«El putinismo, viril y viral, se introduce en las mentes y convence de que la fuerza da más resultados que la diplomacia y de que la guerra es mejor que la negociación»
Solo he coincidido una vez en mucho tiempo con Vladímir Putin, pero con una vez me basta. Durante una visita a París, la Embajada de Rusia había invitado a una decena de «intelectuales», entre los que yo me encontraba, a cenar con el gran hombre. Como buenos franceses, nos imaginábamos que podríamos hablar, en particular de las violaciones de los Derechos Humanos en Chechenia y del aplastamiento de la oposición en toda Rusia. Craso error por nuestra parte, evidentemente.
Putin llegó con una hora larga de retraso, pero la entrada a paso ligero de este tipo de corta estatura, musculoso y lleno de bótox, acompañado de unos escoltas vestidos totalmente de negro y de un enjambre de jóvenes rubias, que sin duda tenían una función decorativa, fue espectacular. Putin no comió nada, ni bebió nada, pero habló, sin retomar el aliento, durante dos horas seguidas. De hecho, hablaba machaconamente de un solo tema, la lucha común –según él– de Occidente y de Rusia, contra el terrorismo islámico. No explicaba lo que quería decir con esto y deducía que todos los que se oponían a él eran posibles terroristas.
Lo que resultaba aún más perturbador que el discurso era el personaje, un personaje lívido, pétreo, que no mostraba ninguna expresión, ni ninguna emoción, que no sonreía y que solo emitía malas vibraciones. Confieso que me dio miedo, un miedo físico que nunca había experimentado antes en presencia de un dirigente político. Se marchó sin saludarnos, igual que cuando llegó, con su doble escolta, la negra y la rubia. Entonces, me acordé de mi padre y le di gracias por tener la buena idea de emigrar no hace mucho tiempo de Rusia a Francia y evitar así que me convirtiese en un intelectual ruso, una profesión demasiado peligrosa para mí.
Lo que resultó casi tan aterrador como Putin fue la conversación francesa que tuvo lugar a continuación, porque algunos quedaron entusiasmados con Putin, su personalidad y su denuncia del terrorismo. Me callaré sus nombres, pero eran tanto de izquierdas como de derechas.
Los elogios hacia Putin que se oyen cada vez con más claridad, en Europa y en EE.UU. me hacen recordar esta anécdota, que se me quedó grabada desde entonces en la memoria. Y el holocausto de Alepo, obra conjunta de Putin y El Asad, ha reforzado paradójicamente las declaraciones de apoyo a uno y a otro. ¿Cómo se puede explicar este misterio? Sin duda, sigue existiendo en Occidente un culto al hombre fuerte, al macho blanco y viril: el fascismo, el nazismo y el trumpismo son occidentales. Montesquieu, en su época, describió el «despotismo oriental» como contrario a la libertad; no se planteó que, tras el Siglo de las Luces, surgiría un despotismo occidental. No creo que me exceda al imaginar que los mismos que aprecian a Putin y la manera putiniana de dirigir a los pueblos habrían apreciado en el pasado a Mussolini. ¿Se ve avivada esta atracción hacia el hombre fuerte por el culto mediático, tan inteligentemente organizado por la propaganda rusa? No cabe duda de que sí.
Ya en tiempos de Stalin, los soviéticos manipulaban los periódicos occidentales, bien mediante la distorsión directa, o bien mediante la difusión de noticias falsas. Hoy en día, en la época de la postverdad, las redes a-sociales facilitan esta manipulación, porque la verdad en internet ya solo es una postura más, no es superior a los hechos y los espíritus débiles son influenciables. La prueba de ello es que hay periodistas, analistas y políticos, en Europa y en EE.UU., que declaran, basándose en lo que han leído en internet, que la alianza entre Putin y El Asad ha liberado a Alepo del terrorismo islámico. El hecho de que en Alepo hay terroristas del Estado Islámico y de Al Qaeda es indudable, pero también hay «opositores» a la dictadura de El Asad. ¿Quién es más terrorista, estos primeros opositores, que sueñan con una democracia árabe, o Putin y El Asad? ¿El que dispone de armas químicas y de bombarderos o aquel al que los Gobiernos occidentales animaban con palabras, pero al que no apoyaban con armas?
¿Es el putinismo una ideología? Los optimistas lo negarán. De hecho, la Unión Soviética difundía una visión del mundo y de la sociedad, perversa pero con vocación universal, a favor de la cual, en todos los países, algunos pensaron que era acertado militar. Por el contrario, parece que el putinismo, una vuelta al despotismo zarista, pero con mejores medios, solo vale para los rusos. En realidad, conocemos a admiradores franceses y estadounidenses de Putin, pero todavía no hay ni militantes, ni partidos putinianos en Occidente. Eso no quita para que el putinismo, viril y viral, se introduzca en las mentes y convenza de que la fuerza da más resultados que la diplomacia y de que la guerra es mejor que la negociación.
Donald Trump y François Fillon se han sumado a esta realpolitik, y el Frente Nacional lo hizo hace tiempo. La propaganda putiniana también da a entender que nuestras democracias, como están debilitadas y abúlicas, se han convertido, por tanto, en el objetivo declarado del terrorismo. Ahora bien, en el momento de escribir estas líneas, me entero de que el embajador ruso en Turquía ha sido abatido por un policía turco al grito de «Acuérdate de Alepo». ¿Este embajador ha sido víctima del terrorismo o del putinismo? Y habrá otros. Puede que, al fin y al cabo, Putin no sea la solución. El pueblo ruso, amordazado y empobrecido, ya lo sabe, pero los putinianos de Occidente todavía no. Los sovietófilos también tardaron varios años en entender que les habían engañado.
GUY SORMAN – ABC – 26/12/16
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