Al leer unas declaraciones de Cristina Pedroche me vino a la cabeza el filósofo norteamericano John Searle. Que es como si un selfie subido a Instagram por Gerard Piqué hiciera pensar en un plano secuencia de Andréi Tarkovski o llegar a rememorar los siete tomos de En busca del tiempo perdido con un tuit de Donald Trump. El caso es que la guapa presentadora, además de apostar porque siempre querría más a David Muñoz que a los posibles hijos que pudieran tener (algo tan arriesgado como el tatuaje que se hizo Melanie Griffith con el nombre de Banderas), se proclamaba fan política de Alberto Garzón definiendo “ser de izquierdas” como “querer el bien para todo el mundo”. En ese momento, me zambullí en el recuerdo de otra entrevista como una magdalena proustiana en té.
Todo empezó en Berkeley, a principios de los 60. Recién llegado de Oxford, donde había estudiado bajo la dirección de John Austin e Isaiah Berlin, John Searle era un profesor interino en una Universidad en la que predominaba el autoritarismo aunque pretendía llegar a ser la mejor pública del país. Se convirtió en uno de los líderes del movimiento estudiantil que trataba de renovar un sistema caduco, fomentando las libertades, sobre todo el “free speech”. Lo consiguieron y el rector tuvo que dimitir. Hasta entonces las cosas habían resultado difíciles para Searle pero con el triunfo empezó la pesadilla.
Porque llegaron a amenazarlo de muerte. No el ex-rector y la camarilla que había defendido el statu quo sino sus compañeros de “revolución”. El caso es que Searle había luchado para mejorar la Universidad, no para destruirla. Su proyecto consistía en una renovación del espíritu elitista universitario, consistente en la excelencia del conocimiento y en la vanguardia de la investigación. Sin embargo, desde la extrema izquierda académica que ahora lo atacaba se trataba de deconstruir la “estructura intelectual” de la universidad.
Como años después en su polémica con Jacques Derrida, Searle se dedicó con la claridad y el rigor del pensamiento analítico a “deconstruir la deconstrucción”, en semejanza a como siglos antes Averroes había liquidado, en Destruyendo la destrucción, el pensamiento torvo y totalitario de Algazel. Sin embargo, en el siglo XII el filósofo persa venció sociológicamente al filósofo andaluz, lo que condenó a la cultura musulmana al integrismo y la indigencia intelectual durante siglos. ¿Quién ganará ahora en la lucha entre el pensamiento claro y el turbio, entre las luces y las tinieblas?
En España, políticamente hablando, también nos encontramos en una pinza. Entre la ignorancia y la representación de los intereses espurios, el PP con Mariano Rajoy, y la maldad del resentimiento y el odio, encarnada en Podemos con Pablo Iglesias. Entre la desvergüenza de alguien que, como Mariano Rajoy, se aferra al poder sentado en una poltrona que se eleva sobre una montaña de corrupción y quien, como Pablo Iglesias, es capaz de saludar desde su programa de televisión a terroristas como Carlos “El Chacal” o pontifica que la izquierda escoge la vía de las armas o los votos dependiendo de las circunstancias.
En los sesenta John Searle era considerado un traidor por aquellos que habían hecho la revolución, pero él se sentía traicionado por la revolución. Años después, en una entrevista en Los Angeles Times, declaró: “La derecha es tan estúpida que no vale la pena ni discutir con ella; pero la izquierda es malvada”. Hoy en día también vale la pena mantenerse alejado tanto de los fans de 13TV como de los groupies de La Sexta. Los primeros considerarían a Searle un rojo peligroso y los segundos un facha nauseabundo. Un “rojofacha”, digamos, como etiqueta para los que, como el filósofo analítico, simplemente tratan de insuflar un poco de racionalidad y de sentido común en el globo pinchado y arrugado del pensamiento populista y la política trapacera.
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