Por Félix Arteaga, investigador principal de Seguridad y Defensa, Real Instituto Elcano (REAL INSTITUTO ELCANO, 16/03/11):
Tema: Frente a la creencia emocional de que una intervención militar internacional en Libia podría solucionar la crisis en curso, existen razones para considerarla como el último instrumento al que recurrir entre todos los posibles.
Resumen: La necesidad de resolver la situación creada en Libia ha generado una controversia entre quienes creen que una intervención militar solucionaría la crisis y entre quienes ven contraindicaciones en el remedio elegido. Entre los primeros figuran quienes tienen una aproximación humanitaria, mediática o ideológica a la crisis y creen que la intervención militar es idónea para evitar los sufrimientos de la población, los combates entre las facciones y la continuidad del régimen de Gadafi. Entre los segundos figuran quienes desaconsejan recurrir de forma apresurada a una intervención militar debido a las malas experiencias operativas, jurídicas y de imagen acumuladas en las intervenciones de los últimos años. En medio de las dos posturas anteriores se encuentran los gobiernos que deben decidir sobre la intervención en función de sus propias valoraciones.
Este ARI describe los riesgos asociados a una intervención militar como la que se propone sobre Libia, las lecciones aprendidas de intervenciones semejantes y la probabilidad de que la intervención se decida más por criterios políticos y de opinión pública que por una evaluación detallada de la situación.
Análisis: La mayor parte de las intervenciones militares internacionales para solucionar las crisis de la post-Guerra Fría han coincidido con la difusión de imágenes impactantes en los medios de comunicación social. Incluso antes de que existiera la CNN, la aparición de esas imágenes más centradas en los efectos dramáticos de las crisis que en sus causas generaba angustia entre los receptores y les motivaba a movilizarse para demandar una respuesta internacional. El conocido como “efecto CNN” traduce emociones en demandas de actuación inmediata hacia los gobiernos, que se ven en la necesidad de “hacer algo” para atender esas demandas. Tras décadas de apagón informativo sobre Libia, la contestación social al régimen de Gadafi, los disturbios producidos y la represión de los mismos ha introducido la crisis libia en la agenda mediática internacional, intensificando las peticiones para que la comunidad internacional –cualesquiera que esta sea– haga algo para acabar con la crisis libia. Como resultado, los responsables de la respuesta internacional se debaten entre dos aspectos de la decisión: qué hay que hacer y quién lo hace.
Desde que se desbloqueó el Consejo de Seguridad tras finalizar la Guerra Fría, las operaciones de mantenimiento de la paz parecieron ser la respuesta ideal para resolver los problemas de seguridad internacional. El despliegue de tropas internacionales sobre el terreno parecía adecuado para resolver conflictos armados y las resoluciones del Consejo de Seguridad legitimaban la intervención militar de quienes deseaban y podían hacerlo. La práctica condujo a una expansión del instrumento militar para la resolución de las crisis en detrimento de los preventivos (es más fácil conseguir fondos para estabilizar crisis que para desactivarlas) junto con la creciente delegación de la gestión de esas operaciones a quienes las ponían en marcha (la existencia de contribuyentes es un requisito previo –y no posterior– a las resoluciones del Consejo).
La proliferación de crisis y su creciente complejidad han ido erosionando, por un lado, la fe en el instrumento militar porque las crisis obedecen a causas de naturaleza socioeconómica, étnica, política o cultural que el potencial militar, por sí sólo, no puede resolver. Puede ganar tiempo para que se pongan en marcha otros instrumentos, pero no existe una solución militar para problemas estructurales, culturales y complejos como los de Irak, Afganistán, Somalia o la República Democrática del Congo (RDC). Por otro lado, el peso de la intervención recae siempre sobre los mismos actores y siguen siendo EEUU, los países europeos y sus aliados quienes se ven en la obligación de hacer algo ante la pasividad o renuencia de la mayor parte de la sociedad internacional para asumir su cuota de responsabilidad en la paz y la seguridad internacional. Consecuentemente, quienes están dispuestos a intervenir en nombre de todos –lo que podría coincidir con la denominada comunidad internacional– han desarrollado un sentido patrimonial de la responsabilidad que les ha llevado a considerarse legitimados para intervenir sin estarlo (Irak, Kosovo) o a sobrevalorar en ocasiones su capacidad de solucionar conflictos (Somalia, Bosnia Herzegovina o Afganistán).
