Otros grandes de la historia de la guerra fueron más magnánimos e incluso caballerosos con el vencido. Almanzor no conocía la compasión.
El camino estaba embarrado y poblado de multitud de cadáveres en descomposición. Había cientos de ellos, quizás miles. La naturaleza hacia su trabajo metódicamente y toda una caterva de insectos estaba inmersa en un festín sin precedentes. Una lluvia fina disimulaba el dantesco escenario.
Preciosas iglesias del románico temprano habían sido expoliadas a conciencia y las caballerías del adversario habían usado el suelo sagrado como establos para aliviar sus necesidades. El panorama era desolador. Multitud de cuervos sobrevolaban aquel escenario de horror y un hedor a sangre en descomposición avisaba a gran distancia de la carnicería perpetrada por las huestes mahometanas. Un silencio espectral roto solo por un coro de graznidos de carroñeros, completaba el resto del retablo.
La avanzadilla cristiana destacada por los reyes del norte para constatar el desastre, hollaba un espantoso rastro de muerte mientras perseguía un fantasma; por donde pasaba todo eran hechos consumados. Solo quedaba volver a incendiar lo incendiado poniendo énfasis en los cuerpos destrozados y mutilados y atajar las consecuencias de la putrefacción. Otros jinetes, los del Apocalipsis, aguardaban su momento agazapados en las entrañas de aquella humanidad expoliada de su haber más íntimo.
Desde Galicia y León, hasta las marcas castellanas tan duramente arrancadas a los sureños siglo tras siglo, la devastación era omnipresente. El ganado se había volatilizado mientras la horda arramplaba con todo lo que tuviera algún tipo de valor. Los hombres serían destinados a la esclavitud en los dinámicos zocos bereberes del otro lado del estrecho y a las mujeres, la peor suerte; tocaba complacer a aquellos guerreros de Allah en tanto éste decidía cual era el momento idóneo para suplantarlas por las huríes en el paraíso. La Yihad tenía eso, estaba impregnada por principio en sangre y no reparaba si ésta era de inocentes o no. Bastaba que el adversario fuera cristiano, tuviera algún desvarió religioso o reflexión inadecuada, para despojarle de los derechos más elementales. Esto, ocurría con la forma de islamización más radical y extrema que como bandera había adoptado uno de los caudillos mahometanos más controvertidos llamado Almanzor. Nada que ver con el tratamiento que otro gran guerrero siguiendo principios más abiertos y tolerantes, Saladino, daba a los prisioneros y cautivos.
Pero tras esa cortina de horror oculta tras altos principios espirituales, subyacía un mercadeo constante, que era en realidad el trasunto que importaba. El pueblo árabe con una tradición mercantil secular y en vena, con sus veloces caballos y todo tipo de animales habilitados para funcionar en espacios donde la supervivencia era ley, había proyectado sus tentáculos comerciales hasta las vastas extensiones iranias, e incluso por el este había llegado a conectar con la China Tang en su momento de máximo esplendor.
La Yihad era un maquillaje que ocultaba otros intereses que, por lo general, solo conocían y manejaban contados iluminados situados en las alturas de la gobernanza. El pueblo llano, obligado a una cohesión forzada y cerrando filas ante la amenaza del infiel, era más de apostar por las historias de las mil y una noches y los beneficios en el más allá, que por la árida y turbadora realidad del más acá.
No existía la indulgencia
Almanzor fue posiblemente uno de los guerreros más despiadados que ha dado el arte militar. Otros grandes de la historia de esta terrible disciplina o extensión de la economía extrema, fueron más magnánimos e incluso caballerosos con el vencido. Almanzor no conocía la compasión.
Sus raíces alfaquíes –especialista en la interpretación de la sharia–, le crearon una patológica pequeñez de alma por su exceso rigorista. Para él, no existía el Allah generoso e indulgente. Hijo de un famoso y ejemplar asceta renunciante muy próximo a las avanzadas corrientes sufíes, practicante asimétrico del ideario de su ecuánime progenitor, escaló sin pudor hacia las cumbres del hedonismo cortesano sin reparar en medios. Ora conspiraba, ora seducía a conveniencia.
Tras manejar la Ceca cordobesa –fábrica de moneda– y hacer un roto a las cuentas del Califa, razón por la que sería destituido, consiguió lavar su honor a base de buenas cantidades de ungüento en metálico. Pero quiso el caprichoso destino que a la muerte del Gran Califa Alhaken II, legara en su pequeño hijo Hisham de ocho años la dirección de aquel vasto imperio de cerca de 1.000.000 de Km2 que abarcaba no solo gran parte del norte del Maghreb sino que además incluía tres cuartas partes del territorio peninsular. Pero para entonces, Almanzor estaba ya muy subido.
Todos aquellos que no daban la talla para amortizar su captura como mano de obra de largo recorrido, eran pasados por las armas 'in situ'-
Esta fuerza de la naturaleza se embarcó en más de cincuenta razzias o aceifas precedidas de una violencia inusual. Primero, la caballería andalusí practicaba descubiertas con sus certeros y bien entrenados arqueros bereberes y los terribles gazis –juramentados ante el Corán que limpiaban la tierra de inmundicia politeísta–, remataban la “faena”. No había capturas en esta primera etapa, todo era a sangre y fuego. Se preparaba al adversario con un mensaje nítido del horror como carta de presentación.
Más tarde, en una segunda oleada, se procedía a la captura de esclavos y al expolio de iglesias y castillos.
Todos aquellos que no daban la talla para amortizar su captura como mano de obra de largo recorrido, eran pasados por las armas in situ y sin más preámbulos. El retorno a Córdoba no solo implicaba en ocasiones más de un millar de kilómetros de recorrido (caso de las aceifas de Barcelona, Santiago, Pamplona o León) sino que suponía que miríadas de prisioneros portaban el botín saqueado en las campañas de primavera y verano en condiciones muy penosas.
Finalmente el desideratum concluía con la quema de cosechas o tierra quemada y la condena al hambre de los que se habían ocultado en los montes. La tradicional repoblación impulsada por los castellanos principalmente en su discreta y sostenida expansión hacia Al Andalus, sería frenada en seco durante casi un siglo. La mera mención del nombre de Almanzor y sus salvajes incursiones en los reinos cristianos promovía en los orantes, plegarias musitadas en voz baja además de un respeto reverencial.
No se salvaba ni el Tato
Una interpretación de la realidad, nos podría sugerir que Almanzor fue el líder crucial que el Califato de Córdoba necesitaba para evitar el colapso; otra bien distinta sería la de asumir sin más, el catálogo de horrores al que sometió a la indefensa población civil allá por donde pasaba.
Aunque las reglas bélicas del Islam prohibían taxativamente acabar con la vida de los no combatientes (mujeres, monásticos, siervos, etc.), permitía saquear o destruir sus propiedades y tomarles como esclavos.
Los infieles eran invitados a abrazar el Islam, más si después de tres días no lo aceptaban se les conminaba a pagar una capitulación legal (la yizya); en caso de rehusarla, se les podía rebanar el cuello con la venia de Allah. Salvo las mujeres, los niños, los dementes, los ancianos, los inválidos, los ciegos y los monjes que vivían retirados del mundo cruel en conventos o ermitas, no se salvaba ni el Tato .
Almanzor, un caso de violencia extrema amparado en la religión. Líder venerado para los suyos, terror para los vencidos. Un musulmán vacío de principios, muy alejado de los postulados esenciales del islam.
Conclusión, que Allah le tenga en la gloria castigado en un rincón.
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