Existe una literatura casi infinita sobre el descontento de los españoles con el funcionamiento del orden político, económico e institucional vigente. Este lamento no deja de ser hipócrita. Ellos son los clientes del sistema. Determinan la asignación de los recursos. Eligen a sus gobernantes. Soportan el entorno que alimenta una determinada forma de hacer política, y tienen la oportunidad de modificarlo con su sufragio. La clase dirigente no está formada por marcianos. Es un fiel reflejo de la sociedad.
La hipocresía hispana respecto a la cosa pública se refuerza con un factor adicional: los españoles exigen cada vez más beneficios de la acción estatal y miran hacia otro lado cuando se habla de sus costes. En suma, la irresponsabilidad en la toma de las decisiones no está sólo en el lado de la oferta (políticos), sino en el de la demanda (votantes). Ambas se retroalimentan, es una espiral destructiva.
La dinámica expansiva de la acción estatal está debilitando la democracia porque se han asignado a ésta finalidades ajenas a su esencia, a su razón de ser, el procedimiento consensuado para sustituir a los gobernantes sin derramamiento de sangre. El principio mayoritario es moralmente aséptico. No cabe utilizarlo como prueba irrefutable de la bondad o de la verdad de una cuestión, de la deseabilidad o no de una política. La democracia es un medio no un fin y, por tanto, atribuirle la consecución de metas concretas es un engaño o un autoengaño. Recordarlo es vital para entender por qué han pasado muchas cosas en la vieja Piel de Toro y por qué el panorama tiene pocas probabilidades de cambiar.
El sistema democrático patrio ha mutado a un gigantesco aparato redistributivo. Extensos sectores de la población obtienen rentas directa o indirectamente del Estado y quieren seguir haciéndolo. Por ello, la presión para incrementar las funciones de los poderes públicos se ha disparado y ahí empiezan las dificultades. Como los recursos son por definición escasos, la tendencia a un incremento de la oferta-demanda de mayor gasto estatal tiende a generar un endeudamiento crónico. Esta situación se agravará porque la evolución demográfica de España ampliará el desequilibrio entre los derechos sociales del sector público y la obtención-búsqueda de los recursos precisos para satisfacerlos.
Todos los partidos han colaborado y colaboran para crear en España, no una sociedad de realidades, sino de expectativas. Los ciudadanos se sienten titulares y acreedores de derechos materiales -pensiones, sanidad, educación, prestaciones por desempleo, vivienda, dependencia, etc.- pero no recuerdan que su gozo y disfrute están condicionados por la cuantía de los fondos disponibles y alguien ha de pagar la fiesta solidaria. Esto es imposible sin un vigoroso crecimiento y éste se ve lastrado por la elevada fiscalidad que se precisa para sostener el sistema y porque los protegidos tienen mayores incentivos para impulsar políticas de reparto que de creación de riqueza. Es más rentable y requiere menos esfuerzo capturar el aparato estatal que asumir los riesgos de operar en un mercado abierto y competitivo. Cada minoría, cada grupo de interés puede perder más por las medidas que benefician a otras de lo que gana con las que ella obtiene, pero nadie tiene incentivos para preocuparse por el efecto acumulativo, agregado de las prebendas concedidas por las administraciones. Después de todo, ¿no es más agradable cumplir que rechazar los deseos del electorado? Ni al Gobierno ni a la oposición les interesa votar contra un proyecto concreto de dádivas estatales si ello les hace impopulares, mientras que hacerlo a favor les privará de muy pocos votantes y les hará ganar más.
Este espectáculo alcanza tintes esperpénticos cuando las formaciones políticas que critican el sistema se autoproclaman sus regeneradores y plantean con una catónica indignación su urgente revisión o su sustitución por no se sabe muy bien qué, no sólo no están dispuestos a reducir -Ciudadanos- sino a aumentar -Podemos- la oferta de pan y circo a los españoles. Pero no se llamen a engaño. Este enfoque ni es sofisticado ni es moderno. Es más de lo mismo y una actualización de una tendencia secular: los milenarios hábitos hispanos de acudir a abrevarse en el manantial de la gracia real contribuyeron a crear esa mística de ilusiones, confianzas, exigencias, temores, orfandades que han llegado a caracterizar al estatismo nacional.
El apoyo creciente a los movimientos antisistema, tipo Podemos, refleja una profunda incomprensión de las causas que hacen posible la libertad y la prosperidad. En España mucha gente quiere «vivir como yanquis y pensar como cubanos», valga la caricatura, lo que es una singular manifestación de esquizofrenia colectiva que afecta de lleno a los partidarios de esa formación y, en menor medida pero también, al votante de partidos tradicionales. Lo de los podemitas reviste mayor gravedad porque para ellos, la democracia liberal es una democracia falsa, burguesa y capitalista. La auténtica está más allá de las libertades formales y engañosas del liberalismo. Por ello reclaman en nombre del pueblo un incontrolado poder para el Estado, gestionado por una nueva nomenclatura cuya tarea es conducirnos al paraíso. La degradación del componente liberal en la democracia española corre el riesgo de transformarla en un edificio de cartón piedra que, merced a la ficción del Gobierno de la mayoría, puede llegar a consagrar situaciones despóticas.
Una nación no puede sobrevivir con instituciones que no se enfrentan al problema esencial de la escasez. Éste es uno de los hechos de la vida. Si los políticos y la ciudadanía no lo aceptan, se amenaza la existencia de una sociedad próspera y libre. La política española se ha convertido en una ensalada de reivindicaciones caciquiles, aderezada por los partidos para dar satisfacción a los distintos y contrapuestos intereses privados que desfilan por la escena disfrazados de defensores del interés público. Sus propuestas no responden a principios superiores ni siquiera al vago humanitarismo de los antisistema. Son los subproductos de la flagrante promiscuidad política, el botín de un expolio organizado y perpetrado en los templos profanados de la democracia patria. El Estado ha degenerado en un bazar, en un zoco cuyos recursos fiscales y legales son saqueados gracias al juego del caciquismo y al intercambio de favores. Y... los outsiders quieren participar en el reparto o, mejor, controlarlo ellos.
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