La constatación de estas carencias condujo a mediados de esta década al desarrollo del concepto de gestión integral de crisis internacionales (comprehensive approach) por el que la respuesta a las crisis complejas –no a las menores– pasaba por integrar la intervención de todos los actores desde el primer momento para solucionar las dimensiones más importantes de las crisis y no sólo la militar. Frente a esta opción más racional y de futuro, los responsables de recomendar o adoptar las decisiones sobre qué hacer no han asimilado las lecciones aprendidas y siguen primando todavía los reflejos tradicionales de hacer “algo” cuanto antes sin reflexionar sobre qué hay que hacer después, de hacer cada uno por su lado, dejando para la coordinación para otro día, y de no sopesar en detalle las consecuencias de una intervención militar.
Los dilemas del qué hacer: “to do, not to do or to do something”
A pesar de la cantidad de información que circula sobre Libia, se sabe bastante poco de la situación real y mucho menos de las causas profundas que han llevado a la situación actual. A la opinión pública le puede bastar unas imágenes o los titulares de los medios de comunicación social para hacerse una idea de lo que pasa, pero esa información no es suficiente para los gobiernos que deben tomar decisiones que afectan a la vida de las personas, al derecho internacional y a los intereses nacionales. Conocer la realidad libia es complicado porque las fuentes de información de ambos bandos ya han entrado en la guerra de la propaganda, los medios internacionales de comunicación no pueden desplazarse con libertad para contrastar sus informaciones y las informaciones mediáticas se nutren de fuentes anónimas o parciales.
Acciones como las operaciones aéreas de las fuerzas leales al régimen de Gadafi pueden presentarse desde medios oficiales como actuaciones contra objetivos militares mientras que desde fuentes rebeldes esas acciones se presentarán como bombardeos contra la población civil. Se acumulan los píxeles de información y se genera una imagen virtual pero todavía no se sabe cuál será la imagen real. El principio –que no el derecho– de la “responsabilidad de proteger” que ampara las intervenciones por razones humanitarias sólo puede aplicarse cuando se constata la urgencia humanitaria grave y sistemática. Esa es la línea roja que están trazando las declaraciones como las del secretario general de la OTAN, Anders F. Rasmussen, cuando advierte a Gadafi de que no se tolerarán ataques sistemáticos contra la población civil. Conscientes de la existencia de esa línea roja, las fuerzas leales al coronel Gadafi evitan cruzarla y las rebeldes denuncian que las cruzan constantemente. No es fácil saber lo que ocurre cuando las fuentes son escasas y poco fiables. En 1996, cuando los refugiados de la catástrofe humanitaria de Ruanda de 1994 se desplazaron desde los campamentos fronterizos hacia Ruanda y Burundi, los agentes humanitarios sobre el terreno y la propia comisaria europea, Emma Bonino, pidieron una intervención militar urgente ante la catástrofe que se estaba produciendo. Incluso continuaron haciéndolo cuando los responsables militares de la Operación Colmillo del Fénix que se estaba preparando comprobaron por las imágenes de los satélites que no existía tal riesgo.
Por eso, los gobiernos que disponen de medios de inteligencia para saber qué está pasando sobre el terreno, si las acciones armadas son sobre la población o sobre objetivos militares, los están empleando para supervisar la evolución real de los acontecimientos. Esa información procesada y contrastada es la que marca la diferencia entre aplicar el principio de la responsabilidad de proteger o el del Derecho Internacional Humanitario que se aplica a los conflictos armados. Al empleo indiscriminado de la fuerza durante los primeros días por las fuerzas armadas libias, que les valió la condena internacional y la descalificación del gobierno libio como interlocutor de la población civil, le ha seguido un uso más militar y selectivo sobre objetivos militares acorde con el Derecho Internacional Humanitario. Por su parte, entre quienes se movilizaron contra Gadafi no sólo están los civiles que se rebelaron de forma tan pacífica como sus contrapartes tunecinas o egipcias sino también quienes, a diferencia de estos, asaltaron y quemaron centros oficiales, se hicieron con las armas abandonadas y combaten con ellas para derrotar al régimen. No son dos bandos equiparables en cuanto a su capacidad militar pero mientras ambas partes recurran a la fuerza, la situación se parece más a una guerra civil que a una agresión armada. Discriminar entre conflicto armado y represión indiscriminada y probar la existencia continuada y sistemática de ataques a la población civil es fundamental para que el Consejo de Seguridad apruebe una resolución que permita el uso de la fuerza, para que los gobiernos decididos a intervenir lo hagan y, también, para que el fiscal Moreno-Ocampo pueda probar la existencia de crímenes de guerra pasados o presentes, de “cualquiera de los dos bandos” como él mismo ha recordado ante la Corte Penal Internacional. El recuerdo de la controversia entre quienes abogaban por un ataque preventivo sobre Irak y quienes pedían tiempo para verificar las causas de la intervención –entonces las armas de destrucción masivas– sigue vivo entre quienes no quieren tropezar otra vez en la misma piedra y a todos nos gustaría que el Colin Powell de ahora presentara al Consejo de Seguridad pruebas más contundentes que entonces.
