jueves, 3 de marzo de 2011

GUERRA Y DEMOCRACIA

En la serie de posts que dedicamos al fenómeno de la guerra, hoy traemos la opinión de los profesores John Ferejohn y Frances Rosenbluth publicada en Project Syndicate.
 
Guerra, deuda y democracia

Cuando los Estados Unidos abordan la decisión de aumentar su autoimpuesto límite máximo para la deuda, conviene que recordemos por qué es tan grande su deuda pública y la importancia que ello tiene. Con el ascenso del Tea Party, los republicanos pueden protestar contra el aumento del límite máximo de deuda, pero es probable que den marcha atrás al final, porque, entre otras cosas, las guerras financiadas con deuda –por ejemplo, en el Afganistán y en el Iraq– son más fáciles de defender que las guerras que se pagan en el momento y que los votantes deben financiar por adelantado con los impuestos.

De hecho, el debate que se va a iniciar en los EE.UU. pone de relieve un asunto más general: desde tiempo inmemorial, la guerra ha sido un arma de doble filo. Las sociedades humanas se han infligido matanzas mutuas y se han oprimido recíprocamente en una escala comparable con los peores azotes de la Madre Naturaleza, pero las guerras también han aportado cambios beneficiosos, porque la movilización de la población para el combate la moviliza también para la política.

La Historia rebosa de ejemplos de la ampliación de la voz y del voto de quienes aportaban los recursos para la guerra. La antigua Atenas pasó a ser una “democracia” –literalmente, gobierno por el pueblo– cuando Clístenes organizó a pescadores y agricultores en masa para poder derrotar a los oligarcas apoyados por Esparta. A su libertad política contribuyó la dependencia de Atenas de la guerra naval, necesitada de muchos brazos, contra los persas y otros enemigos.

En Roma, la huelga de brazos caídos del ejército en el siglo V a.C. dio entrada en la política a las clases bajas. Entre los vikingos y en los cantones alpinos suizos a comienzos de la Edad Media los guerreros del común eran explícita y memorablemente los encargados de adoptar las decisiones.

Posteriormente, las caballerías medievales europeas pusieron el poder político en manos de los ricos, que podían permitirse el lujo de mantener caballos y a sus palafreneros, pero la vuelta a los ejércitos en masa en los siglos XV y XVI hizo que con frecuencia cambiaran las tornas. A partir de 1568, las milicias locales adquirieron preeminencia y poder en los Países Bajos durante su larga lucha contra los Habsburgos españoles, si bien se volvió a prescindir de ellas cuando desapareció dicha amenaza a finales del siglo XVII.

Aun entonces, los monarcas europeos se vieron obligados a convocar a las clases bajas cuando necesitaron dinero para luchar, con lo que no pudieron eludir un diálogo sobre los fines y los costos de la guerra. Y en el siglo XVIII la guerra “revolucionaria” contra Gran Bretaña contribuyó a afianzar los principios democráticos en la Constitución de los EE.UU. y fomentó una ampliación del sufragio. Las guerras de Napoleón, desencadenadas por el despertar político de las masas con la Revolución Francesa, propiciaron paroxismos de movilización contraria que alimentaron las revoluciones europeas de 1830 y 1848.

La democracia moderna, con su mezcla de sufragio universal y derechos de propiedad, parece excepcionalmente una avenencia resultante de siglos de competencia militar entre Estados que evolucionaron constitucionalmente, conforme a la cual el público general aporta las fuerzas para combatir y las clases adineradas aportan el capital para entrenar y equipar a las tropas. Gracias a ello, las democracias tienen más probabilidades de ganar las guerras que los Estados no democráticos, porque movilizan a sus sociedades más completamente y porque los ciudadanos, que cargan con los costos, tienen la capacidad para impedir mediante las elecciones que los políticos se lancen a guerras temerarias e innecesarias.

Sin embargo, los prolongados conflictos de los Estados Unidos en el Afganistán y en el Iraq son diferentes. En conjunto, ya han costado más que la larga guerra de los Estados Unidos en Vietnam, pero no han aumentado la vigilancia pública ni la rendición política de cuentas en dicho país. De hecho, la generación de americanos más jóvenes ha acogido las intervenciones militares en el extranjero con un bostezo.

¿Cómo se puede explicar el llamativo contraste entre las protestas en masa contra la guerra de Vietnam y la muda reacción pública ante las guerras en el Afganistán y en el Iraq?

Hasta cierto punto, el miedo al terrorismo puede haber eximido a los dirigentes de los EE.UU. de la necesidad de rendir cuentas, pero ocho de cada diez americanos opinan que no son probables ataques terroristas y muchos votantes creen que la intervención en el Afganistán y en el Iraq aumentará la vulnerabilidad de los Estados Unidos ante el terrorismo, en lugar de limitarla.

Lo más probable es que los americanos se han quedado de brazos cruzados ante esas guerras porque el ciudadano medio no siente sus costos. Para empezar, la guerra en gran medida tecnológica substituye a los soldados por máquinas, lo que reduce el número de víctimas americanas. Los soldados voluntarios –incluidos muchos que no tienen la ciudadanía americana– y unidades de fuerzas mercenarias reducen aún más las razones para que los votantes se preocupen.

Además, los EE.UU. están pagando esas guerras con deuda. El Gobierno financió la segunda guerra mundial en parte con bonos de guerra, pero también instituyó el primer impuesto general de la renta en la historia americana, con lo que sus  ingresos aumentaron de 8.700 millones de dólares en 1941 a 45.000 millones en 1945. De haberse tratado de una guerra impopular, habría sido imposible. En cambio, para financiar las guerras actuales, el Gobierno de los EE.UU. no sólo ha dejado de aumentar los impuestos, sino que, además, los ha bajado, en realidad, en gran escala, con las reducciones de impuestos de Bush de 2001 y 2003, que ahora se han prorrogado hasta al menos 2012.

En 2009, el déficit presupuestario de los EE.UU. había llegado a ser superior al diez por ciento del PIB por el aumento de los gastos y el desplome de los ingresos tributarios durante la recesión. Según las proyecciones, la deuda pública total, a la que el déficit de todos los años suma una cantidad morrocotuda, superará el ciento por ciento del PIB en 2011, frente al 40 por ciento a finales del decenio de 1970.

El gasto anticíclico y la política tributaria resultan aceptables para la mayoría de los expertos y los contribuyentes, pero sabido es que el gasto en guerras que aumenta el déficit es una pésima forma de estimular la economía. Sin embargo, sirve a los gobiernos de los EE.UU. para ganar tiempo políticamente y continuar con guerras irreflexivas, onerosas y poco sometidas a examen en ese país. Como el acceso de su Gobierno a los mercados mundiales de deuda reduce la necesidad de aumentar los impuestos, ahora los gobiernos extranjeros son propietarios de casi una tercera parte de la deuda gubernamental de los EE.UU., que asciende a 14 billones de dólares.

Durante algún tiempo no sabremos si la deuda pública de los EE.UU. es sostenible. Sin embargo, lo que sí que sabemos es que hasta ahora los gobiernos han tenido que someterse a una mayor supervisión política cuando necesitaban hombres o dinero para reñir guerras. Al no tener los frenos más eficaces de la democracia contra las guerras impopulares, los EE.UU. han disfrutado de una relativa libertad para empantanarse en aventuras extranjeras indeseadas.
 

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