En 1195 el ejército cristiano había sucumbido estrepitosamente ante los vecinos del sur, con los que compartíamos patio y siglos de convivencia en una relación de amor-odio. Era una época en que se había elevado a la excelencia la doctrina del palo y tente tieso, y las razias, incursiones y escaramuzas por un lado y otro de la inestable frontera, eran más que frecuentes. La paz brillaba por su ausencia desde que unos belicosos invasores procedentes del Maghreb habían desplazado a los apoltronados almorávides en su placida existencia andalusí.
Tras la durísima batalla de Alarcos, donde las tropas cristianas morderían el polvo severamente, una norteafricana horda almohade se estaba infiltrando a través de los Montes de Toledo y aproximándose peligrosamente a la antigua e inexpugnable ciudad bañada por el Tajo, encrucijada de culturas. La preocupación era más que seria y el éxodo de refugiados que acudían hacia las tierras del norte era incontable y hacía presagiar lo peor. Los asentamientos tan costosamente ganados durante la centuria anterior se habían volatilizado tras la acción de nuestros correosos convecinos de turbante que estaban decididos a mantener una sostenida iniciativa militar. La sofisticada Al-Andalus estaba arrasando y la suerte de las armas les sonreía de momento.
La gravedad de la situación haría que los reyes cristianos aparcaran sus diferencias internas para hacer frente común contra los almohades. Toda la cristiandad occidental estaba en estado de alerta ante la previsible invasión de las hordas de Allah más allá de los Pirineos. Por entonces, el rey castellano Alfonso VIII, que arrastraba evidentes cicatrices por la contundente derrota infligida en Alarcos, había solicitado al Papa Inocencio III que amalgamara voluntades contra los belicosos almohades que campaban a sus anchas por los territorios conquistados recientemente. Dicho y hecho. El alto preboste vaticano se puso manos a la obra y conseguiría que castellanos, navarros, aragoneses y una nutrida representación de nuestros hermanos portugueses, consumaran una alianza sin precedentes para dar la que posiblemente fuera la batalla más decisiva de la reconquista.
La paz brillaba por su ausencia desde que unos belicosos invasores procedentes del Maghreb habían desplazado a los apoltronados almorávides
Como consecuencia del cautivador énfasis del discurso del pontífice, a última hora, algunas partidas de francos y leoneses, más testimoniales que otra cosa, se insertaron junto con las siempre comprometidas órdenes militares de Santiago, Calatrava, el Temple y Malta. Curiosamente, el abanderado, puesto de extrema confianza en cualquier batalla medieval, recayó sobre el gran amigo de infancia del rey castellano, el Sr. de Vizcaya, Don Diego Lope de Haro que, a la postre, sería el que iniciaría la épica carga contra los sureños.
Baile de cifras
Con estos mimbres se pergeñaría una de las gestas más audaces de la historia militar de nuestro país, que a su vez sería el comienzo inexorable del declive y presencia en la península de los que durante siglos fueron nuestros vecinos; que todo hay que decirlo, nunca fueron invitados ni llamaron a la puerta con la cortesía indispensable como para ser acogidos de buen grado.
Las crónicas cristianas de la época inflaron de manera exagerada antes y después de la batalla el número de adversarios
Es importante poner en contexto apreciaciones y cifras que hagan que la verdad sea cierta y creíble. Las crónicas cristianas de la época inflaron de manera exagerada antes y después de la batalla el número de adversarios, exageración que se ha repetido como un mantra sagrado durante los siglos posteriores. Es escandaloso aceptar que la coalición del norte peninsular se llegase a enfrentar a la alianza del sur con un monto estimado de cerca de medio millón de soldados adversarios, ya que un mínimo de sentido común nos revela que el avituallamiento de esa muchedumbre requería una logística inasumible y desproporcionada a todas luces. Más cierto y manejable es hacer un sumatorio modesto y realista.
Según diferentes historiadores (Martin Alvira Cabrer y Vara Thorbeck) que han puesto la lupa y un esfuerzo razonable en la investigación de este episodio, es más que probable que en aquel durísimo enfrentamiento, colisionaran alrededor de cincuenta mil combatientes al margen de la servidumbre que componía el sostén de la enorme impedimenta que suponía la logística de ambos bandos.
El número de cristianos no superaría las veinte mil almas a juzgar por la disposición del campamento que levantaron en su momento. También es cierto que, puestos a inflar la contabilidad, se podrían añadir otros cincuenta mil ad lateres que contribuían en mayor o menor medida como aguadores, conductores de la impedimenta, captadores de vituallas, carpinteros, soporte de retaguardia, etc. En ningún caso, y a la luz de los estudios de diferentes historiadores locales y foráneos, se superó nunca la cifra de cien mil combatientes entre ambos bandos. La cifra inicial por si misma puede o no ser impresionante, pero a la conclusión de la batalla, la mitad de los contendientes tenían los párpados cerrados y habían iniciado el gran viaje.
Brechas en la Alianza del Norte
En el lado de los devotos de Mahoma, la composición no era menos heterogénea. Arqueros turcos, caballería almohade, infantería andalusí, guerreros del Atlas y una turbamulta de santones que habían acudido al llamado de la Guerra Santa invocando con piadosas plegarias a Allah para llamar su atención ante aquel lance. Por si fuera poco, Miramamolin, el líder mahometano que dirigía aquel concierto, se había hecho rodear de una guardia senegalesa de trescientos elementos de colosal estatura seleccionados ad hoc para la defensa de la tienda de su líder.
A la conclusión de la batalla, la mitad de los contendientes tenían los párpados cerrados y habían iniciado el gran viaje
Era un 16 de julio de 1212 y el creador se aprestaba a asistir desde su plácido balcón cósmico a una nueva velada en el kindergarten humano. La trifulca prometía ser antológica.