Las intervenciones las carga el diablo
Las dificultades para una intervención militar no acaban con la necesaria legitimación sino que también se extienden a su eficacia y efectos. Las operaciones militares comienzan por recoger inteligencia y elaborar planes de contingencia para llevar a cabo las distintas opciones militares cuando así se decida. Quienes asesoran a los responsables de tomar decisiones no pueden proponer acciones fundamentadas principalmente en percepciones, emociones y encuestas de opinión. Deben ofrecer también la mejor inteligencia disponible sobre la realidad, aunque esta no guste o no coincida con los titulares mediáticos, y llevar a cabo análisis de riesgos que determinen qué se puede hacer militarmente. La mejor intervención no es la más rápida sino la que produce los efectos deseados, y el planeamiento militar precisa su tiempo. No hay garantías de que una intervención militar sea rápida, quirúrgica y controlada como las que se proponen a propósito de Libia. Las operaciones cambian rápidamente de naturaleza (mission creeping) y las reglas de enfrentamiento de partida pueden endurecerse si se produce la escalada. España intervino en Bosnia para facilitar la distribución de ayuda humanitaria y ha salido 15 años después tras hacer casi todas las misiones posibles, incluidas las de combate. Las crisis tienen vida propia y no evolucionan de acuerdo a las asunciones ideales de partida.
En segundo lugar, y como ha señalado el secretario de Defensa de EEUU, Robert Gates, establecer una zona de exclusión aérea puede llevar a un enfrentamiento directo, largo y costoso con las fuerzas armadas libias. En el mejor de los casos, aquel en que la intervención internacional disuadiera al líder libio de usar la fuerza, se necesitarían muchos aviones, barcos y bases para imponerla, mientras que en el caso menos favorable de que el coronel Gadafi siga empleando la aviación, sería necesario anular sus defensas aéreas y los ataques directos podrían llevar a respuestas militares de las fuerzas libias sobre personas, aeronaves o intereses de quienes intervienen. Finalmente, y este es un aspecto del que casi nunca se habla, la intervención militar tiene un coste que sufragan individualmente los países que contribuyen a las operaciones. Según datos del RUSI, la operación de exclusión aérea de Irak costó 1,5 billones de libras y 34.000 salidas aéreas de media durante los 12 años de su duración. El escenario libio tendría un menor coste logístico pero los gobiernos que pueden poner en marcha estas operaciones tienen ya sus fuerzas expedicionarias y sus presupuestos al borde del estrés operacional y deberán evaluar si en esas condiciones pueden permitirse una intervención adicional.
