España: la semilla del mal está en el desastre de la Educación autonómica
Por cobardía, por resignación o por pereza, el Estado ha permitido la desintegración de la pedagogía de la convivencia
EL proceso de desafección y ruptura que está viviendo la sociedad catalana es imposible de entender en su correcta dimensión sin el fenómeno subyacente de la desintegración de la educación nacional española. Desde hace años, el Estado ha permitido por comodidad, por cobardía, por resignación o por pereza, la atomización de la pedagogía de la convivencia, y en su lugar las autonomías han levantado una construcción ideológica disgregadora que ha descompuesto la identidad colectiva con la eficacia de una gangrena. El discurso particularista en la escuela se ha extendido por todo el territorio al amparo de la dispersión de competencias, pero han sido las comunidades hegemonizadas por el nacionalismo las que más a fondo y con mayor perseverancia han trabajado para ampliar esa grieta.
En la semana en que se producía el arreón secesionista, la asociación de editores de libros de texto ha publicado un informe demoledor sobre el diferencialismo en la enseñanza. Existen en nuestro país 25 manuales distintos de Ciencias Sociales -la asignatura clave en el sesgo de la interpretación histórica- y hasta 19 de matemáticas, una materia en la que poco debería influir, en apariencia, la cuestión identitaria. No se trata, pues, sólo de la cooficialidad de distintas lenguas propias, sino de un concepto de singularidad paroxística que ha fragmentado a conciencia los conocimientos educativos a partir de una idea fracturada de España.
Sin duda los nacionalistas han destacado en este impulso deconstructivo que han utilizado como base de su pensamiento mitológico, pero sería injusto atribuirles en exclusiva la responsabilidad de la asimetría docente. Todas las autonomías se han deslizado en mayor o menor medida por la pendiente de un confuso orgullo regional que pulverizaba la cohesión con una alegría negligente. La fascinación por la diversidad ha sido transversal a todos los partidos e ideologías y ha permeabilizado las sucesivas leyes; hasta un presidente balear del PP anunció con máxima solemnidad la edición de textos escolares en todas las modalidades lingüísticas de las islas... incluido el formenterense.
En ese revoltijo que los diferentes gobiernos, lejos de reconducir, han ido embrollando, los separatistas han encontrado la herramienta intelectual idónea para asentar su proyecto. Durante décadas y sin que nadie los frenase han sembrado con enorme efectividad la doctrina de la Cataluña soberana ungida por un destino histórico manifiesto. A despecho de todas las sentencias judiciales, han marginado el castellano de las aulas y desdeñado la tradición española identificándola con un marchamo extranjero. Nadie puede extrañarse ahora de que su concienzuda labor pedagógica de permeabilización social haya tenido éxito: son los únicos que, mientras España se abstenía de su supervisión obligatoria, se han tomado la educación como un asunto realmente serio.
IGNACIO CAMACHO / ABC, 10 de septiembre de 2017
España es culpable
No sé qué ocurrirá en Cataluña en octubre. Estaré de viaje, con la dosis de vergüenza añadida de quien está en el extranjero y comprueba que lo miran a uno con lástima, como súbdito de un país de fantoches, surrealista hasta el disparate. Por eso, el mal rato que ese día voy a pasar quiero agradecérselo a tres grupos de compatriotas, catalanes y no catalanes: los oportunistas, los cobardes y los sinvergüenzas. Hay un cuarto grupo que incluye desde ingenuos manipulables a analfabetos de buena voluntad, pero voy a dejarlos fuera porque esta página tiene capacidad de aforo limitada. Así que me centraré en los otros. Los que harán posible que a mi edad, y con la mili que llevo, un editor norteamericano, un amigo escritor francés, un periodista cultural alemán, me acompañen en el sentimiento.
Cuando miro atrás sobre cómo hemos llegado a esto, a que una democracia de cuarenta años en uno de los países con más larga historia en Europa se vea en la que nos vemos, me llevan los diablos con la podredumbre moral de una clase política capaz de prevaricar de todo, de demolerlo todo con tal de mantenerse en el poder aunque sea con respiración asistida. De esa panda de charlatanes, fanáticos, catetos y a veces ladrones –con corbata o sin ella–, dueña de una España estupefacta, clientelar o cómplice. De una feria de pícaros y cortabolsas que las nuevas formaciones políticas no regeneran, sino alientan.
El disparate catalán tiene como autor principal a esa clase dirigente catalana de toda la vida, alta burguesía cuya arrogante ansia de lucro e impunidad abrieron, de tanto forzarla, la caja de los truenos. Pero no están solos. Por la tapa se coló el interés de los empresarios calladitos y cómplices, así como esa demagogia estólida, facilona, oportunista, encarnada por los Rufiancitos de turno, aliada para la ocasión con el fanatismo más analfabeto, intransigente, agresivo e incontrolable. Y en esa pinza siniestra, en ese ambiente de chantaje social facilitado por la dejación que el Estado español ha hecho de sus obligaciones –cualquier acto de legítima autoridad democrática se considera ya un acto fascista–, crece y se educa desde hace años la sociedad joven de Cataluña, con efectos dramáticos en la actualidad y devastadores, irreversibles, a corto y medio plazo. En esa fábrica de desprecio, cuando no de odio visceral, a todo cuanto se relaciona con la palabra España.
Pero ojo. Si esas responsabilidades corresponden a la sociedad catalana, el resto de España es tan culpable como ella. Lo fueron quienes, aun conscientes de dónde estaban los más peligrosos cánceres históricos españoles, trocearon en diecisiete porciones competencias fundamentales como educación y fuerzas de seguridad. Lo es esa izquierda que permitió que la bandera y la palabra España pareciesen propiedad exclusiva de la derecha, y lo es la derecha que no vaciló en arropar con tales símbolos sus turbios negocios. Lo son los presidentes desde González a Rajoy, sin excepción, que durante tres décadas permitieron que el nacionalismo despreciara, primero, e insultara, luego, los símbolos del Estado, convirtiendo en apestados a quienes con toda legitimidad los defendían por creer en ellos. Son culpables los ministros de Educación y los políticos que permitieron la contumaz falsedad en los libros de texto que forman generaciones para el futuro. Es responsable la Real Academia Española, que para no meterse en problemas negó siempre su amparo a los profesores, empresarios y padres de familia que acudían a ella denunciando chantajes lingüísticos. Es responsable un país que permite a una horda miserable silbar su himno nacional y a su rey. Son responsables los periodistas y tertulianos que ahora despiertan indignados tras guardar prudente cautela durante décadas, mientras a sus compañeros que pronosticaban lo que iba a ocurrir –no era preciso ser futurólogo– los llamaban exagerados y alarmistas.
Porque no les quepa duda: culpables somos ustedes y yo, que ahora exigimos sentido común a una sociedad civil catalana a la que dejamos indefensa en manos de manipuladores, sinvergüenzas y delincuentes. Una sociedad que, en buena parte, no ha tenido otra que agachar la cabeza y permitir que sus hijos se mimeticen con el paisaje para sobrevivir. Unos españoles desvalidos a quienes ahora exigimos, desde lejos, la heroicidad de que se mantengan firmes, cuando hemos permitido que los aplasten y silencien. Por eso, pase lo que pase en octubre, el daño es irreparable y el mal es colectivo, pues todos somos culpables. Por estúpidos. Por indiferentes y por cobardes.
Arturo Pérez-Reverte
PATENTE DE CORSO
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