- No puede aceptarse esa tesis conformista que predica que es mejor no hacer nada frente al mal para evitar males mayores, cuando la verdad es que el mayor de los males y tristes ejemplos hay en la historia, es callar y consentir lo que no debe silenciarse y aceptarse.
El partido de fútbol final de la Copa del Rey viene precedido del descarado anuncio de que las aficiones, o al menos una parte significativa de ellas, del Club de Fútbol Barcelona y del Atlético de Bilbao aprovecharán el acontecimiento deportivo para pitar el himno nacional y con él a Su Majestad El Rey, en cuyo honor ha de sonar. La amenaza de esa alteración de orden público y ofensa a los símbolos nacionales de España no es vana, porque ya en dos ocasiones anteriores ha sucedido en las mismas circunstancias.
Me atrevería a decir que en todos los países y, desde luego, en los que solemos llamar «de nuestro entorno», el hecho es incomprensible. He tenido ocasión de presenciar el respeto multitudinario con que los ciudadanos norteamericanos reciben al presidente de los Estados Unidos, cuya aparición se anuncia con solemnidad, lo que provoca primero un asombroso silencio y después un estruendoso aplauso. En Alemania también fui testigo de una actitud similar ante la entrada a un acto del presidente de la República Federal. En las contadas ocasiones en que el presidente francés se ha dirigido por escrito a la Asamblea Nacional, los diputados escuchan puestos de pie, sin distinción de partidarios o adversarios políticos, porque el presidente representa a Francia, me explicaron. Bien recientemente, la Reina Isabel II, con ocasión de la apertura del nuevo Parlamento Británico, ha recorrido las calles de Londres entre el aplauso general.
En todos esos países y otros muchos que no es preciso citar, no es que todos los habitantes sean entusiastas partidarios del Jefe del Estado, es simplemente que hay una educación cívica por la que, al margen de pretensiones políticas alternativas o incluso contrarias, todo el mundo mantiene las formas, salvo excepciones singulares que suelen ser reprobadas en el acto por la inmensa mayoría. Por lo tanto, no es que se niegue el derecho a la discrepancia y a postular cambios, ni siquiera el derecho que, la más abierta y generosa de las Constituciones del mundo civilizado, ofrece a los españoles que no quieran serlo, como estamos viendo, aunque resulte doloroso; de lo que se trata es de una cuestión elemental en la convivencia de los pueblos, porque si el discrepante no respeta, ya no a los demás que piensen de otra manera, si no a la mayoría ¿cómo puede pedir respeto para sí mismo?. ¿No será que con su intolerancia y radicalismo está abriendo un peligroso camino del que puede ser también víctima? Esta es una reflexión que no puede dejar de hacerse por quienes aplican una suerte de «ley del embudo», por la que exigen para sí lo que niegan a otros.
En España nuestra Constitución de 1978, en su art. 56.1 declara: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia» y más adelante se dice que «asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales». El Rey, pues, representa a España, y faltarle al respeto silbándole, haciendo gestos obscenos (como hemos vistos en la televisión en anteriores ocasiones) y vociferando insultos irreproducibles es, sencillamente, un delito y no una simple falta de educación como con benevolente intención de quitarle importancia se califica a veces con tibieza. En efecto, el Código Penal vigente lo tipifica en su art. 490.3 diciendo: «El que calumniare o injuriare al Rey… en el ejercicio de sus funciones o con motivo u ocasión de éstas, será castigado con la pena de prisión de 6 meses a 2 años si la calumnia o injuria fueran graves, y con multa de 6 a 12 meses si no lo son»; ninguna duda razonable puede caber de que las injurias descritas son graves y de que cuando El Rey preside el partido de fútbol final de una competición que lleva Su nombre y cuyo trofeo va a entregar al vencedor cuando termine el encuentro, el Jefe del Estado está –aunque se trate de un acto festivo– en el ejercicio de sus funciones.
Tal vez se me diría que al ser muchos los autores de estos hechos delictivos es muy difícil castigarlos, produciéndose una injusticia si se persigue a unos cuantos identificados y los demás quedan impunes, amparados en su cobarde escondite en la masa; pero ese criterio resulta inadmisible porque con él no se podría imponer ninguna multa a los infractores de tráfico porque, desgraciadamente, suelen ser más los que no son sorprendidos por los agentes cometiendo alguna irregularidad. Por otra parte en una acción colectiva la responsabilidad principal está en los que dirigen, organizan, promueven o facilitan esos delitos y su investigación y persecución es una obligación de todas las autoridades, porque éstos, verdaderos dirigentes de una acción delictiva, son a los que suele calificarse como «autores intelectuales».
No puede ignorarse tampoco que estas prácticas de descalificación pública de los símbolos nacionales se pretenden amparar en el ejercicio de la libertad de expresión. Pues bien, resulta triste que se identifique tan importante derecho fundamental con el insulto a las personas y con la ausencia del respeto debido a los muchos, que se sienten identificados con aquellos símbolos y que también son titulares de derechos. Verdaderamente la libertad de expresión lo es de ideas, opiniones, proyectos, pretensiones, reclamaciones, etc. y en eso cabe la más amplia comprensión pero no puede extenderse el manto del derecho fundamental hasta actitudes tumultuarias de agresión verbal y gestual para acallar la audición de la música del himno nacional de España y maltratar la figura del Primer Español. Cabe hacer aquí otra reflexión, si se pueden hacer cosas como estas con El Rey de España ¿qué se podría llegar a hacer con cualquier ciudadano que pasara por la calle? Cuando se tolera lo intolerable lo que pierde es la convivencia y los que más riesgos corren son los más débiles.
Por último, no puede aceptarse esa tesis conformista que predica que es mejor no hacer nada frente al mal para evitar males mayores, cuando la verdad es que el mayor de los males y tristes ejemplos hay en la historia, es callar y consentir lo que no debe silenciarse y aceptarse.
RAMÓN RODRÍGUEZ ARRIBAS / Vicepresidente del Tribunal Constitucional, ABC – 30/05/15
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