La suerte de las intervenciones militares no se decide sólo en los campos de batalla, se decide principalmente entre las percepciones de quienes residen en esos campos y de quienes envían sus tropas a ellos. El resultado final depende de que los resultados, para unos y para otros, justifiquen el esfuerzo realizado. Mientras llegan los resultados, lo que se perciben son los costes y eso altera el apoyo de partida. Por ahora, el régimen de Gadafi va perdiendo la batalla de las percepciones porque ha empleado la fuerza militar para reprimir las manifestaciones y los medios de comunicación siguen presentando sus acciones militares como ataques a la población civil, aunque esta esté armada y trate de derrotar militarmente al dictador. Pero esa percepción puede cambiar porque disparar para proteger también produce daños colaterales. En las guerras modernas se combate entre la gente y llevar a cabo acciones aéreas sobre objetivos militares dispersados entre la población o en zonas de enfrentamiento fluidas aumentaría el riesgo de víctimas civiles. Los depósitos de armas libios bombardeados por las fuerzas de Gadafi estaban en las afueras de las ciudades pero si hubieran estado dentro su impacto en cifras de víctimas habría sido incalculable. Al igual que en intervenciones anteriores contra Sadam Hussein o Slobodan Milosevic, nada apoyaría más la causa del autócrata libio que mostrar víctimas civiles, por lo que no dudará en camuflar sus medios entre su propia población o capturar combatientes extranjeros (el régimen libio ha devuelto a los militares británicos y neerlandeses que detuvo por entrar de forma irregular en su territorio pero podría usarlos como rehenes la próxima vez si se les derriba o captura entre los combatientes). Por otra parte, tras el apoyo o el rechazo al régimen de Gadafi existe un entramado de intereses tribales que puede acentuar el carácter de guerra civil, por el reparto del poder, el territorio o los recursos petrolíferos, y resulta fácil apoyar a una población unida contra un autócrata, pero la empatía resulta más difícil cuando afloran los intereses ocultos y los enfrentamientos internos.
Tercero, la supresión de las actividades aéreas no significa el fin de los enfrentamientos. Ni en Bosnia ni en Irak sirvieron para parar la guerra. Los enfrentamientos continuarán mientras rebeldes y leales confíen en decidir su suerte por las armas y mientras no puedan imponerse unos sobre otros. Las fuerzas leales a Gadafi están consolidando el control de la zona occidental y los rebeldes su control de la oriental, manteniendo enfrentamientos mientras avanzan o retroceden. Según fuentes abiertas, en los combates participan un número restringido de fuerzas, entre 6.000 y 8.000 miembros por cada lado, y ninguna cuenta con la experiencia y la capacidad necesaria para imponerse a la otra. Además, la exclusión aérea difícilmente puede evitar el empleo de helicópteros, carros de combate o artillería pesada, por lo que tarde o temprano quienes la llevan a cabo pueden verse obligados a entrar en una escalada aérea o terrestre. Para decantar la victoria a favor de los rebeldes sería necesario apoyarles con equipo militar, instructores o fuerzas terrestres, y hacerlo cuanto antes y en gran número si se quiere acabar pronto con el régimen de Gadafi. La decisión no es neutral porque apoyar militarmente a un bando frente a otro acaba creando o consolidando una reputación de injerencia en asuntos internos, especialmente si se interviene con doble rasero.
En un escenario de levantamientos populares en muchos países árabes, la posibilidad de obtener mayor apoyo si las movilizaciones degeneran en un enfrentamiento armado puede incentivar una escalada de provocaciones hasta conseguir que los gobiernos establecidos actúen violentamente contra la población civil. Hay que recordar que el Ejército de Liberación Kosovar, sabiendo que la OTAN intervendría para prevenir una acción humanitaria, no dejó de provocar a las fuerzas serbias hasta que desencadenaron la respuesta paramilitar que justificó finalmente esa intervención.
En cuarto lugar, hay que tener en cuenta que las intervenciones producen efectos indirectos en la reputación de los países que participan. EEUU en particular, pero también los países de la OTAN, de la UE y la propia Naciones Unidas no gozan de buena reputación en el mundo árabe, lo que les obliga a ser especialmente prudentes y les aconseja actuar de forma subsidiaria a los actores árabes. Varios de los grupos que se levantaban contra Gadafi, al menos mientras parecía que iban a derrotar por la vía rápida a Gadafi, manifestaron su oposición a una intervención externa. Luego algunos han pedido que se creara una zona de exclusión aérea y otros han pedido que se ataque desde el aire a las fuerzas que les atacan. A fecha de hoy (14 de marzo de 2010) sólo la Liga Árabe ha solicitado oficialmente la exclusión aérea, pero ninguno de sus miembros tiene capacidad para participar en ella y países como Turquía, que sí podría, se oponen a la intervención militar. Cualquier medida de apoyo militar o humanitario a los rebeldes debería realizarse a través de actores locales y regionales para no restarles protagonismo en la solución de sus problemas. Lo contrario podía interpretarse por los contendientes o por terceros como una intromisión extranjera, imperialista o infiel en lugar de como una intervención altruista motivada por razones humanitarias (especialmente debido a que la intervención se plantea en Libia, donde hay petróleo).
