerte de Solimán I (1.566) y el que experimentó la Monarquía Hispánica tras el fallecimiento de Felipe II (1.598), ya que los sucesores de ambos monarcas no quisieron o no supieron afrontar adecuadamente los retos que se les presentaron».

A pesar de todo, lo que sí logró con su victoria la armada cristiana fue detener en seco la expansión del Imperio Otomano a través del Mar Mediterráneo. Este hecho, aunque no significó la victoria definitiva contra Selim II, si insufló moral a unos reinos que, durante décadas, habían visto como los soldados turcos se hacían con una buena parte de los territorios ubicados en el norte de África.

«Aunque la derrota del Imperio Otomano no fue decisiva desde el punto de vista militar, sí tuvo una enorme importancia desde el punto devista moral y propagandístico, ya que sirvió para acabar con el mito de la invencibilidad de la armada otomana. En este sentido, la repercusión de la batalla fue enorme no solo en España, sino también en el resto de Europa. Por eso Miguel de Cervantes, años después de combatir en Lepanto, recordaba aquella jornada con las siguientes palabras: “Y aquel día, que fue para la Cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar: en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada” (Don Quijote de la Mancha, primera parte, capítulo XXXIX)», completa el experto


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