La antigua Hispania y la futura España se enfrentaban no sólo a sus demonios seculares (o sea a si mismos), pues la coalición estaba cogida con alfileres dadas las zarandajas de patio de corrala tan habituales en esta esquina del mundo que es nuestra piel de toro. Además se demostraría que, cuando dejamos de meternos el dedo en el ojo y logramos llegar a acuerdos, podemos superar obstáculos insalvables.
Para entonces se habían producido algunas deserciones en el bando cristiano por parte de los francos, que primaban el botín y el saqueo por encima de la disciplina de grupo y el propósito último para el que habían sido llamados a capítulo por el Papa. Los saqueos previos de Malagón y Toledo, entremeses antes de la transcendental batalla de las Navas de Tolosa habían abierto una brecha entre los integrantes de la Alianza del Norte. Los ultramontanos estaban más por la labor de ir haciendo caja por el camino, que de seguir el plan preestablecido por el rey castellano, que no era otro que el de mantener la iniciativa sin pérdidas de tiempo.
El día señalado
Durante toda la aproximación al escenario donde se dirimiría aquel épico lance, los cruzados (así había sido investida la acción por el pontífice) estaban siendo intensamente vigilados desde las alturas por destacamentos de la caballería almohade con lo que la sorpresa táctica se disipaba a pasos agigantados. Las bien pertrechadas huestes de Al-Nasir ( Miramamolin para los cristianos) aguardaban en el desfiladero de la Losa, en Sierra Morena, defendiendo este angosto y estratégico paso aparentemente inaccesible para cualquier forma de tránsito.
El infernal griterío se mezclaba con la procedencia ubícua y discrecional de los ataques
El grave problema de avituallamiento que venía padeciendo el ejército cristiano fue de alguna manera el detonante de la decisión de los tres reyes para enfrentar con premura el ataque sin más dilaciones. Un largo silencio casi místico, sólo roto por las oraciones que musitaban los soldados y los rezos de los ulemas y los orates de ambos bandos rubricaban la transcendencia del momento. De esta guisa y tras algunas escaramuzas de tanteo preliminares, el día 16 de julio se inició una carga frontal y sin retroceso posible, pues los llamados a este primer asalto sabían que iban a una muerte segura ante la tremenda avalancha de jabalinas, saetas, lanzas y proyectiles de toda laya, que incontables cruzaban aquel cielo de desamparo que bañaba la llanura. Aquello era una tormenta perfecta. La lluvia de flechas de los arqueros turcos, alcanzaba tintes de plaga bíblica; humanos y equinos, eran atravesados sin piedad por la precisión de la infantería Anatolia.
Todos eran muy conscientes a la vez de que no podían caer prisioneros pues acabarían en los mercados de Damasco o Marrakech si conseguían sobrevivir a uno de los días mas señalados de la historia. La solemnidad de que estaban imbuidos ambos contendientes por la ferocidad del combate, no dejaba lugar a dudas. El infernal griterío se mezclaba con la procedencia ubicua y discrecional de los ataques, maniobras y contracargas, cuerpo a cuerpo desgarradores y el cruel metal rasgando entrañas a un ritmo vertiginoso al que solo el sello de la locura podía dar sentido. La escurridiza e intermitente presencia de la muerte, lo mismo estaba al lado, que arrancaba su ultimo aliento al compañero que un segundo antes te había salvado de una estocada letal. No había lugar para la fatiga en medio de aquel escenario de horror.
Mientras aragoneses y castellanos estaban enzarzados en la contención de aquella marea humana y Lope de Haro y su bisoño hijo rozaban los límites de la resistencia; mientras los portugueses que se habían batido con singular bravura estaban siendo rebasados y las ordenes de Calatrava y Santiago estaban acorraladas en un perímetro muy reducido y menguante; los tres reyes con lo más escogido de sus caballeros lanzan una crítica última carga. Como presididos y guiados por una poderosa fuerza invisible, consiguen atravesar las líneas almohades de manera incontestable en dirección a la monumental jaima de Miramamolín.
Una atroz carnicería
Sancho VII de Navarra encuentra la brecha fatal por la que se cuelan quinientos de los suyos. La carnicería será atroz. El hacinamiento de hombres de los dos bandos dentro del perímetro de la tienda del Califa es de tal magnitud que resulta imposible identificar a propios y extraños. La escogida guardia de inmortales de Al Nasir-Miramamolín que estaba conectada en un destino común por una red de cadenas que los fijaba indefectiblemente a tierra, mueren hasta el último hombre fieles a su juramento.
Hacia las ocho de la tarde de aquel aciago día, la mitad de los combatientes, esto es, cerca de cincuenta mil soldados y caballeros, habían iniciado el postrer tránsito. El botín era incalculable, pero el saldo en vidas también era terrible. La imagen dantesca de miles de cadáveres contemplando el crepúsculo del sol, trascendía ampliamente el significado de la palabra tragedia.
Las consecuencias para Al –Andalus serian terribles. En el plazo de las dos décadas siguientes, caerían por el efecto dominó y el impulso dado tras la exitosa victoria de las Navas de Tolosa más del cincuenta por ciento de los territorios al sur del Tajo, recibiendo la Reconquista un espaldarazo definitivo. Se había pasado de una permanente guerra defensiva a la de erosión constante del adversario.
Las Navas de Tolosa es, probablemente, el golpe militar más severo recibido por el Islam en toda su historia. Como en los cuadros de Turner, una encolerizada y gigantesca ola, arrasaría aquel ejército de creyentes. Allah ese día estaba en otros menesteres.
A día de hoy, todavía me asalta una pregunta recurrente ¿Será cierto que para ponernos de acuerdo en algo es necesario que nos invadan de vez en cuando?.
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