viernes, 12 de mayo de 2017

LOS PAJILLEROS DE LA INDIGNACIÓN - LOS BORREGOS SOCIALES

La creciente agresividad en las redes esconde algo demasiado común en nuestra sociedad: la incapacidad para pensar de formar distinta y la dificultad para cuestionar lo absurdo

Juan Soto Ivars ha acuñado la expresión 'pajilleros de la indignación' para dar nombre a “aquellos que cada mañana buscan en las redes con qué indignarse de modo rápido, como quien busca excitación exprés en páginas porno”. Forman parte de un entorno en el que la censura es creciente, solo que ahora la realizan tus pares y los grupos. Es algo mucho menos localizado, y por tanto más efectivo. Quien quiera saber algo más al respecto, hará bien en acudir al excelente 'Arden las redes' (Ed. Debate), el nuevo libro de Soto, pero aquí nos limitaremos a constatar sus tesis: todo está mucho más controlado, ya que existen una serie de ideas instaladas en la sociedad contra las que no se puede ir sin salir dañado.

El dilema Ceacescu
Esta nueva censura es eficaz porque acaba interiorizándose. Al anticipar una respuesta hostil, genera un efecto de autocensura: mejor callarse que recibir golpes. Y en ese sentido, da igual o no tener razón. Contaba un buen periodista recientemente fallecido una anécdota de su vida profesional que ilustra cómo funciona esto en realidad. Trabajaba en la sección de internacional de un diario cuando llegaron noticias de la Rumanía de Ceaucescu que señalaban cómo el ejército del dictador, para evitar la caída del régimen, había iniciado ejecuciones en masa. La noticia venía firmada por una prestigiosa agencia internacional, lo cual significaba que medios de todo el mundo, y todos los nacionales, la reproducirían al día siguiente. Él conocía muy bien las capacidades operativas del ejército rumano y sabía que era materialmente imposible que los asesinatos alcanzaran las cifras, que eran de bastantes miles, que la noticia indicaba.

De modo que estaba ante un dilema: desmentir aquello (o no publicarlo) o bien hacer lo que todos los demás y redactar una noticia con lo que llegaba de la agencia. Como el periodista era sensato, optó por no meterse en líos y publicó el tema. Actuar de otra manera habría supuesto recibir muchas críticas por parte de sus jefes, ya que todos los demás medios se habrían hecho eco de la noticia y su diario habría quedado como poco profesional. Meses después, la misma agencia desmintió la información y aseguró que la cifra de muertos había sido muy inferior a sus estimaciones.

Grandes errores borregos
La actitud del periodista era previsible: a nadie le gusta meterse en líos, es decir, ir contra lo que los demás consideran que es lo que se debe hacer o pensar. Tenemos numerosos ejemplos de esta actitud en los últimos años, y algunos con consecuencias muy graves. En la época de la burbuja de internet, muchos analistas eran conscientes de que esas empresas presentaban resultados muy pobres, y sin embargo sus acciones cotizaban estupendamente. Pensaban que era mala idea y que en algún momento aquello se vendría abajo, pero ninguno se atrevía a decirlo en público. Y no solo porque mientras todo el mundo creyera la misma mentira les resultaba rentable, sino porque cuando los grandes expertos no cesaban de repetir que aquellas nuevas empresas iban a ser un gran negocio, nadie se atrevía a ponerse en su contra: darían la impresión de ser gente poco informada que no estaba al tanto de los tiempos. Lo mismo ocurrió con las 'subprime', los CDS y los CDO: eran una idea absurda, pero todo el mundo parecía estar encantado con ellas, e ir contra el mercado tenía costes evidentes que nadie quiso asumir. El destino final no podía ser distinto del que fue, pero nadie quería ser el primero en señalarlo.

Nuestra sociedad está tejida con estos mimbres. No hay más que ver las recientes elecciones francesas: los mensajes de los medios eran unánimes, y cualquier matiz que no fuera a favor de la tesis oficial era recibido con una avalancha de insultos. Es cierto que esto no es así más que en unos cuantos asuntos sobre los que el consenso parece amplio. En la mayoría de discusiones las posturas se encuentran mucho más divididas, hay más pluralidad, solo que es una pluralidad rígida en exceso. La vida social se divide en grupos, cada uno de ellos organizado en creencias ciegas que no admiten puntualizaciones.

Los hay de derechas y de izquierdas, machistas y feministas, cientifistas y seudocientíficos, del Madrid y del Atleti, liberales, neoliberales y antiliberales, que se lanzan al cuello de cualquiera al que se le ocurra mantener una postura que no sea exactamente la suya.

Todos igual
En la política institucional, esto es muy evidente. Los argumentos que emplean los cargos del PP y muchos de sus seguidores están cortados por el mismo patrón (ese que algunos columnistas repiten en sus opiniones); al igual que los de Podemos, cuyos marcos de pensamiento son insistentemente repetidos por los suyos; si eres sanchista o susanista, defenderás a los tuyos, y así sucesivamente. Lo malo de esto no son las ideas que se defienden, sino la rigidez con que se hace.

A este mecanismo, el psicólogo Irving Janis lo denominó pensamiento grupal ('groupthink') y consiste en adoptar los puntos de vista de los compañeros y de los superiores sin cuestionarlos, simplemente porque son las creencias que todos comparten. En estos entornos, el cuestionamiento está mal visto y es peor todavía si resulta fundado. Se conforma así una serie de creencias que se perciben como incuestionables, un conjunto de axiomas que dan forma al colectivo y a sus decisiones y que solo están un escalón por debajo de la verdad absoluta.

Cuando esto ocurre, el camino para el pajillero de la indignación está abonado. Este tipo de gente es más activa cuanta menos razón tiene, cuanto menos se cuestiona sus convicciones, cuanto menos es capaz de utilizar y entender razonamientos lógicos, de mantener una conversación basada en argumentos y de poner a prueba las ideas para ver hasta dónde resiste su coherencia.

Casi nadie es capaz de pensar fuera de los límites marcados porque hacerlo significa transgredir los límites del grupo y eso está claramente castigado.

Lo peor es un mal que impregna nuestra sociedad. Está presente en la economía, y en particular en nuestras principales instituciones, en la política, en la práctica profesional, en las empresas y en las universidades. La mayoría de la gente no se atreve a pensar por sí misma, sino que hace lo que hacen todos los demás porque es la mejor manera de sobrevivir. Eso conduce a un entorno altamente ineficaz donde unos copian a otros, las creencias no se cuestionan (y por lo tanto acaba atacándose a las personas en lugar de discutiendo sobre ideas), y todo el mundo hace lo que tiene que hacer. Es algo que siempre habíamos relacionado con los regímenes comunistas, esos donde todos aceptaban las órdenes y miraban para otro lado. Ahora estamos en un entorno similar, solo que con grupos de por medio. Casi nadie es capaz de pensar fuera de los límites marcados, lo que los expertos denominaron 'fuera de la caja', porque hacerlo significa transgredir los límites del grupo y eso está castigado. De ese modo, el 'groupthink', es decir, el borreguismo, impregna nuestra vida, lo que lleva inevitablemente a que haya mucha más ineficiencia en nuestra cotidianeidad y mucha más agresividad.

ESTEBAN HERNÁNDEZ


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