En último lugar, y teniendo en cuenta que ni Gadafi ni quienes le están apoyando tienen adónde ir, es de esperar que resistan por todos los medios a su alcance antes de ser derrotados y, después, que traten de desestabilizar al nuevo gobierno. La experiencia de Irak muestra la necesidad de contar con un plan de actuación para el día siguiente a la intervención militar y así evitar un vacío de poder que fomente la insurgencia, las luchas tribales, la delincuencia armada o la llegada de voluntarios yihadistas. Quienes apoyan la intervención en Libia deben asumir la corresponsabilidad del día siguiente y evitar que se repita lo ocurrido con los talibán en Afganistán o con al-Qaeda en Irak. Precisamente allí se ha aprendido la necesidad de conocer bien las claves culturales de los actores enfrentados (cultural awareness) antes de planificar una operación militar. Quienes sopesan la intervención deberán evaluar si tienen esa comprensión sobre las personalidades agrupadas en el Consejo libio, las tribus favorables y opositoras a los Gadafi y el resto de actores relevantes, no vayan a caer en manos de un nuevo Karzai, de una tribu dominante o de un grupo de notables en el exilio como ocurrió en Afganistán.
Conclusiones para una intervención anunciada: Es probable que Gadafi y sus fuerzas acaben traspasando las líneas rojas y la intervención se haga necesaria, pero todavía es más probable que la intervención se produzca porque hay que hacer algo. Quienes están evaluando los pros y los contras de una intervención y tengan dudas sobre la viabilidad y eficacia de una intervención militar precisarán mucho liderazgo y dotes de comunicación para oponerse al lugar común de actuar cuanto antes. Hasta ahora, sólo quienes han conocido de primera mano las consecuencias de las intervenciones militares de Irak y Afganistán –los responsables de las fuerzas armadas y de inteligencia de EEUU– se han manifestado en contra de la misma, por las razones señaladas anteriormente. Por el contrario, la mayoría de los gobiernos que pueden intervenir se han mostrado dispuestos a hacerlo en cuanto cuenten con un mandato del Consejo de Seguridad o con el apoyo de la comunidad árabe, por lo que la línea que les separa de una intervención es cada vez más fina.
Quienes desean acabar rápidamente con el régimen de Gadafi por razones humanitarias, éticas, políticas o energéticas, tenderán a minusvalorar los riesgos asociados a las intervenciones y las contraindicaciones jurídicas y operativas mencionadas. Presentarán una operación de exclusión aérea limitada en tiempo, duración y con los riesgos controlados. Si la intervención acelera el derrumbamiento del régimen de Gadafi se anotarán el éxito de la decisión, pero si la intervención se alarga en el tiempo, quienes la decidieron no serán normalmente los que luego tengan que rendir cuentas de los resultados de las decisiones adoptadas (para ser sinceros, tampoco tienen que hacerlo quienes apoyamos u objetamos las intervenciones apoyándonos en nuestra capacidad académica, mediática o humanitaria de influir en las decisiones).
En todo caso, y antes de poner en marcha la intervención sería deseable que quienes lo hagan expliquen las razones por las que actúan militarmente y no por otra vía, los objetivos que pretenden conseguir y la forma de evaluar el progreso hacia ellos, los riesgos derivados del uso de la fuerza y si la intervención en Libia es un caso excepcional o están dispuestos a repetir la intervención allí donde se repitan las circunstancias, para no ser criticados de aplicar medidas de doble rasero. Lo contrario evidenciaría que se llega a la decisión sin una evaluación rigurosa de sus consecuencias, movidos por la demanda establecida de hacer algo y confiados en que todo salga bien y en que todo sea en la realidad como lo deseamos en nuestro imaginario.
Las lecciones aprendidas muestran que el empoderamiento de los actores implicados, en este caso la sociedad libia y la comunidad árabe y africana en sentido amplio, es esencial para una solución eficaz y legítima del conflicto. El apoyo a las acciones en la que ellos decidan y ejecuten puede llevar más tiempo que poner en marcha una intervención militar a cargo de una coalición internacional, pero una intervención externa que reste protagonismo a esos actores cuestionará la legitimidad y el orgullo de los rebeldes libios si tiene éxito. Y si no lo tiene, arrojará mayores dudas sobre si las intervenciones militares de la última década sirven para solucionar problemas complejos o, simplemente, para hacer algo.