La sentencia del Tribunal Constitucional no fue un ataque al pueblo de Cataluña, ni una afrenta a las instituciones, ni una falta de respeto a los votantes, ni nada remotamente parecido. Fue el resultado de un proceso habitual en cualquier democracia occidental.
Todo empezó con la reforma del estatuto de autonomía hace unos años.
Los estatutos de autonomía en el sistema español son objetos un tanto complicados, ya que, aunque son aprobados por el congreso mediante ley orgánica (y en el caso catalán, ratificados en referéndum), sólo pueden ser reformados siguiendo procedimientos agravados, ya que pertenecen al bloque constitucional. En cierto sentido, son un “anexo” de la constitución bajo la iniciativa legislativa de los parlamentos autonómicos que debe ser autorizada por las cortes, y que debe ser compatible con la carta magna.
Cuando el congreso aprobó la reforma del estatuto catalán el 2006, todo el mundo sabía que varios preceptos del larguísimo articulado eran de constitucionalidad dudosa.
Cuando el congreso aprobó la reforma del estatuto catalán el 2006 (y fue votado en referéndum a continuación), todo el mundo sabía que varios preceptos del larguísimo articulado eran de constitucionalidad dudosa. Ninguno de los artículos “al límite” trataban temas cruciales, pero el texto incluía algunos epígrafes que sólo una interpretación muy, muy laxa de la carta magna podía validar.
El tribunal constitucional, en su sentencia sobre el estatuto, apreció que los legisladores se habían pasado de frenada en algunos puntos. El tribunal cambió ligeramente las competencias del síndic de greuges (defensor del pueblo) y el consejo de garantías estatutarias, que estaban escrito de forma chapucera, retocó un poco el lenguaje sobre la supervisión de cajas de ahorros y eliminó dos palabras en el artículo sobre lengua.
La sentencia además incluía un recordatorio obvio desde el punto de vista jurídico, pero que muchos políticos insisten en ignorar. Los jueces recalcaron que el preámbulo (donde sale la dichosa palabra “nación”) no tiene efectos jurídicos, como todo el resto de preámbulos de cualquier ley. Aparte, incluyeron unas cuantas directrices sobre cómo interpretar el articulado para que conformara con la constitución sin alterarlo.
El único cambio más o menos significativo del texto fue en todo lo relativo al consejo de justicia de Cataluña, un intento de crear un poder judicial catalán autónomo.
El constitucional sólo invalidó dos puntos en materia fiscal. Primero, la cláusula que exigía que otras autonomías pagaran tantos impuestos como Cataluña, ya que no tiene sentido que un estatuto de autonomía regule los impuestos de gobiernos fuera de su región. Segundo, limitó la creación de tributos locales, algo que la constitución señala claramente que requiere ley orgánica previa.
El único cambio más o menos significativo del texto fue en todo lo relativo al consejo de justicia de Cataluña, un intento de crear un poder judicial catalán autónomo. Quizás no fuera mala idea (es más, no creo que lo sea), pero justamente en esto la constitución es muy centralista e inflexible, y cualquier observador neutral acabaría concluyendo que era inconstitucional.
En total, el tribunal constitucional sólo se pronunció sobre una docena de artículos, a menudo sólo tocando una palabra o una sección. Teniendo en cuenta que el estatut tiene 223 artículos y 22 disposiciones adicionales, la sentencia dista mucho de ser un cambio radical del espíritu del documento.
Para los independentistas estos retoques periféricos representaron poco menos que una alta traición a la patria.
Para los independentistas estos retoques periféricos representaron poco menos que una alta traición a la patria. El estatut había sido ratificado por el pueblo de Cataluña (en una votación con 49% de participación), y era por lo tanto sagrado e intocable. Alterarlo era una ofensa a todo lo bueno de este mundo, y motivo de manifestaciones, quejas y proclamas sobre la opresión del gobierno central. La sentencia, en la narrativa independentista, es la piedra de toque, el momento en que España le dijo a los catalanes que no contaban para nada.
En realidad, esta clase de sentencias y conflictos son completamente normales. El constitucional se dedica a controlar las leyes aprobadas por los legisladores en todos los niveles de gobierno sean conformes con la carta magna. Todos esos gobiernos tienen plena legitimidad democrática y representan la voluntad del pueblo divinamente, pero el tribunal se carga artículos igual. Como toda institución contramayoritaria, al constitucional le importa un pimiento quién haya votado la ley; su trabajo es asegurarse que no vulnera la serie de preceptos que definen las reglas del juego ni ataque los derechos de los ciudadanos.
La constitución española establece quién puede legislar sobre qué y en qué condiciones; la legislación subsiguiente debe atenderse a estas condiciones
En España, como en cualquier otro país de nuestro entorno, los políticos a menudo discuten sobre instituciones; las administraciones tienen conflictos sobre qué pueden hacer, y los tribunales acaban por dictar sentencia. El tribunal supremo de Estados Unidos se pasa la mayor parte del tiempo decidiendo sobre conflictos entre el gobierno federal y los estados, a menudo sobre temas de crucial importancia; toda la reforma de la sanidad de Obama fue litigada en la corte. Aunque la ley fue aprobada por una amplia mayoría en las dos cámaras y firmada por un presidente que había ganado las elecciones por amplio margen, al supremo no le tembló el pulso invalidando varios artículos, diciendo que eran potestad de los estados. En dirección contraria, el supremo también ha invalidado repetidamente leyes electorales estatales por considerarlas discriminatorias, por mucho que una amplia mayoría de votantes de Texas quiera evitar que negros y latinos voten demasiado.
La sentencia del Tribunal Constitucional no fue un ataque al pueblo de Cataluña, ni una afrenta a las instituciones, ni una falta de respeto a los votantes, ni nada remotamente parecido. Fue el resultado de un proceso habitual en cualquier democracia occidental en la que la actividad de los políticos está sujeta a las leyes. La constitución española establece quién puede legislar sobre qué y en qué condiciones; la legislación subsiguiente debe atenderse a estas condiciones. Si estos límites son incómodos, la constitución establece reglas para su reforma.
Los nacionalistas catalanes, sin embargo, han insistido siempre en que cualquier disputa política entre dos gobiernos representativos es una especie de pugna donde ellos misteriosamente siempre salen perdiendo. Eso ignora la larga historia de derrotas en el constitucional de todos los gobiernos centrales al litigar contra gobiernos autonómicos. De forma más importante, obvia la necesidad de un árbitro imparcial que limite las decisiones arbitrarias de unos y otros y ponga cierta orden a sistemas políticos complejos.
Lo más probable, sin embargo, es que la sentencia sobre el Estatut del 2010 sea una excusa, más que cualquier otra cosa. Lo de aprobar leyes de forma coherente ateniéndose al derecho es algo que no parece importarles demasiado estos días.
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