Viendo la flexibilidad circense del PSOE para pactar con cualquiera menos con el PP, he recordado aquello que escribió Ayn Rand en 1965: el “nuevo fascismo” es el “gobierno por consenso”. No le faltaba razón.
El consenso, como lo veía Rand, se convertía en un mecanismo para establecer la verdad oficial, lo aceptable y bueno, y excluir lo execrable, negativo y falso. Toda política era posible si se basaba en el consenso, con independencia de si se había expuesto antes o no al cuerpo electoral. Lo importante era el consenso entre grupos; es decir, conseguir el sello que legitimaba el ejercicio del poder aun habiendo perdido las elecciones. La política funcionaba con el acuerdo tácito de que un programa electoral no servía para nada, sino que lo útil era la capacidad para acordar cargos y presupuestos con otros y así detentar el poder.
La geometría variable que inauguró Zapatero en 2008 para gobernar con todos y excluir al PP, la ha elevado a norma Pedro Sánchez
En ese consenso descrito por Rand no había ideología, sino negociación entre oligarquías políticas para amarrar el gobierno. En esa situación, las elecciones no tenían más finalidad que distribuir el peso de cada formación en una especie de “partido único” que acordaría un programa de gobierno. Daba igual a quien se votara porque llegarían a un acuerdo para gobernar, lo que se presentaría como “la verdad” que demandaba la gente, y que situaba al margen de la sociedad política a los no firmantes.
El espectáculo político que nos están ofreciendo las distintas opciones de izquierdas para formar gobierno es un ejemplo claro de ese consenso. La geometría variable que inauguró Zapatero en 2008 para gobernar con todos y excluir al PP, la ha elevado a norma Pedro Sánchez. Las cinco propuestas que, de forma torpe, sorprendente e inoportuna, hizo llegar a IU, Podemos y sus variopintas confluencias, contradicen las formas y la letra del compromiso político con Ciudadanos.
El PSOE de Pedro Sánchez se ha convertido en el eje del “gobierno del cambio” –expresión tan manida como hueca-, siendo capaz de pactar con cualquiera. Los días impares, el equipo socialista se ha reunido con los negociadores de Ciudadanos para hacerse la foto, hablar de reformas, echar cuentas de diputados, y disolverse. Los días pares, los hombres de Sánchez acordaban los términos de un “gobierno de la gente” –los demás no somos “gente”, ojo- con el conglomerado de Podemos y adyacentes. Oían las exigencias imposibles de los podemitas, se miraban a los ojos, posaban para la prensa, echaban cuentas de diputados, y se disolvían.
La democracia es una forma de gobierno basada en el principio de consentimiento. El problema está en los límites de ese consentimiento. Pedro Sánchez se ha aferrado a la única fórmula que le asegura seguir en su puesto de secretario general del PSOE: llegar a un acuerdo con quien sea, menos el PP, para formar un gobierno. El mecanismo que se sigue, una vez roto aquel bipartidismo denostado por unos y añorado por otros, es el acuerdo ciego fundado en el consentimiento. Los políticos españoles pueden pactar cualquier cosa aunque no lo dijeran en la campaña electoral, o sea contradictoria con sus promesas. Porque esta democracia sin separación efectiva de poderes, y donde la relación entre el elector y el elegido -la representación- es más que mejorable, está fundada en la delegación completa, absoluta y ciega de la soberanía en los diputados.
Esa expropiación de los derechos políticos es un fraude consentido. Es cierto que la democracia directa y el asambleísmo son fórmulas donde el radicalismo y la demagogia se hacen los amos, y que no hay nada perfecto, pero sí existen mecanismos para evitar esa enajenación. Tampoco se trata de eliminar el margen de maniobra de negociación de un político, pero si contar con la opinión del soberano: los ciudadanos. La coartada de que la estabilidad dependa de llegar a un acuerdo, cualquiera, sin conocimiento ni refrendo de la ciudadanía, deja definitiva y totalmente la soberanía en manos de políticos que solo piensan en alcanzar el Poder y no soltarlo.
La democracia también supone responsabilidad, no dejar ciegamente el gobierno en manos de unos políticos sin más principio que aferrarse al Poder de cualquier manera. Ese consenso político no es siempre el “nuevo fascismo”, pero sí da miedo.
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